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Los otros Hitchcock / Truffaut

Conversaciones entre directores de cine
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François Truffaut y Alfred Hitchcock se sentaban en una mesa a las nueve de la mañana y la conversación se alargaba hasta las seis de la tarde sin interrupción. Ahí, en esas largas sesiones que a lo largo de una semana del mes de agosto de 1962 sumaron 50 horas, se forjó el libro de cine más famoso del mundo. La idea fue de Truffaut, entusiasta crítico ya entonces reconvertido en cineasta esencial. Al francés le reconcomía que su idolatrado Hitch siguiera siendo ninguneado como autor en Estados Unidos. Y, testarudo como siempre fue, se le ocurrió convencer al mundo de que Hitchcock era mucho más que el mago del suspense con una entrevista que le diera pie a desgranar de manera sistemática y pormenorizada su filmografía. Ahora, a punto de cumplirse 50 años de la publicación de El cine según Hitchcock, Kent Jones evoca y celebra en el documental Hitchcok/Truffaut una conversación y un libro elevados a la categoría de mitológicos. Y que crearon escuela. Desde aquella madre de todas las entrevistas de cine, ha habido otros encuentros entre cineastas, nacidos de la admiración y el interés de uno por la figura y el trabajo del otro y que han cristalizado en venerados objetos de culto para cinéfilos de todo el mundo. Como estos.

Welles / Bogdanovich: Ciudadano Welles (This is Orson Welles)

Si la idea de El cine según Hitchcock fue del discípulo, en este caso fue del maestro. A finales de 1968, Orson Welles llamó a Peter Bogdanovich. “Usted ha escrito lo más verdadero de todo lo que hasta ahora se ha publicado sobre mí en inglés”, le dijo, y lo citó para tomar café. Hacía un año que se había publicado el libro de Truffaut, pero no era esa la referencia directa. Welles le preguntó si querría escribir sobre él “un librito tan simpático” como el que Bogdanovich había dedicado a John Ford también en forma de entrevista. Como el director de Los 400 golpes, Bogdanovich era un certero analista cinematográfico metido a cineasta. Acababa de estrenar su primer film, y preparaba el siguiente, La última película. Y, por supuesto, aceptó. Pero el torrencial Welles poco tenía que ver con el metódico Hitchcock, así que las entrevistas, que se prolongaron durante tres años, se iban haciendo aquí y allá, a salto de mata, como sus películas. Y, como pasaba con sus películas, el proyecto se complicó, enmarañado en los laberintos cruzados de problemas económicos de entrevistador y entrevistado, y acabó en un cajón. O en muchos.

No fue hasta después del fallecimiento del autor de Ciudadano Kane que Bogdanovich y la musa y heredera de Welles Oja Kodar fueron entregando al historiador Jonathan Rosembaum todos los materiales disponibles a medida que los fueron encontrando: los borradores originales, un manuscrito de 1.301 páginas y las cintas de 25 horas de las casi 30 de entrevistas. De ese rompecabezas creciente, Rosembaum hizo brotar un capital, matizado autorretrato del maestro contrapunteado con perspicacia por el discípulo en que las explicaciones técnicas se alternan con cataratas de anécdotas, reflexiones y excursos de todo tipo con endiablada ligereza. El “simpático librito” se publicó en 1992, 24 años después del primer café entre Welles y Bogdanovich, y siete después de la muerte del primero, sobrevenida a las dos semanas de la última charla entre ambos. Con altibajos, la amistad que nació con aquella propuesta duró hasta el final.

Ford / Bogdanovich: Dirigida por John Ford (Directed by John Ford)

Si has visto la escena, la recordarás, porque es inolvidable. John Ford, cazadora beige y camisa azul a juego con la gorra de béisbol, sentado con actitud displicente, encadenando un puro tras otro. De fondo, las caprichosas figuras troqueladas en las rocas de su jardín favorito, Monument Valley. Bogdanovich, fuera de plano, le va haciendo preguntas:

-Sr. Ford. Usted hizo una película llamada Tres hombres malos, un western de gran presupuesto con una elaborada escena de carrera por unas tierras. ¿Cómo la rodó?

-Con una cámara.

-Sr. Ford, he notado que su visión del oeste se ha ido haciendo más triste y melancólica a lo largo de los años. Comparo, por ejemplo, Caravana de paz con Liberty Valance. ¿Es consciente de ese cambio de ánimo?

-No. No.

-Ahora que lo he nombrado, ¿querría decir algo sobre ello?

-No sé de qué está hablando.

-¿Puedo preguntarle qué elemento en particular de los westerns le atrajo desde el principio?

-No lo sabría.

