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Empleabilidad, y el descubrimiento del LSD
“Únicamente lo escrito es real. Las palabras se las lleva, como las trajo, el viento. Sólo lo escrito permanece. Sólo creeré en mi vida si la leo. Sólo creeré en mi muerte si la leo.”
Carlos Fuentes, Terra Nostra
Ha cambiado bastante el trabajo desde que el laureado, admirado, envidiado, citado, reivindicado Alfred Marshall descubriera por azar el desempleo, allá por 1888[1], hasta el punto de que, en atención a su etimología, que remite directamente al castigo corporal, el término ha experimentado una transformación, siendo sustituido por el más amable empleo –de plicare, doblar–, y éste, por el más edulcorado empleabilidad, reverso del emprendimiento. Este cambio semántico implica una estética, naturalmente, adecuada al signo de los tiempos, donde el paradigma de la flexibilidad globalizada es hegemónico, indiscutible. Cualquiera recuerda los famosos y polémicos versos de Guillén tan injustamente criticados durante la posguerra, pero con una pátina deliberadamente actualizada, como de hípster o colaborador de tertulia televisiva.
¡Beato sillón! La casa
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
Creo que a partir del momento en que, por curiosidad, comencé a familiarizarme con la genealogía de la cuestión social, gracias a la generosa lectura de la obra de Robert Castel, esta metáfora de la casualidad siempre me recordó, y lo digo sin ironía, a la historia de otro descubrimiento, el del ácido lisérgico por el químico Hofmann, quien sólo fue consciente de su gesta científica, su hallazgo, cuando comenzó a pedalear en su bicicleta, después del experimento de laboratorio, y naturalmente a dar tumbos a un lado y otro de la calle, ese día tan valorado primero por los hippies, y luego por las siguientes generaciones a las que la parafernalia pacifista y la retórica de Lennon importaba poco, pero sí el amor libre, como denostado por el Gobierno estadounidense, que puso punto y final a una época con una regulación un tanto restrictiva del LSD, tras comprobar que la gente joven prefería quedarse en el parque tocando la guitarra y fumando marihuana antes que aprovechar las magníficas oportunidades que ofrecía el American dream. En los albores de los shocks energéticos que acabaron con la excepción keynesiana. Con la guerra de Vietnam. Janis Joplin. Jimi Hendrix.
Porque efectivamente hay una relación entre el trabajo, y más concretamente las palabras que utilizamos para referirnos a las cuestiones relacionadas con esta categoría, para algunos una relación social, y las drogas, un poco al igual que las genetianas flores y presidiarios. Y no sólo por la licenciosa vida extramuros que pueda presumirse en plantillas que ahora tienen jornadas laborales más largas y cobran bastante menos, o tienen que ocuparse en oficios no adaptados a su valía, eso que ciertas escuelas manageriales llaman clima laboral o insatisfacción profesional, con bastante mal gusto literario y peor olfato para el análisis de lo social, sino porque sugieren cuestiones epistemológicas de primer orden.
En el centro de todo está el lenguaje. El principal problema de las ciencias sociales es la relación entre lenguaje y sociedad. Esto lo decía Wittgenstein antes de darse a la relajante jardinería y lo defendía sin trampantojos la Escuela de Madrid, con Jesús Ibáñez a la cabeza, durante los ochenta. Y este particular se han ocupado de analizar, en el vetusto espacio del antiguo paraninfo complutense, coordinados por Maria Jepsen y Amparo Serrano, los ponentes del seminario internacional que llevaba por atractivo subtítulo “El empleo como significante flotante”. Con este último término, siguiendo a Lévi-Strauss, y no tanto a los tan de moda Laclau y Mouffe, los organizadores quería destacar el carácter vago e impreciso, no clarificado, de la noción de empleo[2], especialmente en la regulación comunitaria y la transposición al caso español de la Estrategia Europea, que ha conocido un nuevo impulso con el package aprobado en 2012, y las nuevas figuras incorporadas al acervo autóctono, inspiradas en los casos exitosos de Dinamarca o Alemania, que mantienen unas tasas de paro muy inferiores a la media europea. Este proceso de reconfiguración cultural presenta al menos cuatro momentos, e implica tentativas por definir una nueva gramática que permita novedosas construcciones semánticas.
