Contenido

‘Flâneur’, de vez en cuando

Modo lectura

Me gusta trabajarme la calle. Ganarme de vez en cuando el jornal de flâneur. Ese oficio que se está perdiendo. Hemos dejado atrás el goce de mirar —sin depender de ninguna clase de taxímetro, más allá de la palabrería del ruido— buscando en lo real el misterio de su historia y el detalle a su alrededor. La mayoría de la gente anda intempestiva, vencida o desordenada por el tiempo, con la sombra rezagada en el semáforo que se saltaron antes de la música en verde. Todo el mundo parece convencido de que llega tarde a la duración de algo o de que se ha equivocado de vértigo hacia no importa tanto lo que les espera. Otros deambulan cabizbajos y aislados en una pantalla donde la vida sólo sucede como selfie o simulacro. Viajan en el metro convertidos en autómatas subterráneos, con el temor de estar solos si no están conectados a unos auriculares o a un smartphone. Han decidido transformarse en ausentes. No les preocupa si su reflejo existe fugaz en los cristales de las ventanillas, a través de las que viaja también el silencio y la posibilidad de lo que somos. La única realidad que les convence es la canción que escuchan hacia dentro, identificados con el estribillo de la supervivencia que los define.

Un amigo me dijo que las personas han dejado de cruzarse las miradas cuando se cruzan en la calle. Aunque defiende que en Madrid, su ciudad, sí que buscan reconocer en los rostros el rastro de otro, la identidad de un pasado. A ellos mismos en otra época dentro de aquellos ojos. Se nota que Antonio Lafuente es fotógrafo. Me lo dijo, rodeados de miradas que tanteaban un sitio donde quedarse en medio de la noche de una calle, convertida en la terraza del pequeño estudio galería de Ignacio del Río. Otro amigo que lleva años disparando en blanco y negro a detalles femeninos en los que intuye un paisaje: un manglar, un trópico, una flor entre las dunas, un oasis bajo la lluvia. Ahora con su espacio malagueño, la ciudad con fama de ser las nuevas Vegas de los museos, ha devuelto a las exposiciones el necesario afecto entre el artista y el que acoge el discurso de su obra. La voluntad de una apuesta abierta, como la puerta que asoma al exterior fotografías, instalaciones, dibujos, óleos, poemas acrílicos, abstracciones, juegos curiosos con técnicas mixtas.

En la 55 Bellechasse de París 7 descubro recientemente una galería como la suya. Pequeña, diáfana, con las precisas piezas de Olga Caldas & Eric Paulin, más blancas que negras y más luz que blancas (lo leí más tarde en una crítica de Martine Lecoq), que componían situaciones de su autobiografía soñada. Su derecho a no abdicar esa parte de ella misma que es el placer y el juego. Dos cosas muy serias que no debemos tomarnos a la ligera. Un interesante hallazgo de flâneur. Tan simple como escoger al azar, a mitad de la rue de Grenelle, desembocar en el museo Rodin bajando por Bourgogne o hacerlo por la rue de Bellechasse. Muchas cosas en la vida dependen de elegir entre la derecha y la izquierda que me condujo a descubrir la galería de Bertrand Scholler.

Él también me eligió al verme mirar las fotografías y girar en medio de la sala para leer el diálogo entre imágenes de su perturbador poema en blanco y negro. No tardó en contarme la línea de la galería ni en mostrarme sus fondos: esculturas de Caroline Sichel; los contundentes collages de Edouard Merzouk acerca de problemas actuales; las fotografías con las que Hi Shen propone la contemplación del cuerpo de la mujer como respuesta tranquilizadora a la angustia del mundo, y otras obras de sus artistas entrevistados en cinco preguntas. Imaginé la calle de sus inauguraciones con gente charlando. En la mano un vaso de vino y el humo manso de un rebelde cigarrillo; en la noche un propósito de encontrar en el arte una isla deseo en medio del naufragio de la crisis. La cultura siempre merece una composición de lugar, un par de tragos en curiosa compañía y una buena controversia por la que ser un incómodo transeúnte.

Al doblar la esquina, en dirección al escultor que pensó con las manos la belleza desnuda de un beso, apunté algunas impresiones del hallazgo en una libreta de cuero como la de Jack Kerouac que compré en la tienda del Pompidou a la salida de la exposición Beat Generation. Una magnifica y enorme muestra —tanto que se necesitarían varios días para disfrutarla a fondo— de dibujos, collages, archivos sonoros y proyecciones de video sobre Burroughs, Robert Frank, Ginsberg, el relato sobre City Lights (la librería fundada por Lawrence Ferlinghetti en San Francisco) y objetos como la hoja de papel de varios metros pespuntados con celo y sin puntuación en la que Kerouac redactó En el camino de un golpe de máquina en tres semanas. No podía faltar su kit de viaje: una camiseta de algodón, un pañalón caqui y una cantimplora en forma de petaca.

De fondo Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie sonando eternos hasta el 3 de octubre. Muchas cosas de un lado para otro. Igual que algunas personas que parecían ser espectadores y al mismo tiempo un elemento más de la exposición.

Los museos son un estado mental. Lo mismo que la lectura. No me extraña por tanto que siete de cada diez españoles no entren nunca en uno de dentro o de fuera, según la reciente encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas en la que tampoco sale bien parado el 39,4% que no lee. Después de una jornada de exposiciones y de explorar diferentes direcciones por las que llegar a ellas, es necesario encontrar un lugar idóneo donde descansar y darle tregua a los pies. Cerca de la rue Varenne no dudé en acercarme al cementerio de Montparnasse, donde el silencio gris se vuelve azul verdoso y siempre está ileso y en paz. Me acerqué a saludar a Cortázar. Hacía tiempo que le debía una visita al maestro. Nunca había visto su tumba tan vacía de regalos y conjuros. Apenas tres o cuatro colillas de Gitanes, un par de billetes de metro, un bolígrafo naranja al pie de una caligrafía dedicada, y algunas piedrecitas judías como casillas descolocadas sobre la rayuela de su lápida.

Antes de que el portero tocase las campanas de las seis pude pasearme por unas cuantas páginas de Azar y viceversa de Felipe Benítez Reyes. Un libro también es una calle. Me gusta llevarme uno de viaje. Leer en un país lo que sucede o se imaginó en otro. “No estamos en el mundo para que nos den un diploma de especialistas en el mundo.” Miguel Escribano Beltroni se lo dice a su hijo. Lo subrayé a lápiz japonés preguntándome cómo se narra un escritor su infancia. Si echamos raíces en lo que vivimos. La novela es larga. Tendré que dedicarle el tiempo que exige recorrerla. En su rumbo no faltará alguna que otra parada detrás de un café, alrededor de un hallazgo o frente a un cuadro en el que merezca la pena adentrarse sin hacer ruido con la mirada.

Me gusta trabajarme la calle. Ganarme, de vez en cuando, el jornal de flâneur. Y de paso, contarles.

 

Flâneur by Paris. © Flâneur, The Project.