-¿Estaría de acuerdo con que el tema de Fort Apache fue “la tradición del ejército es más importante que un individuo”?

-¡Corten!

Puede oírse también alguna risita del entrevistador. Se habían conocido años antes, en Monument Valley, sí, durante el rodaje de El gran combate. Bogdanovich escribía un reportaje para Esquire, cuyo borrador envió a Ford. Su respuesta: “Tu artículo es nauseabundo. Me disgusta enormemente tu retrato del director senil, iletrado y borracho. También creo que eres muy mal periodista. [...] Sin embargo, creo que todo el mundo tiene que vivir y si la miseria que te dan te ayuda económicamente, sigue adelante. [...] Con respecto a todo lo demás, todo va bien y espero que tú y Polly [la esposa de Bogdanovich] tengáis muy felices Navidades”.

Los ataques se convirtieron en una forma de expresar su complicidad con Bogdanovich, que en realidad le caía bien y a quien elogiaba si no estaba delante. Fue Ford quien convenció a Ben Johnson, un clásico en su filmografía, para que aceptara el papel en La última película que le proporcionaría su único Oscar. Pero la aridez formaba parte de la coquetería del maestro. Ni en la entrevista que se convirtió en el libro que tanto gustó a Welles pudo Bogdanovich sacarle reflexiones o explicaciones técnicas demasiado afinadas. Tampoco en Dirigida por John Ford, el documental ─narrado por Welles─ que le dedicó en 1969, al que pertenece la escena inolvidable, y cuyo valor radica sobre todo en los apuntes que sobre el westerner en jefe aportan algunos de sus más estrechos colaboradores (John Wayne, Henry Fonda o James Stewart) y en la perspicacia interpretativa de Bogdanovich, que en 2006 remontaría la película añadiendo comentarios de Spielberg, Scorsese o Eastwood, entre otros.

Ford / Anderson: Sobre John Ford (About John Ford)

Cuando un Lindsay Anderson veinteañero escribió a Ford por primera vez para agradecerle la “poesía moral” que había hallado en Pasión de los fuertes, todavía faltaba mucho para que el crítico se convirtiera en referente del Free Cinema. “Es un estímulo para el espíritu oír un elogio tan inteligente”, replicó Ford, que desde entonces mostró siempre un escrupuloso respeto por Anderson y su mirada analítica. La correspondencia entre ambos se prolongó a lo largo de un cuarto de siglo, durante el cual el inexpugnable republicano Ford siempre consideró al marxista Anderson un amigo, pese a que no tuvieron más que media docena de encuentros, el último, en el lecho de muerte del director de El hombre tranquilo.

Ocho años después de esa última cita, y dispuesto a combatir la tendencia crítica que había acabado por preferir al auteur autoconsciente de los últimos años que al genuino maestro del cine clásico, Anderson compiló una serie de piezas que daban testimonio de esa relación, entrevistas a una docena de colaboradores de Ford y una monografía escrita décadas atrás que había quedado inédita. Y aunque no se compartan los reproches del director de If a Centauros del desierto, Sobre John Ford es un estudio imprescindible, además de un acto de amor.

Wilder / Schlöndorff: ¿Cómo lo hiciste, Billy Wilder? (Billy Wilder, wie haben Sie’s gemacht?)

El honor perdido de Katharina Blum es la mejor película alemana desde M, de Fritz Lang. Atentamente, Billy Wilder.” Al principio suele haber un elogio, y este fue del heptagenario al treintañero. Volker Schlöndorff, abrumado, no supo qué contestar a su ídolo, así que no le contestó. Wilder, por medio de un representante, le afeó el silencio por respuesta y le citó para que se disculpara. Schlöndorff buscó y se convenció de haber encontrado en el maestro austríaco lo que Truffaut en Hitchcock, un padre adoptivo cinematográfico, pese a lo poco en común que parezcan tener las películas de ambos.

Más de una década después, los dos cineastas se reunieron a diario durante dos semanas con una cámara como testigo en el despacho de Wilder en Los Ángeles. Allí colgaba un cartel con uno de los lemas del director de El apartamento: “¿Cómo lo haría Lubitsch?” Eso es lo que se preguntaba Schlöndorff en su trabajo respecto de Wilder. Aunque en esos 15 días de agosto, a lo que se dedicó es a preguntarle “cómo lo hizo”. De manera que aquellas 30 horas de entrevistas, en las que también participó el historiador Hellmut Karasek, que preparaba una biografía, se convirtieron en un documental donde Wilder repasa su trayectoria, más o menos cronológicamente, estrella a estrella y película a película.

