Contenido
La oscuración
Un movimiento ideológico raro
La nueva reacción, también conocida como la ilustración oscura o simplemente the endarkment, que podríamos traducir por la oscuración para mantener el juego de palabras original, es un conjunto de tendencias ideológicas defendidas por unos cuantos blogueros, principalmente estadounidenses, que quieren regresar a formas de sociedad y gobierno anteriores y según ellos mejores que la democracia liberal, por llamar de alguna forma al sistema político vigente en los Estados Unidos. Los neorreaccionarios —cuyo nombre vamos a abreviar a partir de ahora en neorreas, siguiendo la tradición de sintetizar los nombres de la extrema derecha, como hizo Irving Kristol acortando a los nuevos conservadores en neocons, para hacerlos más interesantes ante la gente de izquierdas, que somos los que verdaderamente nos interesamos por estas rarezas— recibieron su bautismo con la publicación de The Dark Enlightment de Nick Land en 2012. Veamos su contenido.
En la primera parte de su manifiesto, Land reconoce las deudas intelectuales que tiene contraídas con algunos muertos ilustres, tal que Thomas Hobbes, los founding fathers de los EEUU, Winston Churchill o Friedrich Hayek, todos ellos neorreas avant la lettre, según él. En esta lista provisional de antecesores ideológicos faltan ciertos nombres (empezando por Edmund Burke, terminando por Bertrand de Jouvenel, pasando por el Non expedit de Leon XIII) y sobran unos cuantos. La ficción del contrato original de Hobbes no sólo justifica el night-watchman state monárquico, como desean Land y todos los seguidores de Robert Nozick que proyectan su noción de utopía sobre la dinastía de los Estuardo, sino que también puede justificar el Estado de bienestar de John Rawls y hasta la democracia totalitaria de Jean-Jacques Rousseau, dependiendo de las condiciones iniciales que uno imponga sobre el experimento mental.
En cuanto a los founding fathers como miembros de la oscuración, antes que divagar prefiero invitar a la lectura del capítulo séptimo de Taking Sides, el digesto sobre cuestiones históricas polémicas más completo que conozco, donde se oponen sobre este tema la visión marxista de Howard Zinn, quien condena a James Madison, Alexander Hamilton y tutti quanti como los propietarios de esclavos que eran, y la lectura caritativa de John P. Roche, quien valora positivamente el avance democrático que supone la Constitución de los EEUU comparada con las opiniones mayoritarias del momento, también entre los redactores del documento, y que cada quien se forme su propia opinión sobre una cuestión tan controvertida como esta, que ni Land ni yo podemos despachar de un plumazo. Y sobre Hayek, huelga decir que su liberalismo antikeynesiano era netamente progresista, como dejó escrito en su famoso Why I’m Not a Conservative, donde básicamente explica el carácter transformador del mercado, en una apología de la atomización que por cierto recuerda a las palabras de aquel elogio de la burguesía llamado Manifiesto comunista.
En realidad la nueva reacción forma un conjunto demasiado diverso de corrientes ideológicas como para intentar buscar un antepasado común a todas ellas. Los ethno-nationalists siguen por ejemplo una versión refinada del programa de segregación racial sintetizado en el eufemismo “yo no soy racista, soy ordenado”, según el cual la fusión entre razas es el origen de todos los males sociales, una creencia que hasta cierto punto compartían en Estados Unidos los intelectuales del Harlem Renaissance (véase el personaje de Valentine Narcisse en la serie Boardwalk Empire, una caricatura de un miembro histórico la Universal Negro Improvement Association). Los miembros de la HBD, siglas en inglés de biodiversidad humana, proveen de presunto fundamento empírico a los enunciados de los demás sobre la existencia y la desigualdad natural de las razas, siguiendo una tradición de investigaciones científicamente discutibles, tanto por los sesgos de quienes las financian y las ejecutan como por la validez de sus resultados, generando polémicas como la suscitada por la publicación de The Bell Curve (Richard Herrstein & Charles Murray, 1994) sobre la relación entre raza y coeficiente intelectual. Por su parte, la constelación Feminity y Masculinity constituyen en ocasiones una respuesta razonable ante el carácter victimista de cierto hembrismo mainstream, especialmente los vídeos de Judgy Bitch en contra de una definición de violación que convierte toda relación heterosexual, por definición, en un crimen. Los más curiosos desde un punto de vista filosófico son los economistas monárquicos austriacos, cuyo origen se remonta a la síntesis imposible de Hans Hermann Hoppe entre Jürgen Habermas y Murray Rothbard, y cuyo indigesto resultado parece ser una nostalgia extraña por los Hohenzollern del siglo XIX. En cuanto a los techno-comercialists, son prácticamente indiscernibles del núcleo duro de los blogueros ilustrados —la división entre political philosophy y secular-traditionalist es meramente metodológica— salvando la contradicción del transhumanismo neorrea, su peculiar pretensión de reconciliar el apego a la tradición y la tecnofilia futurista, una especie de retorno al futuro difícil de explicar. Intentaremos hacerlo más adelante, cuando hablemos de la Inglaterra Victoriana.
