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Un futbolista español llega a Calcuta para jugar en la primera Liga india. Una vez allí descubre que su vida no volverá a ser igual, nunca más.
Salimos del hotel en dirección al estadio del Mumbai City FC. El partido es importante por definición. Para algunos importante, sin más; para otros, especialmente para los jugadores indios, el más importante de sus vidas. Esta noche jugamos la final de la primera Indian Super League, el primer campeonato profesional de fútbol que se celebra en la India. La importancia siempre es relativa, como el dolor o la tristeza. Como todas las cosas que no se pueden medir. Pero, como dato indicativo, el partido lo están viendo —sólo en la India— unas 600 millones de personas.
La sede escogida para disputar la final ha sido Mumbai y el camino es, como siempre, largo. Muy largo. Y agitado, muy agitado. En este país los desplazamientos parecen hechos para los de fuera. En cada viaje uno tiene tiempo para masticar, engullir y digerir todo lo que le entra por la boca, por los ojos, por la nariz y hasta por la piel. Eso si consigues olvidarte del ruido, o mejor, si logras incorporarlo para que forme parte del momento.
Llegando al estadio la muchedumbre se multiplica. Y yo rememoro mi llegada por primera vez a Calcuta. La decisión de ir a jugar al fútbol a la India no fue sencilla. Es un país con poca tradición en este deporte y, además de estar muy lejos, acarrea una serie de tópicos que invitan a pensarlo. No es irse a Doha, como ha hecho Xavi, o a Nueva York, como Raúl. Nada que ver. El planteamiento nace desde la toma de consciencia de que el fútbol aquí es sólo una excusa, ya que a lo que realmente vas es a empaparte de otro mundo.
El 27 de septiembre de 2014 aterrizamos en Calcuta y la primera visión de esta megaurbe desde la ventana del avión era perturbadora. Las tenues luces desordenadas no terminaban nunca, la vista de pájaro no alcanzaba el fin de la ciudad por ningún lado. Sólo el cauce del Hugli, afluente del Ganges, rompía ese inmenso enjambre. Y tuve la sensación de que una vez hubiera entrado en ese absoluto y gigantesco desorden ya no podría salir de allí.
Una vez en el vestuario, la previa es como siempre: charla, vendajes, palabras de ánimo…, aunque con más nervios que lo habitual debido a la espectacular ceremonia de clausura del campeonato. Bollywood aparece una vez más en todo su color y su brillo: música, luces, colores, baile, fervor, ídolos.
Las medidas de seguridad se presentan, también como siempre, con muchas y muy buenas intenciones que resultan ser poco prácticas y efectivas. En la India toda puerta de acceso a cualquier edificio que se precie tiene su detector con un mínimo de dos guardas de seguridad armados, a veces con un fusil de metro y medio…, pero en todos ellos el acceso nunca es interrumpido, pite o no pite el detector. Están porque deben estar. Como tantas otras cosas.
Ésa es una de las virtudes que más me asombran de los indios. De primeras siempre me suponen buenas intenciones. No tienen miedo a que uno se las quiera jugar, con su mirada triste y una sonrisa que contrasta el moreno de su piel con sus dientes blanquísimos.
Los contrastes en la India forman parte del paisaje. Son contrastes crudos, difíciles de integrar para los que venimos de Europa. La riqueza más inmoral convive con la pobreza más extrema; el bochorno asfixiante con el aire acondicionado a todo trapo; el lujo de las plantas de los hoteles y sus ascensores con las inacabadas escaleras sin pintar, sucias, con trabajadores tumbados durmiendo y con un calor que, viniendo del aire acondicionado de dentro, casi te tumba.
