Contenido
La palabra: esa ‘dominatrix’
Los últimos años de Gregor von Rezzori estuvieron, en lo que atañe a su vida privada, entre los más felices de toda su larga y azarosa existencia. De esa felicidad hay todavía por ahí, dando buena fe, locuaces e invaluables testigos.
Sin embargo (como bien me ha sugerido su amigo y traductor al italiano, Andrea Landolfi), en un nivel más intelectual y profesional, esos últimos diez años estarían marcados por cierta amargura, por el encono de un viejo sabio, furibundo y desencantado que asumía su trato con la escritura con una especie de pasión resignada: como el último clavo ardiente al que alguien se agarra a sabiendas de que la quemadura lo obligará a soltarse, por lo que acabará despeñándose sin remedio en el vacío.
El blanco preferido de los sarcasmos y las invectivas de Rezzori, también en esa última década, fue el mundillo de la cultura alemana, sus mezquindades y deshonrosos cabildeos, su corrupción esencial, su lustroso edificio construido sobre bases que él consideraba falsas.
En un libro de memorias como Greisengemurmel (1994) hay pasajes repletos de dardos contra vacas sagradas de las letras alemanas como Günter Grass o Uwe Johnson. Sus declaraciones públicas a la prensa de entonces están trenzadas de un tono burlón que pone de manifiesto su escasísimo aprecio por las realidades fabricadas por los medios. A un equipo de la televisión estatal austriaca (ORF) que lo visitó en la Toscana para hacerle un documental a raíz de su 80 cumpleaños Rezzori lo recibió disfrazado de cura; a dos periodistas del semanario Der Spiegel que lo entrevistaron por la misma fecha los exasperó con sus jocosos (aunque no del todo desacertados) criterios sobre Rilke («el más grande poeta lésbico desde Safo») o Thomas Mann («tenía un humor más bien pubertario»).
No obstante: mal haría un lector no muy bien informado en sacar conclusiones apresuradas y creer que lo antes referido no son sino los exabruptos de un anciano resentido y amargado o de un hombre que, como sostienen todavía algunas voces, había hecho de la frivolidad un modus vivendi. Más bien es todo lo contrario: Rezzori pertenece a la estirpe cada vez menos frecuente de los autores que construyen una obra grandiosa a contrapelo de modas o tendencias, sin tener en cuenta los criterios ajenos, mucho menos los de la crítica literaria (que él mismo ejerció con cierta rabia burlona), sin prestar demasiada atención a la recepción de esa obra ni poniendo, muchísimo menos, esperanzas en su éxito.
El ostracismo al que condenaron su obra mayor las élites académicas y culturales de la República Federal de Alemania, más que frenar a su autor, le dieron un importante impulso. Quizá, como él mismo dice en Abel…, el impulso que proporcionan el «odio y la venganza». Si hay algo que resume, desde el punto de vista del contenido, toda la obra de Rezzori, es su desprecio por la mentalidad alemana y su cultura canonizada. Ello explica quizá la amargura latente de un hombre que, a pesar de su arrolladora vitalidad y sibaritismo, se vio condenado a la condición de escritor que escribe en la lengua de un entorno cultural y filosófico que desprecia a conciencia. Una lengua con la que él supo juguetear como nadie, que supo variar como nadie. Tal vez ello nos dé la clave, asimismo, para entender por qué en la dedicatoria a Andrea Landolfi en uno de los libros suyos que éste llevó al italiano Rezzori le dijera: «Gracias por tus esfuerzos de llevar esta novela a una lengua civilizada».
Su libro Caín. El último manuscrito, publicado póstumamente y del que hemos tomado el pasaje que damos a conocer a continuación, podría leerse también ante el trasfondo de lo anteriormente expuesto. En este breve fragmento se describe cómo un importante editor alemán acude regularmente a recibir un «tratamiento» sadomaso, a manos de la dominatrix Gisela, en uno de los muchos prostíbulos del barrio hamburgués de Sant Pauli.