Pero ahora volvamos a The Dark Enlightment. En la segunda parte de su manifiesto, Land expone su concepción de la democracia liberal, cuyo nombre considera una verdadera contradictio in adiecto, aunque no lo diga de este modo, pues la democracia en el sentido de Alexis de Tocqueville, esto es, la tendencia de la sociedad moderna a igualar todas las ideas imponiendo una dictadura de la opinión pública y del sentido común, no puede reconciliarse con una noción de la libertad intelectual que, hasta donde yo he podido detectar, los neorreas consideran sinónima de pensar a la contra y ser reconocido oficialmente. Pero esto no deja de ser una simplificación. Es cierto que los neorreas se interesan por Benjamín Constant y la libertad negativa de los modernos, la libertad como ausencia de coerción, y de hecho replican a menudo las críticas de los liberales contra la burocracia y los impuestos del Estado, lo que explica por qué Hayek está dentro de su canon, pero su principal novedad respecto de la derecha libertaria tradicional, dejando de lado el dicho de que todo tiempo pasado fue mejor, es precisamente su insistencia en el desigual ejercicio de la libertad de expresión y la solución paternalista que proponen para terminar con esta situación.
Según los neorreas, la opinión pública de una sociedad democrática está sesgada hacia una ideología, el igualitarismo, que incurre en la falacia naturalista de confundir las cuestiones de hecho con las de derecho, igual que las confunden los propios neorreas —por cierto— asumiendo que la desigualdad de facto implica la de iure, y que por tanto los retrasados tienen menos derechos que los superdotados, y en conclusión es normal que los demócratas —definidos como personas incapaces de distinguir entre la naturaleza y los derechos naturales— quieran censurar a los neorreas, y viceversa. Mencius Moldbug, el fundador del esqueleto ideológico de la nueva reacción, bautizó como la Catedral a la conspiración de intereses políticos, prejuicios morales y wishful thinking que impiden que sus parrafadas volterianas encuentren el lugar que merecen dentro de la Academia y tengan que exiliarse por el contrario a la blogosfera. Como descripción presuntamente objetiva de la universidad de los EEUU, la teoría de la Catedral peca un poco de paranoica, máxime si tenemos en cuenta los fondos que se destinan a la investigación científica de verdad frente a las migajas que perciben los departamentos realmente ideologizados como los poscolonial studies, que son algo así como la mala conciencia académica de Occidente; ahora bien, como narración de la sensación de marginación que experimenta en un determinado momento todo aquel que pretenda cuestionar los consensos ideológicos de extremo centro, usando simplemente un poco de lógica y libros de divulgación científica, la trayectoria de Moldbug es impagable. Hay que señalar que él es, valga la rima, el fundador y máximo exponente del estilo diarrea de los neorreas, que consiste en redactar una media de 4.000 palabras diarias sobre asuntos teóricamente triviales, como la serie de siete posts —37.941 palabras de extensión— que invirtió en explicar por qué Richard Dawkins era y es un cristiano cultural.
Mucha alforja y poco camino.
