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La revolución ya no será para bípedos
Lejos quedan aquellos tiempos en los que la izquierda vivía para la revolución y salía a conquistarla, fusil en mano, a la manigua. Lejos las infinitas huelgas sindicales, las manifestaciones estudiantiles capaces de poner de cabeza a países enteros, hacer saltar gobiernos, derrocar tiranías.
En la actualidad, después de primaveras varias, plazas ocupadas, mareas indignadas, la nueva izquierda ha encontrado cobijo en paisajes menos agrestes, a los que intenta transformar, pero a los que, por el camino, también se va acostumbrando. Así pues, no resulta difícil encontrársela asentada en parlamentos o consejos de administración de empresas privadas, manejándose con soltura dentro de un sistema que sus antecesores habían denostado en épocas de sangre y plomo.
Para todo esto ha sido inevitable remover viejos conceptos que van desde la familia hasta la asimilación de la globalización, pasando por el reciclaje de lo radical en las universidades, el lenguaje políticamente correcto, la aceptación universal del mercado, el paso del anticolonialismo al postcolonialismo, el aborrecimiento de cualquier variante de la guillotina (física) o la anteposición de Rousseau a Marx, implícita en el naturalismo de algunas agendas ecologistas o animalistas.
¿Que Sartre odiaba la televisión? Pues hoy son incontables los críticos o líderes izquierdistas fascinados con las teleseries (mayormente norteamericanas, dicho sea de paso). Por otra parte, el traslado de muchas demandas políticas a Internet ha traído aparejado un nuevo fetichismo que mezcla la compraventa de mercancías puras y duras con la entrega de nuestros datos y la implantación de una comunidad virtual, muchas veces sustituta de la sociedad, categoría que estaba en el tuétano de cualquier proyecto de izquierdas medianamente serio.
¿Hay, en este horizonte, cabida para el cambio? ¿Quién saldrá vencedor en este nuevo ajedrez: la capacidad de transformación o el acomodo táctico inevitable para conseguirla? Es bastante pantanoso esto de transformar el mundo desde estamentos diseñados, precisamente, para conservarlo tal cual.
No es que sea del todo imposible, pero los peajes políticos suelen salir caros. Como me insistía un viejo maestro en La Habana, evocando la sovietización del país en los años setenta, “el problema de los paquetes ideológicos es que siempre te los traen sellados”. (Digamos que no están diseñados para que nos resulte fácil desmenuzar la entrega).
Pensemos en la familia. La lucha por el matrimonio homosexual, la vindicación de crianzas diferentes a las establecidas por la costumbre, el lugar de la comunidad o el Estado en la enseñanza, las nuevas políticas de género… Todas esas batallas, más que acabar con la familia, la han multiplicado; más que dinamitarla, la han fortalecido. No puede negarse que la han arrancado del monopolio conservador, pero al mismo tiempo la han estirado hasta estos tiempos como un núcleo imprescindible de la sociedad.
Que el hecho de alcanzar metas socialdemócratas sea aireado hoy como algo “revolucionario” es otro síntoma de una época en la que a cualquier cosa se le concede esa condición. En los últimos años hemos conocido revoluciones naranjas, indignadas, sexuales, digitales. Antes, allá por los finales del siglo XX, hubo una revolución de los claveles en el Portugal de los setenta y —diez años más tarde— una “revolución conservadora” comandada por Reagan, Thatcher o Chuck Norris. (No se pierdan el documental Chuck Norris contra el comunismo, de Ilinca Calugareanu).
En cualquier caso, la intención de cambiar el mundo persiste. Sólo que, para conseguirlo, ya no parece suficiente con acudir a la posición bípeda de nuestro pasado material. Esa postura erecta que remitía a la guerra y la fábrica, al acarreo de la siembra y el mando de la horda, al liderazgo y la vanguardia.
La mayoría de eso que llamábamos sujeto histórico —en la “antigüedad ideológica” escrita y filmada por Alexander Kluge— hoy responde, en buena parte del mundo, a otra biomecánica. A la postura vital propia de un humano que ha cambiado el campo de guerra por la pantalla, la trinchera por la butaca, el fusil por el mando a distancia.
Imagen del documental Chuck Norris contra el comunismo (2015), de Ilinca Calugareanu.
