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Lo imposible literario
Podría sorprender que un autor como Melville, que ocupa un espacio central en el canon occidental, estuviera preocupado por el éxito. En algunas de las Cartas a Hawthorne (La Uña Rota, 2016, trad. de servidor) reflexiona el novelista estadounidense sobre la fama, su significación y la relación que ésta tiene con su trabajo como novelista. Como resultado de esta inquietud, Melville escribió algunas novelas menores que pensaba que podrían interesar al público y granjearle algún dinero (es el caso de Redburn, que siempre consideró de poca entidad); de igual modo, y como reacción al conocimiento de tener esta preocupación por la fama y el éxito, Melville tuvo el impulso y la necesidad de escribir algunos artefactos literarios tremendamente singulares como Moby Dick, novela que reposa ya tranquilamente en los anaqueles de la literatura mundial. Pero no siempre fue así. Hay que recordar que el éxito de Melville fue póstumo y que Moby Dick, como Bartleby, el escribiente; Benito Cereno o Billy Budd, marinero, estaban escritos bajo el signo de lo imposible literario.
Nos dice Barthes (cita que extraigo de Tabarovsky, Literatura de izquierda, Periférica, 2010): “Desgraciadamente el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística (…); o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua” (la cursiva es nuestra). Melville fue, curiosamente, una mezcla entre el místico y aquél que da una “sacudida jubilosa al servilismo de la lengua”, cuestión que, consciente de ella el novelista, le parecía una perversión, algo más propio del diablo que de Dios. En las Cartas a Hawthorne se puede leer: “Nos sentimos tentados a pensar que Dios no puede explicar Sus propios secretos y que Él mismo querría obtener algo de información sobre algunos asuntos. Nosotros, mortales, lo asombramos tanto a Él como Él a nosotros. (…) Tan pronto dices: Yo, un Dios, una Naturaleza, saltas del taburete y quedas colgando de la viga. Sí, el verdugo es la palabra” (carta del 16 de abril de 1851). Esta tensión que Melville expresa está en la centralidad de lo literario y su imposibilidad —cuestión que vamos a ir, poco a poco, definiendo—. Pero recuérdese para esta definición, por ahora y para comenzar, el dictum melvilliano: “el verdugo es la palabra”.
Ciertamente, Moby Dick no está escrita para un público en particular —ni siquiera para uno potencial— sino que su máximo interés es el lenguaje. Como indica Tabarovsky hablando de la “literatura de izquierda”, Moby Dick pertenecería a una literatura “escrita por el escritor sin público, por el escritor que escribe para nadie, en nombre de nadie, sin otra red que el deseo loco de la novedad. Esa literatura no se dirige al público: se dirige al lenguaje. No se trata de la oposición novelas de trama vs. novelas de lenguaje —que es como decir: la oposición mercado vs. academia—, sino que es mucho más ambiciosa: apunta a la trama para narrar su descomposición, para poner el sentido en suspenso: apunta al lenguaje para perforarlo, para buscar ese afuera —el afuera del lenguaje— que nunca llega, que siempre se posterga, se disgrega (…), ese afuera, o quizás ese adentro inalcanzable”. Un afuera o un adentro siempre inalcanzable que en la novela no deja de ser, metafóricamente, la ballena, figura de la perversión de un hombre desquiciado —este texto trata de lo desencajado—. Pero para llegar allí, para llegar a lo que metaforiza la ballena, hace falta detenerse en lo imposible y, aunque pueda sorprender, en la fama en relación con la obra.
Cabría reflexionar sobre el hecho de que dos libros de cartas con asuntos literarios, como las que dirige Melville a Hawthorne y la que dirige Magny a Semprún (Carta sobre el poder de la escritura, Periférica, 2016, trad. de María Virginia Jaua), hayan sido publicados casi en el mismo mes de este año (el primero en mayo y el segundo en abril). ¿Se deben dichas publicaciones, tal vez, a algún tipo de carencia que pudiera achacarse a la literatura actual? Cómo saberlo: los signos que definen los tiempos, ya sea en lo literario, lo artístico o lo cultural, se definen a posteriori. Lo que sí parece indudable es que la publicación de estos libros expresa una necesidad de hablar de lo literario, pensar en su actividad rastreando aquellas zonas abandonadas de su tarea para poder marchar hacia ellas: ir a agotarlas. Es igualmente cierto que pareciera que llegan a buena hora y que no es fácil pensar en la última entrega de lo que Tabarovsky define como “literatura de izquierda”, aquella que no responde a la llamada del público ni de la academia.