En octubre de 2013, Alexander Scott publicó The Anti-Reactionary FAQ, respuestas a preguntas habituales sobre la nueva reacción, donde rebatía las premisas empíricas de los neorreas sobre la bondad histórica del pasado. Es falso, por ejemplo, que todo tiempo pasado fuera mejor en términos de alfabetización, esperanza de vida y renta per cápita, pero como la mayor parte de los neorreas no pretende utilizar la máquina del tiempo para regresar a la Inglaterra Victoriana, el ejemplo preferido de Michal Anissimov, por ejemplo, y tampoco Anissimov pretende deshacerse de su amado Internet, el lugar donde ha forjado todo su prestigio bloguero, sino como mucho aplicar el modelo de sociedad deseada sobre las condiciones tecnológicas y económicas actuales, no vale por tanto contestar a Anissimov diciendo que durante la década de 1840 uno de cada cinco niños moría nada más nacer en Londres. Recordemos que el núcleo duro de la nueva reacción proviene de un entorno de creencias anarcocapitalistas, a partir de las cuales comprenden los límites estructurales que impone la sociedad democrática sobre la libertad individual, y por eso la nueva reacción no es una mera variante del anarcoprimitivismo de extrema izquierda de John Zerzan y Derrick Jensen, por mucho que los extremos ideológicos se atraigan y por mucho que todos tengan en común la cliolatría, esto es, la idolatría del pasado histórico, pues a diferencia del imaginario comunitario paleolítico de Zerzan y Jensen, la nueva reacción acepta como dados los dones del mercado y, siguiendo una corriente de sociología conservadora que se remonta hasta Daniel Bell, pretende solucionar los problemas culturales del nuevo espíritu del capitalismo a base de ética protestante y patriarcado. Así que las principales objeciones empíricas contra la nueva reacción deben versar sobre factores estrictamente sociales.
No resulta extraño, por tanto, que Scott dedique la mayor parte de su artículo a refutar las afirmaciones estadísticas de Anissimov sobre el número de homicidio per cápita cometidos durante la época victoriana, pues este es uno de los pocos índices sociales que no depende del ciclo económico (no se ha demostrado que los crímenes aumenten o desciendan durante los periodos de recesión) y por tanto es un baremo ideal de las ventajas de un modelo social, pues quizá haya un debate con sentido sobre si un campesino bohemio del siglo XIII vivía mejor que un broker yanqui del siglo XXI, si niveles más altos de renta nos hacen más felices o no, pero no cabe duda alguna de que —ceteris paribus— todos preferimos estar vivos antes que muertos a manos ajenas. Además, los neorreas suelen generalizar la patraña histórica sobre la presunta victoria electoral nazi de 1933 (Adolf Hitler no gana las elecciones, sino que consigue la cancillería de manos de Paul von Hindenburg) y califican habitualmente a Iosif Stalin, Mao Zedon y Pol Pot como hijos de la democracia. Y si bien puede ser estadísticamente cierto que la mayor parte de los crímenes contra la Humanidad se han producido durante los períodos de descomposición de la sociedad tradicional, estos crímenes dicen tanto sobre el punto de llegada, la sociedad democrática, como sobre el punto de partida histórico: las tensiones de la sociedad tradicional. Y si bien es cierto que el siglo XX, gracias a las dos guerras mundiales, ha sido el más violento en términos absolutos, en términos relativos parece que murió un porcentaje mayor de la población mundial en combate durante el siglo XVII, gracias entre otras cosas a la guerra de los treinta años y a la conquista manchú de China. A partir de estos datos puede organizarse un debate filosóficamente relevante sobre el valor absoluto y relativo de la vida humana, partiendo del dictum genocida de Stalin (“Un muerto es una tragedia, un millón una estadística”) y llegando al problema fundacional de la ética de poblaciones, la conclusión repugnante de Derek Parfit, pasando por Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker, pero desgraciadamente el tiempo, el espacio, la temática de este artículo se han acabado.
En España no existe la nueva reacción, por supuesto, aunque algunos jóvenes pensadores contrarian que yo conozco, como es el caso de Carlos González Fuertes, una suerte de troll ilustrado que siempre parece estar pensando a la contra de los consensos de extremo centro, utilizando resultados científicos poco cómodos para los amigos del relativismo, elaborando detallados argumentos de una extensión parecida a la utilizada habitualmente por Moldbug, parece que estuvieran cerca de los planteamientos filosóficos de la nueva reacción (en resumen: Friedrich Nietzsche + Ludwig von Mises) pero habrá que ver cómo evolucionan antes de decir nada.