Existe en casi toda la literatura y el pensamiento alemanes una sublimización del dolor rayana casi en lo patológico. Las hagiografías filológicas sobre poetas muertos prematuramente, las hermosas odas a una universal y pubertaria insatisfacción vital, el abismo que se abre entre la capacidad para crear complicadísimos sistemas abstractos y la falta de experiencia de vida real han marcado no sólo los discursos de aquel entorno cultural, sino que impregnan aún hoy buena parte de los miméticos mecanismos de canonización académica y cultural en el ámbito de habla española. Rezzori, en este fragmento, intenta ajustar cuentas con una tendencia cancerígena que hace metástasis por el mundo desde hace por lo menos dos siglos.
Valga quizá este pasaje, entre los más hilarantes (y hondos) de la toda la prosa alemana en la segunda mitad del siglo XX, como una de las razones por las que hay que leer a Gregor von Rezzori: quizá también como un motivo para ir reajustando nuestra mirada al fenómeno literario en general y a sus aherrojados mecanismos legitimadores.
EL TRATAMIENTO DE GISELA
El «tratamiento» de Gisela tiene estructura sinfónica. Empieza desde el momento en que se desviste al cliente. Acto seguido, lo acuestan en una cama con barrotes, como si aún estuviese en la edad de la lactancia. Gisela, en el papel de la buena mamá, lo besa y le hace mimos, juguetea con su miembro, pero lo castiga, todavía entre risas y bromas, cuando éste se endurece: eso está bien, sí, pero está prohibido todavía. Más tarde se vuelve más severa: él se ha hecho pipí en la cama. ¡Chico majadero! ¡Zas, zas! Recibe un par de azotes en las nalguitas desnudas. Luego, otra ronda de cariñitos y un caramelo —no preguntéis cuál es la composición farmacológica—; el nene está ahora muy despierto. Arriba entonces a la edad escolar, lleva pantaloncitos cortos, calcetines hasta las rodillas y una camisa de uniforme con una gran pajarita de lunares en el cuello. Gisela lo sienta en un pupitre, le pone deberes. Pero el chico majadero ha hecho un manchón de tinta, por lo que ha de probar la vara. A su edad hay un montón de indisciplinas de mayor o menor envergadura en las que se puede incurrir. El día transcurre entre castigos y recompensas. Mamá Gisela es severa; justa, pero severa. Los castigos, a decir verdad, son más ingeniosos que las recompensas, pero también éstas son placenteramente dolorosas. El chico alcanza la pubertad. Gisela cambia los papeles provisionalmente. Como compañera de colegio, lo introduce en las diferencias anatómicas entre chicos y chicas. ¡Pero cuidado! Durante la inspección él ha ido demasiado lejos. Su compañera de juegos se muestra ofendida, enfadada y extremadamente ingeniosa a la hora de infligir dolor, a veces de un modo coqueto, pero otras veces malvado: lo pellizca, lo golpea, lo araña y lo muerde. Entonces Gisela, convertida en gobernanta, lo sorprende entregado al vicio de la masturbación y lo desenmascara en público. Gisela hace venir a un grupo de amigas y lo presenta desnudo ante ellas. Las chicas lo hacen blanco de sus burlas, lo insultan e intercambian crueles sarcasmos sobre la pequeñez de su pene. Intentan alargárselo tirando de él, pero una nueva tanda de golpes lo cubre cuando la erección se retrasa. Luego lo zurran otra vez cuando ésta, por fin, llega. Tiene la espalda cubierta de estrías sanguinolentas causadas por los latigazos. Por la noche puede charlar un rato con Gisela y dormir un poco. Al día siguiente continúa la fase de la edad adulta. El cliente ha de poner a prueba su virilidad. Gisela encuentra ocasión de castigarlo cruelmente por su fracaso. Copulan sin cesar. La habilidad de ella para estimularlo a rendir una y otra vez es estupenda, al igual que su capacidad para inventarse siempre pretextos para maltratarlo. Tampoco faltan las sorpresas: un supuesto chulo irrumpe en la habitación mientras la pareja está en la cama. El hombre le da una buena paliza al desconcertado cliente y lo