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Davis, etiqueta negra
La metamorfosis hay que ganársela. Es oscura, turbulenta y duele. Se pelea desde el abismo interior y luchando con los inesperados miedos de fuera. Hasta que de repente la luz se abre como un golpe de aire limpio en los pulmones. Suena entonces Miles Davis. La hipnótica melodía imposible que nació de la música críptica —unos susurros rotos, un cuchillo de viento, un piano afónico— grabada a solas por el príncipe de las tinieblas que se escondió en el olvido de sí mismo durante cinco años con los labios sellados.
De eso va el espíritu de Miles Ahead. Un biopic de unos de los grandes genios del jazz que deriva hacia un enloquecido thriller y encumbra su desenlace con la respuesta de una trompeta negra a su pugna y seducción con la vida. Ése fue su camino, su diálogo de confrontación como artista. El estilo de su escritura automática del jazz entre el dominio de una veloz música emocional e intensa (que se sube a los pies, que se engarza en ritmo a las yemas) y la lúdica infidelidad a sus increíbles cadencias y a su clímax sostenido. “Cambié el destino de la música cinco o seis veces.” No era modesto pero tenía razón. A mediados de los 40 estuvo al lado de Charlie Parker en la revolución del bebop y, pocos años después, en las grabación de Birth of the Cool, impulsó el jazz de cámara junto al arreglista Gil Evans. Con Kind of Blue y Sketches of Spain inventó el jazz modal y jugó con el hardbop; improvisó el jazz libre —catapultando de paso a John Coltrane y a Bill Evans— e inició los 70 fusionando el jazz con el rock, maridando el funk y la electrónica.
Al ver Miles Ahead no hay que pensar en el rigor del documental ni en un puzle de viñetas de tiempos superpuestos y engarzados sin método. Tampoco en las reglas del cine de suspense y acción. Se podría definir mejor como una apropiación —la imagen de una imagen— de las que hacía Picasso con sus maestros. Lo mismo que Richard Prince hizo con sus Señoritas de Avignon. Proponer la visión liberadora de un icono, de una obra. Lo que importa en Miles Ahead es escuchar la música existencial de la historia: el blues del perdedor (el joven músico, el periodista de la revista Rolling Stone y el propio Davis), el funk y la electrónica de alguien que se reinventa a través de la liberación de los ritmos, de la búsqueda de diferentes notas bajas, de la atmósfera, del sonido que apenas se escucha pero existe y del intervalo que su lenguaje exige. Éste es el acierto del proyecto personal de Don Cheadle. Excelente como protagonista mimetizado con verosimilitud en el personaje, original como guionista que tensa la realidad de los hechos hacia un divertido delirio imaginativo, e inteligente como productor al dejarse convencer por los inversores de introducir un “blanquito” en la historia (Ewan McGregor) para garantizar la distribución internacional.
Intentar gozar y analizar Miles Ahead a la manera clásica es un error y un fracaso. Nada cuadra bien cuando lo único que no cuadra es el papel en la trama de su esposa Francis Taylor. Un mero atrezo que no supera el feminista Test de Bechdel, que exige que en una película salgan al menos dos personajes femeninos, que hablen entre ellas en algún momento y que dicha conversación trate de algo más que no sea un hombre ni su relación sentimental.
Una historia, un sujeto, la vida, se definen por detalles y gestos. En ellos reside la poética, el alma de lo que se cuenta y de cómo se quiere contar. Hay varios en este trabajo de Cheadle. La secuencia en la que sus dedos, impecables y prestidigitadores, ejecutan una escala bien temperada con los tres pistones —qué manera de acariciar una pregunta, de afinar la inspiración—. También está en la que Davis va en busca de su grabación. Lleva en su traje un revólver pero su verdadera arma, a punto entre sus dedos, es una boquilla Bach 10 ½C. No me olvido del momento en el que arregla el dolor de su cadera herida y de su ansiedad recomponiendo su apostura para colarse elegantemente en la catedral del boxeo. No podía faltar en Miles Ahead. Al jazzman le encantaba y en su práctica encontraba la fuerza. “Expulsa de mis pulmones el humo de la noche anterior. Es bueno para tener buen soplo… Me permite quedarme pegado a la embocadura. No como esos músicos anticuados que se paran cada rato para respirar y hacen siempre frases de dos o cuatro compases. Son tíos que bajan la guardia. Yo no bajo la guardia cuando toco.”
