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Lo negro es bello

‘Dark Energy’, el primer disco de Jlin, reinventa el footwork de Chicago
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Enfrentar dos relatos, sonidos o posiciones, tomen la apariencia que tomen, es una forma de pensar que con frecuencia acaba por iluminar ambos objetos. Al hacerlo los situamos en una nueva red de preguntas, internas y externas a ellos, que marcan la forma en que los pensamos y, en última instancia, la forma en que pensamos el mundo a través de ellos. La distancia de la mirada en perspectiva acaba recortándose hasta permitir la proximidad de un diálogo.

No lo sabía entonces, pero comencé a pensar sobre Dark Energy (Planet Mu, 2015), el primer disco de Jlin, unas horas antes de escucharlo.

Sonaba entonces un disco, que quedará innominado, aparecido a principios de esta década, y me sentía medianamente seducido por la primera composición, una elegante construcción en la que se unían a un piano una serie de sonidos concretos —niños, agua— y de diálogos sampleados de películas francesas. La elegancia es un valor que puede hacer algo más atractivo, pero difícilmente más interesante. Cada uno de los temas que seguían, moviéndose entre cadencias jazzísticas, minimalistas atmósferas electrónicas y sampleados de canciones que bordeaban la simple remezcla, aumentaban mi sensación de que el disco era una larga serie de poses, siguiendo unas marcas preestablecidas, que querían ser siempre la forma correcta, una rutina cumplida a la perfección en distintos géneros. Esta exploración de varios estilos de música electrónica no parecía ambición, sino todo lo contrario. Un intento acomodado de realizar al detalle los movimientos que se esperarían de alguien con una medianamente ancha cultura musical y técnica. La rutinaria búsqueda de información que acompaña siempre el proceso de escucha de un disco me reveló a un hombre joven —apenas veinte años cuando editó el disco—, de notable atractivo masculino en las estudiadas fotos promocionales, y crecido en un ambiente familiar artístico en una gran capital cultural, que grabó la mayor parte del disco mientras estudiaba en una universidad privada de larga tradición elitista. La elegancia de los sonidos electrónicos escuchados se iba tiñendo de una innegable marca de clase, acomodada asunción de una triple herencia cultural —familiar, local y académica—: una creatividad naturalizada al alcance de los descendientes de las clases creativas. La facilidad sonora, la ambición limitada a cumplir lo que se espera, parecían ser el resultado de incorporar unas marcas de clase cultural. La desagradable sensación de haber sustituido elegancia por facilidad me predispuso a buscar en otra parte unos rasgos culturales completamente diferentes y pensar qué se podía hacer musicalmente con ellos.

Reencontré entonces Dark Energy, sobre el que había leído semanas antes de su aparición. También extremadamente joven, Jlin forma parte de un relato social y cultural claramente distinto. Su música formaba parte de la escena del footwork de Chicago, que para los jóvenes de la comunidad negra del sur de la ciudad es una forma de competición, respondiendo a través de rutinas de baile centradas sólo en los pies a aceleradísimos ritmos electrónicos. Para los aficionados a los avances de la música electrónica, descentralizados y reunidos a través de vías digitales, el footwork es, sin embargo, su enésima búsqueda de autenticidad, la ilusión de un movimiento musical de base puro, como una vez lo fue el hip hop o el house, o en años más recientes el baile funk, el jungle y el grime. Todos ellos movimientos con diferentes pero siempre altos grados de producción y consumo colectivos de la música.

Jlin no provenía de ese mundo social localizado en el downtown de Chicago, sino de Gary, Indiana, lugar que, por razones que no importan ahora, había explorado largamente hacía unos meses a través de Google Maps, en cuyas imágenes se hace ya visible la dureza de ciudad. Jlin no sólo vivía allí, sino que, según nos informaba una entrevista con Laurent Fintoni, trabajaba además en una fundición de acero de la ciudad. La respuesta de Jlin a la pregunta de en qué medida había influido en el carácter industrial de su música trabajar en una fábrica avisaba contra simplificaciones a quien, como yo, estaba buscando no sólo unos sonidos sino un relato social que los acompañase. Al suponer esa influencia —que Jlin negaba de manera absoluta— Fintoni se despeñaba por el abismo del simbolismo sociológico en el que tiene hoy puesto un pie casi todo el que escribe sobre productos culturales con afán de captar el modo en que representan nuestro tiempo. Su aproximación mecánica a la relación entre clase y sonido contrastaba con la lectura afectiva —“escribo desde la tristeza”, decía— que hacía Jlin, zafándose de esa mitologización con la que yo también me disponía a pensar su música.