despoja hasta del último penique, mientras Gisela lo observa todo con una risita malvada, hasta que ella misma decide echar al proxeneta. Los límites entre juego y seriedad se van difuminando. Gisela renuncia a asumir nuevos roles y se muestra, sin rodeos, como lo que es, una puta despiadada. El «como si» se vuelve agobiante realidad. Ella no para de hacerle reclamos, expresa deseos muy costosos. Él se encuentra en un estado de total falta de voluntad; su agotamiento físico y psíquico es extremo. La cabeza le bulle a causa de las drogas y el alcohol. Firma talones que lo sumen en un estado de auténtica angustia. Quiere huir, pero se siente impotente, desamparado; sin embargo, disfruta de ese estado. Al tercer día lo encadenan con tal sofisticación que no puede mover un dedo sin infligirse dolores infernales. Cuelga de las cadenas con los brazos extendidos, como un crucificado. Gisela se burla de él, lo azota con el látigo y lo deja solo. Pasan horas. Él empieza a clamar por ayuda, pero nadie acude a rescatarlo. Al final llega la señora de la limpieza, pero actúa como si él no existiese. Empieza a recoger, siempre imprecando y protestando por el desorden y la suciedad reinantes en la habitación. Está a punto de arrojar su ropa a la basura y no presta atención a sus gritos. Después de dejar el suelo impecable, se marcha. No lo liberan hasta pasada una eternidad. Le dicen que abajo, en el salón, lo espera uno de sus empleados, que ha venido para pagar el rescate, una suma exorbitante, ascendente a miles de marcos. (Más tarde, Gisela recibiría de la policía una advertencia para que no exagerara: estaba en juego el buen nombre de la ciudad hanseática).
Caín. El último manuscrito es la última novela de Gregor von Rezzori y una especie de continuación de La muerte de mi hermano Abel; la editorial Sexto Piso la publicará en breve. Del fragmento reproducido: © Estate of Gregor von Rezzori. De la traducción: © Sexto Piso / José Aníbal Campos.
Retrato de Rezzori vestido de cura. © Santa Maddalena Foundation for Writers and Botanists.
Collage de José Aníbal Campos, de la serie Nubes, sobre la autenticidad y la radicalidad de la escritura.
La palabra: esa ‘dominatrix’
Los últimos años de Gregor von Rezzori estuvieron, en lo que atañe a su vida privada, entre los más felices de toda su larga y azarosa existencia. De esa felicidad hay todavía por ahí, dando buena fe, locuaces e invaluables testigos.
Sin embargo (como bien me ha sugerido su amigo y traductor al italiano, Andrea Landolfi), en un nivel más intelectual y profesional, esos últimos diez años estarían marcados por cierta amargura, por el encono de un viejo sabio, furibundo y desencantado que asumía su trato con la escritura con una especie de pasión resignada: como el último clavo ardiente al que alguien se agarra a sabiendas de que la quemadura lo obligará a soltarse, por lo que acabará despeñándose sin remedio en el vacío.
El blanco preferido de los sarcasmos y las invectivas de Rezzori, también en esa última década, fue el mundillo de la cultura alemana, sus mezquindades y deshonrosos cabildeos, su corrupción esencial, su lustroso edificio construido sobre bases que él consideraba falsas.
En un libro de memorias como Greisengemurmel (1994) hay pasajes repletos de dardos contra vacas sagradas de las letras alemanas como Günter Grass o Uwe Johnson. Sus declaraciones públicas a la prensa de entonces están trenzadas de un tono burlón que pone de manifiesto su escasísimo aprecio por las realidades fabricadas por los medios. A un equipo de la televisión estatal austriaca (ORF) que lo visitó en la Toscana para hacerle un documental a raíz de su 80 cumpleaños Rezzori lo recibió disfrazado de cura; a dos periodistas del semanario Der Spiegel que lo entrevistaron por la misma fecha los exasperó con sus jocosos (aunque no del todo desacertados) criterios sobre Rilke («el más grande poeta lésbico desde Safo») o Thomas Mann («tenía un humor más bien pubertario»).
