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La igualdad, la prioridad y los molinos
Luis Fernando Medina Sierra ha escrito un artículo en el que critica el igualitarismo rawlsiano que según él subyace a ciertos programas intelectuales y electorales de izquierdas, y como alternativa propone un conjunto de medidas (renta básica, empleo garantizado, banca ciudadana, presupuestos participativos, etc.) que tienen como objetivo lo que él denomina la “vigorización del control ciudadano”. Antes de nada hay que agradecerle a Medina Sierra el planteamiento de esta discusión en el terreno de la filosofía política en un momento en el que la mayor parte de los intelectuales de este país están metidos hasta las rodillas en retuitearle los lemas de campaña a su candidato a la presidencia. Esta respuesta no quiere ser por tanto una crítica de su agenda, que comparto parcialmente y creo que puede justificarse desde otro punto de vista que no tengo tiempo de exponer, cuanto una invitación a continuar el debate siendo más precisos cuando hablamos de ciertos temas.
Para empezar, cuando Medina Sierra habla de la izquierda, en singular, metiendo en el mismo saco a Thomas Piketty, Joseph Stiglitz y Anthony Atkinson, economistas con diagnósticos y propuestas más o menos poskeynesianas, parece confundir el género (la izquierda como idea equívoca) con la especie (el poskeynesianismo como escuela económica de referencia de los partidos socialdemócratas después de la Segunda Guerra Mundial) en base a una historia del siglo XX en la que el comunismo y el anarquismo han sido borrados del mapa y la única discrepancia que queda en el seno de esa izquierda unitaria es la propia vacilación terminológica del autor entre el “socialismo” y la “socialdemocracia”. El hecho de que la única referencia académica que menciona el autor para apoyar su versión de los hechos sea Capitalists against Markets, el libro de Peter Swenson sobre la formación del Estado de bienestar en Estados Unidos y Suecia (países en los que, a diferencia de prácticamente el resto del mundo, no había más izquierda efectiva que la estrictamente socialdemócrata) hace que el análisis de Medina Sierra tenga la misma validez que los análisis de la Transición española en términos de “consenso de posguerra”, como si la Unión Soviética y el franquismo no hubieran existido respectivamente.
El relato de la izquierda unitaria de Medina Sierra se divide, por tanto, en un primer momento socialista antes de la Primera Guerra Mundial (hasta 1918) cuyo objetivo era “el control obrero de los medios de producción”, un segundo momento socialdemócrata durante los Treinta Gloriosos (1945-1975) cuyo objetivo era “el equilibrio de poder en la toma de decisiones” y un tercer momento igualitarista durante lo que podemos llamar los Cuarenta Penosos (1976-2016) cuyo objetivo es “la igualdad de ingreso disponible”. Lo primero que sorprende de esta periodización, dejando de lado el salto entre 1918 y 1945, es la disparidad conceptual que media entre el socialismo o la socialdemocracia como corrientes políticas definidas a la escala de un sindicato o de un partido y el igualitarismo como una teoría de la justicia definida a la escala de un lema de la Revolución Francesa, que es como querer equiparar los fines (igualdad, libertad, etc.) y los medios (partidos, sindicatos, etc.) de esa presunta izquierda unitaria.
El resultado es que Medina Sierra no cuestiona la efectividad de los medios presuntamente utilizados por el socialismo y la socialdemocracia, elevando el “control obrero” y el “equilibrio de poder” a la condición de fines en sí mismos, al mismo tiempo que rebaja la igualdad a la condición de subproducto y cuestiona los fines del igualitarismo a partir de la popularidad (ni siquiera de la efectividad) de sus medidas. Medina Sierra tiene razón en que la mención de las subidas de impuestos con las que se podría financiar “la igualdad de ingreso disponible” es un suicidio político para cualquier partido con pretensiones democráticas de gobierno, ¿pero acaso no lo sería la concreción de lo que supone realmente el “control obrero” o el “equilibrio de poder”? Olvida nuestro autor de que casi todos los partidos de izquierdas que han tenido alguna opción electoral durante el último siglo (y algunos que no han tenido ninguna, como el PCE, que renunció el leninismo en la Transición) renunciaron de antemano a cualquier programa más allá de la subida de impuestos.
