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Entre el fantasma y el esqueleto
Una lectura de ‘Nuevos juguetes de la Guerra Fría’
La Guerra Fría puede ser acotada en el tiempo, aunque no en el espacio. Recitamos de memoria sus fechas de nacimiento y defunción, mas no resulta igual de fácil enmarcar sus territorios. Podemos, en fin, acordonar su historia, pero no su geografía.
Y esto es así porque la competencia entre los dos Bloques arrasó esquinas de todos los continentes. Incluso alcanzó la estratosfera, en aquella olimpiada frenética en la que soviéticos y americanos se retaban a llegar más lejos, más alto y más fuerte.
En Nuevos juguetes de la Guerra Fría, Juan Manuel Robles desempercude un distrito tórrido de ese conflicto, al que saca de su zona de confort para llevarlo hasta los Andes. Desde allí, Iván Morante, narrador y protagonista, es traqueteado por idas y vueltas que comprenden La Habana, Nueva York o la Alemania poscomunista. Toda una cartografía trasnacional, zurcida con una memoria esquiva en la que cada enigma demanda la transgresión de alguna frontera.
Comencemos, evocando a Andréi Tarkovski, por la infancia de Iván: un niño peruano con un padre volcado en la tarea de exportar la Revolución Cubana al resto de América Latina. Como consecuencia, la familia Morante tiene que trasladarse a Bolivia, donde el muchacho acaba estudiando en la escuela de la embajada cubana en La Paz. Allí se va convirtiendo a marchas forzadas en un pionerito, aunque para conseguirlo deba complementar a su adorado He-Man con la doctrina revolucionaria, y a los superhombres de sus juguetes capitalistas con el hombre nuevo comunista en el que —con el Che Guevara como meta— está llamado a convertirse.
El tiempo pasa y encontramos a Iván Morante en Nueva York, trabajando en un restaurante mientras intenta escribir sobre aquella experiencia. Por el camino, la revolución se ha aplacado, el Muro de Berlín se ha derrumbado y los archivos de la Stasi se han desclasificado. De esas catacumbas surge una conexión tenebrosa con la escuelita cubana en Bolivia y con su propio padre. Así que, de pronto, la vida boliviana de Iván Morante se planta ante su supervivencia neoyorquina, su etapa clandestina de otro tiempo sacude su existencia anónima de ahora y su memoria privada acaba trastornada por la historia colectiva. Todo, en medio de una sensación extraña en la que, para restaurar sus recuerdos, debe pasar del secreto a la sobreinformación, del olvido a la hipnosis.
Todo el mundo tiene un cadáver en el armario o un fantasma que le tira de los pies para estorbarle el sueño. Pero… ¿qué pasa si ese cadáver es el del Che Guevara y ese fantasma es el de Marx? Semejante desmesura requiere un paliativo. Y Robles lo encuentra donde los mejores autores de la Guerra Fría: en el absurdo. (De alguna manera, el He-Man del niño Morante es a Nuevos juguetes de la Guerra Fría lo que la aspiradora del adulto Wormold a Nuestro hombre en La Habana).
Esa intuición —ese sexto sentido (del humor)— no es el único hallazgo de esta primera novela del autor, como su amplitud geográfica no es el único índice de su ambición. A la manera de un Rodrigo Rey Rosa, aquí se explora la narrativa intrínseca del archivo, la dimensión literaria del documento. En la cuerda de un Yuri Herrera, se busca un lenguaje intransferible. Como en Patricio Pron o Martín Kohan, la revolución deja de ser un hecho épico puntual para convertirse en el puente inevitable hacia una modernidad “anómala” o “periférica”, según los tercermundistas canónicos. La revolución como algo que contiene al pop o a la cultura de masas y no al revés.
A fin de cuentas, la novela de la revolución latinoamericana no la ha escrito el movimiento literario que más se benefició de ésta. El boom —ya lo habían adivinado— no hubiera alcanzado su proyección sin la Revolución Cubana, pero sus postulados estéticos fueron, por lo general, más bien conservadores; con su regodeo patriarcal, su irracionalismo, su compraventa de exotismos o su formulación de un subgénero tan curioso como “la novela del dictador”.
Al contrario de lo que se suele explicar sobre la dominación absoluta de sus líderes, para los personajes de Robles el éxito de una revolución no reside en subestimar a sus participantes, sino en sobrestimarlos. No pasa por afianzar su anonimato sino por validar su trascendencia. (Esto explica el celo en la vigilancia o que, ante cualquier falta, el castigo siempre acarree un escarmiento colectivo).
Nuevos juguetes de la Guerra Fría es la historia de un desentierro. Una exhumación ideológica mediante la cual un esqueleto y un fantasma pueden gobernarnos desde ultratumba.
El autor de Nuevos juguetes de la Guerra Fría, Juan Manuel Robles, de niño, con el uniforme de pionero y un retrato del Che en en la escuela de la embajada cubana en La Paz, Bolivia.