No obstante: mal haría un lector no muy bien informado en sacar conclusiones apresuradas y creer que lo antes referido no son sino los exabruptos de un anciano resentido y amargado o de un hombre que, como sostienen todavía algunas voces, había hecho de la frivolidad un modus vivendi. Más bien es todo lo contrario: Rezzori pertenece a la estirpe cada vez menos frecuente de los autores que construyen una obra grandiosa a contrapelo de modas o tendencias, sin tener en cuenta los criterios ajenos, mucho menos los de la crítica literaria (que él mismo ejerció con cierta rabia burlona), sin prestar demasiada atención a la recepción de esa obra ni poniendo, muchísimo menos, esperanzas en su éxito.
El ostracismo al que condenaron su obra mayor las élites académicas y culturales de la República Federal de Alemania, más que frenar a su autor, le dieron un importante impulso. Quizá, como él mismo dice en Abel…, el impulso que proporcionan el «odio y la venganza». Si hay algo que resume, desde el punto de vista del contenido, toda la obra de Rezzori, es su desprecio por la mentalidad alemana y su cultura canonizada. Ello explica quizá la amargura latente de un hombre que, a pesar de su arrolladora vitalidad y sibaritismo, se vio condenado a la condición de escritor que escribe en la lengua de un entorno cultural y filosófico que desprecia a conciencia. Una lengua con la que él supo juguetear como nadie, que supo variar como nadie. Tal vez ello nos dé la clave, asimismo, para entender por qué en la dedicatoria a Andrea Landolfi en uno de los libros suyos que éste llevó al italiano Rezzori le dijera: «Gracias por tus esfuerzos de llevar esta novela a una lengua civilizada».
Su libro Caín. El último manuscrito, publicado póstumamente y del que hemos tomado el pasaje que damos a conocer a continuación, podría leerse también ante el trasfondo de lo anteriormente expuesto. En este breve fragmento se describe cómo un importante editor alemán acude regularmente a recibir un «tratamiento» sadomaso, a manos de la dominatrix Gisela, en uno de los muchos prostíbulos del barrio hamburgués de Sant Pauli.
Existe en casi toda la literatura y el pensamiento alemanes una sublimización del dolor rayana casi en lo patológico. Las hagiografías filológicas sobre poetas muertos prematuramente, las hermosas odas a una universal y pubertaria insatisfacción vital, el abismo que se abre entre la capacidad para crear complicadísimos sistemas abstractos y la falta de experiencia de vida real han marcado no sólo los discursos de aquel entorno cultural, sino que impregnan aún hoy buena parte de los miméticos mecanismos de canonización académica y cultural en el ámbito de habla española. Rezzori, en este fragmento, intenta ajustar cuentas con una tendencia cancerígena que hace metástasis por el mundo desde hace por lo menos dos siglos.
Valga quizá este pasaje, entre los más hilarantes (y hondos) de la toda la prosa alemana en la segunda mitad del siglo XX, como una de las razones por las que hay que leer a Gregor von Rezzori: quizá también como un motivo para ir reajustando nuestra mirada al fenómeno literario en general y a sus aherrojados mecanismos legitimadores.