Pero a Wilder, que nunca fue fácil ni manejable, y sí siempre muy exigente, también con sus exégetas, no le gustó la película. Se quejó de que lo hubieran sacado interrumpiendo la charla para atender el teléfono, o rascándose la espalda, o sentado en una silla giratoria, y le prohibió a Schlöndorff exhibirla mientras él viviera. El discípulo hizo caso omiso y ¿Cómo lo hiciste, Billy Wilder? fue emitida en televisión en 1992 en seis capítulos de 45 minutos. La reacción de Wilder fue una amenaza de demanda que quedó en un acuerdo amistoso por el cual el documental no podría verse en Estados Unidos hasta su muerte.  En 2012, Schlöndorff presentó un nuevo montaje: las cuatro horas y media originales de festín se habían reducido a tres, que acaban con el comentario de El apartamento, dejando fuera las dos últimas décadas de su filmografía (que ya sólo aparecían de forma sucinta en aquella primera versión televisada). Ya se sabe que nada ni nadie es perfecto.

Ray / Wenders: Relámpago sobre agua (Lightning over water)

Schlöndorff no fue el único miembro del Nuevo Cine Alemán que buscó padrastro fílmico entre los grandes del cine americano clásico. Wim Wenders reservó a Nicholas Ray un papel en El amigo americano ─como Godard había hecho con Fritz Lang en El desprecio o con otro ilustre tuerto de la generación de la violencia, y otro maldito, desclasado de Hollywood, Samuel Fuller, en Pierrot, el loco─, y quiso dar continuidad a su personaje en otro film, esta vez con Ray de protagonista. El director de Rebelde sin causa, ya muy enfermo, entendió que el pintor que tenía que interpretar era en realidad él, y propuso dejarse de subterfugios y hacer la película sobre un viejo director de cine que quiere “recuperar su integridad antes de morir”.

Ray, devastado por el cáncer, se consumía, pero si el proyecto, en continua reelaboración durante un rodaje supeditado siempre al avance de la enfermedad, siguió adelante fue sobre todo por su propia insistencia. El resultado es Relámpago sobre agua, un film de título enigmático ideado por Ray que no es documental, aunque lo parezca, sino una dramatización elaborada sobre la marcha de lo que en realidad estaba sucediendo. Además de un curioso ejercicio de metacine, es un homenaje que interioriza todas las dudas e inseguridades de Wenders sobre el propio film, y que, más que a un retrato del cineasta y una reevaluación de su obra, acaba acercándose mucho a lo que el alemán temía que fuera: una crónica de su agonía. Pero es también, y sobre todo, el acongojante testimonio de un artista negando la muerte, aferrándose a su arte y su trabajo como al tabaco, hasta la última calada.

Kazan / Scorsese: Una carta a Elia (A letter to Elia)

Cuando Martin Scorsese vio a Elia Kazan por primera vez en 1964, en una charla que dio cuando el italoamericano estudiaba en la universidad de Nueva York, ya hacía mucho que le había atribuido “el rol de padre, un padre distinto, pero un padre”. A un nivel aún más íntimo que Truffaut con Hitchcock o Schlöndorff con Wilder. Scorsese había descubierto en Kazan al artista que más conectaba con sus propias inquietudes, el que más hondamente le conmovía, y cuyas obras más le ayudaron a conocerse a sí mismo.  En el áspero humanismo de La ley del silencio, la película con la que Kazan justificaba su delación ante el comité de actividades antiamericanas, Scorsese encontró, palpó por primera vez en la pantalla, su mundo, las gentes con las que se cruzaba cada día en su barrio, la vida cotidiana que él conocía de primera mano, fluyendo a 24 fotogramas por segundo. Y más tarde hallaría en Al este del edén un reflejo, dolorosamente identificable, de sus propias angustias adolescentes.

Scorsese se ofreció a asistir a Kazan en el rodaje de El compromiso, pero su ídolo no aceptaba ayudantes. Mejor, concede el director de Toro salvaje. No habría parado de hacerle preguntas y lo habrían despedido el primer día, porque ya hacía mucho que se preguntaba lo mismo que Schlöndorff de Wilder: ¿cómo lo había hecho? ¿Cómo, para conseguir tocarle al espectador esas fibras tan íntimas? La relación sería, más adelante, de cineasta a cineasta. Scorsese, que en 1999 acompañó y presentó a Kazan el día que le dieron el Oscar por el conjunto de su trayectoria con buena parte del Dorothy Chandler Pavillion negándose a aplaudirle, le dedicó tras su muerte un documental que es una sabia y emotiva lección de cine en primera persona. Su Carta a Elia, que Scorsese codirige con Kent Jones, el realizador de Hitchcock/Truffaut, acaba con una confesión al maestro difunto, al que nunca pudo explicar lo importante que habían sido para él sus películas: “No puedo imaginar dónde estaría sin ellas. La única manera de decirte lo mucho que significaron para mí ha sido haciendo películas”.

