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Los selfies

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Vamos a empezar las cosas bien explicando que la palabra self significa el Yo o el Ego. Ya que he agotado mi comodín de dar un dato como si estuviésemos en Barrio Sésamo, voy a entrar en faena.

Parece ser que toda la vorágine de este fenómeno social –que ya va rallando lo cansino– empezó allá por el año 2002. Era en un foro de Internet australiano en el que salió un chaval diciendo que se había caído en la fiesta de un colega mientras bajaba por unas escaleras. Él, disculpándose por haberse hecho una foto de sus heridas en esas condiciones, alegó que estaba así de desenfocada porque era un selfie. La autofoto de toda la vida. Obviamente él daba unos detalles más escabrosos en el chat, al volverlos a leer hoy me viene a la cabeza que podrían haber formado parte de las tomas falsas de la serie de televisión CSI.

¿Quién diría que ese suceso acontecido en las Antípodas iba a hacernos adoptar una nueva palabra en nuestro vocabulario convirtiendo el autorretrato en algo más rudimentario? Sólo se necesita una cámara digital –que ya se ven menos– ó un teléfono móvil.

Todo se debe a las redes sociales. Myspace, eso que estuvo antes que Facebook, tuvo la culpa al hacer popular en su sitio que sus miembros se hiciesen fotos en los cuartos de baño de manera indecorosa y con apariencia cutre aposta. No hay que olvidar que la gran embajadora del selfie es Scarlett Johansson, aquella vez que le hackeraron su móvil hace tres años y filtraron sus fotos en el dormitorio.

Ya os he ilustrado un poco sobre los inicios de esta nueva manera de vivir, en la que nos encontramos inmersas todas las personas, auto-inmortalizandonos a destajo y sin piedad, algunas llegando a una adicción enfermiza. Siempre he pensado que el selfie per se, es lo más desfavorecedor para la vanidad. Las fotos se hacen en la mayoría de las ocasiones desde unos ángulos que no resaltan nuestras virtudes físicas. Ya el colega australiano nos advirtió de los efectos secundarios del mismo.

Hablar de selfies es caer inconscientemente en el eterno debate de hacía donde llega el narcisismo de las personas, de cuál es esa necesidad de mirarse en un “espejo” de escasas pulgadas haciendo un click para que el resto de tus amigos te alaben con sus “Me gusta” o un corazón –según la red social en la que lo cuelgues– para alimentar esa autoestima. Se ve que la sociedad está hambrienta de halagos y, a la luz de esta practica, resulta innegable.

Yo, qué queréis que os diga, pero el último selfie que me hice me costó Dios de ayuda para llevarlo a cabo satisfactoriamente. Para que cupiese mi cara bonita y parte del decorado que tenía que salir en la foto me costó ni mas menos que siete fotos, seis de ellas borradas hasta que por fin una salió decente. Claramente se demostró que no soy muy ducha en el tema.

La definición mas delirante es la del Urban Dictionary que la nombró la palabra del año pasado: se trata de una foto en la que sale el brazo de una persona, claramente sujetando la cámara y en la que ves que esa persona no tiene amigos que se la hagan. Cuantas veces me ha pasado que voy andando por la calle y veo a una persona, pareja o trío haciendo verdaderas labores de contorsionismo para hacerse un selfie delante de cualquier edificio oficial o en un bar. Lo más lógico y normal que hago en esos casos es acercarme y decirles que si quieren les hago yo la foto. Muchas veces me miran extrañados y murmuran algo entre ellos. Nunca sé lo que dicen pero muchos de ellos acaban aceptando a regañadientes, otros, más liberados, te dan su smartphone con alegría para que hagas la foto. Me pasma que esta práctica tan normal hasta ahora se vea como algo bizarro.

Yo no me quiero imaginar como hubiese sido el fenómeno de Las Meninas en época de Instagram. Siendo Velázquez como era un visionario y creador de tendencias colosal nos regaló el mejor selfie nacional hasta la fecha. Ese cuadro del sevillano con la familia de Felipe IV es uno de mis cuadros favoritos, al que voy a visitar muy a menudo. La última vez que fui no pude por menos que alejarme un poco para coger perspectiva, levanté entonces mi pulgar en el aire y al dar al centro, ¡cielos!, salió un corazón.