Empieza el partido y los dos equipos finalistas, el ATK (Atlético de Calcuta), que es en el que yo juego, y el Kerala Blasters, se tantean sin muchos riesgos. El cansancio de un calendario muy apretado se hace patente. Nadie ataca con todas sus armas y los dos equipos estamos mucho más pendientes de no encajar que de intentar resolver. Poca salida desde atrás con el balón, mucho juego directo al punta para que se la baje de segunda jugada a los que vienen de cara. El público jalea, efusivo, tal y como lo ha hecho a lo largo de todo el torneo. Anima sin descanso, aplaudiendo cualquier acción del equipo que sea, celebrando los goles del suyo y los del rival. Quieren ver espectáculo, y si además ganan, pues mejor.
De vez en cuando suena una música alta durante el juego, algo muy NBA a lo que los jugadores de fútbol no estamos habituados. Qué difícil acostumbrarse a todo. Qué maneras de vivir tan distintas. Qué ritmos tan diferentes. Como cuando bajas al restaurante del hotel a cenar. Una noche, los seis de siempre: Borja (Fernández), Luis (García), Josemi (González), Arnal (Llibert), Basilio (Sancho) y yo decidimos variar un poco y cambiar el menú de cada día de la planta 6. Pedimos hamburguesas y tenderloin steaks. Tras 25 minutos de espera, preguntamos si está todo bien, si el pedido tardará mucho. “No, no, Sir! It’s coming!” Nos quedaban muchos is coming por escuchar… Al principio irritantes, después desesperantes y, al final, qué remedio, hasta cómicos. Todo is coming. Y si no llega, pues mañana, que aquí las prisas no son nada buenas.
Qué cabreo me pillé por unos tomates en el desayuno. Nunca vi llegar a un camarero tan asfixiado con un plato de tomates. Tras esperar 40 minutos por ellos para untarlos en un poco de pan y desayunar fuet y queso que me habían llegado de mi añorada Catalunya, tuve que alzar la voz algo de más. Y entonces llegaron.
Cómo nos gusta ir a comer a un indio estando en nuestra ciudad. La comida es realmente excelente. Todo lo que pruebo me gusta, pero al octavo día de comer especias y picante, mi cuerpo, sin explicitar ninguna parte en concreto, me pide tregua. Habrá que hablar con el chef, con todo lo que eso conlleva. Pides sin especias, nada, algo a la plancha sin más. Ok, entendido. Y al día siguiente, especias y picante. Así hasta la novena queja para disfrutar durante dos días, no más, de una comida sosa y sencilla. Al tercero no se sabe por qué hemos vuelto a las especias. Vete y pregunta, si te quedan ganas. Tampoco sirve de nada.
Al descanso llegamos empatados y sin goles. Casi sin ocasiones, con la sensación de que todo está por hacer. It’s coming. Cómo se necesita un descanso después de tanto trajín. Viajando entre claxons insaciables que dan aviso de que voy y no pienso frenar, así que o te quitas o te piso. Habitualmente no hay accidentes mortales en las ciudades. No da para ello. La ingente cantidad de vehículos por metro cuadrado no permite alcanzar una velocidad peligrosa. Pero accidentes no mortales sí los hay, tantos como vacas callejeras avanzando a su antojo, vacas huesudas, grises, pausadas, sabedoras de su impunidad.
En uno de esos descansos me adentro en un centro comercial cercano al hotel donde residimos. Quiero cortarme el pelo. Sí, ya sé que la cosa puede que no sea lo que espero, pero no le doy mucho valor a mi pelo. O a su corte. Ya crecerá. Lo que no me espero es cómo voy a acabar saliendo. Al entrar, unos quince empleados miran sus teléfonos o conversan; ninguno de ellos está ocupado. El salón no es muy grande, unas cuatro o cinco butacas si no recuerdo mal. Al entrar me reconocen. Ya llevo días unos en Calcuta y la competición está teniendo gran seguimiento, sobre todo aquí, en la ciudad más futbolera de la India.
