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Reconocimientos en la ciudad muerta
La manifestación se detiene en medio de la Via Laietana. Dos activistas están recolocando el singular cartel que corona el Cine Okupado Patricia Heras. Se trata del antiguo Palau del Cinema, que fue ocupado en junio de 2013 para proyectar el documental 4F: ni oblit ni perdó, la génesis de Ciutat Morta, el trabajo audiovisual que ha provocado que este 4 de febrero varios millares de personas tomaran nuevamente las calles de Barcelona.
El de Patricia Heras es el rostro que simboliza una lucha colectiva: la defensa de los derechos de cinco jóvenes que fueron detenidos arbitrariamente el 4 de febrero de 2006, torturados y finalmente condenados a prisión. Los hechos eran por todos conocidos, como son conocidos los casos de Alfon, de los encausados por los disturbios en Can Vies y de tantos otros, pero su defensa pública fue patrimonio exclusivo de unos pocos familiares y amigos, al menos hasta que Xavier Artigues y Xapo Ortega rodaron y publicaron Ciutat Morta: un retrato sobrecogedor de torturas sistemáticas, impunidad policial, mala gestión política, violación de derechos humanos y perversión judicial. Tomando como hilo conductor el diario poético de Patricia Heras, cuyo suicidio extremó la tragedia del 4F, el documental deja de ser un mero acto político de denuncia para convertirse en un producto audiovisual potentísimo. Su objetivo era incontestable: reabrir el caso. Y la estrategia pasaba por conseguir el máximo reconocimiento posible.
A la vista está que su éxito fue absoluto, arrollador. El documental fue proyectado y premiado en los grandes festivales de cine —entre ellos Málaga y San Sebastián—; se programó en la televisión pública del País Vasco y finalmente, tras algunos impases de lucha parlamentaria, también en la televisión pública catalana. Además, hace unos pocos días el documental recibió un paradójico honor: el Premi Ciutat de Barcelona que otorga el mismo Ayuntamiento que es acusado en el documental. Y como colofón, los mismos medios de comunicación que en su momento habían descartado sistemáticamente las informaciones sobre el 4F, mientras éstas se emitían en la televisión chilena, ahora se arrancaban los ojos públicamente en editoriales sentidos y emocionados. Cabeceras radiofónicas, portadas de diarios generalistas y programas especiales en TV3. Ciutat Morta se había instalado como trending topic nacional, eclipsando cualquier otro debate. Incluso Arcadi Espada y Salvador Sostres, los célebres adalides de nuestro Estado de Derecho, afilaron su pluma para soltar exabruptos contra la sucia injerencia de los okupas contra el status quo. Ciertamente, del silencio se había pasado a la estridencia.
Sin embargo, unas dos semanas después del boom, ¿qué queda de la inflación periodística en la manifestación de este 4F? A juzgar por la comitiva de cámaras, micrófonos y conexiones en directo que parasitaban la vanguardia de la marcha, la expectación seguía siendo máxima. Además, la manifestación, en sí misma, era extraordinaria: la gran victoria residía no sólo en la ampliación numérica del movimiento, sino en el corte demográfico transversal que ahora lo constituía. Y no se trata de un aspecto banal: uno de los factores que, incluso antes del juicio, condenaron a Patricia Heras, Rodrigo Lanza y los demás acusados, fue precisamente su aspecto. Las pintas. Pero la catarsis colectiva provocada por Ciutat Morta ha permitido la emergencia de una improbable solidaridad: un reconocimiento de la diferencia en sentido fuerte.
La verdad, a pesar de todo, es que la naturaleza del reconocimiento es controvertida, ya que del mismo modo que permite la emergencia de unos lazos sociales impensables, también condena esa solidaridad a una dialéctica horriblemente frágil. Parece imposible pensar que una acción de denuncia social pueda morir de éxito, puesto que su objetivo es precisamente la viralidad. Sin embargo, Ciutat Morta vive ahora su triunfo, al menos parcialmente, como una losa: el 4F aparece como tragedia impensable, irrepetible, una desviación nefasta e incomprensible. Las mismas cabezas visibles que permitían aupar el caso al Olimpo de la protesta social, también lo depuraban de toda profundidad y lo estilizaban esterilizándolo. Ciutat Morta era un caso clínico, analizable por tertulianos de facciones severas que ladeaban la cabeza en platós asépticos. Es en este contexto que debemos entender el lema bajo el cual se convocaba la concentración de este 4 de febrero: «No es una manzana, es todo el cesto».
