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La cristalina opacidad de Refree

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En la era de las pantallas no hay lugar para el misterio. En los tiempos del big data, los perfiles abiertos en las redes y la información en tiempo real cabalgando a lomos de fibra óptica, las pantallas son ojos insomnes. No hay secreto. Si se cuenta con la tecnología adecuada y el programador o hacker eficiente, todo se sabe de todos y en todo lugar. Todo se ve. Las ventanas siempre están abiertas, las del ordenador o las de casa. Y si no lo están, igual da, porque son de un cristal líquido más ligero y transparente que el aire.

De ese infierno de la visibilidad absoluta habla Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia, donde la dichosa palabra nada tiene de la positiva connotación de la libertad de información en la cruzada contra la corrupción y la impunidad. Más bien se trata de la transparencia digital de un monstruoso panóptico global en el que cada uno es víctima y agente. Y está claro que en un mundo en el que nada se oculta ni vela, el goce no es moneda corriente. “La sociedad de la transparencia es enemiga del placer”, dice el pensador alemán de origen coreano, pese al tópico muy extendido de ese hedonismo de nuevo cuño que nos embarga, porque en realidad carece de todo espesor. “El espacio transparente es pobre en semántica”, aclara.

El excurso filosófico viene a cuento porque en la era de las pantallas, la literatura y las artes funcionan como último refugio del goce y el misterio. Y el caso de Refree resulta en este contexto cuando menos paradójico, porque si hay algo que caracteriza a ese meticuloso forjador de canciones, nacido en Barcelona en 1976 como Raül Fernández, es la extraordinaria transparencia de sus composiciones. Él mismo se define como un artesano del género, en continua exploración de un horizonte de posibilidades infinitas que, a pesar de su concreción material, es en definitiva una abstracción, nos alerta. Y ese horizonte maleable y dúctil, que jamás se alcanza porque siempre está un poco más allá, como el deseo, es la canción.

Diáfanas y cristalinas, las canciones de Refree parecen apostar con pasmosa sencillez y engañosa astucia por el lugar de la transparencia, como si lo guiara cierta estrategia mimética hacia los tiempos que corren. En al menos media docena de composiciones roza con los dedos su objeto de deseo, un delgado horizonte donde se fusionan música y poesía, palabra y melodía, con una nitidez que desconcierta, entre otras cosas porque esa transparencia sonora viene nimbada de misterio en su traslúcida exhibición y va a contrapelo de los diagnósticos de Byung-Chul Han. Ni atenta contra el placer ni es enemiga de la semántica, que ancla en la gravidez de un sentido esquivo, a pesar de la levedad o ligereza de su aparente sintaxis.

Al llegar aquí me pregunto si la cristalina sencillez de esa suerte de orfebre o ebanista de la canción llamado Raül Fernández no es más que un malentendido. Un estudiado y paciente proceso de reducción hacia una transparencia minimalista que es en realidad opaco o refractario porque oculta el secreto de lo que exhibe en su traslúcida superficie.

Lo cierto es que su proceso de reducción o síntesis sonora es de todo menos sencillo. La crítica especializada se empecina en catalogar lo suyo como canción indie de autor. La etiqueta es ociosa porque tan inclasificable resulta este músico ecléctico, polifacético y en constante evolución autodidacta como su producción. De hecho, los primeros pasos de Raül Fernández, a principios de los noventa, transitaron por las sendas del punk y el hardcore melódico, antes de internarse por terrenos un tanto más electrónicos, sin abandonar nunca las guitarras contundentes, o ensayar una suerte de pop amable envasado en una voz femenina, como es el caso de Élena, una de sus bandas.

A partir del álbum Quitamiedos (2002) sigue su búsqueda en solitario, ya como Refree, absorbiendo todo tipo de influencias. En primer lugar las del jazz; sin ir más lejos, lo acompañan en ese disco dos verdaderos colosos de su generación: la trompeta de Raynald Colom y el saxo de Llibert Fortuny. Y esa base jazzera, en forma de trío clásico de piano, contrabajo y batería sutil de escobillas está en la médula de Els invertebrats (2007), un álbum que marca un verdadero punto de inflexión en su estilo.

Pero el jazz es sólo una de sus fuentes, porque las canciones de Refree también abrevan sin complejos del folk, el bolero, el rock experimental, la balada indie o la canción tradicional catalana. Si a finales de los noventa el mandato no escrito pero incuestionable en la escena local era buscar los referentes en el pop anglosajón a partir de los cuales componer, Refree tuvo la desacomplejada osadía de mirar a los referentes mediterráneos. El nombre de Joan Manuel Serrat es el primero que sale en la lista, pero también los de la cançó galàtica catalana: Jaume Sisa, Pau Riba, Jordi Batista; para no mentar a los grandes de la chançon françoise o incluso a jóvenes coetáneos como el italiano Dario Marianelli.