Parece que se rifan quién será mi ejecutor, y al final resulta ganador uno de los más jovencitos, muy risueño y resuelto. A él le ha tocado la lotería. Pero a mí el Gordo, y aún no lo sé. El lavado de pelo ya me empieza a desvelar lo que tengo por delante. Acabo empapado antes de sentarme; con el pelo lavado, eso sí. Le doy indicaciones de lo que quiero y arrancamos a ello.
Tras varios tirones de pelo y arañazos con el peine en sendas orejas, continúa el calvario. Le sugiero que pasemos a la máquina para que, sea como sea, aseguremos una regularidad que la tijera no da. Con la máquina prosiguen los dolores, porque el chico resulta ser, además de resuelto, impetuoso y poco diestro. Después de mis indicaciones correctoras, terminamos lo más cerca posible del corte que quería. Ahora viene lo definitivo: el secador. ¡Qué miedo! Empieza con soltura, sonriendo y conversando con los compañeros de la pelu, que se han ido acercando a charlar y a hacerme fotos. En una de éstas, golpe en la cabeza. Sí, con el secador, y no, no ha sido flojo. Mis nervios se aceleran. Él se disculpa, pero riendo, sin darle mayor importancia. Y sigue. Y yo sigo con mi temor, ahora justificado. Hasta que llega otro golpe, más fuerte y esta vez en la frente. Me levanto de golpe. Se acabó. Pago y salgo de allí cabreadísimo. Llamo a mi casa para explicarlo y desahogarme, y mientras reproduzco en mi mente lo que voy a contar se me escapa una risa. Verás cuando lo esté contando lo que se van a reír. Y así es. Nos reímos mucho. Hay que tomárselo a risa. Lo contrario no sirve de nada.
Se reanuda el partido, y ya se ve que la segunda parte va a ser distinta. Aproximaciones y ocasiones de gol, sobre todo del rival. Ahora sí hay acción y el partido se pone nervioso, acelerado, frenético. Borja la coge en la frontal y lo intenta. Qué golazo marcó en el partido inaugural contra el Mumbai. Rechazó un defensa, él controló de pecho orientando el bote a su derecha y le pegó de volea con el empeine exterior para que la pelota cogiera la rosca, alejándose cada vez más del portero, y se colara por la escuadra derecha. Era el primer partido y uno vuelve a viajar a los inicios de sus días en la India.
En Calcuta se celebraba el Durgá Puyá, una especie de peregrinaje para ver las figuras de cientos de deidades repartidas por toda la ciudad. La gente descansa durante el día para de noche hacer largas, larguisisisímas colas para visitarles y rezarles. Una especie de Fallas de Valencia elevada a la millonésima potencia. Guiados por uno de los compañeros de Calcuta, Roy, nuestro portero, hacemos una ruta por algunos de los altares más venerados. Es una auténtica locura. Las colas son extraordinarias, y los monumentos, creados cada año para la festividad, realmente impactantes. Un trajín imposible de imaginar si no estás metido ahí dentro. Al día siguiente nos enteramos de alguna catástrofe en una avalancha de una de las colas que vimos el día anterior. No es de extrañar, porque daba auténtico pavor ver cómo iban abriendo pasos alternativos con sistemas de cuerdas, y la gente salía corriendo para ocupar el pequeño espacio que se había creado entre la cola y el cierre de la cuerda. Muy pequeño para lo que le venía.