Además, la problemática del reconocimiento no termina en la monumentalización del caso, sino que extiende su metástasis a la subsistencia del impulso político. El caso no ha sido reabierto, y los periodistas que hace apenas dos semanas se rasgaban las vestiduras por haber estado ciegos ante la evidencia, tampoco parecen aprovechar su renovada visión para ejercer dignamente su profesión. En muchos sentidos Ciutat Morta corre el riesgo de ser recordada por ser un film más emocionante que Pretty Woman y, eso sí, un poco menos verosímil.
De aquí la importancia de aprovechar la forma más válida de reconocimiento que ha engendrado Ciutat Morta: aquel reconocimiento que está en la base misma de la libertad, la consciencia de una interdependencia en la cual se asienta la posibilidad misma de lo común. No se trata meramente de reconocimiento del otro o de la diferencia, tal como lo entienden las así llamadas políticas de la identidad, sino más bien de la codeterminación social que marca los procesos civiles de abajo a arriba. Un reconocimiento que quedaba sellado con el hechizo con que Diana Junyent desconvocaba la manifestación: una vez descartada la justicia como ideal, solo quedaba recurrir a la retribución y la sanación. Retribución por las muchas cuentas pendientes, por la plaga que asolaba el cesto y no por una simple manzana marcada; sanación por las muchas heridas, pasadas y presentes, que siguen sangrando.
El hechizo cerraba simbólicamente el ciclo vital de Ciutat Morta con la promesa de un enraizamiento permanente, de un reconocimiento que transcendiera la catarsis singular, la inflamación mediática. Con la promesa, al fin, de que la solidaridad que había aunado a tanta gente ante el Cine Patricia Heras tampoco sería una excepción.
Reconocimientos en la ciudad muerta
La manifestación se detiene en medio de la Via Laietana. Dos activistas están recolocando el singular cartel que corona el Cine Okupado Patricia Heras. Se trata del antiguo Palau del Cinema, que fue ocupado en junio de 2013 para proyectar el documental 4F: ni oblit ni perdó, la génesis de Ciutat Morta, el trabajo audiovisual que ha provocado que este 4 de febrero varios millares de personas tomaran nuevamente las calles de Barcelona.
El de Patricia Heras es el rostro que simboliza una lucha colectiva: la defensa de los derechos de cinco jóvenes que fueron detenidos arbitrariamente el 4 de febrero de 2006, torturados y finalmente condenados a prisión. Los hechos eran por todos conocidos, como son conocidos los casos de Alfon, de los encausados por los disturbios en Can Vies y de tantos otros, pero su defensa pública fue patrimonio exclusivo de unos pocos familiares y amigos, al menos hasta que Xavier Artigues y Xapo Ortega rodaron y publicaron Ciutat Morta: un retrato sobrecogedor de torturas sistemáticas, impunidad policial, mala gestión política, violación de derechos humanos y perversión judicial. Tomando como hilo conductor el diario poético de Patricia Heras, cuyo suicidio extremó la tragedia del 4F, el documental deja de ser un mero acto político de denuncia para convertirse en un producto audiovisual potentísimo. Su objetivo era incontestable: reabrir el caso. Y la estrategia pasaba por conseguir el máximo reconocimiento posible.