Un primero, lento aquí, donde se ha intentado una coherencia entre el giro micro en política económica –todo eso de la asignación eficiente de recursos, el individualismo metodológico, la importancia del sujeto y demás literatura de robinsones– y las recomendaciones en materia de empleo, de modo que el individuo ocupa el lugar principal que anteriormente era patrimonio del colectivo, esto es, la ruptura de la tutela de una clase, la asalariada, a favor de la mano invisible, lo que es bueno para mí es bueno para el conjunto. No es difícil a partir de este momento imaginarse las consecuencias, que deprimen toda solución centrada en la demanda, para situar la oferta en el foco de atención, y si hay que actuar sobre la oferta, hay que actuar sobre el sujeto, sobre el trabajador, mejorando sus competencias, para garantizar su adecuada inserción laboral. En la academia lo llaman Paradigma de la activación, y tiene un revés de no sé qué confianza en el funcionamiento del mercado, olvidemos el contexto, las oportunidades disponibles, olvidemos las condiciones objetivas donde se desenvuelve la vida de las personas, y pensemos sólo en ellas, activémoslas, mejoremos sus competencias, su cualificación, su empleabilidad, en suma, como un solitario, un juego solipsista.
Como consecuencia de ello, se observa un cambio en las regulaciones metadiscursivas, en las maneras de nombrar, à la Bourdieu (del trabajo al empleo y del empleo a la empleabilidad y el emprendimiento), que, en tercer lugar, afecta a la ontología política del sujeto. ¿Qué quiero decir? Que el individuo pasa de considerarse socialmente determinado, al modo del orden administrado del capitalismo regulado, que caracterizó la construcción de los estados sociales, desde el comunicado de Bad Gastein de Bismarck tras la Comuna de París hasta el modelo social europeo, pasando por Beveridge, a definirse conforme a las tesis liberales, que lo enfrenta en tanto en cuanto libre y autónomo. Es volver, con las cautelas oportunas, a la regulación anterior a la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900, debida a la voluntad del conservador Eduardo Dato, al mercado libre, donde el Código Civil regula todas las relaciones entre los sujetos, incluidas aquellas que presentan una naturaleza laboral.
En otras palabras, este proceso de remercantilización deviene en una regresión civilista del ordenamiento laboral. Todo ello nos hace reconocer, en último lugar, la transición de una epistemología pancientificista a un abierto dispositivo de dominación que, en materia económica, es performativo, y en el orden laboral, moralizador: si por una parte crea las condiciones adecuadas para su reproducción tautológica, por otra parte busca modelar la acción de los sujetos, para comportarse como un buen ciudadano tienes que preocuparte por ser empleable, cumpliendo la hoja de ruta que hemos marcado. César Rendueles, muy acertadamente, afirma en su celebrado Sociofobia que la presumible acción racional sólo existe en la categorización de los economistas.
¿Cuál es el resultado de todo ello? De acuerdo con la opinión de Amparo Serrano, un oxímoron, una paradoja, un café frío y al tiempo caliente, porque, ¿qué es la flexiguridad?, el mantra que desde hace años es el flagship de la estrategia comunitaria de Empleo. La regulación de las políticas de empleo, basándose en el método abierto de coordinación (MAC) y la experiencia exitosa de casos como el danés, donde la desregulación o remercantilización del sistema de relaciones laborales es acompañado de otras políticas de carácter complementario, sociales, de desarrollo empresarial, pasivas, activas. El problema es uno. ¿Cómo gestionar la diversidad de acuerdo con el principio de eficiencia? Nominación: ¿qué flexibilidad?, ¿qué seguridad?, ¿cómo conciliar flexibilidad con seguridad en los distintos estados miembro, tan disímiles? Paradojas que, sin embargo, están vertebrando los sistemas de relaciones de trabajo comunitarios. Cada uno entiende lo que le parece adecuado.
Experiencias lisérgicas
Volviendo a las drogas, fue Georges Bataille quien estableció en su conocido ensayo la función que cumplía el interdicto del trabajo en el control de las pulsiones libidinales, por utilizar una expresión no muy afortunada que procede del vocabulario psicoanalítico. Pensemos en el texto drogado[3], que dice Castoldi. De Baudelaire y De Quincey a Walter Benjamin y Burroughs, la generación beat, la Kronen. El acto de drogarse tiene algo de romper esa sintaxis de lo racional ilustrado para aproximarse a una realidad sensible más allá de la categorización convencional que define un orden grupal o institucional dado. Ofrece, por ejemplo, indicios que intentan delimitar corporalmente la sensación de infinitud paradójica por entidades finitas. La angustia del agua cayendo de la alcachofa en la ducha. Es en cierto sentido un acto subversivo por inventar una gramática que favorezca la constitución de campos semánticos alternativos. Por favorecer la ruptura de este consenso, el LSD fue prohibido en Estados Unidos, como oportunamente declaró Hofmann a mediados de los noventa del XX. Actos de subversión que en esencia son actos de lenguaje, de expresión.
