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La democracia pese al periodismo
Hace no mucho leí en una revista cultural una reseña en la que el crítico alababa un libro porque era “un consuelo en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir”. No es un comentario ni una sensación aislada entre los opinadores, pero ¿tiempos convulsos en comparación a qué tiempo “no convulso”? ¿La Primera Guerra Mundial? ¿La crisis de entreguerras? ¿La Guerra Civil? ¿La Segunda Guerra Mundial? ¿La Guerra Fría? Si el tiempo “no convulso” son los ocho años de Clinton tras la caída del Muro de Berlín, no parece que establezca eso una categoría para comparar nada.
De forma más profunda y razonada, la profesora de ciencia política Máriam Martínez-Bascuñán ahondaba en la idea de la falta de relato del progreso en un artículo en El País, y diagnosticaba que “el liberalismo económico ha descuidado al liberalismo político”, con la consecuencia de la regresión nacionalista y populista. Algo parecido a lo que habría sucedido con la segunda revolución industrial del siglo XIX: el descuido de los peores efectos de los avances tecnológicos provocó el malestar que, grosso modo, acabaría con los fascismos en el poder.
No se trata aquí de recopilar la cantidad de datos que refutan que vivamos tiempos más violentos, inseguros e inciertos que nunca. Hay muchos artículos y muchos libros que lo dejan claro. El optimista racional de Matt Ridley y Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker han sido los más leídos y comentados, entre otros muchos. Y digo que no se trata de datos porque es el abuso de los datos lo que lleva a la incomprensión de fenómenos emocionales como es la sensación de estar mejor o peor. El progreso exige una medición cualitativa y no tanto cuantitativa. O, al menos, un reequilibrio entre ambos enfoques. Esa sensación de que no existe o se ha frenado es, en gran parte, culpa de la crisis económica, pero también del relato que los medios han hecho de ella. Sin contexto histórico y bajo premisas muchas veces conspiranoicas.
Por un lado, la polarización en trincheras opinativas en busca de un nicho lleno de clics y followers ha llevado el debate público a posiciones artificialmente irreconciliables. Lo que a su vez ha generado la demanda de candidatos con un perfil marcadamente populista, proteccionista o, en el mejor de los casos, con discursos románticos de oposición que, lo sabemos, se desvanecen al tocar moqueta. Y, así, vuelve el desencanto en un círculo vicioso en el que la realidad es la que está siempre equivocada y los gobernantes son intrínsecamente malos. Le Pen, Trump y otros son producto de este malentendido potenciado por los medios.
Por otro lado, los medios tienden a buscar el progreso donde una vez estuvo —la política, la economía— pero donde ahora ya no reside, o no reside fundamentalmente. La ciencia, los avances médicos y tecnológicos, requieren una ponderación mucho mayor a la hora de valorar la realidad. En el sector más serio, es responsabilidad de los diarios mostrar una visión de conjunto más equilibrada de nuestros tiempos, y no enseñar en soporte digital un periódico similar en sus enfoques y secciones a una cabecera de finales del siglo XIX.
La propia omnipresencia de los medios y redes produce ese efecto de psicosis infundada. Las catástrofes nos llegan casi en tiempo real con las opciones de alerta de los medios en el móvil. Así, creemos que problemas muy específicos de un lugar son, en realidad, amenazas globales. Tendemos a sobrevalorar el alcance de éstas, y aquí no ha ayudado tampoco el enfoque de la mayoría de los expertos a los que más voz han dado los medios. Quizá en busca de relevancia para su campo de conocimiento o, inconscientemente, por no tener la distancia suficiente con lo que estudia, su enfoque ha solido ser el de forzar causalidades o el de proponer correlaciones dudosas. Un atentado en Pakistán puede ser eso, ni más ni menos, sin suponer un acto consciente de estrategia de yihad global que me puede asaltar cuando salga a comprar el pan. No que no lo sea, sino que no tiene por qué serlo. La sensación, no obstante, es la contraria. La de que estamos rodeados de más amenazas globales que nunca. Y no es así.