Y si he escrito “casi todos” ha sido para dejar un hueco a los partidos nacionalpopulares latinoamericanos curiosamente ignorados por Medina Sierra a pesar de que, por lo menos en el caso de Venezuela, sí que se ha avanzado hacia un peculiar “equilibrio de poder” basado en la nacionalización de los recursos naturales y el armamento de las clases populares. Sorprende que Medina Sierra se meta a discutir con John Rawls, el paradigma del académico en su torre de marfil, como si se tratara del máximo exponente de la izquierda, cuando el panorama intelectual y mediático actual está claramente dominado por corrientes como el posmarxismo althusseriano-lacaniano (véase a Íñigo Errejón en España) que se desentienden de cualquier consideración sobre la justicia distributiva y cuyas materias principales de reflexión es la legitimidad de la subversión o los medios para tomar el poder en unas coordenadas diametralmente opuestas a las rawlsianas.
Por lo demás, no se puede decir que Rawls defienda “la igualdad de ingreso disponible” teniendo en cuenta que su principio de diferencia no promueve la igualdad sino la prioridad de los que están en peor situación en relación a una métrica de bienes primarios entre los cuales no sólo se cuenta la riqueza y el ingreso sino también los derechos y las libertades o las bases sociales del autorrespeto. Calificar de igualitarista a una concepción de la justicia que considera legítima tanta desigualdad como sea beneficiosa a los que están en peor situación sólo puede ser fruto de una confusión conceptual como la que parece mostrar Medina Sierra cuando utiliza como sinónimos los términos “igualdad” y “equidad”, que en la obra de Rawls significan cosas radicalmente distintas. Sorprende además que un doctor en economía por la Universidad de Stanford como Medina Sierra ni siquiera haya ensayado una comparación entre el desarrollo económico y social que se ha producido durante las últimas cuatro décadas con tasas de desigualdad crecientes y el que se hubiera podido producir en condiciones más igualitarias. Claro que para hacer esa comparación contrafáctica en serio tendríamos que despegarnos del ciberfetichismo que cubre lo que Medina Sierra califica de “muchísima innovación tecnológica”, el mito de la tercera revolución industrial cuya presunta importancia económica ya desmontó Robert J. Gordon en un famoso working paper.
Medina Sierra anticipa en su artículo la objeción de que primero critica el principio de diferencia de Rawls porque justifica grandes tasas de desigualdad bajo el lema del igualitarismo (ya hemos visto las confusiones que entraña esa crítica) y luego recurre a la concepción pública de la justicia del propio Rawls para justificar su agenda de “vigorización del control ciudadano”, pero lo que no indica a renglón seguido es que su interpretación de este último concepto es tan idiosincrásico que se puede considerar prácticamente una invención suya. Que la concepción de la justicia sea pública no significa, como parece suponer Medina Sierra cuando afirma que la globalización y la financiarización han vuelto más opaca la estructura básica de la sociedad, que nuestros actos tengan que responder ante las preferencias de la mayoría democrática, sino simplemente que podamos apelar a valores y estándares comunes aunque éstos sean los de la competencia mercantil sin trabas. De nuevo, sólo una confusión conceptual entre lo público entendido como la titularidad estatal sobre ciertos bienes y la publicidad entendida como la disponibilidad de cierta información puede haber llevado a consideraciones como que una sociedad con educación y sanidad públicas tiene una concepción más pública de la justicia que otra donde sean privadas.
Para terminar, celebro la iniciativa de discutir sobre el lugar de la igualdad dentro de la izquierda, pero me parece que hacerlo desde un punto de vista que termina defendiendo aquello que pretende criticar a unos adversarios imaginarios (la renta básica que propugna Medina Sierra es el paradigma de “la igualdad de ingreso disponible” que según él caracteriza al igualitarismo), no puede sino reducir el debate filosófico a una aventura quijotesca.