La revolución ya no será para bípedos
Lejos quedan aquellos tiempos en los que la izquierda vivía para la revolución y salía a conquistarla, fusil en mano, a la manigua. Lejos las infinitas huelgas sindicales, las manifestaciones estudiantiles capaces de poner de cabeza a países enteros, hacer saltar gobiernos, derrocar tiranías.
En la actualidad, después de primaveras varias, plazas ocupadas, mareas indignadas, la nueva izquierda ha encontrado cobijo en paisajes menos agrestes, a los que intenta transformar, pero a los que, por el camino, también se va acostumbrando. Así pues, no resulta difícil encontrársela asentada en parlamentos o consejos de administración de empresas privadas, manejándose con soltura dentro de un sistema que sus antecesores habían denostado en épocas de sangre y plomo.
Para todo esto ha sido inevitable remover viejos conceptos que van desde la familia hasta la asimilación de la globalización, pasando por el reciclaje de lo radical en las universidades, el lenguaje políticamente correcto, la aceptación universal del mercado, el paso del anticolonialismo al postcolonialismo, el aborrecimiento de cualquier variante de la guillotina (física) o la anteposición de Rousseau a Marx, implícita en el naturalismo de algunas agendas ecologistas o animalistas.
¿Que Sartre odiaba la televisión? Pues hoy son incontables los críticos o líderes izquierdistas fascinados con las teleseries (mayormente norteamericanas, dicho sea de paso). Por otra parte, el traslado de muchas demandas políticas a Internet ha traído aparejado un nuevo fetichismo que mezcla la compraventa de mercancías puras y duras con la entrega de nuestros datos y la implantación de una comunidad virtual, muchas veces sustituta de la sociedad, categoría que estaba en el tuétano de cualquier proyecto de izquierdas medianamente serio.
¿Hay, en este horizonte, cabida para el cambio? ¿Quién saldrá vencedor en este nuevo ajedrez: la capacidad de transformación o el acomodo táctico inevitable para conseguirla? Es bastante pantanoso esto de transformar el mundo desde estamentos diseñados, precisamente, para conservarlo tal cual.
No es que sea del todo imposible, pero los peajes políticos suelen salir caros. Como me insistía un viejo maestro en La Habana, evocando la sovietización del país en los años setenta, “el problema de los paquetes ideológicos es que siempre te los traen sellados”. (Digamos que no están diseñados para que nos resulte fácil desmenuzar la entrega).
Pensemos en la familia. La lucha por el matrimonio homosexual, la vindicación de crianzas diferentes a las establecidas por la costumbre, el lugar de la comunidad o el Estado en la enseñanza, las nuevas políticas de género… Todas esas batallas, más que acabar con la familia, la han multiplicado; más que dinamitarla, la han fortalecido. No puede negarse que la han arrancado del monopolio conservador, pero al mismo tiempo la han estirado hasta estos tiempos como un núcleo imprescindible de la sociedad.
Que el hecho de alcanzar metas socialdemócratas sea aireado hoy como algo “revolucionario” es otro síntoma de una época en la que a cualquier cosa se le concede esa condición. En los últimos años hemos conocido revoluciones naranjas, indignadas, sexuales, digitales. Antes, allá por los finales del siglo XX, hubo una revolución de los claveles en el Portugal de los setenta y —diez años más tarde— una “revolución conservadora” comandada por Reagan, Thatcher o Chuck Norris. (No se pierdan el documental Chuck Norris contra el comunismo, de Ilinca Calugareanu).
En cualquier caso, la intención de cambiar el mundo persiste. Sólo que, para conseguirlo, ya no parece suficiente con acudir a la posición bípeda de nuestro pasado material. Esa postura erecta que remitía a la guerra y la fábrica, al acarreo de la siembra y el mando de la horda, al liderazgo y la vanguardia.
La mayoría de eso que llamábamos sujeto histórico —en la “antigüedad ideológica” escrita y filmada por Alexander Kluge— hoy responde, en buena parte del mundo, a otra biomecánica. A la postura vital propia de un humano que ha cambiado el campo de guerra por la pantalla, la trinchera por la butaca, el fusil por el mando a distancia.
Imagen del documental Chuck Norris contra el comunismo (2015), de Ilinca Calugareanu.