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Felipe pisa la arena

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Invitado por este medio a cubrir la clausura de la conferencia municipal del PSOE, que ha tenido lugar del 10 al 12 de abril en Madrid, el arriba firmante se preparó para acudir al pabellón 2 del recinto ferial de IFEMA arrancándole horas al sueño y empuñando un viejo bloc.

Asisto más aletargado que excitado por la posibilidad de ver en acción al viejo caudillo del socialismo español, Felipe González, que participará en tan señalado acto. Mi llegada coincide con la de un coche de cristales tintados. Decido apretar el paso porque más allá se forma un pequeño pero significativo corro de personas visiblemente complacidas. El protagonista en torno al cual se ha formado dicha pequeña aglomeración no es otro que Pedro Sánchez, secretario general del Partido Socialista, lo cual interpreto como un buen augurio para mis fines. Va calzado con unos bonitos brogue de ante azul y estilo deportivo, vaqueros tallados y cazadora informal, y es esbelto e irradia una apostura que no puede pasar desapercibida, y se asemeja a un perfecto yerno que se dispone a comer paella con sus suegros en domingo. Cuando sonríe su piel se apergamina y adopta atractivos pliegues en los lados de cada uno de sus ojos y parece tener un montón de hoyuelos y tantos agujeros como una pista de minigolf, y consigue componer un aire de franqueza quizá prefabricada pero que me empujaría a entregarle a mi primogénita en una distopía futura de casamientos apañados. Franqueo las puertas y alguien de la organización me hace saber que en la dirección que indican sus brazos hay sitio, y de hecho hay bastantes localidades libres, sillas de terraza de plástico blanco muy limpias que me hacen pensar en las nalgas que las han ocupado anteriormente, probablemente en mítines de otro signo, ya que ignoro si pertenecen a la organización o son mobiliario de alquiler, y sobre las sillas reposan banderas de plástico del PSOE de mástil bastante largo. Algunos asistentes llevan colgada una acreditación de ‘participante’ y tienen un saludable aspecto dominical, como acicalados para ir al kiosco a comprar prensa progresista y pan de tres cereales. Las mujeres acreditadas parecen por su parte salidas de una boda civil sin pretensiones.

Sobre mi cabeza baila regular y mecánicamente una cámara atornillada al brazo de una grúa que manipula un operario melancólico y que parece haber dormido tan poco como yo. El pabellón semeja un hangar iluminado por poderosos focos cegadores que me hacen pensar en una granja avícola, con pollos estresados bajo ráfagas ininterrumpidas de luz, y esto evoca en mí la idea de una deliberada aceleración de alguna actividad humana intensiva, como si fuéramos a poner huevos, como si al levantarnos de nuestras sillas de plástico fuera a haber sobre ellas un huevo en cuya cáscara habrá pegados plumas y barro y heces. Muy pronto la atmósfera burguesa, en absoluto descamisada, ahuyenta esta idea de mí. A ello ayuda el hilo musical, una versión jazzy del himno del partido, que según compruebo no está disponible para descarga en la página web del PSOE, donde sí están en cambio las versiones ‘andaluza’, ‘gaitas’, ‘rock’ u ‘orquestal’. Los palos de la bandera empiezan a representar un problema por su longitud, y dificultan el paso de los asistentes mientras buscan asiento, de manera que tropiezan con ellos y están a punto de caerse. El loop jazzístico del himno, con piano estridente y contrabajo ­–o laúd, o tiorba, o lo que quiera que sea que lastima mi oído con sus tonos graves–, resulta lacerante y es obvio que alimenta la ansiedad colectiva y uno añora la sencilla versión ochentera con sintetizadores. Entonces reparo en que las mujeres de mediana edad lucen en su mayoría mechas rubias muy del estilo de Olvido Hormigos, no muy distintas de las que caracterizaban a la derechona hace no tanto. Las mujeres más jóvenes acreditadas como participantes suelen ser morenas, y miro a alguna de ellas, a las más atractivas, inquisitivamente, pero al parecer he perdido todo el aura de intimidación o conquista que alguna vez pude llegar a tener y soy generalmente ignorado por estos tiernos elementos tentativos de lo que viene siendo “la casta”.

