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La nueva Cuba, o la cultura como lubricante

Galleria Continua Habana, la cuarta en el mundo, abre sus puertas
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Imaginen que el Águila de Oro era uno de esos cines made in Cuba que —como ciertas casas embrujadas— resultaba mucho más grande por dentro que por fuera. Imaginen que se caía a pedazos. Imagínense que los gatos perseguían a los ratones entre las butacas. Que las pulgas te comían vivo. Imaginen que pasaban murciélagos por la pantalla mientras proyectaban las películas. Que olía a encierro y a insecticida. Ahora imaginen que el Águila de Oro —con mínimas variaciones— se convierte en la sede de Galleria Continua en La Habana. Imaginen que hasta ahora sólo había tres sedes en el mundo: un antiguo teatro en San Gimignano, una fábrica militar en Pekín y una zona rural, Les Moulins, a una hora de París. Así, pensar en La Habana como en el cuarto ángulo de esa constelación reconocible dentro del arte contemporáneo que es Galleria Continua. Pero el abracadabra de la cuestión, la palabra clave es, una vez más, por supuesto, La Habana. Vuelve la Isla a sonar en las discotecas del mundo como un viejo hit remasterizado. Cuba como ópera rock. O pop. Cuba en el cielo con diamantes. Bienvenidos al revival de “lo cubano”. Gente como Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez —cuyo fracaso es haber alcanzado demasiado éxito— se han convertido en nuestros John Travolta.

¿Hay una historia? Si hay una historia comienza hace poco menos de un año. En diciembre de 2014, cuando los presidentes Barack Obama y Raúl Castro acordaron restablecer las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, interrumpidas durante más de medio siglo. Dicen que la llamada telefónica duró exactamente 56 minutos —como un capítulo de Game of Thrones—. Y desató una especie de feromona, una extraña pandemia en casi todo el mundo —el mundo son los inversionistas extranjeros—. Oyeron que la Isla es “the Pearl of the Antilles” y se lanzaron a la conquista de un país donde invertir es jugar al póquer con un rival que puede mirarte las cartas. Oyeron que es posible construir un imperio hecho a costa de favores y secretos y apretones de manos. Oyeron que “la exuberante Habana”, atestiguaba la revista Time en 1952, “es uno de los antros de placer más fabulosos del planeta”. Una ciudad con una agenda diseñada por Satanás: putas, travestis, cubrecamas chillones, pornodeliberación. Oyeron que el país parece una Disneylandia en ruinas, con antiguas arquitecturas e ingenierías puestas al servicio de la nada. Y que a veces, tal vez, por el precio adecuado, alguien pone a funcionar las máquinas para que el mundo las observe. Pero es una fantasmagoría. A lo mejor exageran. A lo mejor no.

¿Pero qué significa la apertura de Galleria Continua Habana? ¿La colección de nombres propios que últimamente desfilan por esta capital? Mick Jagger, Banksy, Daniel Buren y Pistoletto, la cantante, compositora, actriz y escritora —según la Wikipedia— Katy Perry, Usher, Beyoncé, y siguen las firmas bailando. ¿Los desnudos de Rihanna para Vanity Fair bajo el título: “Our Woman in Havana”? ¿Las coloridas selfies de Paris Hilton y Naomi Campbell con Fidel Castro Jr.? ¿La presencia inaudita de Netflix en un país donde Internet es la dimensión desconocida? Una sola cosa: deshielo. Un deshielo profundo de mitos congelados desde hace 57 años. Carne de prensa diaria, en esos hechos laten los materiales con los que nuestro país no se había atrevido casi nunca: el cotilleo, la alfombra roja de las celebridades, la bulimia como estilo de vida, la testosterona de nuestros intelectuales, el mercado y las mafias del arte, etc. En uno de sus momentos más paradójicos, el presente de Cuba puede ser relatado como una teleserie llena de secretismo, apretones de manos, altas dosis de spanglish, personajes aparecidos y salidos de escena sin justificación, y, fundamentalmente, corrupción.