La oscuración
La nueva reacción, también conocida como la ilustración oscura o simplemente the endarkment, que podríamos traducir por la oscuración para mantener el juego de palabras original, es un conjunto de tendencias ideológicas defendidas por unos cuantos blogueros, principalmente estadounidenses, que quieren regresar a formas de sociedad y gobierno anteriores y según ellos mejores que la democracia liberal, por llamar de alguna forma al sistema político vigente en los Estados Unidos. Los neorreaccionarios —cuyo nombre vamos a abreviar a partir de ahora en neorreas, siguiendo la tradición de sintetizar los nombres de la extrema derecha, como hizo Irving Kristol acortando a los nuevos conservadores en neocons, para hacerlos más interesantes ante la gente de izquierdas, que somos los que verdaderamente nos interesamos por estas rarezas— recibieron su bautismo con la publicación de The Dark Enlightment de Nick Land en 2012. Veamos su contenido.
En la primera parte de su manifiesto, Land reconoce las deudas intelectuales que tiene contraídas con algunos muertos ilustres, tal que Thomas Hobbes, los founding fathers de los EEUU, Winston Churchill o Friedrich Hayek, todos ellos neorreas avant la lettre, según él. En esta lista provisional de antecesores ideológicos faltan ciertos nombres (empezando por Edmund Burke, terminando por Bertrand de Jouvenel, pasando por el Non expedit de Leon XIII) y sobran unos cuantos. La ficción del contrato original de Hobbes no sólo justifica el night-watchman state monárquico, como desean Land y todos los seguidores de Robert Nozick que proyectan su noción de utopía sobre la dinastía de los Estuardo, sino que también puede justificar el Estado de bienestar de John Rawls y hasta la democracia totalitaria de Jean-Jacques Rousseau, dependiendo de las condiciones iniciales que uno imponga sobre el experimento mental.
En cuanto a los founding fathers como miembros de la oscuración, antes que divagar prefiero invitar a la lectura del capítulo séptimo de Taking Sides, el digesto sobre cuestiones históricas polémicas más completo que conozco, donde se oponen sobre este tema la visión marxista de Howard Zinn, quien condena a James Madison, Alexander Hamilton y tutti quanti como los propietarios de esclavos que eran, y la lectura caritativa de John P. Roche, quien valora positivamente el avance democrático que supone la Constitución de los EEUU comparada con las opiniones mayoritarias del momento, también entre los redactores del documento, y que cada quien se forme su propia opinión sobre una cuestión tan controvertida como esta, que ni Land ni yo podemos despachar de un plumazo. Y sobre Hayek, huelga decir que su liberalismo antikeynesiano era netamente progresista, como dejó escrito en su famoso Why I’m Not a Conservative, donde básicamente explica el carácter transformador del mercado, en una apología de la atomización que por cierto recuerda a las palabras de aquel elogio de la burguesía llamado Manifiesto comunista.
En realidad la nueva reacción forma un conjunto demasiado diverso de corrientes ideológicas como para intentar buscar un antepasado común a todas ellas. Los ethno-nationalists siguen por ejemplo una versión refinada del programa de segregación racial sintetizado en el eufemismo “yo no soy racista, soy ordenado”, según el cual la fusión entre razas es el origen de todos los males sociales, una creencia que hasta cierto punto compartían en Estados Unidos los intelectuales del Harlem Renaissance (véase el personaje de Valentine Narcisse en la serie Boardwalk Empire, una caricatura de un miembro histórico la Universal Negro Improvement Association). Los miembros de la HBD, siglas en inglés de biodiversidad humana, proveen de presunto fundamento empírico a los enunciados de los demás sobre la existencia y la desigualdad natural de las razas, siguiendo una tradición de investigaciones científicamente discutibles, tanto por los sesgos de quienes las financian y las ejecutan como por la validez de sus resultados, generando polémicas como la suscitada por la publicación de The Bell Curve (Richard Herrstein & Charles Murray, 1994) sobre la relación entre raza y coeficiente intelectual. Por su parte, la constelación Feminity y Masculinity constituyen en ocasiones una respuesta razonable ante el carácter victimista de cierto hembrismo mainstream, especialmente los vídeos de Judgy Bitch en contra de una definición de violación que convierte toda relación heterosexual, por definición, en un crimen. Los más curiosos desde un punto de vista filosófico son los economistas monárquicos austriacos, cuyo origen se remonta a la síntesis imposible de Hans Hermann Hoppe entre Jürgen Habermas y Murray Rothbard, y cuyo indigesto resultado parece ser una nostalgia extraña por los Hohenzollern del siglo XIX. En cuanto a los techno-comercialists, son prácticamente indiscernibles del núcleo duro de los blogueros ilustrados —la división entre political philosophy y secular-traditionalist es meramente metodológica— salvando la contradicción del transhumanismo neorrea, su peculiar pretensión de reconciliar el apego a la tradición y la tecnofilia futurista, una especie de retorno al futuro difícil de explicar. Intentaremos hacerlo más adelante, cuando hablemos de la Inglaterra Victoriana.