Dos experiencias basadas en mi propia investigación personal avalan la función que cumple la experiencia lisérgica en la radicalización del proyecto creativo, que tiene un componente marcadamente mesiánico o al menos envuelto en una orla de irracionalismo pararreligioso. Afincado en Guanajuato, México, Pablo Paniagua se define como artista visual autodidacta. Acaba de publicar su cuarto trabajo narrativo, La novela perdida de Borges, donde firma una crítica al maestro argentino, a quien considera sobrevalorado, con argumentos un tanto inconcretos. Tuve la oportunidad de frecuentarlo, cuando aún residía en Madrid, durante los noventa. En cierta ocasión, evocó una de sus experiencias con el peyote. La narración era propia de Castaneda, con algún trazo pintoresco del primer Jim Morrison, entonces bastante de moda, con motivo de la conmemoración del vigésimo aniversario de su fallecimiento, junto con todo el movimiento musical indie, los años de Nirvana, Rage Against the Machine, Pearl Jam, Cypress Hill, Rollins, y un largo etcétera. Solo, caminando sin rumbo fijo, perdido entre sus divagaciones sensoriales después de una primera toma, en un desierto mejicano que no concretó o cuyo nombre no recuerdo, un lagarto le mostró el camino de las montañas y le señaló la piedra que momentos antes había dejado sobre la mesa, una piedra sin otro valor que la forma ovalada y angulosa y distinguida con incrustaciones de micra, una piedra común que cualquiera puede encontrar en la madrileña La Pedriza. El reptil articuló unas breves palabras, como la cabeza del discípulo de Escotillo, que cuenta Cervantes en la segunda parte del Quijote.
–Esta piedra te traerá suerte.
Segundos después, pudo apreciar cómo otra dimensión se abría frente a él, plena de luz, más allá de las montañas. Dos días antes, yo había conocido a su pareja sentimental, con quien finalmente se trasladó a México, en un pub de la sierra, La chocita, o Chori, donde unos años antes Paniagua expuso sus primeros trabajos de pintura, bajo el signo del visionario, según declaraba. Todo muy Blake. Muy de los sesenta. Tal y como recuerdo aquellos días hoy, la verdad era una y en lo esencial innegociable, frente a mis objeciones de entonces, me gustaba esa idea de garito entre la vieja casa de pueblo, más bien vaquería, y la decoración como de club rocanrolero, este contraste aligerado por una oscuridad que apenas salvaban los focos tacaños de la barra, un falo de plástico recubriendo el grifo de cerveza, con sus escaleras de madera, en forma de un caracol retorcido, y la chimenea siempre caldeada en invierno, y el minúsculo anfiteatro donde se sentaba la gente a fumar hachís, y escuchar a Led Zeppelin, y a Pearl Jam, bajo un televisor ciego, y demasiado papel, demasiada madera, el humo, posters amarillentos, y entradas gastadas de conciertos y una envidiable colección de vinilos, sobre todo vinilos.
La chica, que no había cumplido veinticinco años, venezolana residente en Madrid por razones que nunca precisó, quizás laborales, y habitual consumidora de marihuana, afirmaba que estaba conectada con su madre mediante una suerte de cordón umbilical, a través de Dios, y por ello sobrellevaba con mayor entereza la distancia espacial. No me resistí a cotejar su interpretación con un colega de la vertiente materialista, quien le preguntó encendidamente si esta particularidad era extensiva al conjunto de la humanidad, si todos estábamos unidos a Dios, a lo que ella respondió afirmativamente, con un gesto de complacencia y dulce convicción.
–Pues a mí me lo han cortado–sentenció, sin una mueca de humor o generosidad, el materialista de la escuela de Rolle y Allaluf y todos esos franceses: por aquel entonces ya se estaba poniendo de moda interpretar la obra de Marx a partir de los Grundrisse y el VI Inédito, y de paso quitarle responsabilidad en el productivismo que le imputaban las voces más críticas.