A la vista está que su éxito fue absoluto, arrollador. El documental fue proyectado y premiado en los grandes festivales de cine —entre ellos Málaga y San Sebastián—; se programó en la televisión pública del País Vasco y finalmente, tras algunos impases de lucha parlamentaria, también en la televisión pública catalana. Además, hace unos pocos días el documental recibió un paradójico honor: el Premi Ciutat de Barcelona que otorga el mismo Ayuntamiento que es acusado en el documental. Y como colofón, los mismos medios de comunicación que en su momento habían descartado sistemáticamente las informaciones sobre el 4F, mientras éstas se emitían en la televisión chilena, ahora se arrancaban los ojos públicamente en editoriales sentidos y emocionados. Cabeceras radiofónicas, portadas de diarios generalistas y programas especiales en TV3. Ciutat Morta se había instalado como trending topic nacional, eclipsando cualquier otro debate. Incluso Arcadi Espada y Salvador Sostres, los célebres adalides de nuestro Estado de Derecho, afilaron su pluma para soltar exabruptos contra la sucia injerencia de los okupas contra el status quo. Ciertamente, del silencio se había pasado a la estridencia.
Sin embargo, unas dos semanas después del boom, ¿qué queda de la inflación periodística en la manifestación de este 4F? A juzgar por la comitiva de cámaras, micrófonos y conexiones en directo que parasitaban la vanguardia de la marcha, la expectación seguía siendo máxima. Además, la manifestación, en sí misma, era extraordinaria: la gran victoria residía no sólo en la ampliación numérica del movimiento, sino en el corte demográfico transversal que ahora lo constituía. Y no se trata de un aspecto banal: uno de los factores que, incluso antes del juicio, condenaron a Patricia Heras, Rodrigo Lanza y los demás acusados, fue precisamente su aspecto. Las pintas. Pero la catarsis colectiva provocada por Ciutat Morta ha permitido la emergencia de una improbable solidaridad: un reconocimiento de la diferencia en sentido fuerte.
La verdad, a pesar de todo, es que la naturaleza del reconocimiento es controvertida, ya que del mismo modo que permite la emergencia de unos lazos sociales impensables, también condena esa solidaridad a una dialéctica horriblemente frágil. Parece imposible pensar que una acción de denuncia social pueda morir de éxito, puesto que su objetivo es precisamente la viralidad. Sin embargo, Ciutat Morta vive ahora su triunfo, al menos parcialmente, como una losa: el 4F aparece como tragedia impensable, irrepetible, una desviación nefasta e incomprensible. Las mismas cabezas visibles que permitían aupar el caso al Olimpo de la protesta social, también lo depuraban de toda profundidad y lo estilizaban esterilizándolo. Ciutat Morta era un caso clínico, analizable por tertulianos de facciones severas que ladeaban la cabeza en platós asépticos. Es en este contexto que debemos entender el lema bajo el cual se convocaba la concentración de este 4 de febrero: «No es una manzana, es todo el cesto».
Además, la problemática del reconocimiento no termina en la monumentalización del caso, sino que extiende su metástasis a la subsistencia del impulso político. El caso no ha sido reabierto, y los periodistas que hace apenas dos semanas se rasgaban las vestiduras por haber estado ciegos ante la evidencia, tampoco parecen aprovechar su renovada visión para ejercer dignamente su profesión. En muchos sentidos Ciutat Morta corre el riesgo de ser recordada por ser un film más emocionante que Pretty Woman y, eso sí, un poco menos verosímil.
De aquí la importancia de aprovechar la forma más válida de reconocimiento que ha engendrado Ciutat Morta: aquel reconocimiento que está en la base misma de la libertad, la consciencia de una interdependencia en la cual se asienta la posibilidad misma de lo común. No se trata meramente de reconocimiento del otro o de la diferencia, tal como lo entienden las así llamadas políticas de la identidad, sino más bien de la codeterminación social que marca los procesos civiles de abajo a arriba. Un reconocimiento que quedaba sellado con el hechizo con que Diana Junyent desconvocaba la manifestación: una vez descartada la justicia como ideal, solo quedaba recurrir a la retribución y la sanación. Retribución por las muchas cuentas pendientes, por la plaga que asolaba el cesto y no por una simple manzana marcada; sanación por las muchas heridas, pasadas y presentes, que siguen sangrando.
El hechizo cerraba simbólicamente el ciclo vital de Ciutat Morta con la promesa de un enraizamiento permanente, de un reconocimiento que transcendiera la catarsis singular, la inflamación mediática. Con la promesa, al fin, de que la solidaridad que había aunado a tanta gente ante el Cine Patricia Heras tampoco sería una excepción.