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‘El hijo de Saúl’ y los límites de lo creíble
El estreno mañana 15 de enero de la película húngara El hijo de Saúl, de László Nemes, ha vuelto a traer al debate una vieja polémica. ¿Se debe, se puede, representar el horror nazi de los campos de exterminio? Combustible para las discusiones célebres de Adorno, Claude Lanzmann, Alain Resnais o Steven Spielberg sobre dicha pregunta resulta la opera prima de Nemes, que se sirve de un artificio formal para mostrarnos la logística del horror: la cámara no se separa de Saúl, uno de los Sonderkommando —unidades de judíos al servicio de los nazis— de Auschwitz-Birkenau encargados de llevar a los judíos a las cámaras, oír su agonía y limpiar los restos. El panorama desolador queda retratado en imágenes y, sobre todo, en sonidos.
El testimonio biográfico plasmado en memoria sólo tiene un valor futuro. Por eso la figura del hijo tiene aquí un papel central. Saúl afirma, pese a los desmentidos de sus compañeros, que el niño que acaba de morir ante ellos es un hijo ilegítimo suyo. Su empeño durante casi toda la película será buscar un rabino entre los presos para enterrar a su hijo según las leyes judías. Busca el cadáver, lo roba, lo esconde. Apenas habla para preguntar con un susurro dónde está el rabino. Tiene un motivo por el que vivir, e incluso una excusa moral para su labor de Sonderkommando. El instinto de supervivencia encuentra sus razones exculpatorias.
La maestría de la película fue reconocida con el Gran Premio del Jurado de Cannes y es candidata a los Oscar. Si queda en el aire el debate sobre la moralidad del empeño, de lo que no hay duda, por el contrario, es de que el nazismo sigue siendo la gran incógnita de nuestra historia reciente. Misterio que quedó inmejorablemente retratado en la figura de un contrito papa Benedicto XVI en Auschwitz, en 2006, cuando afirmó tras su visita al campo: “Sólo se puede guardar silencio, un silencio que es un grito hacia a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?”.
No han sido pocos los libros y películas que han intentado abordar dicha incredulidad, negando la sentencia de Ratzinger sobre la única posibilidad de la invocación a Dios o silencio ante el horror, o la más conocida sentencia de Adorno sobre la muerte de la poesía tras Auschwitz. Y de ahí ha surgido la pregunta que ha centrado la mayoría de los debates respecto a la recreación del Holocausto: ¿cuáles son los límites de lo representable? Ahora bien, ¿es esta la pregunta pertinente a la hora de abordar la dureza, la moralidad, la conveniencia de cualquier película o libro sobre el asunto?
Nadie lo entiende ahora, nadie lo creyó entonces
Al Ejército Secreto Polaco (TAP) que luchaba en la clandestinidad contra los nazis llegaban rumores atroces: los judíos eran asesinados en masa en los campos de concentración, entre ellos el campo polaco de Auschwitz, símbolo contemporáneo del exterminio. El miembro del TAP Witold Pilecki decidió que aquellos hechos debían, primero comprobarse y, si eran ciertos, denunciarse. Para ello, la organización le proveyó de documentación falsa que le acreditaba como el judío que no era y esperó en una zona habitual de redadas. Fue detenido, fichado como judío con el número 4859 en su antebrazo y enviado a Auschwitz en septiembre de 1940, como era su propósito.
Allí, el voluntario Pilecki tejería una red de inteligencia que llegó a implicar a más de 1.000 personas y que se conocería como Unión Clandestina de Organizaciones Militares (ZOW, en sus siglas en polaco) y que desde su ingreso hasta el año 1943 (año en el que Pilecki escapó del campo) se dedicaría a documentar qué ocurría realmente en Auschwitz e informar al Gobierno polaco en el exilio en Londres a través de correos por la ruta sueca. Los conocidos como ‘Informes Witold’ fueron en realidad tres. Cada uno ampliaba el anterior y detallaba las dimensiones del horror hasta los extremos que hoy nadie discute. Aunque están inéditos en castellano pese a ser uno de los documentos más conmovedores de la II Guerra Mundial, pueden leerse en inglés aquí.
El Gobierno polaco en el exilio recibió las noticias del los informes de Pilecki con escepticismo. ¡No podía ser! ¡Judíos asesinados masivamente en cámaras de gas! Como consecuencia, las recomendaciones del informe para que se cortaran las líneas de suministro fueron desechadas y los judíos siguieron muriendo en forma industrial. Pilecki, el único voluntario en Auschwitz, era víctima de lo mismo que hoy sentimos frente al nazismo y el Holocausto: la incomprensión y la incredulidad, cuando no las cautelas, como demuestran las medidas que ha tomado el Gobierno alemán para editar críticamente Mein Kampf, el panfleto de Hitler que quedaba libre de derechos de autor el pasado año.