Así, Magny le dice a Semprún: “Hay verdades que yacen enterradas en lo más profundo de nosotros y que a veces percibimos en un destello sin poder alcanzarlas, asirlas con ambas manos, para apropiárnoslas”, que recuerda al “adentro inalcanzable” que describe Tabarovsky a través del afuera imposible, destino de la obra literaria singular. Nos dice el novelista y ensayista argentino que “lo que viene a donar la literatura es su propia inoperancia, su incapacidad para convertirse en mercancía (como la produce el mercado) y su resistencia a transformarse en obra (como la supone la academia); (…) supone la institución literaria como demora, como suspenso, como el paso más allá”. Quizá esto recuerde —especialmente en la expresión “paso más allá”— a la obra ensayística blanchotiana (la Literatura de izquierda, en particular en su primer capítulo, “El escritor sin público”, evoca la obra crítica del pensador francés) y podría venir a colación traer el epígrafe titulado “La excepción y la regla” de El libro por venir (Trotta, 2005, trad. de Cristina de Peretti y Emilio Velasco) en conexión con esa “literatura de la inoperancia”. Allí, Blanchot señala que “hay que pensar que, cada vez, en esas obras excepcionales en las que se alcanza un límite, la excepción es la única que nos revela esa ‘ley’ cuya insólita y necesaria desviación también constituye ella”. De nuevo, estamos frente a una definición en negativo de la obra literaria.
Una literatura imposible ya que, ¿cómo pensar una literatura sólo formada por textos de carácter excéntrico, es decir, una literatura que comienza a no reconocerse por situarse en espacios limítrofes? ¿Cómo enhebrar una línea, un discurso hilvanado de piezas literarias únicamente mediante excepciones, habida cuenta de que éstas, necesaria y lógicamente, habrán de ser pocas? Y, ¿cómo definir una literatura desde sus afueras? ¿Es acaso posible? Estaríamos, de ser así, frente a una literatura (o un (a)parte de la literatura) en la que todos los títulos parecieran estar escritos à rebours, a contrapelo, y que cuestiona el canon —que cuestiona la labilidad del canon—; podríamos incluso utilizar para todos estos libros el lema con el que Melville define el impulso que dirigió la escritura de Moby Dick: “Ego non baptizo te in nomine patris, sed in nomine diaboli!” (“Te bautizo no en el nombre del padre, ¡sino en el nombre del diablo!”, carta del 29 de junio de 1851), palabras que el autor pondrá en los labios del capitán Ahab para bautizar el arpón que espera que mate a la ballena, esto es, unas palabras verdugas que den posibilidad al espacio y al tiempo, no sólo de la muerte, sino del pecado y de la condenación para el blasfemo (Ahab) y para el objeto de la blasfemia (la ballena).
Pero no dejaría esta literatura demoníaca de recordarnos el título de otro capítulo del libro ya mencionado de Blanchot, que cobra especial significación bajo la problemática del éxito y la fama: “El fracaso del demonio: la vocación”. Sí, lo imposible literario tiene el movimiento del fracaso probablemente por su espacio incierto y definición problemática, que sólo podemos imaginar como el ejercicio de un vaciado. Nunca tuvo Melville la confianza de que la literatura lo salvaría, ni siquiera de que podría optar, en un momento dado, a ese éxito que deseaba para vivir con tranquilidad y sosiego. Una literatura dedicada —en este sentido— al diablo sólo puede tener sentido mientras sea descriptiva de un mundo oculto o por descubrir. No es casualidad que exprese la misma confianza con respecto a los textos de su exitoso amigo, Nathaniel Hawthorne: “Hay una trágica etapa de la humanidad que, en nuestra opinión, nunca ha sido encarnada con el vigor suficiente con el que lo expresa Hawthorne”. Poco a poco, siempre en negativo, vamos acotando el campo y empezamos a vislumbrar que una literatura de lo imposible es una literatura del no: “Pues todos los hombres que dicen sí, mienten; y todos los hombres que dicen no… Vaya, esos están entre los de la feliz condición de los juiciosos viajeros que, liberados de toda carga, vagan desocupados por toda Europa: cruzan las fronteras hacia la Eternidad sin nada encima excepto un bolso de viaje, esto es, el Ego”, en la carta del 16 de abril de 1851.