Pero ahora volvamos a The Dark Enlightment. En la segunda parte de su manifiesto, Land expone su concepción de la democracia liberal, cuyo nombre considera una verdadera contradictio in adiecto, aunque no lo diga de este modo, pues la democracia en el sentido de Alexis de Tocqueville, esto es, la tendencia de la sociedad moderna a igualar todas las ideas imponiendo una dictadura de la opinión pública y del sentido común, no puede reconciliarse con una noción de la libertad intelectual que, hasta donde yo he podido detectar, los neorreas consideran sinónima de pensar a la contra y ser reconocido oficialmente. Pero esto no deja de ser una simplificación. Es cierto que los neorreas se interesan por Benjamín Constant y la libertad negativa de los modernos, la libertad como ausencia de coerción, y de hecho replican a menudo las críticas de los liberales contra la burocracia y los impuestos del Estado, lo que explica por qué Hayek está dentro de su canon, pero su principal novedad respecto de la derecha libertaria tradicional, dejando de lado el dicho de que todo tiempo pasado fue mejor, es precisamente su insistencia en el desigual ejercicio de la libertad de expresión y la solución paternalista que proponen para terminar con esta situación.
Según los neorreas, la opinión pública de una sociedad democrática está sesgada hacia una ideología, el igualitarismo, que incurre en la falacia naturalista de confundir las cuestiones de hecho con las de derecho, igual que las confunden los propios neorreas —por cierto— asumiendo que la desigualdad de facto implica la de iure, y que por tanto los retrasados tienen menos derechos que los superdotados, y en conclusión es normal que los demócratas —definidos como personas incapaces de distinguir entre la naturaleza y los derechos naturales— quieran censurar a los neorreas, y viceversa. Mencius Moldbug, el fundador del esqueleto ideológico de la nueva reacción, bautizó como la Catedral a la conspiración de intereses políticos, prejuicios morales y wishful thinking que impiden que sus parrafadas volterianas encuentren el lugar que merecen dentro de la Academia y tengan que exiliarse por el contrario a la blogosfera. Como descripción presuntamente objetiva de la universidad de los EEUU, la teoría de la Catedral peca un poco de paranoica, máxime si tenemos en cuenta los fondos que se destinan a la investigación científica de verdad frente a las migajas que perciben los departamentos realmente ideologizados como los poscolonial studies, que son algo así como la mala conciencia académica de Occidente; ahora bien, como narración de la sensación de marginación que experimenta en un determinado momento todo aquel que pretenda cuestionar los consensos ideológicos de extremo centro, usando simplemente un poco de lógica y libros de divulgación científica, la trayectoria de Moldbug es impagable. Hay que señalar que él es, valga la rima, el fundador y máximo exponente del estilo diarrea de los neorreas, que consiste en redactar una media de 4.000 palabras diarias sobre asuntos teóricamente triviales, como la serie de siete posts —37.941 palabras de extensión— que invirtió en explicar por qué Richard Dawkins era y es un cristiano cultural.
Mucha alforja y poco camino.
