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My Death

Adiós a David Bowie
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My death waits like a beggar blind
Who sees the world through an unlit mind*

Ahora todo encaja. La estrella negra. Lázaro. Los vídeos. El mutismo del artista. El lanzamiento en el día de su cumpleaños, prácticamente coincidente con el de su muerte a los 69 años. El réquiem de casi diez minutos que titula su último disco, vigesimoquinto, y póstumo, por muchas grabaciones encontradas que aparezcan de aquí a la eternidad. Hoy han terminado la vida y la carrera de David Bowie, y con ellas un tiempo en que todo fue o pareció posible. Aviso a cínicos: si tanta gente va a llorar esta muerte es porque tantísimo se le debe al hombre de la mirada bicolor: la capacidad fantástica, la posibilidad sexual, el derecho a la reinvención; sobre todo —cuando escuchabas sus primeros discos, casi una obligación— el derecho a la invención. Puede discutirse en otro lugar si hoy ha expirado el mismo rock o una parte irremplazable de éste. Su brillo, de eso no hay duda, muere para siempre.

Nadie se dio cuenta: Blackstar era la autopsia viva, la materia con la que Bowie cauterizaba su trabajo como artista. Anunciaba luto. Casi medio siglo en el que algunos vimos la prórroga, siquiera sentimental, de algunos discos extra cuya escucha aplaudimos atónitos, renunciando sensiblemente a toda exigencia. The Next Day (Sony/BMG, 2014), editado hace justo dos años, era un disco triste recibido con mucha alegría. Blackstar, aparecido hace dos días, otra vez el día de su cumpleaños y casi el día de su muerte, podía parecer un renacimiento. Elevó el nivel: se escucha como un reprise de Outside (Virgin, 1995) con momentos de Station to Station (RCA, 1976); todo guiado por el embrujo oscuro y sempiterno de Scott Walker y por un gusto jazzístico que, por cierto, Bowie siempre cultivó.  

También encajan las letras: “Something happened on the day he died / Spirit rose a metre and stepped aside” (Algo pasó en el día de su muerte / Su espíritu se elevaba un metro y se hacía a un lado), dice en su última gran canción. “Mi muerte espera como un mendigo ciego / Que ve el mundo a través de una mente sin luz*”, cantaba en 1972, en los conciertos de Ziggy Stardust cuando hacía suya My Death, canción de Jacques Brel originalmente titulada La Mort, e incluida en La valse à mille temps (Philips, 1959). El legado de Bowie es una constelación de imágenes, figuras, sonoridades y momentos; forman una línea de puntos que se expande en mil direcciones, tantas como obras y personalidades ha iluminado.

Bowie ha terminado su ciclo, y a quienes nos iluminó solo nos queda agradecérselo hondamente. El de hoy era un día temible para muchos, aunque no tanto como la posibilidad de ver a un genio agonizando en su vejez. Siempre fue dueño de su imagen –le favoreció desarrollar lo más importante de su carrera en tiempos predigitales—: no existe una instantánea suya de la que no fuera dueño. Bowie se va con discreción y misterio —él nunca fue un tipo generoso— dejándonos, quizá, esa última gran obra que esperábamos de él. Está marcada por el que, necesaria y recurrentemente, es el gran tema del arte. Quizá el único. La muerte. Su muerte.

Decir “descanse en paz” queda demasiado terrenal para alguien como él, a quien creímos inmortal. 

 

En la portada, un fotograma del último vídeo de David Bowie, Lazarus