Jlin es, además, una mujer. En los últimos meses, en particular a partir de la entrevista a Björk publicada en Pitchfork, en la que se quejaba del modo en que se trata a las mujeres en el mundo de la música electrónica, el sexismo en la cultura musical contemporánea se ha señalado de nuevo. Poniendo como ejemplo su propio caso y el de M.I.A., Björk criticaba el modo en que se suele asumir que la mayor parte del trabajo musical en sus discos es responsabilidad de los productores, siempre hombres, con los que colaboran; algo que nunca se plantea cuando se trata de un hombre en una situación equivalente, como es el caso de Kanye West. Esta entrevista dio lugar a la aparición de VISIBILITY female:pressure, un Tumblr donde se publican fotografías para documentar en imágenes el trabajo de las mujeres artistas de música electrónica. Jlin aparecía en el momento adecuado como una alternativa al androcentrismo del productor de música electrónica. Lo hacía además presentándose a través de las fotografías que ilustraban sus diversas entrevistas en las que, sin ningún intento de glamourizar su imagen, aparecía sentada en el salón de su casa, de un modo que recordaba a las imágenes que Wire publicó el pasado mes de febrero de la compositora Mica Levi. El cambio de género y de estrategia de representación era bienvenido, pero tampoco se trataba de algo tan novedoso, si pensaba, por ejemplo, en lo que desde hace años viene haciendo Leila Arab.

La propia Jlin veía poco significativo su género, pese a que su música, el footwork, es por su agresividad identificado como masculino, lo que ha llevado a mucha gente a asumir que debía estar hecha por un hombre. La textura sonora de su trabajo rompía de este modo las expectativas de género en un mundo, el del pop, con una división de los valores tan estructurada, en la que durante décadas se ha identificado a las mujeres casi de modo exclusivo con la diva glamurosa o con la cantoautora propensa a la confesión personal. En su entrevista con Christian Eede para The Quietus, Jlin concluía que en última instancia no importaba el género sino la habilidad musical, lo bueno que se sea en lo que se hace. Mi búsqueda de alternativas de género y clase acababan por ser puestas en entredicho por la propia persona que esperaba que las encarnase. Se hacía obligatorio prestar atención a la música.

En su sus entrevistas, Jlin aparecía sobre todo como alguien dispuesta a romper con todas las espectativas inscritas en las distintas identidades desde las que se la podría intentar representar, pero empezando por las del propio género musical en el que trabaja, al decidir abandonar el asalto sonoro de samplers que suele tapizar sus frenéticos ritmos. Romper con el estilo le ha permitido volver a abordar el estilo desde un nuevo ángulo, en el que pone en juego no sólo el potencial del footwork, sino la propia imagen creativa. En particular cuando, como ella misma ha dicho, su música tiende a lo oscuro, una oscuridad que para ella es un valor positivo. El resultado es que, pese a los límites estilísticos inherentes, Jlin crea un paisaje músical de singular riqueza, rítmica sobre todo, pero también conceptual. Resulta obvio que cuando en la entrevista con Mike Steyels para Mass Appeal decía que detestaba el valor negativo que se daba a lo oscuro, a lo negro, no sólo hablaba de tonalidades musicales, sino del racismo inscrito en ciertos usos del lenguaje. Con esto en mente, la pista que abre el álbum, “Black Ballet”, inspirada por el coreógrafo negro Alvin Ailey, es una verdadera toma de posición sobre la legitimidad cultural en relación con la raza. La canción se abre con unos samplers de piano, pronto alternados con un cinemático ataque de cuerdas sintetizadas que sustituyen los habituales fragmentos de R&B o hip hop, siempre acompañados de un retumbante bajo 808, con los que se inicia la mayor parte de las piezas de footwork. Se une a ellos más adelante una voz operística, concluyendo el proceso de reapropiación de elementos de la tradición musical clásica —ballet, música orquestal y de cámara, canto lírico—, convertidos ahora en negros, en piezas de una obra en la que esos elementos musicales acaban por colisionar contra los patrones rítmicos según la pieza va creciendo, estructurándose sonido a sonido.

La mayor parte del disco es una detallada construcción de orfebrería rítmica en la que voces y percusiones se rozan, unen o chocan en distintos momentos. Y con frecuencia vuelve sobre ellas, tanto en títulos como en construcciones, una idea muy clara de orgullo racial, que busca multiplicarse en sonidos y referencias históricas. “Unknown Tongues” hace desaparecer de nuevo las referencias al R&B o el hip hop para tomar sus elementos básicos de lo que parece ser un laud árabe o un buzuki, sobre el que se superponen de manera alterna parches rítimicos y voces también con un claro sesgo árabe. En “Black Diamond” construye una sorprendente filigrana de patrones rítmicos con sonidos orgánicos, en la que, tras una introducción sintética, chasquidos de dedos, golpes en el cuerpo y una percusión africana, acompañados de sampleados de videojuegos, se alternan en perfecta disposición. La canción “Mansa Musa” remite a quien, con cronología eurocéntrica, llamaríamos un rey medieval de Mali, mientras que una de sus piezas más oscuras, “Ra”, con una percusión retumbante y un interludio sintetizado, está dedicada a la deidad solar egipcia.