Mi anecdótica experiencia con el LSD se remonta a esas fechas. Tuve la oportunidad de probar una dosis del compuesto que entonces se comercializaba en el menudeo bajo el nombre de micropunto amarillo. Los efectos se manifestaron especialmente treinta y seis horas después, bajo la forma de una tensión que, en esencia, me impedía representarme una idea del puente entre la finitud y la infinitud, nada extraño para todo buen kantiano, aunque en esa ocasión me angustiaba, obsesionándome, yo iba creciendo, y el baño haciéndose diminuto, el baño crecía, y yo menguaba, un átomo, sin transición, un poco al modo de la película dirigida por Jack Arnold, basada en la novela de Richard Matheson, The Shrinking Man, tan popular a finales de los cincuenta, nada que ver, la experiencia, con la cristalización de instantes que experimenté dos días antes, una hora más tarde de la primera toma, o la bifurcación de mi personalidad en dos personajes antitéticos, aquel que vestía con vaqueros y chaqueta de cuero, este otro trajeado al modo de los directivos, que me arrancó alguna carcajada ya en la cama, a punto de conciliar el sueño, tras un concierto de Rosendo, con Tribu X como teloneros, en Las Ventas.
La empleabilidad como arte
El caso de Pablo Paniagua es uno de tantos que ejemplifica el estatuto que cumple hoy el discurso de la creatividad en la formación de las economías postindustriales, tecnoinformacionales, digitales. Su historia permite establecer paralelismos entre la libertad que reivindica el artista, fuente de la creación, donde el ácido lisérgico y otras sustancias psicotrópicas cumplen un papel catalizador, de liberación, promotor de la creatividad, y su apropiación por el discurso económico, en su vertiente productivista, determinista y tecnológica.
La creatividad (término que hay que precisar) puede entenderse como uno de los elementos constitutivos que definen hoy la construcción significante del emprendedor, llamado a convertirse en el nuevo héroe que ha resolver los problemas asociados al crash bursátil y las consecuencias de los programas de consolidación fiscal. Ser creativo, y adaptar la cualificación del trabajador, por cuenta propia o ajena, a las exigencias de un mercado en plena transformación digital. Ser creativo y ser responsable con uno mismo. Ser creativo, e idear proyectos que favorezcan el posicionamiento de los productos en el mercado, mejoren la competitividad, y permitan invertir el ciclo de movilidad social descendente, exclusión social, depauperación y precariedad laboral. La creatividad es el nuevo mantra de nuestras sociedades tecnológicas avanzadas, por utilizar la expresión acuñada por José Félix Tezanos.
La genealogía de este problema fue ya estudiada por Boltanski y Chiapello: su concepto de crítica artista traduce bien toda la arquitectura de los modos de nombrar, la incorporación al discurso del mercado, desregulado y global, financiarizado, digital, de las ideas de creatividad y realización personal contrarias a la burocracia, que caracterizaron los movimientos de los sesenta, pero mercantilizándolas, y situándolas en el core de la práctica managerial que se enseña en las escuelas de negocios. Un paso más allá es la reapropiación en la economía tecnoinformacional del discurso de las start-up, muy críticas con la jerga del universo corporate, pero que acepta en términos esenciales las oportunidades que ofrece la economía de mercado libre. Lo individual epifánico. El problema, reside, efectivamente, en el contexto institucional donde se desenvuelven todas estas prácticas, en gran parte de las ocasiones contradictorio con estos objetivos eufóricos.
Con esta exposición más o menos apresurada no quiero sugerir que las autoridades comunitarias, y las encargadas de adaptar las resoluciones de la Comisión aquí, en esta orilla del Mediterráneo, tengan cierta predilección por experimentar con los derivados que Hofmann, sin pretenderlo, puso en circulación, antes de redactar esos textos legislativos que tienen tantas dobleces paradójicas, irónicas, muchas veces ilegibles, aunque sin duda ingeniosas, deliberadamente creativas, sino que quizás no sea tan disparatada la tesis, de influencia genetiana, de una raíz común entre el discurso tardopostmoderno de la empleabilidad y la experiencia lisérgica, como epítomes de la individualidad expansiva y, subrayemos, disolvente, de lo social constitutivo.
[1] Enric Sanchís (2008), Trabajo y paro en la sociedad postindustrial, Madrid: Consejo Económico y Social.
[2] Amparo Serrano (2009), “Regulación supranacional y despolitización del trabajo: el caso del paradigma de la activación”. In Eduardo Crespo, Amparo Serrano Pascual y Carlos Prieto, Trabajo, subjetividad y ciudadanía. Paradojas del empleo en una sociedad en transformación, Madrid: CIS-Universidad Complutense, pp. 259-289
[3] Alberto Castoldi (1997), El texto drogado. Dos siglos de droga y literatura, Madrid: Anaya y Mario Mucknik.
Todas las imágenes son de Arantxa Oltra.
