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Pedro Atienza y la vida como flamenco

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En sus cincuenta y nueve años de vida, Pedro Atienza fue puliendo con la serenidad del maestro carpintero, los labios mordidos de Gil de Biedma, una obra diseminada, casi marginal, no sé si por despreocupación o por generosidad, que brotaba de la más canónica genealogía del soneto y dejaba ese sabor a barrica gastada, pero original en sus planteamientos estéticos, coincidentes con una aproximación a lo flamenco, que miraban a la gitana que cruza la calle, la espera en Ecuador, la guitarra de quien acompañaba sus lecturas, las palmas, ‘El Carbonilla’. En parte, era un cuchichí adoptado, mitad caló, mitad payo, como uno de sus narradores.

El cantaor Vicente Soto, ‘El Sordera’, decía sin dudar que Atienza escribía con el desgarro de los palos más duros, más grises, del flamenco, como si perdiera aliento en cada palabra, y por ello es un placer releerlo, un año después de su desaparición, en estos morrinsonianos días de saldo y ordenanza municipal. El recuerdo del envidiable talento de Pedro Atienza pone un paréntesis en la zozobra. Cualquiera se sorprende al recordar que sólo releía, Quevedo y Villamediana, tal vez Pessoa. Y esto es de por sí un acto subversivo, como afirmar sin despeinarse, palabras textuales, que no hay flamenco sin gitanos.

Comenzó pronto, y comenzó bien, con la tradición del Siglo de Oro como guía, una pasión que no le abandonaría y a la que seguiría fiel desde su seminal Fragmentos y evocaciones hasta el último libro que compuso con la sierra Subbética de fondo, cuando ya se sabía con pocas fuerzas y se refugió en la casa de su amigo Paco Otero, en Priego de Córdoba, después de una estancia en Las Negras y otra, antes, en Ecuador, que dieron otros tantos títulos rotos, como su interpretación del flamenco. Atrás quedaban los principios en Alcalá de Henares, las noches con José Hierro, la movida, la soleá por bulerías interpretada mano a mano con Vicente Soto y Antonio Carmona en la percusión, sus días de radio en Tiempos Modernos, cuando le lanzó Manuel Ferreras los dos zapatos, uno detrás del otro —lo cuenta el exdirector de Radio 3 Federico Volpini—. Allí, en las ondas, forjó una voz de locutor versátil y seductor que regalaba leyendo poemas en las reuniones flamencas con Camarón, Rancapino, El Beni, José Mercé. Que nos regalaba y nos hacía cerrar los ojos.

Lejos de constituir una paradoja cuya conciliación sólo es explicable en el discurso poético y narrativo que defendió hasta el final, la armonización de esta cosmovisión tiene su génesis en la naturaleza mestiza del flamenco, que procedía, según comentó en una de sus últimas entrevistas, de los romances castellanos, los cantos sinagogales y el universo árabe, fusión que da lugar a los cantos fundacionales y que conforman una ética y una estética que aceptó como propia y diferenciada de las aportaciones payas a los palos: el flamenco es Cádiz, el triángulo de los puertos y el mundo gitano, las cinco pragmáticas y los sentimientos extremos, de la bulería a la siguiriya, metro este último que —afirmaba— ningún poeta culto sabía componer. El misterio del cante jondo. Su poética, el amor, la muerte, el paso del tiempo, no muy distinta de aquella propia de los poetas que cantaba y admiraba.

Ethos flamenco y creación literaria

En algún momento de Mystery and Manners, Flannery O’Connor plantea un comentario crítico frente a la obsesiva enseñanza y la centralidad de la técnica literaria, decantándose en su argumentación por la importancia de la visión y el acto de escribir en toda composición artística, que rodeaba de una orla epifánica, frente a las aspiraciones del escritor obsesionado por publicar, oficio ya entonces, digamos, bastante mercantilizado y envuelto de un prestigio que haría las delicias de cualquier entomólogo de lo social. Este alejamiento del cliché mercantil fue el caso de Pedro Atienza: el flamenco y la escritura como forma de vida, el ethos que explica al cantaor y al poeta.

Un ethos que apunta con precisión figurativa en uno de sus dos testamentos literarios, La vida a palos, la novela publicada en una edición restringida, sin ISBN, por el Foro de Henares, a mediados del año pasado. Contada al modo de los pícaros, narra la vida de un cantaor, El Alcayata, mediante el apropiado recurso de utilizar una segmentación por capítulos que se corresponden con once palos del flamenco, de modo que la impresión final da en una elegía en honor del cante jondo que tiene momentos de un lirismo atronador. Cada palo se corresponde con un momento de la trayectoria vital que finaliza con una pieza breve a modo de ejemplo y resumen y cumple un propósito funcional: así considera el martinete un son “auroral” del que proceden los otros palos, construye el relato de su viaje a Ecuador con el marchamo de colombiana, cierra el periplo de su vida con bulerías, “la conclusión de las reuniones flamencales”, o narra una etapa desgraciada de El Alcayata enmarcándolo en una siguiriya, “fuente sonora por donde manan los calvarios gitanos”.