La complejidad de los ritmos y su intensa relación con los títulos nos muestra que fueron creados para ser seguidos con el oído y el pensamiento mucho más que con los pies. El ejemplo paradigmático es la canción “Guantanamo”, que ha llevado a algunos críticos a hablar de la violencia convertida en experiencia sonora o, paradójicamente, del tono distópico del disco. Mucho más acertado era el comentario de Ed Guillett que asociaba el nombre no a la base cubana sino a la recientemente descubierta localización secreta que la polícia de Chicago utiliza para la detención ilegal y la tortura. La percutiva violencia percusiva, puntuada por constantes gritos, bien podría referirse a cualquiera de esos dos espacios, pero los críticos han pasado gloriosamente por alto el entramado de samplers de la canción, a cuya colocación signigicativa en sus canciones se ha referido varias veces Jlin como parte de una calculada sonorización de situaciones afectivas o psicológicas —algo que es frecuente también en las producciones de Burial, por ofrecer una vía de expresión directa dentro de la abstracción electrónica—.

“Guantanamo” contiene un diálogo repetido a lo largo de toda la canción. En él un adulto pregunta a otra persona si quiere herir a alguien, a lo que una voz infantil responde que sí quiere, para añadir inmediatamente después que lo siente. El significado parece circular entre la referencia histórica que da el título y lo personal de esa conversación, que nos sitúa frente al hecho de sentir deseo de cometer violencia contra alguien. Y entre ambos aspectos es casi inevitable sentirse empujado a reflexionar —es un niño quien habla— sobre el efecto que la brutal violencia organizada en terrorismo de Estado, y por ello socialmente aceptada sin oposición, puede tener en la forma en que toda una sociedad, particularmente los que están creciendo ahora mismo en ella, define los límites de la agresión sobre otras personas: el grado de violencia que nos podemos legitimar a utilizar nosotros mismos.

Todo el cálculo que hay en esta cuidadosa construcción de significados sobre los ritmos podría transmitir una cierta frialdad intelectual, pero acaba revelando en realidad su potencial emocional, expresivo. Algo que es nuevo en el footwork, y logrado en parte al no dirigir la música exclusivamente a su uso social, ofreciendo nuevas pistas sobre las que bailar. Como ha señalado Mike Steyels, Jlin es un ejemplo de bedroom producer para una forma musical esencialmente social, la de las batallas de baile. Ciertamente en este disco el footwork da un salto no sólo fuera de su medio, sino de sus usos. Los patrones rítmicos son los mismos, los procesos constructivos son similares, pero el lugar del que parte cada composición y el lugar al que llegan a través de esos procesos es muy diferente. Con Dark Energy el footwork, como antes lo hicieran el house o el techno, ha dejado de ser sólo una invitación al baile para convertirse en un medio de expresión musical complejo. Los patrones rítmicos no acompañan exclusivamente hazañas físicas, sino también recorridos mentales, estructurando sentimientos a lo largo del desarrollo de cada pieza.

El acabado mismo del disco, al que Jlin ha dicho haber prestado particular atención, deja claro el intento de dar un salto conceptual fuera del espacio que ocupa el footwork. No hay más que comparar la impactante portada de Dark Energy con las de los discos recopilatorios Bang & Works —también editados por Planet Mu en los que Jlin se dio a conocer, de claro enfoque etnográfico. Christian Eede apuntó que era, además, un disco militante, algo que Jlin no ha negado ni confirmado, aunque ha insistido en que todo trabajo de creación, incluso esta reinvención de una música de baile, debe expresar algo. Nos deja a quienes escuchamos su trabajo el pensar qué ha expresado.

La excitación de encontrarme con Dark Energy frente al desagrado que me produjo ese innominado disco al que me refería al principio muestra claramente que es posible hacer música electrónica desde otra posición social y de género que la que se ha venido haciendo hasta ahora. Muestra que una mujer joven puede desde Gary, Indiana, reinventar un género músical surgido de las calles de Chicago y convertirlo en un vehículo para la reflexión histórica y cultural. Aquí y ahora lo que me dice Dark Energy me da una imagen más clara del mundo en el que me gustaría vivir. Por eso importa elegir a quienes escuchamos. Jlin merece, sin duda, ser escuchada.

 
Fotografías de William Glasspiegel.