La igualdad, la prioridad y los molinos
Luis Fernando Medina Sierra ha escrito un artículo en el que critica el igualitarismo rawlsiano que según él subyace a ciertos programas intelectuales y electorales de izquierdas, y como alternativa propone un conjunto de medidas (renta básica, empleo garantizado, banca ciudadana, presupuestos participativos, etc.) que tienen como objetivo lo que él denomina la “vigorización del control ciudadano”. Antes de nada hay que agradecerle a Medina Sierra el planteamiento de esta discusión en el terreno de la filosofía política en un momento en el que la mayor parte de los intelectuales de este país están metidos hasta las rodillas en retuitearle los lemas de campaña a su candidato a la presidencia. Esta respuesta no quiere ser por tanto una crítica de su agenda, que comparto parcialmente y creo que puede justificarse desde otro punto de vista que no tengo tiempo de exponer, cuanto una invitación a continuar el debate siendo más precisos cuando hablamos de ciertos temas.
Para empezar, cuando Medina Sierra habla de la izquierda, en singular, metiendo en el mismo saco a Thomas Piketty, Joseph Stiglitz y Anthony Atkinson, economistas con diagnósticos y propuestas más o menos poskeynesianas, parece confundir el género (la izquierda como idea equívoca) con la especie (el poskeynesianismo como escuela económica de referencia de los partidos socialdemócratas después de la Segunda Guerra Mundial) en base a una historia del siglo XX en la que el comunismo y el anarquismo han sido borrados del mapa y la única discrepancia que queda en el seno de esa izquierda unitaria es la propia vacilación terminológica del autor entre el “socialismo” y la “socialdemocracia”. El hecho de que la única referencia académica que menciona el autor para apoyar su versión de los hechos sea Capitalists against Markets, el libro de Peter Swenson sobre la formación del Estado de bienestar en Estados Unidos y Suecia (países en los que, a diferencia de prácticamente el resto del mundo, no había más izquierda efectiva que la estrictamente socialdemócrata) hace que el análisis de Medina Sierra tenga la misma validez que los análisis de la Transición española en términos de “consenso de posguerra”, como si la Unión Soviética y el franquismo no hubieran existido respectivamente.
El relato de la izquierda unitaria de Medina Sierra se divide, por tanto, en un primer momento socialista antes de la Primera Guerra Mundial (hasta 1918) cuyo objetivo era “el control obrero de los medios de producción”, un segundo momento socialdemócrata durante los Treinta Gloriosos (1945-1975) cuyo objetivo era “el equilibrio de poder en la toma de decisiones” y un tercer momento igualitarista durante lo que podemos llamar los Cuarenta Penosos (1976-2016) cuyo objetivo es “la igualdad de ingreso disponible”. Lo primero que sorprende de esta periodización, dejando de lado el salto entre 1918 y 1945, es la disparidad conceptual que media entre el socialismo o la socialdemocracia como corrientes políticas definidas a la escala de un sindicato o de un partido y el igualitarismo como una teoría de la justicia definida a la escala de un lema de la Revolución Francesa, que es como querer equiparar los fines (igualdad, libertad, etc.) y los medios (partidos, sindicatos, etc.) de esa presunta izquierda unitaria.
El resultado es que Medina Sierra no cuestiona la efectividad de los medios presuntamente utilizados por el socialismo y la socialdemocracia, elevando el “control obrero” y el “equilibrio de poder” a la condición de fines en sí mismos, al mismo tiempo que rebaja la igualdad a la condición de subproducto y cuestiona los fines del igualitarismo a partir de la popularidad (ni siquiera de la efectividad) de sus medidas. Medina Sierra tiene razón en que la mención de las subidas de impuestos con las que se podría financiar “la igualdad de ingreso disponible” es un suicidio político para cualquier partido con pretensiones democráticas de gobierno, ¿pero acaso no lo sería la concreción de lo que supone realmente el “control obrero” o el “equilibrio de poder”? Olvida nuestro autor de que casi todos los partidos de izquierdas que han tenido alguna opción electoral durante el último siglo (y algunos que no han tenido ninguna, como el PCE, que renunció el leninismo en la Transición) renunciaron de antemano a cualquier programa más allá de la subida de impuestos.