Se sabe: en Cuba está cambiando el tempo de la vida. Como en aquella película de Douglas Gordon, 24 Hour Psycho, que ralentizaba cada plano de la cinta de Hitchcock hasta convertirla en un megametraje de veinticuatro horas, el retraso era un elemento clave de nuestra idiosincrasia. Para qué preocuparse si siempre íbamos tarde. Nos movíamos ralentizados. Nos tomó veinte años escuchar a los Beatles. Llegamos con delay al cine porno. Nos saltamos el posmodernismo. Ojeamos tarde a Roberto Bolaño. Nuestro anacronismo era un atributo antes que un defecto. (Al menos así lo enuncia Discovery Channel en documentales como Cuban Chrome.) Y esa posición de retaguardia, esa línea de la sombra y de la espera, afortunadamente se ha desplazado. Como lo prueban algunos acontecimientos actuales, el lubricante de la cultura es más eficaz que el de la ideología para el cambio.

Hasta ahora el Estado, sin mayor dilema, había ocupado todos los espacios. No le faltaban codos. Pero una nueva Cuba se abre paso a dentelladas. Y si alguien me preguntara qué fue lo mejor de Anclados en el territorio —primera muestra de Galleria Continua Habana, inaugurada el pasado 27 de noviembre—, tendría que responder, con toda sinceridad, que quitarle el copyright del arte cubano contemporáneo al oficialismo, a los hombres huecos. Reingeniería: lo primero que hicieron Lorenzo Fiaschi, Mario Cristiani y Maurizio Rigillo, los tres mosqueteros del proyecto Continua, fue sacarse de encima aquellos inefables personajes protagónicos: nadie del Fondo Cubano de Bienes Culturales, nadie del Consejo Nacional de las Artes Plásticas. Los funcionarios andaban por allí, pero no hablaban. Tampoco distribuían logotipos. Era una galería sin Estado. La cultura está hecha de pequeñas batallas así.

Lo cierto es que Continua reintroduce en el campo cultural cubano algo que estaba ausente desde hacía décadas: la convicción de que la galería hace arte tanto como el artista. Ésta es una idea que por lo menos yo no había visto encarnada en Cuba en toda mi vida útil como crítico. La galería como carta de intimidación. Porque ninguna de las seis piezas de Anclados en el territorio —salvo Interior con huracán, de José Yaque, un tornado que exhibe la basura acumulada por años en las entrañas del viejo cine Águila de Oro— tiene demasiados componentes de riesgo para justificar el abanico de excitaciones ante la muestra. A mí, por momentos, la galería me pareció un galpón con obras —un coro de chinos entonando en su idioma el himno nacional cubano, un remolino de basura, un lienzo monumental, una “lluvia” de efecto Lost in translation, un documental de 27 minutos, unas telas con versos colgando de la fachada— tan inexplicables como un sofá en la nieve.

En Anclados en el territorio no hay demasiado. El arte cubano contemporáneo puede ser una seta que adquiere el sabor de los alimentos con los que se cocina. Un arte MasterChef. Y Elizabeth Cerviño, Susana Pilar Delahante, José Yaque, Carlos Garaicoa, Reynier Leyva Novo y Alejandro Campins —el dream team de Continua—, como esos automóviles oxidados y varados en las calles de la Habana de Castro.

Corren muchos rumores con Galleria Continua Habana. Los exiliados cuarentones juguetean con la posibilidad de que la nueva sede —el deshielo que ésta representa— acelere el acta de defunción del sistema. Las señoras de pelo lila hablan de sensaciones organolépticas y pronuncian palabras en inglés. Otros están eufóricos y se estrenan bufandas. Alguien recuerda un plato japonés que consiste en comerse el pescado crudo mientras todavía está vivo. “Le cortan la carne”, explica, “pero dejan intacto el sistema nervioso. Entonces, te ponen la pecera en la mesa: mientras degustas el filete, el pez está nadando”. Y no puedo evitar tener la sensación de que ese pez es Cuba.

Mientras tanto, Galleria Continua Habana abre otra vez sus puertas para recibir a los visitantes que no saben, no sospechan, que ellos también son parte de la obra expuesta, que sólo hay entrada, que no hay salida para ese pez que huye.