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La muerte como acto social

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«Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.»
Francisco de Quevedo

Este verano me senté a cenar en un restaurante donde acababa de morir una mujer. Diré en mi defensa que cuando pedí la mesa no sabía que había muerto y que en el restaurante en cuestión sirven un pescado frito excelente. Resultó que aquella mesa de terraza me permitió observar cuanto tiempo quise el comportamiento de los viandantes. Y entre una cosa y otra, aquel restaurante costero, entre cerveza y boquerón, fue tan idóneo para reflexionar sobre la muerte como los monasterios derruidos que frecuentaban los románticos.

Por cerrar el capítulo de la anécdota diré que comparecieron todas las fuerzas del orden necesarias y hubo concurso de rostros contritos entre los camareros. Esto ocurrió porque se trataba de una cliente habitual, hecho muy relevante, porque eso avivó (hablamos de un pueblo pequeño) la curiosidad de los lugareños. El amontonamiento de la concurrencia practicó diversas ocupaciones: mirar a la policía, mirar a los familiares que iban llegando, y finalmente una familia se apostó a tomarse un helado esperando el levantamiento del cadáver. Morir en un pueblo no es lo mismo que hacerlo en una ciudad, porque de algún modo la muerte de alguien en un lugar pequeño compromete a toda una comunidad. Hay gestos que demuestran esto, como el doblar de las campanas (tocar a muerto), que alcanzaba la precisión de indicar el género del finado; las campanas, recuerdan nuestros abuelos, tocaban también a parto y a agonía, porque en un pueblo no existe la intimidad.

Morir, como sintetizó con la suficiente contundencia Sorrentino en La gran belleza, es el último acto social. Lo es de una manera brutal: la concurrencia de los otros es tan colosal que no es que eliminen al que preside el acto (lo que no hace falta, porque está muerto), sino que lo sustituyen. De algún modo, los dolientes ficcionan la presencia del finado. Sólo así podemos entender la obsesión funeraria por las últimas voluntades (en rigor, a un muerto le da todo igual) que se da bajo dos fórmulas ampliamente conocidas. La primera de ellas es la labor notarial: «lo que él quiso». «Pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo», justificaba el desgraciado Juan Preciado su viaje a Comala. Por alguna razón se entiende que cuando alguien pide algo en el trance de la muerte, ese algo es absolutamente irrenunciable. Que esa petición sea la última la carga de una solemnidad pesadísima, y aunque hayamos desoído casi todo lo que el interfecto deseó al cabo de su vida (cuando no estaba zarandeado por la angustia del final y necesitaba cosas porque al día siguiente también estaría vivo), nos aprestamos diligentemente, con rictus grave, a llevar a término su terminal determinación. La segunda fórmula es la de la recreación: «lo que a él le habría gustado». Esto, por supuesto, es el juego de las proyecciones: siempre el muerto quiere lo que los intérpretes de su voluntad de ultratumba estiman que es sensato. Sobre todo porque esta labor de sibila tiene su máxima expresión en la organización de las exequias, que compete más a los vivos que al muerto mismo: son los deudos los que se exhiben, desde el velatorio hasta el sepelio.

En mi pueblo, supongo que en otros lugares también, a ir a un funeral se dice «ir a cumplir»; con la familia, claro, porque el muerto ya me dirán ustedes si puede llevar el estadillo. «Dar el gorrazo» se dice en un pueblo cercano, hermosa locución que hace alusión a la gente que llega al final de la misa y se descubre (cuando la gente iba cubierta) para dar el pésame. Muchas veces he asistido a la preocupación de que «se ha muerto fulano y no he ido a dar el pésame». La transacción social debe ser saldada con éxito con la mayor brevedad posible. Mi madre muchas veces me ha apremiado a ir a algún velatorio porque se ha muerto un primo de una tía política: ¿no vas a ir a dar el pésame? No, mamá. Yo creo que deberías. Pero si no sé ni quién es. Y al final he ido, claro, para no destruir el delicado entramado social de mi comunidad y no manchar a mi familia con la ignominia de mi indolencia.

El velatorio es el lugar donde se socializa la muerte porque se puede fumar. El mejor protocolo sobre cómo actuar en estos casos lo describe Cortázar en «Conducta en los velorios», un cuento de Historias de cronopios y de famas. «Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. […] Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas.» El velatorio asimila la muerte como hecho cotidiano, entre el comentario ocioso y la anécdota enternecedora del muerto. Esta aceptación de que morir se muere en día de diario se compensa con el rito religioso, que cuando se creía en Dios procuraba el descanso eterno del fallecido y que ahora supone un trámite menor pero necesario, porque el que más y el que menos contrapone el «no somos nada» con el «yo creo que algo tiene que haber». El temor de Dios se acrecienta mucho si la misa de difunto se realiza sin mediocridades, con órgano, gregoriano y a ser posible algún latín de cuando en cuando, porque se sabe que el rito prêt-à-porter ha perdido a más almas que el relativismo y la liberación sexual juntos.

La conclusión formal del proceso es el sepelio, que el saber popular ha sintetizado en «el muerto al hoyo y el vivo al bollo». Expone Foucault en la famosa conferencia Des espaces autres que la sospecha de no tener un alma inmortal dispuesta a resucitar confirió a los restos mortales una importancia nueva. «A partir del siglo XIX cada uno tiene derecho a su pequeña caja para su pequeña descomposición personal.» Se trata nuevamente de sostener una subjetividad, aunque sea sobre la putrefacción. Rezan las lápidas eso de «aquí yace fulano de tal», con la convicción de que un despojo puede ser alguien. Esta seguridad se manifiesta en los epitafios, que procuran guardar, además del nombre, el genio. Hay algunos conmovedores. Suele citarse siempre el de Vicente Huidobro: «Abrid esta tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar». Recuerdo que en un viaje a París me emocionó el de César Vallejo, que lo había escrito su mujer: «J’ai tant neige pour que tu dormes». Yo mismo he escogido ya el mío: «En la corte cultivo de chistes, era él un plátano superior». Es un verso de Robert Pinsky y me divierte pensar en el desconcierto que generará.