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Os ollos verdes

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Ética para niñatos

Hace unos meses mantuve una conversación curiosa con el hijo de unos amigos. Tiene quince años y hablamos de cine. Él, que se llama Rodrigo, intentaba convencerme de que no entendía por qué en la escuela se empeñaban en que viese buen cine o en que leyese el Quijote. A su juicio, si más allá del vocabulario se trataba de valores, cualquier gran producción de Hollywood bastaba para transmitir buenas dosis. Tras un rato escuchándolo debí admitir: que con X-Men habíamos comprendido que no está bien marginar al diferente, que con Shrek habíamos entendido que las apariencias engañan, y que con Frodo se hizo evidente que un pequeño sujeto puede hacerse grande si demuestra al mundo su increíble aguante. En definitiva, si se trataba de extender ciertos valores, la buena literatura y el cine de autor no hacían falta porque con los blockbusters se transmitían mejor[i].

Ya de noche, me volví a casa meditando. A decir verdad, me sentía abochornado. Los padres de Rodrigo habían celebrado que su hijo de quince años tuviese más argumentos que un profesor universitario. Le comenté lo sucedido a mi pareja, que se echó a reír de inmediato. Le recordé, por lo demás, que el niñato insistía en la importancia de la ficción de modo impresionante. Tan impresionante que debí aceptar que también yo la consideraba clave. Si algo me parece sagrado cuando me siento ante la gran pantalla es la capacidad de las imágenes de transportarme, olvidándome de mi propia vida, mi propio cuerpo y mis problemas cotidianos. En este sentido, no pude ni quise demorarme en lo real porque coincidí con el chaval en que privilegiar exclusivamente lo documental finalmente puede acabar con todo lo que del cine me subyuga más.

Una extraña nostalgia

Hacía tiempo que me había olvidado de aquella noche, cuando en mi tranquila ciudad tuvo lugar un acontecimiento que no pasó desapercibido. Un grupo de amigos que llevaba años moviéndose en los ambientes del cine-clube decidió montar una cooperativa y abrir un pequeño cine al que llamaron Numax. En principio, parece claro que su apertura no habría sido noticia en ninguna otra parte. Pero lo cierto es que en Santiago de Compostela la nueva fue recibida con enorme expectación. Sin duda, su repercusión tuvo que ver con la inesperada visita el día del estreno de Aki Kaurismäki, así como que Santiago es un lugar tan aburrido que la emoción cinematográfica ha ocupado el lugar de las emociones reales. Ahora bien, fue semanas después del estreno y tras ver varias películas que me acordé de Rodrigo y que caí en la cuenta de las razones profundas de tanta expectativa.

Tengo para mi que los creadores de Numax han hecho dos cosas bien. La primera es el método para programar. Uno puede ir allí sabiendo que va a sacar algo en limpio porque, además de ofrecer estrenos difíciles de localizar y reestrenos imprescindibles, cuenta con una sección de películas —denominada Os ollos verdes— que no suelen tener un hueco en la cartelera y que destacan por reformular la narración y la imagen. La segunda es que, además de cine, Numax cuenta con un pequeño ambigú en el que sirven cerveza y zumos, un estudio de diseño gráfico y una librería[ii]. No cabe duda que sus creadores se inspiran en modelos parecidos de Madrid y Barcelona. Pero Numax tiene algo que a mi juicio los mejora. Además de buen cine, entre paredes blancas, maderas claras y música clásica, las páginas afloran selectas sin resultar especializadas. ¡Claro que, si uno lo desea, siempre encuentra libros que dialogan con las películas! Pero, si disfruta de la lectura en todas sus formas, también descubre textos de los que se pegan al alma. Quizás es por eso que el ochenta por ciento de las veces que he ido a Numax a sentarme en una butaca, he acabado volviéndome con un tesoro de cien páginas.