Wilder / Crowe: Conversaciones con Billy Wilder (Conversations with Wilder)

 “No lo haré, no soy actor”. “Se trata sólo de un papel pequeño”, replicaba Cameron Crowe, que trataba de reclutar a Billy Wilder para Jerry Maguire. “¿Pequeño? ¡Entonces, desde luego que no voy a hacerlo!”. Crowe insistiría con la ayuda de Tom Cruise, pero fue inútil. Tras ese primer fracaso, Crowe hizo un segundo intento. Esta vez, se trataba de convencerlo para escribir él un libro-entrevista sobre él como el de Truffaut sobre Hitchcock. Tampoco quería. A Wilder no le había gustado ninguna de las biografías que se habían escrito sobre él, tampoco la de Karasek surgida de aquellas charlas en las que también estuvo Schlöndorff. Pero Crowe insistió. Consideraba que lo que faltaba en las librerías era “un documento que contuviera la perspectiva del propio Wilder, directa y sin pasar por filtros” (eso era también aquel documental que tampoco había gustado al maestro, pero en 1999 todavía no se había visto en los Estados Unidos).

Se salió con la suya, aunque Crowe no había sido crítico en Cahiers, sino periodista musical en Rolling Stone, de manera que su Conversaciones con Billy Wilder, más que un repaso cronológico y analítico, es un picoteo sin demasiado orden ni concierto, aunque siempre apasionante, porque apasionante es el entrevistado, sus recuerdos y opiniones. El tercero de la pareja Lemmon-Matthau se confiesa amante de Kubrick, Fellini, Truffaut o Spielberg, y desprecia a Godard. Le encanta Forrest Gump, le repele Titanic. “¿Ha visto semejante mierda?” Crowe dice que le gusta la química entre los protagonistas, que trasciende el guión. “¿Qué guión?”, remata el hombre que, a decir de William Holden, tenía la mente llena de cuchillas de afeitar. El libro es a la vez una crónica de cómo Crowe convence al reticente Wilder, que de entrada insiste en que lo que pueda contarle no va a interesar a nadie: “El libro va a ser una mierda, porque estará lleno de estupideces”. Cuando al final el entrevistador se ofrece a pasarle el manuscrito, como habían quedado, el entrevistado rechaza la posibilidad: “No quiero leerlo. De esa forma, siempre podré decir: ‘Fue él quién la jodió’”.

Fellini / Scola: Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico)

El encuentro entre Federico Fellini y Ettore Scola se produjo cuando ninguno de los dos se dedicaba aún al cine, en el semanario satírico Marc’ Aurelio, por donde también pasaron Steno, Age y Scarpelli o Metz y Marchesi –sí, ahí tomaba el biberón la commedia all’italiana–. Cuando Scola entró en la revista, a finales de los 40, ya admiraba a Fellini, 11 años mayor y que llevaba una década en el semanario. Se convirtieron en cómplices para toda la vida, y Scola acabaría evocando en su última película todo cuanto compartió con su amigo: su etapa en el Marc’ Aurelio, sus proyectos, sus días de cine y sus noches de vagabundeos en coche recogiendo a especies de todo tipo, de artistas callejeros a prostitutas, con los que mantenían charlas y paseos hasta el amanecer. Incluidos los pinitos como actor de Fellini en uno de los mayores éxitos de Scola: Una mujer y tres hombres. Se interpretaba a sí mismo durante el rodaje en La Fontana de Trevi de La dolce vita. Puso una sola condición: que no le filmaran por detrás, que se le veía la calva.

El homenaje a Fellini de su amigo y colega llegó 20 años después su muerte, en forma de festiva sucesión de recuerdos dramatizados en los que Scola juega a mostrar a la vez, a la manera felliniana, el artificio del cine, el andamiaje que hace posible la magia. Al cabo, una metáfora sobre los mecanismos, o los trucos, de esa memoria capaz de deformar la realidad hasta convertirla en fantasía. Qué extraño llamarse Federico es, además, un film testamentario, el último de Scola. Una despedida que es celebración de la amistad, de la vida y del sueño del cine.

 

En la cabecera del artículo, John Huston, Orson Welles y Peter Bogdanovich en el rodaje de The Other Side of the Wind, fotografiados por Steven Jaffe. 

De arriba abajo, John Ford hablando con Peter Bogdanovich (fuera de plano), Wim Wenders con Nicholas Ray y Ettore Scola con Federico Fellini.