En octubre de 2013, Alexander Scott publicó The Anti-Reactionary FAQ, respuestas a preguntas habituales sobre la nueva reacción, donde rebatía las premisas empíricas de los neorreas sobre la bondad histórica del pasado. Es falso, por ejemplo, que todo tiempo pasado fuera mejor en términos de alfabetización, esperanza de vida y renta per cápita, pero como la mayor parte de los neorreas no pretende utilizar la máquina del tiempo para regresar a la Inglaterra Victoriana, el ejemplo preferido de Michal Anissimov, por ejemplo, y tampoco Anissimov pretende deshacerse de su amado Internet, el lugar donde ha forjado todo su prestigio bloguero, sino como mucho aplicar el modelo de sociedad deseada sobre las condiciones tecnológicas y económicas actuales, no vale por tanto contestar a Anissimov diciendo que durante la década de 1840 uno de cada cinco niños moría nada más nacer en Londres. Recordemos que el núcleo duro de la nueva reacción proviene de un entorno de creencias anarcocapitalistas, a partir de las cuales comprenden los límites estructurales que impone la sociedad democrática sobre la libertad individual, y por eso la nueva reacción no es una mera variante del anarcoprimitivismo de extrema izquierda de John Zerzan y Derrick Jensen, por mucho que los extremos ideológicos se atraigan y por mucho que todos tengan en común la cliolatría, esto es, la idolatría del pasado histórico, pues a diferencia del imaginario comunitario paleolítico de Zerzan y Jensen, la nueva reacción acepta como dados los dones del mercado y, siguiendo una corriente de sociología conservadora que se remonta hasta Daniel Bell, pretende solucionar los problemas culturales del nuevo espíritu del capitalismo a base de ética protestante y patriarcado. Así que las principales objeciones empíricas contra la nueva reacción deben versar sobre factores estrictamente sociales.
No resulta extraño, por tanto, que Scott dedique la mayor parte de su artículo a refutar las afirmaciones estadísticas de Anissimov sobre el número de homicidio per cápita cometidos durante la época victoriana, pues este es uno de los pocos índices sociales que no depende del ciclo económico (no se ha demostrado que los crímenes aumenten o desciendan durante los periodos de recesión) y por tanto es un baremo ideal de las ventajas de un modelo social, pues quizá haya un debate con sentido sobre si un campesino bohemio del siglo XIII vivía mejor que un broker yanqui del siglo XXI, si niveles más altos de renta nos hacen más felices o no, pero no cabe duda alguna de que —ceteris paribus— todos preferimos estar vivos antes que muertos a manos ajenas. Además, los neorreas suelen generalizar la patraña histórica sobre la presunta victoria electoral nazi de 1933 (Adolf Hitler no gana las elecciones, sino que consigue la cancillería de manos de Paul von Hindenburg) y califican habitualmente a Iosif Stalin, Mao Zedon y Pol Pot como hijos de la democracia. Y si bien puede ser estadísticamente cierto que la mayor parte de los crímenes contra la Humanidad se han producido durante los períodos de descomposición de la sociedad tradicional, estos crímenes dicen tanto sobre el punto de llegada, la sociedad democrática, como sobre el punto de partida histórico: las tensiones de la sociedad tradicional. Y si bien es cierto que el siglo XX, gracias a las dos guerras mundiales, ha sido el más violento en términos absolutos, en términos relativos parece que murió un porcentaje mayor de la población mundial en combate durante el siglo XVII, gracias entre otras cosas a la guerra de los treinta años y a la conquista manchú de China. A partir de estos datos puede organizarse un debate filosóficamente relevante sobre el valor absoluto y relativo de la vida humana, partiendo del dictum genocida de Stalin (“Un muerto es una tragedia, un millón una estadística”) y llegando al problema fundacional de la ética de poblaciones, la conclusión repugnante de Derek Parfit, pasando por Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker, pero desgraciadamente el tiempo, el espacio, la temática de este artículo se han acabado.
En España no existe la nueva reacción, por supuesto, aunque algunos jóvenes pensadores contrarian que yo conozco, como es el caso de Carlos González Fuertes, una suerte de troll ilustrado que siempre parece estar pensando a la contra de los consensos de extremo centro, utilizando resultados científicos poco cómodos para los amigos del relativismo, elaborando detallados argumentos de una extensión parecida a la utilizada habitualmente por Moldbug, parece que estuvieran cerca de los planteamientos filosóficos de la nueva reacción (en resumen: Friedrich Nietzsche + Ludwig von Mises) pero habrá que ver cómo evolucionan antes de decir nada.