Pero tal vez haya una afirmación todavía más interesante en la carta de Magny en relación a Melville y a ese afuera lingüístico y literario del que habla Tabarovsky: “En el límite, la experiencia subjetiva se ha transmutado tan bien que el hombre desaparece completamente tras su creación”. Podría parecer que habla tanto del novelista norteamericano como de Ahab frente a la construcción metafórica de la ballena, que sólo existe en su obsesión, en un lugar y en un tiempo “out of joint”, que diría Hamlet —otro personaje desquiciado (de(sde) sí), si se nos permite la redundancia—. Por supuesto, esta literatura, como afirma Tabarovsky, “no busca ser reconocida, sino puesta en cuestión: se dirige para existir, hacia un otro que la pone en cuestión, e incluso que la niega (…), la vuelve consciente de su propia imposibilidad, de su inoperancia, de su pertenencia a una comunidad imaginaria”. No busca esta literatura ser excepción para confirmar regla alguna sino para sabotear dicha regla y que, gracias a la excepción, se tambalee. En conclusión, que se vuelva inservible o, cuanto menos, incompleta, ya que, al decir de Blanchot, la excepción siempre formó parte de la regla y provoca el surgimiento de un desplazamiento que resitúa y reescribe los parámetros según los cuales ha sido escrita. Melville no podría estar más de acuerdo: ahí está Moby Dick como prueba, tardíamente exitosa, pieza fundamental del género al que pertenece y una de las múltiples acepciones a la definición de novela.
Rockwell Kent, ilustración de la cubierta de Moby Dick, primera edición de Random House, New York (1930).
Lo imposible literario
Podría sorprender que un autor como Melville, que ocupa un espacio central en el canon occidental, estuviera preocupado por el éxito. En algunas de las Cartas a Hawthorne (La Uña Rota, 2016, trad. de servidor) reflexiona el novelista estadounidense sobre la fama, su significación y la relación que ésta tiene con su trabajo como novelista. Como resultado de esta inquietud, Melville escribió algunas novelas menores que pensaba que podrían interesar al público y granjearle algún dinero (es el caso de Redburn, que siempre consideró de poca entidad); de igual modo, y como reacción al conocimiento de tener esta preocupación por la fama y el éxito, Melville tuvo el impulso y la necesidad de escribir algunos artefactos literarios tremendamente singulares como Moby Dick, novela que reposa ya tranquilamente en los anaqueles de la literatura mundial. Pero no siempre fue así. Hay que recordar que el éxito de Melville fue póstumo y que Moby Dick, como Bartleby, el escribiente; Benito Cereno o Billy Budd, marinero, estaban escritos bajo el signo de lo imposible literario.
Nos dice Barthes (cita que extraigo de Tabarovsky, Literatura de izquierda, Periférica, 2010): “Desgraciadamente el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística (…); o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua” (la cursiva es nuestra). Melville fue, curiosamente, una mezcla entre el místico y aquél que da una “sacudida jubilosa al servilismo de la lengua”, cuestión que, consciente de ella el novelista, le parecía una perversión, algo más propio del diablo que de Dios. En las Cartas a Hawthorne se puede leer: “Nos sentimos tentados a pensar que Dios no puede explicar Sus propios secretos y que Él mismo querría obtener algo de información sobre algunos asuntos. Nosotros, mortales, lo asombramos tanto a Él como Él a nosotros. (…) Tan pronto dices: Yo, un Dios, una Naturaleza, saltas del taburete y quedas colgando de la viga. Sí, el verdugo es la palabra” (carta del 16 de abril de 1851). Esta tensión que Melville expresa está en la centralidad de lo literario y su imposibilidad —cuestión que vamos a ir, poco a poco, definiendo—. Pero recuérdese para esta definición, por ahora y para comenzar, el dictum melvilliano: “el verdugo es la palabra”.