Y si he escrito “casi todos” ha sido para dejar un hueco a los partidos nacionalpopulares latinoamericanos curiosamente ignorados por Medina Sierra a pesar de que, por lo menos en el caso de Venezuela, sí que se ha avanzado hacia un peculiar “equilibrio de poder” basado en la nacionalización de los recursos naturales y el armamento de las clases populares. Sorprende que Medina Sierra se meta a discutir con John Rawls, el paradigma del académico en su torre de marfil, como si se tratara del máximo exponente de la izquierda, cuando el panorama intelectual y mediático actual está claramente dominado por corrientes como el posmarxismo althusseriano-lacaniano (véase a Íñigo Errejón en España) que se desentienden de cualquier consideración sobre la justicia distributiva y cuyas materias principales de reflexión es la legitimidad de la subversión o los medios para tomar el poder en unas coordenadas diametralmente opuestas a las rawlsianas.
Por lo demás, no se puede decir que Rawls defienda “la igualdad de ingreso disponible” teniendo en cuenta que su principio de diferencia no promueve la igualdad sino la prioridad de los que están en peor situación en relación a una métrica de bienes primarios entre los cuales no sólo se cuenta la riqueza y el ingreso sino también los derechos y las libertades o las bases sociales del autorrespeto. Calificar de igualitarista a una concepción de la justicia que considera legítima tanta desigualdad como sea beneficiosa a los que están en peor situación sólo puede ser fruto de una confusión conceptual como la que parece mostrar Medina Sierra cuando utiliza como sinónimos los términos “igualdad” y “equidad”, que en la obra de Rawls significan cosas radicalmente distintas. Sorprende además que un doctor en economía por la Universidad de Stanford como Medina Sierra ni siquiera haya ensayado una comparación entre el desarrollo económico y social que se ha producido durante las últimas cuatro décadas con tasas de desigualdad crecientes y el que se hubiera podido producir en condiciones más igualitarias. Claro que para hacer esa comparación contrafáctica en serio tendríamos que despegarnos del ciberfetichismo que cubre lo que Medina Sierra califica de “muchísima innovación tecnológica”, el mito de la tercera revolución industrial cuya presunta importancia económica ya desmontó Robert J. Gordon en un famoso working paper.
Medina Sierra anticipa en su artículo la objeción de que primero critica el principio de diferencia de Rawls porque justifica grandes tasas de desigualdad bajo el lema del igualitarismo (ya hemos visto las confusiones que entraña esa crítica) y luego recurre a la concepción pública de la justicia del propio Rawls para justificar su agenda de “vigorización del control ciudadano”, pero lo que no indica a renglón seguido es que su interpretación de este último concepto es tan idiosincrásico que se puede considerar prácticamente una invención suya. Que la concepción de la justicia sea pública no significa, como parece suponer Medina Sierra cuando afirma que la globalización y la financiarización han vuelto más opaca la estructura básica de la sociedad, que nuestros actos tengan que responder ante las preferencias de la mayoría democrática, sino simplemente que podamos apelar a valores y estándares comunes aunque éstos sean los de la competencia mercantil sin trabas. De nuevo, sólo una confusión conceptual entre lo público entendido como la titularidad estatal sobre ciertos bienes y la publicidad entendida como la disponibilidad de cierta información puede haber llevado a consideraciones como que una sociedad con educación y sanidad públicas tiene una concepción más pública de la justicia que otra donde sean privadas.
Para terminar, celebro la iniciativa de discutir sobre el lugar de la igualdad dentro de la izquierda, pero me parece que hacerlo desde un punto de vista que termina defendiendo aquello que pretende criticar a unos adversarios imaginarios (la renta básica que propugna Medina Sierra es el paradigma de “la igualdad de ingreso disponible” que según él caracteriza al igualitarismo), no puede sino reducir el debate filosófico a una aventura quijotesca.