EL TRATAMIENTO DE GISELA
El «tratamiento» de Gisela tiene estructura sinfónica. Empieza desde el momento en que se desviste al cliente. Acto seguido, lo acuestan en una cama con barrotes, como si aún estuviese en la edad de la lactancia. Gisela, en el papel de la buena mamá, lo besa y le hace mimos, juguetea con su miembro, pero lo castiga, todavía entre risas y bromas, cuando éste se endurece: eso está bien, sí, pero está prohibido todavía. Más tarde se vuelve más severa: él se ha hecho pipí en la cama. ¡Chico majadero! ¡Zas, zas! Recibe un par de azotes en las nalguitas desnudas. Luego, otra ronda de cariñitos y un caramelo —no preguntéis cuál es la composición farmacológica—; el nene está ahora muy despierto. Arriba entonces a la edad escolar, lleva pantaloncitos cortos, calcetines hasta las rodillas y una camisa de uniforme con una gran pajarita de lunares en el cuello. Gisela lo sienta en un pupitre, le pone deberes. Pero el chico majadero ha hecho un manchón de tinta, por lo que ha de probar la vara. A su edad hay un montón de indisciplinas de mayor o menor envergadura en las que se puede incurrir. El día transcurre entre castigos y recompensas. Mamá Gisela es severa; justa, pero severa. Los castigos, a decir verdad, son más ingeniosos que las recompensas, pero también éstas son placenteramente dolorosas. El chico alcanza la pubertad. Gisela cambia los papeles provisionalmente. Como compañera de colegio, lo introduce en las diferencias anatómicas entre chicos y chicas. ¡Pero cuidado! Durante la inspección él ha ido demasiado lejos. Su compañera de juegos se muestra ofendida, enfadada y extremadamente ingeniosa a la hora de infligir dolor, a veces de un modo coqueto, pero otras veces malvado: lo pellizca, lo golpea, lo araña y lo muerde. Entonces Gisela, convertida en gobernanta, lo sorprende entregado al vicio de la masturbación y lo desenmascara en público. Gisela hace venir a un grupo de amigas y lo presenta desnudo ante ellas. Las chicas lo hacen blanco de sus burlas, lo insultan e intercambian crueles sarcasmos sobre la pequeñez de su pene. Intentan alargárselo tirando de él, pero una nueva tanda de golpes lo cubre cuando la erección se retrasa. Luego lo zurran otra vez cuando ésta, por fin, llega. Tiene la espalda cubierta de estrías sanguinolentas causadas por los latigazos. Por la noche puede charlar un rato con Gisela y dormir un poco. Al día siguiente continúa la fase de la edad adulta. El cliente ha de poner a prueba su virilidad. Gisela encuentra ocasión de castigarlo cruelmente por su fracaso. Copulan sin cesar. La habilidad de ella para estimularlo a rendir una y otra vez es estupenda, al igual que su capacidad para inventarse siempre pretextos para maltratarlo. Tampoco faltan las sorpresas: un supuesto chulo irrumpe en la habitación mientras la pareja está en la cama. El hombre le da una buena paliza al desconcertado cliente y lo despoja hasta del último penique, mientras Gisela lo observa todo con una risita malvada, hasta que ella misma decide echar al proxeneta. Los límites entre juego y seriedad se van difuminando. Gisela renuncia a asumir nuevos roles y se muestra, sin rodeos, como lo que es, una puta despiadada. El «como si» se vuelve agobiante realidad. Ella no para de hacerle reclamos, expresa deseos muy costosos. Él se encuentra en un estado de total falta de voluntad; su agotamiento físico y psíquico es extremo. La cabeza le bulle a causa de las drogas y el alcohol. Firma talones que lo sumen en un estado de auténtica angustia. Quiere huir, pero se siente impotente, desamparado; sin embargo, disfruta de ese estado. Al tercer día lo encadenan con tal sofisticación que no puede mover un dedo sin infligirse dolores infernales. Cuelga de las cadenas con los brazos extendidos, como un crucificado. Gisela se burla de él, lo azota con el látigo y lo deja solo. Pasan horas. Él empieza a clamar por ayuda, pero nadie acude a rescatarlo. Al final llega la señora de la limpieza, pero actúa como si él no existiese. Empieza a recoger, siempre imprecando y protestando por el desorden y la suciedad reinantes en la habitación. Está a punto de arrojar su ropa a la basura y no presta atención a sus gritos. Después de dejar el suelo impecable, se marcha. No lo liberan hasta pasada una eternidad. Le dicen que abajo, en el salón, lo espera uno de sus empleados, que ha venido para pagar el rescate, una suma exorbitante, ascendente a miles de marcos. (Más tarde, Gisela recibiría de la policía una advertencia para que no exagerara: estaba en juego el buen nombre de la ciudad hanseática).
Caín. El último manuscrito es la última novela de Gregor von Rezzori y una especie de continuación de La muerte de mi hermano Abel; la editorial Sexto Piso la publicará en breve. Del fragmento reproducido: © Estate of Gregor von Rezzori. De la traducción: © Sexto Piso / José Aníbal Campos.
Retrato de Rezzori vestido de cura. © Santa Maddalena Foundation for Writers and Botanists.
Collage de José Aníbal Campos, de la serie Nubes, sobre la autenticidad y la radicalidad de la escritura.