Me gustan los retratos de los procesos creativos, dónde se entrecruzan la improvisación y el talento, el disfrute con la innovación, cómo se conjuntan el corazón del arte y el del éxito. Y conocer también su reverso: la autodestrucción y el fracaso. Historias que enfocan cómo la vocación es el alma en sacrificio y en progresión. El jazz lo explica muy bien. Por un lado, el malditismo con cierta aura de leyenda que envuelve sus talentos vinculados al alcohol de la soledad, a la servidumbre de la droga, a la derrota sentimental como a las sombras del vértigo de la obsesión. Y, por otro, la propia naturaleza de la innata creatividad, salvaje en ocasiones y técnicamente adiestradas en otras.
Hace dos años Damien Chazelle nos mostraba en Whiplash el talento sacrificado, el espíritu de superación, los límites que separan la obsesión del trabajo, el momento en el que una pieza, Caravan —un tiroteo de batería—, transforma a un perdedor en un héroe de la doma. Y también está Born to Be Blue de Robert Budreau, que a través de Ethan Hawke navega en blanco y negro por la década de los 60 de un Chet Baker tratando de recuperar su carrera mediante el amor, su tormentosa relación con la heroína y su lucha contra su admiración por la música de Gillespie y de Miles Davis. Otra película en la que el mito es la persona, y la música, la leyenda.
A estas tres se les puede sumar Alrededor de la medianoche en la que Bertrand Tavernier nos acerca la mítica figura del jazzman, y la maravillosa Bird con la que Clint Eastwood homenajea a Charlie Parker y compone una pieza de jazz. El mismo objetivo de Cheadle en Miles Ahead.
Cuando vuelva a Nueva York me acercaré al 312 de la 77, entre Riverside y West End, y pondré el oído en el aire. Estoy seguro de que todavía se escucha el instante sublime de una metamorfosis. Ésa que siempre salva del naufragio o pone melodía a un enigma.
Don Cheadle como Miles Davis en Miles Ahead, escrita y dirigida por el propio Cheadle. © Brian Douglas vía Sony Pictures.
Miles Davis con su Ferrari rojo en la West Side Highway de Nueva York, fotografiado por © Baron Wolman en 1969.
Davis, etiqueta negra
La metamorfosis hay que ganársela. Es oscura, turbulenta y duele. Se pelea desde el abismo interior y luchando con los inesperados miedos de fuera. Hasta que de repente la luz se abre como un golpe de aire limpio en los pulmones. Suena entonces Miles Davis. La hipnótica melodía imposible que nació de la música críptica —unos susurros rotos, un cuchillo de viento, un piano afónico— grabada a solas por el príncipe de las tinieblas que se escondió en el olvido de sí mismo durante cinco años con los labios sellados.
De eso va el espíritu de Miles Ahead. Un biopic de unos de los grandes genios del jazz que deriva hacia un enloquecido thriller y encumbra su desenlace con la respuesta de una trompeta negra a su pugna y seducción con la vida. Ése fue su camino, su diálogo de confrontación como artista. El estilo de su escritura automática del jazz entre el dominio de una veloz música emocional e intensa (que se sube a los pies, que se engarza en ritmo a las yemas) y la lúdica infidelidad a sus increíbles cadencias y a su clímax sostenido. “Cambié el destino de la música cinco o seis veces.” No era modesto pero tenía razón. A mediados de los 40 estuvo al lado de Charlie Parker en la revolución del bebop y, pocos años después, en las grabación de Birth of the Cool, impulsó el jazz de cámara junto al arreglista Gil Evans. Con Kind of Blue y Sketches of Spain inventó el jazz modal y jugó con el hardbop; improvisó el jazz libre —catapultando de paso a John Coltrane y a Bill Evans— e inició los 70 fusionando el jazz con el rock, maridando el funk y la electrónica.