Empleabilidad, y el descubrimiento del LSD
“Únicamente lo escrito es real. Las palabras se las lleva, como las trajo, el viento. Sólo lo escrito permanece. Sólo creeré en mi vida si la leo. Sólo creeré en mi muerte si la leo.”
Carlos Fuentes, Terra Nostra
Ha cambiado bastante el trabajo desde que el laureado, admirado, envidiado, citado, reivindicado Alfred Marshall descubriera por azar el desempleo, allá por 1888[1], hasta el punto de que, en atención a su etimología, que remite directamente al castigo corporal, el término ha experimentado una transformación, siendo sustituido por el más amable empleo –de plicare, doblar–, y éste, por el más edulcorado empleabilidad, reverso del emprendimiento. Este cambio semántico implica una estética, naturalmente, adecuada al signo de los tiempos, donde el paradigma de la flexibilidad globalizada es hegemónico, indiscutible. Cualquiera recuerda los famosos y polémicos versos de Guillén tan injustamente criticados durante la posguerra, pero con una pátina deliberadamente actualizada, como de hípster o colaborador de tertulia televisiva.
¡Beato sillón! La casa
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
Creo que a partir del momento en que, por curiosidad, comencé a familiarizarme con la genealogía de la cuestión social, gracias a la generosa lectura de la obra de Robert Castel, esta metáfora de la casualidad siempre me recordó, y lo digo sin ironía, a la historia de otro descubrimiento, el del ácido lisérgico por el químico Hofmann, quien sólo fue consciente de su gesta científica, su hallazgo, cuando comenzó a pedalear en su bicicleta, después del experimento de laboratorio, y naturalmente a dar tumbos a un lado y otro de la calle, ese día tan valorado primero por los hippies, y luego por las siguientes generaciones a las que la parafernalia pacifista y la retórica de Lennon importaba poco, pero sí el amor libre, como denostado por el Gobierno estadounidense, que puso punto y final a una época con una regulación un tanto restrictiva del LSD, tras comprobar que la gente joven prefería quedarse en el parque tocando la guitarra y fumando marihuana antes que aprovechar las magníficas oportunidades que ofrecía el American dream. En los albores de los shocks energéticos que acabaron con la excepción keynesiana. Con la guerra de Vietnam. Janis Joplin. Jimi Hendrix.
Porque efectivamente hay una relación entre el trabajo, y más concretamente las palabras que utilizamos para referirnos a las cuestiones relacionadas con esta categoría, para algunos una relación social, y las drogas, un poco al igual que las genetianas flores y presidiarios. Y no sólo por la licenciosa vida extramuros que pueda presumirse en plantillas que ahora tienen jornadas laborales más largas y cobran bastante menos, o tienen que ocuparse en oficios no adaptados a su valía, eso que ciertas escuelas manageriales llaman clima laboral o insatisfacción profesional, con bastante mal gusto literario y peor olfato para el análisis de lo social, sino porque sugieren cuestiones epistemológicas de primer orden.
En el centro de todo está el lenguaje. El principal problema de las ciencias sociales es la relación entre lenguaje y sociedad. Esto lo decía Wittgenstein antes de darse a la relajante jardinería y lo defendía sin trampantojos la Escuela de Madrid, con Jesús Ibáñez a la cabeza, durante los ochenta. Y este particular se han ocupado de analizar, en el vetusto espacio del antiguo paraninfo complutense, coordinados por Maria Jepsen y Amparo Serrano, los ponentes del seminario internacional que llevaba por atractivo subtítulo “El empleo como significante flotante”. Con este último término, siguiendo a Lévi-Strauss, y no tanto a los tan de moda Laclau y Mouffe, los organizadores quería destacar el carácter vago e impreciso, no clarificado, de la noción de empleo[2], especialmente en la regulación comunitaria y la transposición al caso español de la Estrategia Europea, que ha conocido un nuevo impulso con el package aprobado en 2012, y las nuevas figuras incorporadas al acervo autóctono, inspiradas en los casos exitosos de Dinamarca o Alemania, que mantienen unas tasas de paro muy inferiores a la media europea. Este proceso de reconfiguración cultural presenta al menos cuatro momentos, e implica tentativas por definir una nueva gramática que permita novedosas construcciones semánticas.