Este efecto pernicioso de los medios en la psicología colectiva se pone de manifiesto con una comparación temporal. La década de 1970 estuvo plagada de secuestros de aviones, de atentados terroristas de grupos de diversa índole (Baader-Meinhof, Brigadas Rojas, ETA, OLP, Gladio, IRA, entre otros), de asaltos a embajadas y asesinatos de diplomáticos en distintas partes del mundo. También hubo catástrofes naturales agravadas por peores infraestructuras y escasos medios de rescate. También hubo crisis económica y energética, y una guerra en Vietnam donde murieron 60 mil americanos y muchos más vietnamitas.
De ese panorama no se derivó, en cambio, la obsesión por la seguridad por un lado, y la sensación de vulnerabilidad por otro, que hoy en día, con muchas menos acciones violentas (pero más comunicadas) sentimos de forma profunda, hasta el punto de desconfiar cada vez más de la democracia y de los actores políticos (partidos y líderes clásicos) pese a que, aunque pasamos una coyuntura difícil, estamos en la mejor etapa de la historia de la humanidad, sin necesidad de recurrir al entusiasmo artificial de Marinetti o a la teleología de Hegel para afirmarlo. Es ese punto esencial el que los medios han obviado de forma generalizada. Fue en ese contexto incierto en el que se hizo la Transición española, por cierto.
Los medios de comunicación han trasladado su crisis (y el pesimismo derivado de la misma) a su relato de la realidad. Muchas veces, también, los periodistas lo han hecho con sus frustraciones personales. Una dependencia moralmente distinta a la de un banco, pero periodísticamente igual de dañina. Consciente o inconscientemente, ha sido así. La idea del progreso ha decaído, sobre todo, en los medios y a través de los medios, al resto de la sociedad. Y sus editores deberían reflexionar sobre la contribución real del periodismo a lo que ellos llaman “ser fundamentales para la democracia”. Porque, además, también se supone que periodismo es la prensa del corazón y los realities. Actualmente, la mayoría de los medios —también la prensa— contribuye a otra conclusión: que la democracia representativa no se hace gracias a los medios sino a pesar de la mayoría de ellos.
Fotografía de © Bench & Compass, Trestle bridge, Britsh Columbia.
La democracia pese al periodismo
Hace no mucho leí en una revista cultural una reseña en la que el crítico alababa un libro porque era “un consuelo en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir”. No es un comentario ni una sensación aislada entre los opinadores, pero ¿tiempos convulsos en comparación a qué tiempo “no convulso”? ¿La Primera Guerra Mundial? ¿La crisis de entreguerras? ¿La Guerra Civil? ¿La Segunda Guerra Mundial? ¿La Guerra Fría? Si el tiempo “no convulso” son los ocho años de Clinton tras la caída del Muro de Berlín, no parece que establezca eso una categoría para comparar nada.
De forma más profunda y razonada, la profesora de ciencia política Máriam Martínez-Bascuñán ahondaba en la idea de la falta de relato del progreso en un artículo en El País, y diagnosticaba que “el liberalismo económico ha descuidado al liberalismo político”, con la consecuencia de la regresión nacionalista y populista. Algo parecido a lo que habría sucedido con la segunda revolución industrial del siglo XIX: el descuido de los peores efectos de los avances tecnológicos provocó el malestar que, grosso modo, acabaría con los fascismos en el poder.
No se trata aquí de recopilar la cantidad de datos que refutan que vivamos tiempos más violentos, inseguros e inciertos que nunca. Hay muchos artículos y muchos libros que lo dejan claro. El optimista racional de Matt Ridley y Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker han sido los más leídos y comentados, entre otros muchos. Y digo que no se trata de datos porque es el abuso de los datos lo que lleva a la incomprensión de fenómenos emocionales como es la sensación de estar mejor o peor. El progreso exige una medición cualitativa y no tanto cuantitativa. O, al menos, un reequilibrio entre ambos enfoques. Esa sensación de que no existe o se ha frenado es, en gran parte, culpa de la crisis económica, pero también del relato que los medios han hecho de ella. Sin contexto histórico y bajo premisas muchas veces conspiranoicas.