Ciertamente, Moby Dick no está escrita para un público en particular —ni siquiera para uno potencial— sino que su máximo interés es el lenguaje. Como indica Tabarovsky hablando de la “literatura de izquierda”, Moby Dick pertenecería a una literatura “escrita por el escritor sin público, por el escritor que escribe para nadie, en nombre de nadie, sin otra red que el deseo loco de la novedad. Esa literatura no se dirige al público: se dirige al lenguaje. No se trata de la oposición novelas de trama vs. novelas de lenguaje —que es como decir: la oposición mercado vs. academia—, sino que es mucho más ambiciosa: apunta a la trama para narrar su descomposición, para poner el sentido en suspenso: apunta al lenguaje para perforarlo, para buscar ese afuera —el afuera del lenguaje— que nunca llega, que siempre se posterga, se disgrega (…), ese afuera, o quizás ese adentro inalcanzable”. Un afuera o un adentro siempre inalcanzable que en la novela no deja de ser, metafóricamente, la ballena, figura de la perversión de un hombre desquiciado —este texto trata de lo desencajado—. Pero para llegar allí, para llegar a lo que metaforiza la ballena, hace falta detenerse en lo imposible y, aunque pueda sorprender, en la fama en relación con la obra.
Cabría reflexionar sobre el hecho de que dos libros de cartas con asuntos literarios, como las que dirige Melville a Hawthorne y la que dirige Magny a Semprún (Carta sobre el poder de la escritura, Periférica, 2016, trad. de María Virginia Jaua), hayan sido publicados casi en el mismo mes de este año (el primero en mayo y el segundo en abril). ¿Se deben dichas publicaciones, tal vez, a algún tipo de carencia que pudiera achacarse a la literatura actual? Cómo saberlo: los signos que definen los tiempos, ya sea en lo literario, lo artístico o lo cultural, se definen a posteriori. Lo que sí parece indudable es que la publicación de estos libros expresa una necesidad de hablar de lo literario, pensar en su actividad rastreando aquellas zonas abandonadas de su tarea para poder marchar hacia ellas: ir a agotarlas. Es igualmente cierto que pareciera que llegan a buena hora y que no es fácil pensar en la última entrega de lo que Tabarovsky define como “literatura de izquierda”, aquella que no responde a la llamada del público ni de la academia.
Así, Magny le dice a Semprún: “Hay verdades que yacen enterradas en lo más profundo de nosotros y que a veces percibimos en un destello sin poder alcanzarlas, asirlas con ambas manos, para apropiárnoslas”, que recuerda al “adentro inalcanzable” que describe Tabarovsky a través del afuera imposible, destino de la obra literaria singular. Nos dice el novelista y ensayista argentino que “lo que viene a donar la literatura es su propia inoperancia, su incapacidad para convertirse en mercancía (como la produce el mercado) y su resistencia a transformarse en obra (como la supone la academia); (…) supone la institución literaria como demora, como suspenso, como el paso más allá”. Quizá esto recuerde —especialmente en la expresión “paso más allá”— a la obra ensayística blanchotiana (la Literatura de izquierda, en particular en su primer capítulo, “El escritor sin público”, evoca la obra crítica del pensador francés) y podría venir a colación traer el epígrafe titulado “La excepción y la regla” de El libro por venir (Trotta, 2005, trad. de Cristina de Peretti y Emilio Velasco) en conexión con esa “literatura de la inoperancia”. Allí, Blanchot señala que “hay que pensar que, cada vez, en esas obras excepcionales en las que se alcanza un límite, la excepción es la única que nos revela esa ‘ley’ cuya insólita y necesaria desviación también constituye ella”. De nuevo, estamos frente a una definición en negativo de la obra literaria.