En una de esas ocasiones, además de disfrutar del metraje de Jack Chambers, descubrí una joya literaria. Me refiero al ensayo de Alberto Ruiz de Samaniego titulado Las horas bellas. Pequeñas dosis bastaron para caer en la cuenta de que, si fuese posible hacerle una declaración de amor al cine, se parecería a estas páginas. Por la noche, las imágenes de Méliès, Fritz Lang, Tarkovski, Pasolini, Antonioni, Kubrick, Bergman, Fellini o Sokurov, se agolparon tras mis párpados. Desde luego, compartía la idea pessoniana de Samaniego según la cual nuestras horas belas são as dos outros. Nada mejor que abandonarse en el sueño fílmico o literario de los otros. A punto estaba de caer en lo profundo cuando, entre los juguetes de Méliès, las notas de Pasolini y los monóculos de Lang, se abrió paso una pregunta que me fastidió el letargo.

Además de dialogar con los mentados, Samaniego dedicaba un capítulo a Marguerite Duras. Encontrármelo me había hecho gracia porque precisamente ese día me había enterado de que, cuando el equipo de Numax decidió llamar Os ollos verdes a su sección de películas experimentales, se había inspirado en Duras. Les yeux verts había sido el nombre que la guionista de Hiroshima mon amour le había dado al número especial de los Cahiers du cinéma que coordinó en junio de 1980. En el mismo, Duras presentaba un manifiesto en el que afirmaba que «los cineastas de éxito y grandes cifras sienten una extraña nostalgia por nuestro cine, que nunca se atrevieron a hacer…».

En realidad, fueron esas palabras las que me recordaron mi conversación con Rodrigo. Sin duda, Kubrick, Hitchcock o Lang frecuentaron la mainstream, y, obviamente, resultaba injusto vincular el éxito de taquilla a la falta de creatividad. Pero, en general, ¿de qué carecía el típico blockbuster que sí tenía el cine experimental?

TE LLENA, Y ENTONCES LA ENTIENDES

A decir verdad, me pasé el resto de la noche en vela. No cabía duda de que el exitoso cine comercial solía contar con un equipo profesional que se encargaba de darle a muchas películas una solidez espectacular: la narración fluye con fuerza, la fotografía deslumbra, los actores encandilan… Ahora bien, si lograba comunicar con facilidad, era porque se apoyaba en códigos establecidos tanto en el contenido como en lo formal. El frenesí de la lucha se representaba con montaje rápido, y el malvado era malo y trabajaba en lo oscuro… Frente a eso, ¿de qué modo el cine experimental —que se atreve con lo que nadie— desbordaba lo convencional?

Normalmente, cuando se habla de Hiroshima mon amour, se insiste en su modernidad y en su vertiente política. Incluso se llegó a decir que era una película «cubista». Sin duda, su frialdad documental y transgresora muestra las cosas de una nueva forma. En todo caso, todavía recuerdo las sensaciones que me invadieron la primera vez que la vi. Lo digo porque, a mi juicio, de lo que Resnais y Duras hablaron fue de la locura de amor, de una locura de amor que no sabe nada de fronteras y que padece como nadie la guerra. En un momento dado, Emmanuelle Riva plantea el enigma. Después de que su amante japonés le pregunte cómo fue su locura en Nevers, ella responde: «Es como la inteligencia, la locura. No se puede explicar… Se te acerca, te llena, y entonces la entiendes. Pero cuando te abandona dejas de entenderla». Pues bien, creo yo que buena parte de las escenas que se desarrollan a continuación tienen la intención de lograr que entendamos «desde dentro» esa locura de amor.

Con el blockbuster resulta fácil identificarse porque uno encuentra en él lo obvio: no modifica ni pretende modificar nada de lo sabido, ni una sola de las escalas de valores asumidos, siendo, de hecho, una de las piezas del «sistema» que se encargan de mantenerlos vivos. Al contrario, al margen de la calidad el cine experimental se atreve…, y, si con Resnais y Duras pretende entender lo que no se comprende, con Chambers se concentra en redescubrir eso familiar olvidado. Al respecto, las palabras del canadiense cuando dijo: «si uno no logra ver de modo especial eso que le resulta más familiar, cabe cogerlo y moldearlo una y otra vez con la esperanza de revelarlo». El cine experimental suele ser tan personal que a veces resulta difícil de interpretar. Pero, precisamente por obligarnos a revisar lo sabido, nos enseña cosas y nos impone dilemas que tienen mucho que ver con el mundo en que vivimos.