Llegamos a los últimos minutos con el empate a cero inicial. Los nervios afloran. Ahora sí hay ocasiones clarísimas para marcar, pero sin acierto en la definición. Parece que se va a llegar a la prórroga. Dos contras del Kerala ponen a prueba a nuestro portero. Rechace de tiro lejano de Hume que se le queda a Chopra dentro del área pequeña y la cruza al palo largo para que Bete se estire y la desvíe milagrosamente a córner. Cambios obligados por bajas debido al cansancio. Y por reglamento tiene que salir un jugador indio: siempre tiene que haber un mínimo de cinco jugadores del país en el campo, así que si la baja es de un indio, tiene que ser sustituido por otro. Y ya sólo nos queda Rafique, que apenas ha jugado algún minuto en el campeonato. Y en el minuto 90 el árbitro pita un córner a favor nuestro. Puede ser la última. Y lo es. Gol de remate directo de cabeza, al primer palo, entrando desde atrás, picada al palo corto por debajo de James, Calamity James, el mítico portero inglés que ejerce de entrenador-jugador franquicia de los Kerala Blasters. Y el que marca es el jugador que menos opciones tenía, el más bajo de los nuestros, el que apenas había jugado algunos minutos. El que nadie hubiese apostado: ¡Rafique! Se convierte en el ídolo. En apenas unos minutos pasa de desapercibido a jugador decisivo. Un indio, como debía ser, como hubiésemos deseado todos. Es la mejor rúbrica para un campeonato lleno de aventuras, de sonrisas y lágrimas, de prisas sin posibilidad de correr, de nervios precipitados con reacciones inverosímiles. Un campeonato INDIO.
¡Y vuelta a Bollywood! Música con fuegos artificiales con luces y gente. Como en las bodas, grandes campamentos atestados de gente vestida con sus mejores galas durante 70 horas sin tregua de comida y baile. O como la inauguración del campeonato en Calcuta, nuestra sede, 80 mil espectadores que llenaron el campo para ver el partido, pero sobre todo para ver a sus ídolos, los marquee players de cada equipo, Luis García, Capdevila, Del Piero, Materazzi, Pires, Anelka, Trezeguet…, junto a los propietarios de las franquicias, actores y jugadores de cricket, que acaban siendo ministros y dueños de grandes compañías.
Exhaustos, felices, satisfechos y añorados, al día siguiente emprendemos la vuelta a casa. Toca pasar por Calcuta para recoger la maleta y subir al avión. Es la misma maleta con la que llegué, pero con un equipaje muy distinto. Además de la medalla de Primer Campeón de la Hero Indian Super League, cargo con nuevos amigos, con muchas anécdotas, vivencias, sensaciones, pero sobre todo con una nueva capacidad de encuadrar mis perspectivas y prioridades.
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Salimos del hotel en dirección al estadio del Mumbai City FC. El partido es importante por definición. Para algunos importante, sin más; para otros, especialmente para los jugadores indios, el más importante de sus vidas. Esta noche jugamos la final de la primera Indian Super League, el primer campeonato profesional de fútbol que se celebra en la India. La importancia siempre es relativa, como el dolor o la tristeza. Como todas las cosas que no se pueden medir. Pero, como dato indicativo, el partido lo están viendo —sólo en la India— unas 600 millones de personas.
La sede escogida para disputar la final ha sido Mumbai y el camino es, como siempre, largo. Muy largo. Y agitado, muy agitado. En este país los desplazamientos parecen hechos para los de fuera. En cada viaje uno tiene tiempo para masticar, engullir y digerir todo lo que le entra por la boca, por los ojos, por la nariz y hasta por la piel. Eso si consigues olvidarte del ruido, o mejor, si logras incorporarlo para que forme parte del momento.
Llegando al estadio la muchedumbre se multiplica. Y yo rememoro mi llegada por primera vez a Calcuta. La decisión de ir a jugar al fútbol a la India no fue sencilla. Es un país con poca tradición en este deporte y, además de estar muy lejos, acarrea una serie de tópicos que invitan a pensarlo. No es irse a Doha, como ha hecho Xavi, o a Nueva York, como Raúl. Nada que ver. El planteamiento nace desde la toma de consciencia de que el fútbol aquí es sólo una excusa, ya que a lo que realmente vas es a empaparte de otro mundo.
El 27 de septiembre de 2014 aterrizamos en Calcuta y la primera visión de esta megaurbe desde la ventana del avión era perturbadora. Las tenues luces desordenadas no terminaban nunca, la vista de pájaro no alcanzaba el fin de la ciudad por ningún lado. Sólo el cauce del Hugli, afluente del Ganges, rompía ese inmenso enjambre. Y tuve la sensación de que una vez hubiera entrado en ese absoluto y gigantesco desorden ya no podría salir de allí.