Una speaker da la bienvenida a los asistentes y dice cosas al tuntún bastante previsibles y que en realidad podrían decir casi todos los candidatos rivales. “Somos la gente”, dice. Y es que ahora hay una disputa generalizada por ser ‘la gente’. Los que están detrás de la tribuna de oradores aplauden más disciplinada y fervientemente, y sin duda están estratégicamente dispuestos allí por alguna razón de jerarquía u ornamental. “No somos una moda, no somos pasajeros”, sino “el partido que resuelve todos los problemas”. “Somos la izquierda real”, concluye, la de “Pablo Iglesias, El Verdadero”. Será la única alusión al espectro transversal y ciudadanista de Podemos de toda la velada.

Cuando el audio sube de volumen y cambia a una versión más apologética, entre rociera y futbolística, todo el mundo se levanta como un resorte y agita las banderas, pero sin mucha gracia, anémica y desganadamente. Algunas personas se suben a las sillas y esto crea problemas al cámara que barre el aire con su grúa de grabación y casi impacta en la cabeza de una señora peinada con un crepado de peluquería burgalesa, quien se encoge con una agilidad felina que su edad no parecía presagiar. Un coro enlatado de tenores hace graves gorgoritos y aparecen Ángel Gabilondo, Pedro Sánchez y Felipe González. Hay alguna boca entreabierta pero ninguna euforia, y sólo capto emoción sincera en las señoras de aspecto más humilde (pocas).

El primero en hablar es Ángel Gabilondo, con ese aire perpetuo de haber interrumpido su siesta en el sillón de un ateneo. Escucharle es como inhalar efluvios de adormidera y su efecto anestésico desarticula toda excitación en esta ‘misa roja’. Habla una y otra vez del “deber cívico”, de lo dichoso (sic) que es uno cuando experimenta dicho deber, con el aire de una homilía sedante, y salpica su discurso varias veces con la palabra “pasión”, lo cual contrasta vivamente con el estilo zombie de la dialéctica de este socialista seglar que habla una y otra vez de civismo. En la fila donde estoy un par de chicas comentan el estado de sus uñas y admiran sus respectivos esmaltes mientras Gabilondo nos explica “cuál es el camino”. Por un instante coqueteo con la fantasía de que nos leerá una epístola de San Pablo a los corintios, o la fórmula para calcular la hipotenusa, y él mismo se disculpa por sus “ataques profesorales” mientras un bebé lanza chillidos diabólicos en algún lugar del pabellón. “Agradecido y sorprendido, muestro mi disposición”, dice. Y añade que al PSOE le “gustan los diferentes”, y se lo dice a una audiencia bastante convencional y normativa e indiferenciada. Se lamenta también de que existan “trabajadores pobres”, como si estos fueran una especie de elementos contagiados por una calamidad inopinada o una plaga, y no el estadio final de un relato económico de cuya precarización son responsables algunos correligionarios de su partido. Y nos alerta contra “la economía sin corazón” mientras algunas señoras empiezan a hacer acopio de banderas, que se han ocupado de enrollar para llevárselas a casa o darles algún otro fin. El señor Gabilondo, que ya parece del todo un descalabrado Platón en Siracusa, concluye dando la palabra al Jefe, al Puto Amo, a “nuestro querido Felipe”.