Deponer las armas

Hace tiempo ya que mostrarse «integrado» y no «apocalíptico» dejó de resultar moderno y atrevido. Atrás han quedado los Venturi, Montalbán o Eco que rompían con la actitud tradicional de los académicos presumiendo de disfrutar de la tele, los casinos o el fútbol. De hecho, no se necesita ser un genio para entender de dónde procede el cambio. Hemos entrado en la era de los monopolios absolutos y los pensamientos únicos de un modo tan abrumador y rápido que nadie medianamente sensible puede dejar de echar en falta eso que lograba que antes casi todo resultase más vivo. Cuando yo era niño, incluso ir a Pollensa de vacaciones suponía cierto cambio. Como lo era acercarse a Londres o a Oporto. Recuerdo, volviendo a las pantallas, la aventura que suponía ver la tele en otros países. ¡Cuánto me reía con aquellos espectáculos! Ahora, en cambio, la tele es igual en todas partes, y la única diferencia es presupuestaria. Lo cutre resulta cutre porque se reconoce un patrón que siempre es el mismo. Sin duda, todavía se vislumbra la potencial diferencia de cada persona y de cada lugar. Pero, a pesar de mi fe deleuziana en esa larva diferencial escondida tras la gran repetición global, no puedo dejar de observar que lo que domina es la tendencia a la homogeneidad total.

Spotify acaba de ofrecer una herramienta nueva que permite conocer la música más «pinchada» allí por donde uno pasa. Pero utilizarla resulta desolador pues en todas partes se escucha la misma. Me imagino que iTunes incorpore una herramienta parecida para conocer las películas más vistas allí por donde viajes, y me imagino un resultado semejante. Ahora bien, no es imaginación sino estadística, pues cines y distribución están en manos de monopolios intratables. No obstante, surcando el desierto desolador de los atiborrados valles de la comunicación sobrevive un frente al que conviene unirse y que no tiene nada de burgués o escapista. Ése es el frente que en Santiago representa Numax.

¿Por qué, como recordaba Duras, se siguen escribiendo tesis sobre «películas de diez mil butacas»? La razón es clara: porque sigue existiendo gente perfectamente consciente de aquello que abre puertas y modula nuestra mirada. Ahora bien, volviendo a mi conversación con Rodrigo, conviene insistir en un aspecto importante. Una película que nos conmueve y logra hacernos ver las cosas de otro modo no sólo tiene un valor estético. Como decía, la mayoría de los blockbusters sólo confirman nuestra escala de valores y reconfortan porque refuerzan nuestros hábitos. Al contrario, os ollos verdes ponen en entredicho lo conocido al familiarizarnos «desde dentro» con lo extraño.

Llegados a este punto, cabe plantear una pregunta sencilla. En la vida diaria, enfrentarse a dilemas éticos reales, ¿resulta tan fácil como luchar en un videojuego con los terribles orcos? Por desgracia, no. Y es que, aunque a veces viendo blockbusters nos topemos con problemas bien planteados, suelen ser problemas aparentes que parten de maniqueísmos prefabricados. El Señor Oscuro, Mordor, los tiranos, los ambiciosos… ¡Siempre está claro quién es el malo y el único dilema consiste en saber si uno se atreve o no se atreve a enfrentarlo! Frente a esto, la vida es más exigente. De ahí que, hace ya muchos años, Rubert de Ventós defendiese una Ética sin atributos. Según el filósofo catalán, ésta no podría consistir, ni en tener unos valores sólidos, ni en un excesivo amor propio, sino en saber amoldarse a los otros. Por supuesto, a día de hoy, hasta Rubert de Ventós critica sus ingenuos resultados. Sea como fuere, yo nunca me olvidé de sus hallazgos, porque con su «ética del juguete» quiso enseñarnos a ser con y en manos del otro. Ahora bien, fue pensando en el cine experimental y en Las horas bellas de Samaniego que caí en la cuenta de que, lo que este considera clave de la experiencia cinematográfica y estética —a saber, que nuestras horas bellas son las de los otros—, encajaba con Rubert de Ventós en el maldito centro de la vida ética.