Al ver Miles Ahead no hay que pensar en el rigor del documental ni en un puzle de viñetas de tiempos superpuestos y engarzados sin método. Tampoco en las reglas del cine de suspense y acción. Se podría definir mejor como una apropiación —la imagen de una imagen— de las que hacía Picasso con sus maestros. Lo mismo que Richard Prince hizo con sus Señoritas de Avignon. Proponer la visión liberadora de un icono, de una obra. Lo que importa en Miles Ahead es escuchar la música existencial de la historia: el blues del perdedor (el joven músico, el periodista de la revista Rolling Stone y el propio Davis), el funk y la electrónica de alguien que se reinventa a través de la liberación de los ritmos, de la búsqueda de diferentes notas bajas, de la atmósfera, del sonido que apenas se escucha pero existe y del intervalo que su lenguaje exige. Éste es el acierto del proyecto personal de Don Cheadle. Excelente como protagonista mimetizado con verosimilitud en el personaje, original como guionista que tensa la realidad de los hechos hacia un divertido delirio imaginativo, e inteligente como productor al dejarse convencer por los inversores de introducir un “blanquito” en la historia (Ewan McGregor) para garantizar la distribución internacional.
Intentar gozar y analizar Miles Ahead a la manera clásica es un error y un fracaso. Nada cuadra bien cuando lo único que no cuadra es el papel en la trama de su esposa Francis Taylor. Un mero atrezo que no supera el feminista Test de Bechdel, que exige que en una película salgan al menos dos personajes femeninos, que hablen entre ellas en algún momento y que dicha conversación trate de algo más que no sea un hombre ni su relación sentimental.
Una historia, un sujeto, la vida, se definen por detalles y gestos. En ellos reside la poética, el alma de lo que se cuenta y de cómo se quiere contar. Hay varios en este trabajo de Cheadle. La secuencia en la que sus dedos, impecables y prestidigitadores, ejecutan una escala bien temperada con los tres pistones —qué manera de acariciar una pregunta, de afinar la inspiración—. También está en la que Davis va en busca de su grabación. Lleva en su traje un revólver pero su verdadera arma, a punto entre sus dedos, es una boquilla Bach 10 ½C. No me olvido del momento en el que arregla el dolor de su cadera herida y de su ansiedad recomponiendo su apostura para colarse elegantemente en la catedral del boxeo. No podía faltar en Miles Ahead. Al jazzman le encantaba y en su práctica encontraba la fuerza. “Expulsa de mis pulmones el humo de la noche anterior. Es bueno para tener buen soplo… Me permite quedarme pegado a la embocadura. No como esos músicos anticuados que se paran cada rato para respirar y hacen siempre frases de dos o cuatro compases. Son tíos que bajan la guardia. Yo no bajo la guardia cuando toco.”
Me gustan los retratos de los procesos creativos, dónde se entrecruzan la improvisación y el talento, el disfrute con la innovación, cómo se conjuntan el corazón del arte y el del éxito. Y conocer también su reverso: la autodestrucción y el fracaso. Historias que enfocan cómo la vocación es el alma en sacrificio y en progresión. El jazz lo explica muy bien. Por un lado, el malditismo con cierta aura de leyenda que envuelve sus talentos vinculados al alcohol de la soledad, a la servidumbre de la droga, a la derrota sentimental como a las sombras del vértigo de la obsesión. Y, por otro, la propia naturaleza de la innata creatividad, salvaje en ocasiones y técnicamente adiestradas en otras.
Hace dos años Damien Chazelle nos mostraba en Whiplash el talento sacrificado, el espíritu de superación, los límites que separan la obsesión del trabajo, el momento en el que una pieza, Caravan —un tiroteo de batería—, transforma a un perdedor en un héroe de la doma. Y también está Born to Be Blue de Robert Budreau, que a través de Ethan Hawke navega en blanco y negro por la década de los 60 de un Chet Baker tratando de recuperar su carrera mediante el amor, su tormentosa relación con la heroína y su lucha contra su admiración por la música de Gillespie y de Miles Davis. Otra película en la que el mito es la persona, y la música, la leyenda.
A estas tres se les puede sumar Alrededor de la medianoche en la que Bertrand Tavernier nos acerca la mítica figura del jazzman, y la maravillosa Bird con la que Clint Eastwood homenajea a Charlie Parker y compone una pieza de jazz. El mismo objetivo de Cheadle en Miles Ahead.
Cuando vuelva a Nueva York me acercaré al 312 de la 77, entre Riverside y West End, y pondré el oído en el aire. Estoy seguro de que todavía se escucha el instante sublime de una metamorfosis. Ésa que siempre salva del naufragio o pone melodía a un enigma.
Don Cheadle como Miles Davis en Miles Ahead, escrita y dirigida por el propio Cheadle. © Brian Douglas vía Sony Pictures.
Miles Davis con su Ferrari rojo en la West Side Highway de Nueva York, fotografiado por © Baron Wolman en 1969.