Los límites de lo creíble
La historia de Pilecki nos pone frente al debate que sigue generando el nazismo, que no es el que con más fuerza ha vuelto a los medios tras el rodaje de El hijo de Saúl. No estamos tanto ante una polémica sobre los límites de lo representable, como ante el reto mayúsculo —y el deber moral— de representar lo inverosímil. El nazismo nos pone, sobre todo, ante los límites de lo creíble. No sólo hay negacionistas nazis o de extrema derecha. Los hubo entre las propias víctimas potenciales del nazismo, y quizá eso explique la pasividad de la comunidad judía que ya denunció Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Esta incredulidad se refleja en la datación de la historia de la película, que transcurre durante el levantamiento del 7 de octubre de 1944 que los Sonderkommandos organizaron en Auschwitz II, pocos meses después de la llegada de más de 400.000 judíos de Hungría que hasta entonces habían vivido su desgracia como un mal sueño pasajero, incapaces de reaccionar, quizá por su incapacidad de entender.
Por eso, basándonos en esta constatación, se podría afirmar que El hijo de Saúl cumple, con su enfoque original, con su falta de concesiones al espectador horrorizado, un deber moral: el de seguir aportando muestras de la dimensión y la realidad del Holocausto. Frente a la naturaleza increíble del nazismo, sólo cabe el recuerdo permanente de su lamentable verdad histórica. El mismo impulso que llevó a tantos supervivientes de los campos a escribir sus experiencias, pues sospechaban que, por puro instinto de supervivencia emocional, la memoria atenuaría el recuerdo de lo vivido pasados los años. Primo Levi, Jean Améry, Rubino Romeo Salmoni y un largo etcétera dan buena muestra. Como en plena barbarie lo dieron los informes de Pilecki o los conmovedores diarios y dibujos de la pintora Helga Weiss, entonces una niña en Theresienstadt y Auschwitz. Por la misma razón que Saúl y otro Sonderkommando arriesgan la vida sacando fotos del campo, en una escena que recuerda a la de los prisioneros que colaboraban con Pilecki, y que éste describe en sus informes.
En nuestra época científico-técnica, con la supremacía del pensamiento racionalista, la inercia nos lleva a buscar las razones, a despejar las incógnitas en la ecuación causa-efecto. Y sin embargo, el nazismo —y en concreto la Solución Final— se sigue resistiendo a una explicación convincente. La creciente bibliografía, los numerosos documentales, las innumerables películas, sólo acrecientan aún más nuestra sensación de ignorancia. Y en esta tesitura, el único deber moral se antoja mantener vivo el recuerdo del hecho, a la espera de que otros, más adelante, puedan por fin entender y explicar.
‘El hijo de Saúl’ y los límites de lo creíble
El estreno mañana 15 de enero de la película húngara El hijo de Saúl, de László Nemes, ha vuelto a traer al debate una vieja polémica. ¿Se debe, se puede, representar el horror nazi de los campos de exterminio? Combustible para las discusiones célebres de Adorno, Claude Lanzmann, Alain Resnais o Steven Spielberg sobre dicha pregunta resulta la opera prima de Nemes, que se sirve de un artificio formal para mostrarnos la logística del horror: la cámara no se separa de Saúl, uno de los Sonderkommando —unidades de judíos al servicio de los nazis— de Auschwitz-Birkenau encargados de llevar a los judíos a las cámaras, oír su agonía y limpiar los restos. El panorama desolador queda retratado en imágenes y, sobre todo, en sonidos.
El testimonio biográfico plasmado en memoria sólo tiene un valor futuro. Por eso la figura del hijo tiene aquí un papel central. Saúl afirma, pese a los desmentidos de sus compañeros, que el niño que acaba de morir ante ellos es un hijo ilegítimo suyo. Su empeño durante casi toda la película será buscar un rabino entre los presos para enterrar a su hijo según las leyes judías. Busca el cadáver, lo roba, lo esconde. Apenas habla para preguntar con un susurro dónde está el rabino. Tiene un motivo por el que vivir, e incluso una excusa moral para su labor de Sonderkommando. El instinto de supervivencia encuentra sus razones exculpatorias.
La maestría de la película fue reconocida con el Gran Premio del Jurado de Cannes y es candidata a los Oscar. Si queda en el aire el debate sobre la moralidad del empeño, de lo que no hay duda, por el contrario, es de que el nazismo sigue siendo la gran incógnita de nuestra historia reciente. Misterio que quedó inmejorablemente retratado en la figura de un contrito papa Benedicto XVI en Auschwitz, en 2006, cuando afirmó tras su visita al campo: “Sólo se puede guardar silencio, un silencio que es un grito hacia a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?”.
No han sido pocos los libros y películas que han intentado abordar dicha incredulidad, negando la sentencia de Ratzinger sobre la única posibilidad de la invocación a Dios o silencio ante el horror, o la más conocida sentencia de Adorno sobre la muerte de la poesía tras Auschwitz. Y de ahí ha surgido la pregunta que ha centrado la mayoría de los debates respecto a la recreación del Holocausto: ¿cuáles son los límites de lo representable? Ahora bien, ¿es esta la pregunta pertinente a la hora de abordar la dureza, la moralidad, la conveniencia de cualquier película o libro sobre el asunto?