Un primero, lento aquí, donde se ha intentado una coherencia entre el giro micro en política económica –todo eso de la asignación eficiente de recursos, el individualismo metodológico, la importancia del sujeto y demás literatura de robinsones– y las recomendaciones en materia de empleo, de modo que el individuo ocupa el lugar principal que anteriormente era patrimonio del colectivo, esto es, la ruptura de la tutela de una clase, la asalariada, a favor de la mano invisible, lo que es bueno para mí es bueno para el conjunto. No es difícil a partir de este momento imaginarse las consecuencias, que deprimen toda solución centrada en la demanda, para situar la oferta en el foco de atención, y si hay que actuar sobre la oferta, hay que actuar sobre el sujeto, sobre el trabajador, mejorando sus competencias, para garantizar su adecuada inserción laboral. En la academia lo llaman Paradigma de la activación, y tiene un revés de no sé qué confianza en el funcionamiento del mercado, olvidemos el contexto, las oportunidades disponibles, olvidemos las condiciones objetivas donde se desenvuelve la vida de las personas, y pensemos sólo en ellas, activémoslas, mejoremos sus competencias, su cualificación, su empleabilidad, en suma, como un solitario, un juego solipsista.
Como consecuencia de ello, se observa un cambio en las regulaciones metadiscursivas, en las maneras de nombrar, à la Bourdieu (del trabajo al empleo y del empleo a la empleabilidad y el emprendimiento), que, en tercer lugar, afecta a la ontología política del sujeto. ¿Qué quiero decir? Que el individuo pasa de considerarse socialmente determinado, al modo del orden administrado del capitalismo regulado, que caracterizó la construcción de los estados sociales, desde el comunicado de Bad Gastein de Bismarck tras la Comuna de París hasta el modelo social europeo, pasando por Beveridge, a definirse conforme a las tesis liberales, que lo enfrenta en tanto en cuanto libre y autónomo. Es volver, con las cautelas oportunas, a la regulación anterior a la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900, debida a la voluntad del conservador Eduardo Dato, al mercado libre, donde el Código Civil regula todas las relaciones entre los sujetos, incluidas aquellas que presentan una naturaleza laboral.
En otras palabras, este proceso de remercantilización deviene en una regresión civilista del ordenamiento laboral. Todo ello nos hace reconocer, en último lugar, la transición de una epistemología pancientificista a un abierto dispositivo de dominación que, en materia económica, es performativo, y en el orden laboral, moralizador: si por una parte crea las condiciones adecuadas para su reproducción tautológica, por otra parte busca modelar la acción de los sujetos, para comportarse como un buen ciudadano tienes que preocuparte por ser empleable, cumpliendo la hoja de ruta que hemos marcado. César Rendueles, muy acertadamente, afirma en su celebrado Sociofobia que la presumible acción racional sólo existe en la categorización de los economistas.
¿Cuál es el resultado de todo ello? De acuerdo con la opinión de Amparo Serrano, un oxímoron, una paradoja, un café frío y al tiempo caliente, porque, ¿qué es la flexiguridad?, el mantra que desde hace años es el flagship de la estrategia comunitaria de Empleo. La regulación de las políticas de empleo, basándose en el método abierto de coordinación (MAC) y la experiencia exitosa de casos como el danés, donde la desregulación o remercantilización del sistema de relaciones laborales es acompañado de otras políticas de carácter complementario, sociales, de desarrollo empresarial, pasivas, activas. El problema es uno. ¿Cómo gestionar la diversidad de acuerdo con el principio de eficiencia? Nominación: ¿qué flexibilidad?, ¿qué seguridad?, ¿cómo conciliar flexibilidad con seguridad en los distintos estados miembro, tan disímiles? Paradojas que, sin embargo, están vertebrando los sistemas de relaciones de trabajo comunitarios. Cada uno entiende lo que le parece adecuado.
Experiencias lisérgicas
Volviendo a las drogas, fue Georges Bataille quien estableció en su conocido ensayo la función que cumplía el interdicto del trabajo en el control de las pulsiones libidinales, por utilizar una expresión no muy afortunada que procede del vocabulario psicoanalítico. Pensemos en el texto drogado[3], que dice Castoldi. De Baudelaire y De Quincey a Walter Benjamin y Burroughs, la generación beat, la Kronen. El acto de drogarse tiene algo de romper esa sintaxis de lo racional ilustrado para aproximarse a una realidad sensible más allá de la categorización convencional que define un orden grupal o institucional dado. Ofrece, por ejemplo, indicios que intentan delimitar corporalmente la sensación de infinitud paradójica por entidades finitas. La angustia del agua cayendo de la alcachofa en la ducha. Es en cierto sentido un acto subversivo por inventar una gramática que favorezca la constitución de campos semánticos alternativos. Por favorecer la ruptura de este consenso, el LSD fue prohibido en Estados Unidos, como oportunamente declaró Hofmann a mediados de los noventa del XX. Actos de subversión que en esencia son actos de lenguaje, de expresión.