Y el espectro es amplísimo porque si se le pregunta al mismo Fernández por sus grandes maestros musicales es capaz de soltar sin despeinarse: los Beatles, Béla Bartók y Serrat; o Vainica Dobles, Caetano Veloso y Steve Reich, de acuerdo con el estado de ánimo del día. Una saludable fluctuación sin ataduras que se reproduce de manera similar en el terreno de la lengua. Refree alterna el catalán y el castellano en sus composiciones con toda naturalidad, de acuerdo con las exigencias o el aroma de cada canción particular. Algo que puede parecer trivial, pero que no lo es porque el paupérrimo listón del llamado rock català (léase Sangtraït, Els Pets, Sopa de Cabra y un largo etcétera) convertía hasta hace relativamente poco la utilización musical de la lengua vernácula en un estigma o condena. Y la valentía del músico en esa ida y vuelta sin prejuicios parece mucho más genuina que el calculado movimiento estratégico de otros grupos del pop barcelonés como Mishima, que comenzaron cantando en inglés, para pasarse luego al castellano y finalmente al catalán, cuando la lengua materna ya era lo suficientemente cool en escena.

 “Me pregunto si la cristalina sencillez de esa suerte de orfebre o ebanista de la canción llamado Raül Fernández no es más que un malentendido”

El perfil se complica aún más cuando uno repara en el hecho de que en paralelo a su trayectoria como compositor que en algo más de una década ha sabido encontrar un sonido personalísimo —entre melodías tersas y armonías sutiles, sobre una voz aterciopelada que apela constantemente a la intimidad—, Refree se ha consolidado además con un prestigio indiscutible como arreglador y productor. De sus manos han salido discos de artistas como Kiko Veneno, Roger Mas, Josh Rouse, Las Migas, Nacho Umbert, Mala Rodríguez o aquella maravilla vocal inclasificable de Sílvia Pérez Cruz titulada 11 de novembre. Y que músicos de trayectorias y personalidades tan diversas como Fernando Alfaro, Christina Rosenvinge, Lee Ranaldo, Nacho Vegas o Enrique Bunbury hayan acudido igualmente a Refree en busca de las pinceladas sonoras de sus arreglos en cuerdas, pianos, vientos, percusiones o contrapuntos melódicos ya dice mucho del misterioso magnetismo que provoca este artesano de la canción.

Podría pensarse que hay mucho de instinto o de cierta inocencia en el paulatino despojamiento de cualquier golpe de efecto o sonoridad superflua para acercarse poco a poco al corazón desnudo de la canción en el Refree de los últimos años. Me refiero a sus tres últimos discos: Matilda (2010), Tots Sants (2012) y Nova Creu Alta (2013), a los que cabe escuchar a trozos y de una manera voluntariamente desapegada, porque lo contrario remueve la fibra hasta del más flemático y anula toda distancia crítica.

Lo cierto es que su constante búsqueda de nuevos colores, timbres y texturas melódicas es más consciente y reflexiva que ingenua. Refree también se ha dedicado a pensar y teorizar sobre música a través de críticas y reflexiones en revistas especializadas como Rockdelux.

En sus letras mejor no entrar; ya merecen un capítulo aparte, porque es allí donde la transparente simplicidad de Refree se potencia al extremo. Narrativas en esencia, sin rastro de imágenes arriesgadas ni de ningún tipo de exceso verbal, cuentan historias tan sencillas como contundentes: la de un patético seductor sin éxito en “Un buen tío”, la de un romance truncado en el Manhattan de las Torres Gemelas en “Ciempiés” o la demoledora historia de una madura solterona demasiado apegada a un único recuerdo sensual en “La Mestressa”, una canción que roza la perfección, a pesar de que le deba mucho a “La tieta” de Serrat.

Con esos mínimos elementos que se combinan en la traslúcida superficie de sus canciones, Refree despliega una paleta de sensaciones que van de la melancolía a la introspección, de la añoranza y el anhelo sordo al abatimiento de la indefensión, la soledad y el dolor; envasadas todas ellas en una fruición melódica que, por contraste, vela u oscurece su sentido. Y en esa opacidad final que resulta es donde el misterio de sus cristalinas composiciones se ahonda. El refractario e imperecedero secreto de la canción que, al igual que el sentido de la vida, en su diáfana revelación se oculta siempre, aún en los tiempos de la transparencia.