Nadie lo entiende ahora, nadie lo creyó entonces
Al Ejército Secreto Polaco (TAP) que luchaba en la clandestinidad contra los nazis llegaban rumores atroces: los judíos eran asesinados en masa en los campos de concentración, entre ellos el campo polaco de Auschwitz, símbolo contemporáneo del exterminio. El miembro del TAP Witold Pilecki decidió que aquellos hechos debían, primero comprobarse y, si eran ciertos, denunciarse. Para ello, la organización le proveyó de documentación falsa que le acreditaba como el judío que no era y esperó en una zona habitual de redadas. Fue detenido, fichado como judío con el número 4859 en su antebrazo y enviado a Auschwitz en septiembre de 1940, como era su propósito.
Allí, el voluntario Pilecki tejería una red de inteligencia que llegó a implicar a más de 1.000 personas y que se conocería como Unión Clandestina de Organizaciones Militares (ZOW, en sus siglas en polaco) y que desde su ingreso hasta el año 1943 (año en el que Pilecki escapó del campo) se dedicaría a documentar qué ocurría realmente en Auschwitz e informar al Gobierno polaco en el exilio en Londres a través de correos por la ruta sueca. Los conocidos como ‘Informes Witold’ fueron en realidad tres. Cada uno ampliaba el anterior y detallaba las dimensiones del horror hasta los extremos que hoy nadie discute. Aunque están inéditos en castellano pese a ser uno de los documentos más conmovedores de la II Guerra Mundial, pueden leerse en inglés aquí.
El Gobierno polaco en el exilio recibió las noticias del los informes de Pilecki con escepticismo. ¡No podía ser! ¡Judíos asesinados masivamente en cámaras de gas! Como consecuencia, las recomendaciones del informe para que se cortaran las líneas de suministro fueron desechadas y los judíos siguieron muriendo en forma industrial. Pilecki, el único voluntario en Auschwitz, era víctima de lo mismo que hoy sentimos frente al nazismo y el Holocausto: la incomprensión y la incredulidad, cuando no las cautelas, como demuestran las medidas que ha tomado el Gobierno alemán para editar críticamente Mein Kampf, el panfleto de Hitler que quedaba libre de derechos de autor el pasado año.
Los límites de lo creíble
La historia de Pilecki nos pone frente al debate que sigue generando el nazismo, que no es el que con más fuerza ha vuelto a los medios tras el rodaje de El hijo de Saúl. No estamos tanto ante una polémica sobre los límites de lo representable, como ante el reto mayúsculo —y el deber moral— de representar lo inverosímil. El nazismo nos pone, sobre todo, ante los límites de lo creíble. No sólo hay negacionistas nazis o de extrema derecha. Los hubo entre las propias víctimas potenciales del nazismo, y quizá eso explique la pasividad de la comunidad judía que ya denunció Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Esta incredulidad se refleja en la datación de la historia de la película, que transcurre durante el levantamiento del 7 de octubre de 1944 que los Sonderkommandos organizaron en Auschwitz II, pocos meses después de la llegada de más de 400.000 judíos de Hungría que hasta entonces habían vivido su desgracia como un mal sueño pasajero, incapaces de reaccionar, quizá por su incapacidad de entender.
Por eso, basándonos en esta constatación, se podría afirmar que El hijo de Saúl cumple, con su enfoque original, con su falta de concesiones al espectador horrorizado, un deber moral: el de seguir aportando muestras de la dimensión y la realidad del Holocausto. Frente a la naturaleza increíble del nazismo, sólo cabe el recuerdo permanente de su lamentable verdad histórica. El mismo impulso que llevó a tantos supervivientes de los campos a escribir sus experiencias, pues sospechaban que, por puro instinto de supervivencia emocional, la memoria atenuaría el recuerdo de lo vivido pasados los años. Primo Levi, Jean Améry, Rubino Romeo Salmoni y un largo etcétera dan buena muestra. Como en plena barbarie lo dieron los informes de Pilecki o los conmovedores diarios y dibujos de la pintora Helga Weiss, entonces una niña en Theresienstadt y Auschwitz. Por la misma razón que Saúl y otro Sonderkommando arriesgan la vida sacando fotos del campo, en una escena que recuerda a la de los prisioneros que colaboraban con Pilecki, y que éste describe en sus informes.
En nuestra época científico-técnica, con la supremacía del pensamiento racionalista, la inercia nos lleva a buscar las razones, a despejar las incógnitas en la ecuación causa-efecto. Y sin embargo, el nazismo —y en concreto la Solución Final— se sigue resistiendo a una explicación convincente. La creciente bibliografía, los numerosos documentales, las innumerables películas, sólo acrecientan aún más nuestra sensación de ignorancia. Y en esta tesitura, el único deber moral se antoja mantener vivo el recuerdo del hecho, a la espera de que otros, más adelante, puedan por fin entender y explicar.