Dos experiencias basadas en mi propia investigación personal avalan la función que cumple la experiencia lisérgica en la radicalización del proyecto creativo, que tiene un componente marcadamente mesiánico o al menos envuelto en una orla de irracionalismo pararreligioso. Afincado en Guanajuato, México, Pablo Paniagua se define como artista visual autodidacta. Acaba de publicar su cuarto trabajo narrativo, La novela perdida de Borges, donde firma una crítica al maestro argentino, a quien considera sobrevalorado, con argumentos un tanto inconcretos. Tuve la oportunidad de frecuentarlo, cuando aún residía en Madrid, durante los noventa. En cierta ocasión, evocó una de sus experiencias con el peyote. La narración era propia de Castaneda, con algún trazo pintoresco del primer Jim Morrison, entonces bastante de moda, con motivo de la conmemoración del vigésimo aniversario de su fallecimiento, junto con todo el movimiento musical indie, los años de Nirvana, Rage Against the Machine, Pearl Jam, Cypress Hill, Rollins, y un largo etcétera. Solo, caminando sin rumbo fijo, perdido entre sus divagaciones sensoriales después de una primera toma, en un desierto mejicano que no concretó o cuyo nombre no recuerdo, un lagarto le mostró el camino de las montañas y le señaló la piedra que momentos antes había dejado sobre la mesa, una piedra sin otro valor que la forma ovalada y angulosa y distinguida con incrustaciones de micra, una piedra común que cualquiera puede encontrar en la madrileña La Pedriza. El reptil articuló unas breves palabras, como la cabeza del discípulo de Escotillo, que cuenta Cervantes en la segunda parte del Quijote.
–Esta piedra te traerá suerte.
Segundos después, pudo apreciar cómo otra dimensión se abría frente a él, plena de luz, más allá de las montañas. Dos días antes, yo había conocido a su pareja sentimental, con quien finalmente se trasladó a México, en un pub de la sierra, La chocita, o Chori, donde unos años antes Paniagua expuso sus primeros trabajos de pintura, bajo el signo del visionario, según declaraba. Todo muy Blake. Muy de los sesenta. Tal y como recuerdo aquellos días hoy, la verdad era una y en lo esencial innegociable, frente a mis objeciones de entonces, me gustaba esa idea de garito entre la vieja casa de pueblo, más bien vaquería, y la decoración como de club rocanrolero, este contraste aligerado por una oscuridad que apenas salvaban los focos tacaños de la barra, un falo de plástico recubriendo el grifo de cerveza, con sus escaleras de madera, en forma de un caracol retorcido, y la chimenea siempre caldeada en invierno, y el minúsculo anfiteatro donde se sentaba la gente a fumar hachís, y escuchar a Led Zeppelin, y a Pearl Jam, bajo un televisor ciego, y demasiado papel, demasiada madera, el humo, posters amarillentos, y entradas gastadas de conciertos y una envidiable colección de vinilos, sobre todo vinilos.
La chica, que no había cumplido veinticinco años, venezolana residente en Madrid por razones que nunca precisó, quizás laborales, y habitual consumidora de marihuana, afirmaba que estaba conectada con su madre mediante una suerte de cordón umbilical, a través de Dios, y por ello sobrellevaba con mayor entereza la distancia espacial. No me resistí a cotejar su interpretación con un colega de la vertiente materialista, quien le preguntó encendidamente si esta particularidad era extensiva al conjunto de la humanidad, si todos estábamos unidos a Dios, a lo que ella respondió afirmativamente, con un gesto de complacencia y dulce convicción.
–Pues a mí me lo han cortado–sentenció, sin una mueca de humor o generosidad, el materialista de la escuela de Rolle y Allaluf y todos esos franceses: por aquel entonces ya se estaba poniendo de moda interpretar la obra de Marx a partir de los Grundrisse y el VI Inédito, y de paso quitarle responsabilidad en el productivismo que le imputaban las voces más críticas.