Por un lado, la polarización en trincheras opinativas en busca de un nicho lleno de clics y followers ha llevado el debate público a posiciones artificialmente irreconciliables. Lo que a su vez ha generado la demanda de candidatos con un perfil marcadamente populista, proteccionista o, en el mejor de los casos, con discursos románticos de oposición que, lo sabemos, se desvanecen al tocar moqueta. Y, así, vuelve el desencanto en un círculo vicioso en el que la realidad es la que está siempre equivocada y los gobernantes son intrínsecamente malos. Le Pen, Trump y otros son producto de este malentendido potenciado por los medios.
Por otro lado, los medios tienden a buscar el progreso donde una vez estuvo —la política, la economía— pero donde ahora ya no reside, o no reside fundamentalmente. La ciencia, los avances médicos y tecnológicos, requieren una ponderación mucho mayor a la hora de valorar la realidad. En el sector más serio, es responsabilidad de los diarios mostrar una visión de conjunto más equilibrada de nuestros tiempos, y no enseñar en soporte digital un periódico similar en sus enfoques y secciones a una cabecera de finales del siglo XIX.
La propia omnipresencia de los medios y redes produce ese efecto de psicosis infundada. Las catástrofes nos llegan casi en tiempo real con las opciones de alerta de los medios en el móvil. Así, creemos que problemas muy específicos de un lugar son, en realidad, amenazas globales. Tendemos a sobrevalorar el alcance de éstas, y aquí no ha ayudado tampoco el enfoque de la mayoría de los expertos a los que más voz han dado los medios. Quizá en busca de relevancia para su campo de conocimiento o, inconscientemente, por no tener la distancia suficiente con lo que estudia, su enfoque ha solido ser el de forzar causalidades o el de proponer correlaciones dudosas. Un atentado en Pakistán puede ser eso, ni más ni menos, sin suponer un acto consciente de estrategia de yihad global que me puede asaltar cuando salga a comprar el pan. No que no lo sea, sino que no tiene por qué serlo. La sensación, no obstante, es la contraria. La de que estamos rodeados de más amenazas globales que nunca. Y no es así.
Este efecto pernicioso de los medios en la psicología colectiva se pone de manifiesto con una comparación temporal. La década de 1970 estuvo plagada de secuestros de aviones, de atentados terroristas de grupos de diversa índole (Baader-Meinhof, Brigadas Rojas, ETA, OLP, Gladio, IRA, entre otros), de asaltos a embajadas y asesinatos de diplomáticos en distintas partes del mundo. También hubo catástrofes naturales agravadas por peores infraestructuras y escasos medios de rescate. También hubo crisis económica y energética, y una guerra en Vietnam donde murieron 60 mil americanos y muchos más vietnamitas.
De ese panorama no se derivó, en cambio, la obsesión por la seguridad por un lado, y la sensación de vulnerabilidad por otro, que hoy en día, con muchas menos acciones violentas (pero más comunicadas) sentimos de forma profunda, hasta el punto de desconfiar cada vez más de la democracia y de los actores políticos (partidos y líderes clásicos) pese a que, aunque pasamos una coyuntura difícil, estamos en la mejor etapa de la historia de la humanidad, sin necesidad de recurrir al entusiasmo artificial de Marinetti o a la teleología de Hegel para afirmarlo. Es ese punto esencial el que los medios han obviado de forma generalizada. Fue en ese contexto incierto en el que se hizo la Transición española, por cierto.
Los medios de comunicación han trasladado su crisis (y el pesimismo derivado de la misma) a su relato de la realidad. Muchas veces, también, los periodistas lo han hecho con sus frustraciones personales. Una dependencia moralmente distinta a la de un banco, pero periodísticamente igual de dañina. Consciente o inconscientemente, ha sido así. La idea del progreso ha decaído, sobre todo, en los medios y a través de los medios, al resto de la sociedad. Y sus editores deberían reflexionar sobre la contribución real del periodismo a lo que ellos llaman “ser fundamentales para la democracia”. Porque, además, también se supone que periodismo es la prensa del corazón y los realities. Actualmente, la mayoría de los medios —también la prensa— contribuye a otra conclusión: que la democracia representativa no se hace gracias a los medios sino a pesar de la mayoría de ellos.
Fotografía de © Bench & Compass, Trestle bridge, Britsh Columbia.