La interpretación del autor es vertebrada con acertados tropos enmarcados en el estereotipo de la cosmovisión gitana y flamenca, donde no escasea la ironía (“desecho de virtudes”), que permiten alumbrar una epistemología propia, como se encargaron de señalar Emmanuel Lizcano y Maribel Moreno en un trabajo redactado hace años, una cultura popular que invierte de una forma radical los valores dominantes[i]. De ahí su carácter, por otra parte, político.

A Pedro Atienza lo conocí en la librería Ocho y Medio durante una lectura de La vida a palos que organizaron, con su dotada capacidad para la dirección, Federico Volpini e Isabel Ruiz Lara. Quizás su proyecto más singular, se despidió sin verla publicada, donde reveló su capacidad para la exteriorización, para el oído narrativo, para la creación poética. Allí acudieron Vicente Soto ‘El Sordera’, el poeta José Muñoz Ripoll, algún lingüista y otros amigos de las letras y la radio. Su voz desgañitada y grave, muy regada, con desplazamientos hacia la entonación andaluza, favorecía una verosimilitud que dejaba como un olor a la Cala de San Pedro, la arena de Zahara, a una presentación de las noches en tabernas, sobre la arena fina bajo los pies, entre palmas y guitarras y un cantaor en trance. Obsesionado por el ritmo, la oralidad, leía y releía hasta ganar la musicalidad deseada.

De esto hace más de tres años. Como un colofón poético, la casualidad quiso que el autor y Agustín García Calvo, sentado en una silla con las piernas cruzadas, se encontraran aquella tarde tras la lectura: el traductor de una versión rítmica de la Ilíada, el poeta de los lingüistas, y el intérprete de una experiencia sensorial que no sabe de milieu. Estábamos en un bar, cerca de Martín de los Heros. Hablaron poco, tan sólo un par de minutos. García Calvo fallecería ese primero de noviembre, como una risa que tapa un lamento de afirmación institucional.

Su amigo caricato Paco Otero cuenta que los últimos dos meses de Pedro Atienza en Priego de Córdoba, frente a la sierra Subbética, los pasó madrugando y escribiendo más, como apremiado, intuitivo. Ya el deterioro de su salud era evidente. Allí terminó “Balance inconcluso de una vida desordenada”, que citó en su blog Miguel Sánchez-Ostiz, una suerte de recapitulación de su vida, dedicada a quienes la cruzaron con él:

Hoy quiero resarcirme del olvido,
ir evocando cosas en desorden:
que ellas mismas se troquen en el orden
del caos supremo, del tráfago vivido.

La casa solariega de la infancia,
y mi abuelo durmiendo en la solana,
el sonido en la charca de la rana
y la alfalfa, de la abundancia.

Las peleas de chicos a pedradas
y mi padre muriendo poco a poco,
su cara descompuesta, ya de loco,
con la morfina entrando en andanadas.

Mi madre recosiendo pantalones
cegada por el sol en el ocaso,
abnegada mujer a cielo raso,
que sembraba la tierra en sus hondones.

Los patios de Alcalá, que ahora me ignoran,
donde besé una chica y tuve fiebre,
escapando después como la liebre,
pues supe que los piedras también lloran.

La noche de Madrid en los ochenta,
ahíta de mandanga y de farlopa,
y aquella casa donde ya sin ropa
una pistola por poco me revienta.

La policía gris, y el casco con la porra,
corriendo a un grupo imberbe y desarmado,
y en la espalda el golpazo amoratado
que el alcohol a mansalva ya no borra.

Los nidos de gorrión pisoteados,
y la paga esperada de domingo,
los pellizcos robados y el respingo
y mis fieles amigos alarmados.

La radio, los poemas, el trabajo,
enredados en duelos y alegría,
y así pasando un día y otro día,
conociendo la vida desde abajo.

Los amores confusos y prolijos,
carnales, alevosos y dolientes,
y los instintos puros, que clementes
hacen que me confunda entre mis hijos.

Y al final y al principio está la muerte
y en el banal balance de mí mismo,
la muerte de los míos y el abismo
que espera en cualquier sitio, esa es mi suerte.

A cierta edad ya no hay cronología,
tan sólo los recuerdos que se alzan
y en el olvido puro nos alcanzan
para que arda tu genealogía.

Aunque suene a gastada nostalgia del fango, ahora convenientemente remercantilizada por el discurso post-pop, Pedro Atienza buscó los márgenes de la inconformidad, sobre el tapiz del flamenco. La mejor forma de recuperarlo del olvido, y rendirse a ese talento, es reivindicar su proyecto estético, que no hay flamenco sin comunidad gitana ni cultura sin mestizaje. Una forma, por otra parte, de conjurar esa tendencia a la uniformización, tan cara a la inteligencia, que opera en el discurso político oficial y en sus interpretaciones de la expresión cultural.

 
Fotografías:
1. Atienza con el guitarrista Samuel Ballester durante la presentación en Ocho y Medio el 23 de enero de 2013.
2, 3 y 4. De sus tiempos en Radio Nacional, con Javier Royo y Manolo Ferreras; retrato; en RNE (otra vez), con Ferreras y Lola Salvador, entre otros.
5. Cubierta de La vida a palos.
6. Con Federico Volpini, Alejandro Palacios y la actriz María Gento.
 

[i] Emmanuel Lizcano y Maribel Moreno (1998), “Tientos para una epistemología flamenca”, Archipiélago, 32, pp.75-81.