Mi anecdótica experiencia con el LSD se remonta a esas fechas. Tuve la oportunidad de probar una dosis del compuesto que entonces se comercializaba en el menudeo bajo el nombre de micropunto amarillo. Los efectos se manifestaron especialmente treinta y seis horas después, bajo la forma de una tensión que, en esencia, me impedía representarme una idea del puente entre la finitud y la infinitud, nada extraño para todo buen kantiano, aunque en esa ocasión me angustiaba, obsesionándome, yo iba creciendo, y el baño haciéndose diminuto, el baño crecía, y yo menguaba, un átomo, sin transición, un poco al modo de la película dirigida por Jack Arnold, basada en la novela de Richard Matheson, The Shrinking Man, tan popular a finales de los cincuenta, nada que ver, la experiencia, con la cristalización de instantes que experimenté dos días antes, una hora más tarde de la primera toma, o la bifurcación de mi personalidad en dos personajes antitéticos, aquel que vestía con vaqueros y chaqueta de cuero, este otro trajeado al modo de los directivos, que me arrancó alguna carcajada ya en la cama, a punto de conciliar el sueño, tras un concierto de Rosendo, con Tribu X como teloneros, en Las Ventas.
La empleabilidad como arte
El caso de Pablo Paniagua es uno de tantos que ejemplifica el estatuto que cumple hoy el discurso de la creatividad en la formación de las economías postindustriales, tecnoinformacionales, digitales. Su historia permite establecer paralelismos entre la libertad que reivindica el artista, fuente de la creación, donde el ácido lisérgico y otras sustancias psicotrópicas cumplen un papel catalizador, de liberación, promotor de la creatividad, y su apropiación por el discurso económico, en su vertiente productivista, determinista y tecnológica.
La creatividad (término que hay que precisar) puede entenderse como uno de los elementos constitutivos que definen hoy la construcción significante del emprendedor, llamado a convertirse en el nuevo héroe que ha resolver los problemas asociados al crash bursátil y las consecuencias de los programas de consolidación fiscal. Ser creativo, y adaptar la cualificación del trabajador, por cuenta propia o ajena, a las exigencias de un mercado en plena transformación digital. Ser creativo y ser responsable con uno mismo. Ser creativo, e idear proyectos que favorezcan el posicionamiento de los productos en el mercado, mejoren la competitividad, y permitan invertir el ciclo de movilidad social descendente, exclusión social, depauperación y precariedad laboral. La creatividad es el nuevo mantra de nuestras sociedades tecnológicas avanzadas, por utilizar la expresión acuñada por José Félix Tezanos.
La genealogía de este problema fue ya estudiada por Boltanski y Chiapello: su concepto de crítica artista traduce bien toda la arquitectura de los modos de nombrar, la incorporación al discurso del mercado, desregulado y global, financiarizado, digital, de las ideas de creatividad y realización personal contrarias a la burocracia, que caracterizaron los movimientos de los sesenta, pero mercantilizándolas, y situándolas en el core de la práctica managerial que se enseña en las escuelas de negocios. Un paso más allá es la reapropiación en la economía tecnoinformacional del discurso de las start-up, muy críticas con la jerga del universo corporate, pero que acepta en términos esenciales las oportunidades que ofrece la economía de mercado libre. Lo individual epifánico. El problema, reside, efectivamente, en el contexto institucional donde se desenvuelven todas estas prácticas, en gran parte de las ocasiones contradictorio con estos objetivos eufóricos.
Con esta exposición más o menos apresurada no quiero sugerir que las autoridades comunitarias, y las encargadas de adaptar las resoluciones de la Comisión aquí, en esta orilla del Mediterráneo, tengan cierta predilección por experimentar con los derivados que Hofmann, sin pretenderlo, puso en circulación, antes de redactar esos textos legislativos que tienen tantas dobleces paradójicas, irónicas, muchas veces ilegibles, aunque sin duda ingeniosas, deliberadamente creativas, sino que quizás no sea tan disparatada la tesis, de influencia genetiana, de una raíz común entre el discurso tardopostmoderno de la empleabilidad y la experiencia lisérgica, como epítomes de la individualidad expansiva y, subrayemos, disolvente, de lo social constitutivo.
[1] Enric Sanchís (2008), Trabajo y paro en la sociedad postindustrial, Madrid: Consejo Económico y Social.
[2] Amparo Serrano (2009), “Regulación supranacional y despolitización del trabajo: el caso del paradigma de la activación”. In Eduardo Crespo, Amparo Serrano Pascual y Carlos Prieto, Trabajo, subjetividad y ciudadanía. Paradojas del empleo en una sociedad en transformación, Madrid: CIS-Universidad Complutense, pp. 259-289
[3] Alberto Castoldi (1997), El texto drogado. Dos siglos de droga y literatura, Madrid: Anaya y Mario Mucknik.
Todas las imágenes son de Arantxa Oltra.