Es entonces cuando sube a la tribuna el consejero de Gas Natural y expresidente del gobierno. Felipe, el viejo chamán aurático, el dios tutelar con un millón de canas, apelando al “espíritu del 79”. El consejero de Gas Natural y expresidente del gobierno se acoda en el atril alternativamente sobre uno y otro brazo. Se dirige confianzudo a la audiencia. Empieza fuerte, hablando de Willy Brandt y Olof Palme, su vieja mitología personal, de la “libertad responsable” y “contra el compromiso mercenario”. Este idealista, maestro de la proxemia,  mueve las manos como antaño. A sus espaldas hay una pantalla donde su piel bronceada adquiere tonos saturados, como de cecina. Observa que hace veinte años el transfuguismo se veía como “una mezcla bastarda de intereses”, pero que ahora “se ha sacralizado” y está muy bien.

“Mi cabeza sigue siendo joven”, dice el consejero de Gas Natural y expresidente del gobierno, y ello le permite advertirnos contra el espejismo de una recuperación en la que sólo creen “los aplaudidores del IBEX” (¡sic!). Toma ya. El éxtasis crece. “Por culpa del nacionalismo nos hemos hecho un poco más provincianos”, añade, y cuando uno espera las palabras del estadista consciente encuentra en cambio su vieja ambición transoceánica: “y defiendo a los presos de Venezuela porque, a pesar de ser conservadores, soy un demócrata” (sic). La ovación es atronadora. El viejo líder de la tribu se ha ganado al viejo rebaño que pastoreó. Se frota las manos como un tahúr libidinoso. Perdió todas las huelgas pero ganó España. Parece un animal híbrido, un Ozymandias profético, un saurio vejado, un crooner latinoamericano que canta boleros. Habla de la sanidad y de la educación pública y gratuita, esos viejos banderines sentimentales del socialismo español. “Somos un país que ha sufrido un rescate low cost”, dice, y nos previene contra “el truco de desviar lo público a lo privado”, precisamente él, que se embolsa 127.000 euros anuales como consejero de la privatizada Gas Natural, uno de esos aplaudidores del IBEX, desempeño que abandonará en mayo “porque se aburre” (sic) y porque se dedicará a defender a los opositores venezolanos encarcelados por Maduro. “Soy partidario de la economía de mercado”, aclara, y mis oídos captan un conato de aplauso fervoroso que se vuelve tímido casi enseguida, “pero estoy en contra de la sociedad de mercado”. Felipe habla de un concepto particular: la “psicopolítica”, algo de gran enjundia intelectual que nadie entiende, pero que relaciona con la actitud intelectual de la República y esa desazón plasmada en un eslogan, el orteguiano “no es esto, no es esto”, que concluyó con los 40 años de dictadura del “chiquitito” (sic). Y sigue con sus viejas ambiciones cesaristas europeas: Helmut Kohl, el despilfarro venezolano de recursos, la financiarización de la economía… El consejero de Gas Natural y expresidente del gobierno concluye: “con Pedro hablo muchas veces. No le voté pero estoy a su disposición porque es mi secretario general. Eso es lo que pido como cultura de partido. ¡Ponte las pilas, Pedro!”.

Pedro Sánchez sube y guiña un ojo y habla de los presos políticos venezolanos no bien toma la palabra y algunos asistentes se marchan. Es un orador mecánico,  atractivo, capaz de sostener cierto énfasis persuasivo que muy pronto termina pareciendo hueco. “Todo lo bueno que le ha pasado a este país tiene el nombre del PSOE”. La salida de Felipe ha dejado una espesa atmósfera azufrada que Pedro Sánchez se esfuerza en ahuyentar con un estilo de dinámico comercial inmobiliario. Los mayores empiezan a abandonar el pabellón. Todo se relaja y el cámara empieza a ensayar planos más vanguardistas y experimentales de cogotes y coronillas. La intervención de Sánchez se extingue sin haber llegado a pellizcar, con esa solvencia de autómata que le caracteriza. La ‘operación Renzi’ a la española sigue su curso.

Un señor abandona el pabellón llevándose una decena de banderas. Yo me demoro un poco entre la tribu socialista y me marcho, no sin antes detenerme a estudiar los ositos de peluche con jerseys rojos del PSOE a la venta en un puesto de merchandising. Son muy cuquis.