Una literatura imposible ya que, ¿cómo pensar una literatura sólo formada por textos de carácter excéntrico, es decir, una literatura que comienza a no reconocerse por situarse en espacios limítrofes? ¿Cómo enhebrar una línea, un discurso hilvanado de piezas literarias únicamente mediante excepciones, habida cuenta de que éstas, necesaria y lógicamente, habrán de ser pocas? Y, ¿cómo definir una literatura desde sus afueras? ¿Es acaso posible? Estaríamos, de ser así, frente a una literatura (o un (a)parte de la literatura) en la que todos los títulos parecieran estar escritos à rebours, a contrapelo, y que cuestiona el canon —que cuestiona la labilidad del canon—; podríamos incluso utilizar para todos estos libros el lema con el que Melville define el impulso que dirigió la escritura de Moby Dick: “Ego non baptizo te in nomine patris, sed in nomine diaboli!” (“Te bautizo no en el nombre del padre, ¡sino en el nombre del diablo!”, carta del 29 de junio de 1851), palabras que el autor pondrá en los labios del capitán Ahab para bautizar el arpón que espera que mate a la ballena, esto es, unas palabras verdugas que den posibilidad al espacio y al tiempo, no sólo de la muerte, sino del pecado y de la condenación para el blasfemo (Ahab) y para el objeto de la blasfemia (la ballena).
Pero no dejaría esta literatura demoníaca de recordarnos el título de otro capítulo del libro ya mencionado de Blanchot, que cobra especial significación bajo la problemática del éxito y la fama: “El fracaso del demonio: la vocación”. Sí, lo imposible literario tiene el movimiento del fracaso probablemente por su espacio incierto y definición problemática, que sólo podemos imaginar como el ejercicio de un vaciado. Nunca tuvo Melville la confianza de que la literatura lo salvaría, ni siquiera de que podría optar, en un momento dado, a ese éxito que deseaba para vivir con tranquilidad y sosiego. Una literatura dedicada —en este sentido— al diablo sólo puede tener sentido mientras sea descriptiva de un mundo oculto o por descubrir. No es casualidad que exprese la misma confianza con respecto a los textos de su exitoso amigo, Nathaniel Hawthorne: “Hay una trágica etapa de la humanidad que, en nuestra opinión, nunca ha sido encarnada con el vigor suficiente con el que lo expresa Hawthorne”. Poco a poco, siempre en negativo, vamos acotando el campo y empezamos a vislumbrar que una literatura de lo imposible es una literatura del no: “Pues todos los hombres que dicen sí, mienten; y todos los hombres que dicen no… Vaya, esos están entre los de la feliz condición de los juiciosos viajeros que, liberados de toda carga, vagan desocupados por toda Europa: cruzan las fronteras hacia la Eternidad sin nada encima excepto un bolso de viaje, esto es, el Ego”, en la carta del 16 de abril de 1851.
Pero tal vez haya una afirmación todavía más interesante en la carta de Magny en relación a Melville y a ese afuera lingüístico y literario del que habla Tabarovsky: “En el límite, la experiencia subjetiva se ha transmutado tan bien que el hombre desaparece completamente tras su creación”. Podría parecer que habla tanto del novelista norteamericano como de Ahab frente a la construcción metafórica de la ballena, que sólo existe en su obsesión, en un lugar y en un tiempo “out of joint”, que diría Hamlet —otro personaje desquiciado (de(sde) sí), si se nos permite la redundancia—. Por supuesto, esta literatura, como afirma Tabarovsky, “no busca ser reconocida, sino puesta en cuestión: se dirige para existir, hacia un otro que la pone en cuestión, e incluso que la niega (…), la vuelve consciente de su propia imposibilidad, de su inoperancia, de su pertenencia a una comunidad imaginaria”. No busca esta literatura ser excepción para confirmar regla alguna sino para sabotear dicha regla y que, gracias a la excepción, se tambalee. En conclusión, que se vuelva inservible o, cuanto menos, incompleta, ya que, al decir de Blanchot, la excepción siempre formó parte de la regla y provoca el surgimiento de un desplazamiento que resitúa y reescribe los parámetros según los cuales ha sido escrita. Melville no podría estar más de acuerdo: ahí está Moby Dick como prueba, tardíamente exitosa, pieza fundamental del género al que pertenece y una de las múltiples acepciones a la definición de novela.
Rockwell Kent, ilustración de la cubierta de Moby Dick, primera edición de Random House, New York (1930).