Cubierta de la novela publicada por Seix Barral.
Entre el fantasma y el esqueleto
La Guerra Fría puede ser acotada en el tiempo, aunque no en el espacio. Recitamos de memoria sus fechas de nacimiento y defunción, mas no resulta igual de fácil enmarcar sus territorios. Podemos, en fin, acordonar su historia, pero no su geografía.
Y esto es así porque la competencia entre los dos Bloques arrasó esquinas de todos los continentes. Incluso alcanzó la estratosfera, en aquella olimpiada frenética en la que soviéticos y americanos se retaban a llegar más lejos, más alto y más fuerte.
En Nuevos juguetes de la Guerra Fría, Juan Manuel Robles desempercude un distrito tórrido de ese conflicto, al que saca de su zona de confort para llevarlo hasta los Andes. Desde allí, Iván Morante, narrador y protagonista, es traqueteado por idas y vueltas que comprenden La Habana, Nueva York o la Alemania poscomunista. Toda una cartografía trasnacional, zurcida con una memoria esquiva en la que cada enigma demanda la transgresión de alguna frontera.
Comencemos, evocando a Andréi Tarkovski, por la infancia de Iván: un niño peruano con un padre volcado en la tarea de exportar la Revolución Cubana al resto de América Latina. Como consecuencia, la familia Morante tiene que trasladarse a Bolivia, donde el muchacho acaba estudiando en la escuela de la embajada cubana en La Paz. Allí se va convirtiendo a marchas forzadas en un pionerito, aunque para conseguirlo deba complementar a su adorado He-Man con la doctrina revolucionaria, y a los superhombres de sus juguetes capitalistas con el hombre nuevo comunista en el que —con el Che Guevara como meta— está llamado a convertirse.
El tiempo pasa y encontramos a Iván Morante en Nueva York, trabajando en un restaurante mientras intenta escribir sobre aquella experiencia. Por el camino, la revolución se ha aplacado, el Muro de Berlín se ha derrumbado y los archivos de la Stasi se han desclasificado. De esas catacumbas surge una conexión tenebrosa con la escuelita cubana en Bolivia y con su propio padre. Así que, de pronto, la vida boliviana de Iván Morante se planta ante su supervivencia neoyorquina, su etapa clandestina de otro tiempo sacude su existencia anónima de ahora y su memoria privada acaba trastornada por la historia colectiva. Todo, en medio de una sensación extraña en la que, para restaurar sus recuerdos, debe pasar del secreto a la sobreinformación, del olvido a la hipnosis.
Todo el mundo tiene un cadáver en el armario o un fantasma que le tira de los pies para estorbarle el sueño. Pero… ¿qué pasa si ese cadáver es el del Che Guevara y ese fantasma es el de Marx? Semejante desmesura requiere un paliativo. Y Robles lo encuentra donde los mejores autores de la Guerra Fría: en el absurdo. (De alguna manera, el He-Man del niño Morante es a Nuevos juguetes de la Guerra Fría lo que la aspiradora del adulto Wormold a Nuestro hombre en La Habana).
Esa intuición —ese sexto sentido (del humor)— no es el único hallazgo de esta primera novela del autor, como su amplitud geográfica no es el único índice de su ambición. A la manera de un Rodrigo Rey Rosa, aquí se explora la narrativa intrínseca del archivo, la dimensión literaria del documento. En la cuerda de un Yuri Herrera, se busca un lenguaje intransferible. Como en Patricio Pron o Martín Kohan, la revolución deja de ser un hecho épico puntual para convertirse en el puente inevitable hacia una modernidad “anómala” o “periférica”, según los tercermundistas canónicos. La revolución como algo que contiene al pop o a la cultura de masas y no al revés.
A fin de cuentas, la novela de la revolución latinoamericana no la ha escrito el movimiento literario que más se benefició de ésta. El boom —ya lo habían adivinado— no hubiera alcanzado su proyección sin la Revolución Cubana, pero sus postulados estéticos fueron, por lo general, más bien conservadores; con su regodeo patriarcal, su irracionalismo, su compraventa de exotismos o su formulación de un subgénero tan curioso como “la novela del dictador”.
Al contrario de lo que se suele explicar sobre la dominación absoluta de sus líderes, para los personajes de Robles el éxito de una revolución no reside en subestimar a sus participantes, sino en sobrestimarlos. No pasa por afianzar su anonimato sino por validar su trascendencia. (Esto explica el celo en la vigilancia o que, ante cualquier falta, el castigo siempre acarree un escarmiento colectivo).
Nuevos juguetes de la Guerra Fría es la historia de un desentierro. Una exhumación ideológica mediante la cual un esqueleto y un fantasma pueden gobernarnos desde ultratumba.
El autor de Nuevos juguetes de la Guerra Fría, Juan Manuel Robles, de niño, con el uniforme de pionero y un retrato del Che en en la escuela de la embajada cubana en La Paz, Bolivia.
Cubierta de la novela publicada por Seix Barral.