Una vez en el vestuario, la previa es como siempre: charla, vendajes, palabras de ánimo…, aunque con más nervios que lo habitual debido a la espectacular ceremonia de clausura del campeonato. Bollywood aparece una vez más en todo su color y su brillo: música, luces, colores, baile, fervor, ídolos.
Las medidas de seguridad se presentan, también como siempre, con muchas y muy buenas intenciones que resultan ser poco prácticas y efectivas. En la India toda puerta de acceso a cualquier edificio que se precie tiene su detector con un mínimo de dos guardas de seguridad armados, a veces con un fusil de metro y medio…, pero en todos ellos el acceso nunca es interrumpido, pite o no pite el detector. Están porque deben estar. Como tantas otras cosas.
Ésa es una de las virtudes que más me asombran de los indios. De primeras siempre me suponen buenas intenciones. No tienen miedo a que uno se las quiera jugar, con su mirada triste y una sonrisa que contrasta el moreno de su piel con sus dientes blanquísimos.
Los contrastes en la India forman parte del paisaje. Son contrastes crudos, difíciles de integrar para los que venimos de Europa. La riqueza más inmoral convive con la pobreza más extrema; el bochorno asfixiante con el aire acondicionado a todo trapo; el lujo de las plantas de los hoteles y sus ascensores con las inacabadas escaleras sin pintar, sucias, con trabajadores tumbados durmiendo y con un calor que, viniendo del aire acondicionado de dentro, casi te tumba.
Empieza el partido y los dos equipos finalistas, el ATK (Atlético de Calcuta), que es en el que yo juego, y el Kerala Blasters, se tantean sin muchos riesgos. El cansancio de un calendario muy apretado se hace patente. Nadie ataca con todas sus armas y los dos equipos estamos mucho más pendientes de no encajar que de intentar resolver. Poca salida desde atrás con el balón, mucho juego directo al punta para que se la baje de segunda jugada a los que vienen de cara. El público jalea, efusivo, tal y como lo ha hecho a lo largo de todo el torneo. Anima sin descanso, aplaudiendo cualquier acción del equipo que sea, celebrando los goles del suyo y los del rival. Quieren ver espectáculo, y si además ganan, pues mejor.
De vez en cuando suena una música alta durante el juego, algo muy NBA a lo que los jugadores de fútbol no estamos habituados. Qué difícil acostumbrarse a todo. Qué maneras de vivir tan distintas. Qué ritmos tan diferentes. Como cuando bajas al restaurante del hotel a cenar. Una noche, los seis de siempre: Borja (Fernández), Luis (García), Josemi (González), Arnal (Llibert), Basilio (Sancho) y yo decidimos variar un poco y cambiar el menú de cada día de la planta 6. Pedimos hamburguesas y tenderloin steaks. Tras 25 minutos de espera, preguntamos si está todo bien, si el pedido tardará mucho. “No, no, Sir! It’s coming!” Nos quedaban muchos is coming por escuchar… Al principio irritantes, después desesperantes y, al final, qué remedio, hasta cómicos. Todo is coming. Y si no llega, pues mañana, que aquí las prisas no son nada buenas.
Qué cabreo me pillé por unos tomates en el desayuno. Nunca vi llegar a un camarero tan asfixiado con un plato de tomates. Tras esperar 40 minutos por ellos para untarlos en un poco de pan y desayunar fuet y queso que me habían llegado de mi añorada Catalunya, tuve que alzar la voz algo de más. Y entonces llegaron.