Efectivamente, sólo cuando soñamos, leemos o estamos en el cine, dejamos de pensar completamente en nosotros. Nos olvidamos de nuestro cuerpo y de nuestros problemas. Frente al sueño propio, lo peculiar del cine y la literatura es que nos sumergimos en ese reguero de imágenes soñadas por otros. Sin duda, las horas bellas son las de otros. Ahora bien, cuando en el cine comercial caemos en la corriente, sólo logramos distanciarnos parcialmente de lo que somos. Piénsese que los placeres que invocan los blockbusters son los reconocibles, por tanto, placeres narcisistas del que se encuentra con algo que, si es sabido, se debe a que es parte de sí mismo. Al contrario, cuando una película de autor o experimental logra la proeza de que nos olvidemos de nosotros mismos, algo raro acontece, algo de lo que salimos, tal vez, diferentes. Por supuesto, esto sólo sucede cuando el filme «tiene arte», pero también cuando ponemos algo de nuestra parte o, más bien, cuando lo deponemos, es decir, cuando «deponemos las armas». Por eso, al margen de lo que dijese Rodrigo, hay un antes y un después de Duras y Chambers, pero, salvo que tengas doce años, no hay un antes y un después de la mayoría de los blockbusters. Es así que el cine experimental se convierte en una escuela importante y por lo que conviene celebrar que, en una pequeña y provinciana ciudad distante, haya aparecido un lugar en el que se pueda saborear sin tener que mudarte.

El ambigú de Numax

Por lo demás, tengo para mí que la forma del local de Numax expresa a las claras la condición de posibilidad de cualquier ética. Porque el pequeño cineclub con su discreto ambigú vuelve a propiciar lo que en el cineplex se evita desde hace décadas[iii].

Piénsese que el cineplex reproduce el modelo de las grandes empresas. Cuando lidias con ellas, uno nunca sabe cuál es su verdadero interlocutor. Te pasean de sala en sala y todos trabajan para alguien que «tiene la culpa» y al que, obviamente, nunca conoces. Del mismo modo, si en el cineplex al salir quieres comentar una película, no puedes. Y es de esa manera que el aspecto más tangible de la vida ética —que consiste en enfrentarse al prójimo y en saber a quién te enfrentas—, desaparece. Por eso cabe matizar la vieja tesis de Arendt. No sólo es que, cuando delegan, muchos caen en la mala senda, es que la ética viva necesita de espacios de contacto y hasta de peleas.

Curiosamente, el ambigú de Numax las fomenta. Si el roce producido por la película es grande, el público sale de la sala, se toma un café y lo manifiesta. Puede que salgan cambiados o puede que salgan cabreados, pero tanto la película como el propio enclave pasan a ser un lugar para la ética. Que conste que yo prefiero la estética. En todo caso, bienvenido sea.

 
Imágenes:
1. Emmanuelle Riva y Eiji Okada en Hiroshima mon amour, de Alain Resnais (1959).
2. Las horas bellas, de Alberto Ruiz de Samaniego (Abada, 2015).
3. Número especial de los Cahiers du cinéma coordinado por Marguerite Duras (1980).
4. La sala Numax en Santiago de Compostela. Foto de Tamara de la Fuente.

[i] Blockbuster es la voz inglesa que se utiliza para hablar de las películas nacidas para ser distribuidas en medio planeta buscando un gran éxito de taquilla.

[iii] Cineplex es el término que se utiliza en el mundillo del cine para hacer referencia a los cines de muchas salas de grandes pantallas con equipos de sonido apabullantes y que casi siempre están en manos de distribuidoras gigantes especializadas en proyectar blockbusters.