Cómo nos gusta ir a comer a un indio estando en nuestra ciudad. La comida es realmente excelente. Todo lo que pruebo me gusta, pero al octavo día de comer especias y picante, mi cuerpo, sin explicitar ninguna parte en concreto, me pide tregua. Habrá que hablar con el chef, con todo lo que eso conlleva. Pides sin especias, nada, algo a la plancha sin más. Ok, entendido. Y al día siguiente, especias y picante. Así hasta la novena queja para disfrutar durante dos días, no más, de una comida sosa y sencilla. Al tercero no se sabe por qué hemos vuelto a las especias. Vete y pregunta, si te quedan ganas. Tampoco sirve de nada.
Al descanso llegamos empatados y sin goles. Casi sin ocasiones, con la sensación de que todo está por hacer. It’s coming. Cómo se necesita un descanso después de tanto trajín. Viajando entre claxons insaciables que dan aviso de que voy y no pienso frenar, así que o te quitas o te piso. Habitualmente no hay accidentes mortales en las ciudades. No da para ello. La ingente cantidad de vehículos por metro cuadrado no permite alcanzar una velocidad peligrosa. Pero accidentes no mortales sí los hay, tantos como vacas callejeras avanzando a su antojo, vacas huesudas, grises, pausadas, sabedoras de su impunidad.
En uno de esos descansos me adentro en un centro comercial cercano al hotel donde residimos. Quiero cortarme el pelo. Sí, ya sé que la cosa puede que no sea lo que espero, pero no le doy mucho valor a mi pelo. O a su corte. Ya crecerá. Lo que no me espero es cómo voy a acabar saliendo. Al entrar, unos quince empleados miran sus teléfonos o conversan; ninguno de ellos está ocupado. El salón no es muy grande, unas cuatro o cinco butacas si no recuerdo mal. Al entrar me reconocen. Ya llevo días unos en Calcuta y la competición está teniendo gran seguimiento, sobre todo aquí, en la ciudad más futbolera de la India.
Parece que se rifan quién será mi ejecutor, y al final resulta ganador uno de los más jovencitos, muy risueño y resuelto. A él le ha tocado la lotería. Pero a mí el Gordo, y aún no lo sé. El lavado de pelo ya me empieza a desvelar lo que tengo por delante. Acabo empapado antes de sentarme; con el pelo lavado, eso sí. Le doy indicaciones de lo que quiero y arrancamos a ello.
Tras varios tirones de pelo y arañazos con el peine en sendas orejas, continúa el calvario. Le sugiero que pasemos a la máquina para que, sea como sea, aseguremos una regularidad que la tijera no da. Con la máquina prosiguen los dolores, porque el chico resulta ser, además de resuelto, impetuoso y poco diestro. Después de mis indicaciones correctoras, terminamos lo más cerca posible del corte que quería. Ahora viene lo definitivo: el secador. ¡Qué miedo! Empieza con soltura, sonriendo y conversando con los compañeros de la pelu, que se han ido acercando a charlar y a hacerme fotos. En una de éstas, golpe en la cabeza. Sí, con el secador, y no, no ha sido flojo. Mis nervios se aceleran. Él se disculpa, pero riendo, sin darle mayor importancia. Y sigue. Y yo sigo con mi temor, ahora justificado. Hasta que llega otro golpe, más fuerte y esta vez en la frente. Me levanto de golpe. Se acabó. Pago y salgo de allí cabreadísimo. Llamo a mi casa para explicarlo y desahogarme, y mientras reproduzco en mi mente lo que voy a contar se me escapa una risa. Verás cuando lo esté contando lo que se van a reír. Y así es. Nos reímos mucho. Hay que tomárselo a risa. Lo contrario no sirve de nada.
Se reanuda el partido, y ya se ve que la segunda parte va a ser distinta. Aproximaciones y ocasiones de gol, sobre todo del rival. Ahora sí hay acción y el partido se pone nervioso, acelerado, frenético. Borja la coge en la frontal y lo intenta. Qué golazo marcó en el partido inaugural contra el Mumbai. Rechazó un defensa, él controló de pecho orientando el bote a su derecha y le pegó de volea con el empeine exterior para que la pelota cogiera la rosca, alejándose cada vez más del portero, y se colara por la escuadra derecha. Era el primer partido y uno vuelve a viajar a los inicios de sus días en la India.
En Calcuta se celebraba el Durgá Puyá, una especie de peregrinaje para ver las figuras de cientos de deidades repartidas por toda la ciudad. La gente descansa durante el día para de noche hacer largas, larguisisisímas colas para visitarles y rezarles. Una especie de Fallas de Valencia elevada a la millonésima potencia. Guiados por uno de los compañeros de Calcuta, Roy, nuestro portero, hacemos una ruta por algunos de los altares más venerados. Es una auténtica locura. Las colas son extraordinarias, y los monumentos, creados cada año para la festividad, realmente impactantes. Un trajín imposible de imaginar si no estás metido ahí dentro. Al día siguiente nos enteramos de alguna catástrofe en una avalancha de una de las colas que vimos el día anterior. No es de extrañar, porque daba auténtico pavor ver cómo iban abriendo pasos alternativos con sistemas de cuerdas, y la gente salía corriendo para ocupar el pequeño espacio que se había creado entre la cola y el cierre de la cuerda. Muy pequeño para lo que le venía.
Llegamos a los últimos minutos con el empate a cero inicial. Los nervios afloran. Ahora sí hay ocasiones clarísimas para marcar, pero sin acierto en la definición. Parece que se va a llegar a la prórroga. Dos contras del Kerala ponen a prueba a nuestro portero. Rechace de tiro lejano de Hume que se le queda a Chopra dentro del área pequeña y la cruza al palo largo para que Bete se estire y la desvíe milagrosamente a córner. Cambios obligados por bajas debido al cansancio. Y por reglamento tiene que salir un jugador indio: siempre tiene que haber un mínimo de cinco jugadores del país en el campo, así que si la baja es de un indio, tiene que ser sustituido por otro. Y ya sólo nos queda Rafique, que apenas ha jugado algún minuto en el campeonato. Y en el minuto 90 el árbitro pita un córner a favor nuestro. Puede ser la última. Y lo es. Gol de remate directo de cabeza, al primer palo, entrando desde atrás, picada al palo corto por debajo de James, Calamity James, el mítico portero inglés que ejerce de entrenador-jugador franquicia de los Kerala Blasters. Y el que marca es el jugador que menos opciones tenía, el más bajo de los nuestros, el que apenas había jugado algunos minutos. El que nadie hubiese apostado: ¡Rafique! Se convierte en el ídolo. En apenas unos minutos pasa de desapercibido a jugador decisivo. Un indio, como debía ser, como hubiésemos deseado todos. Es la mejor rúbrica para un campeonato lleno de aventuras, de sonrisas y lágrimas, de prisas sin posibilidad de correr, de nervios precipitados con reacciones inverosímiles. Un campeonato INDIO.
¡Y vuelta a Bollywood! Música con fuegos artificiales con luces y gente. Como en las bodas, grandes campamentos atestados de gente vestida con sus mejores galas durante 70 horas sin tregua de comida y baile. O como la inauguración del campeonato en Calcuta, nuestra sede, 80 mil espectadores que llenaron el campo para ver el partido, pero sobre todo para ver a sus ídolos, los marquee players de cada equipo, Luis García, Capdevila, Del Piero, Materazzi, Pires, Anelka, Trezeguet…, junto a los propietarios de las franquicias, actores y jugadores de cricket, que acaban siendo ministros y dueños de grandes compañías.
Exhaustos, felices, satisfechos y añorados, al día siguiente emprendemos la vuelta a casa. Toca pasar por Calcuta para recoger la maleta y subir al avión. Es la misma maleta con la que llegué, pero con un equipaje muy distinto. Además de la medalla de Primer Campeón de la Hero Indian Super League, cargo con nuevos amigos, con muchas anécdotas, vivencias, sensaciones, pero sobre todo con una nueva capacidad de encuadrar mis perspectivas y prioridades.