Contenido
En el punto de fuga de la forma
El radicalismo de Ornette Coleman
Es imposible para el oyente actual escuchar la música de Ornette Coleman tal y como debía de sonar en los años 50. Me quedó muy claro mientras escuchaba los solos de Charlie Parker en las grabaciones de Dean Benedetti publicadas por Mosaic Records en 1990. La calidad del sonido en muchas de esas grabaciones no es muy buena, incluso en algunas ocasiones sólo se oye a Parker y al batería; al no contar con el marco armónico que proporcionarían el piano y el contrabajo, me di cuenta con sorpresa de cuánto llega a parecerse a veces el fraseo empapado de blues de Charlie Parker al de Ornette Coleman. Lo cual señala por qué, cuando hoy en día escuchamos los primeros álbumes de Ornette, nos cuesta comprender la polémica que levantaron, en el mundo del jazz, sus grabaciones e interpretaciones de los años 50: la música es melódica, serpentea como posesa, las composiciones que utiliza se basan en el repertorio del jazz y a los solistas les deja espacio para que improvisen sobre una sección de ritmo muy tensa, antes de volver al motivo principal para concluir la pieza. ¿Qué tiene de raro? ¿Qué elemento le falta a la música de Ornette para haber provocado entre los entendidos en jazz –músicos, crítica y público–, nada más aparecer en la escena, una división insondable que aún colea en nuestros días? Pues tiene que ver con el piano.
Una de las funciones más básicas de un pianista de jazz mainstream, aparte de su papel como solista, era marcarle al improvisador el ciclo de los cambios de acorde en la composición. Muchas veces la melodía se sacaba de una canción popular del momento; incluso los patrones armónicos de las composiciones bebop a menudo se establecían forzando los acordes de piezas que conocía todo el mundo (por ejemplo, Groovin’ High, de Dizzy Gillespie, se basa en la canción Whispering, de Vincent Rose, John Schonberger y Richard Coburn). Pero, aparte de su primer álbum, Something Else!!!!, y unas pocas grabaciones y actuaciones en una época más tardía de su carrera, Ornette Coleman no trabajó con pianistas. La pregunta es ¿por qué?
Si echamos la vista atrás, está claro que el jazz de finales de los 50 estaba pidiendo a gritos un cambio de paradigma para avanzar en su progresión artística. Ya había habido crecientes intentos de confrontar las bases armónicas para expandir la música o desafiar al improvisador. En general, la estructura de los acordes o bien se fue haciendo más y más compleja (esa es la dirección que tomó John Coltrane con su álbum Giant Steps) o bien se simplificó, en una tentativa de liberar al solista de restricciones armónicas (es lo que hizo Miles Davis en Kind of Blue). Pero ninguna de esas estrategias llegó a alterar de verdad la estructura básica de la música, que seguía una secuencia de acordes repetida cada 32 compases y formas AABA (o bien otros modelos de acordes y formas similares).
Ornette Coleman presentó una solución totalmente diferente a este potencial callejón sin salida; diferente y, por lo que parece, poco comprendida: se dio cuenta de que el imperioso giro creativo no debía basarse en la armonía, sino en la forma. La eliminación por parte de Ornette del papel convencional del piano en el jazz le ayudó a desarrollar una estructura armónica de final abierto, liberada de los cambios de acorde sistemáticos. A pesar de que ahora es difícil apreciarlo, el nuevo procedimiento resultaba extraordinariamente desconcertante para la mayor parte de los músicos y del público, acostumbrados a que el solista improvisase sobre patrones armónicos predeterminados y claramente definidos. Y es precisamente eso, la innovación estructural por parte de Ornette y no la armonía, lo que yace en el centro de la controversia sobre su música. La casi literal incapacidad para percibir realmente la naturaleza radical de su trabajo hoy en día indica que el quid no estaba en la superficie (los ritmos y melodías) sino en la forma (la estructura de improvisación). Si la armonía no era el verdadero problema, como a menudo se dice, la música de Ornette no estaría tan evidentemente conectada con el sonido del jazz “convencional” cuando la escuchamos ahora, con nuestros oídos del siglo XXI.
El problema que parte del público tuvo con su música cuando apareció en los escenarios de jazz fue que –al sustituir la forma predeterminada que era el estándar de cambios de acorde por una estructura armónica lineal y espontánea, creada por los improvisadores durante la interpretación– Ornette Coleman esencialmente disolvió el punto de fuga del jazz. En cierto sentido, la revolución estructural que comenzó es comparable al impacto del cubismo en la pintura. Muchos artistas, críticos y aficionados que seguían las tradiciones del arte figurativo vivieron como una amenaza la revolución cubista iniciada por Braque y Picasso, que entre otras cosas eliminaba la primacía del punto de fuga para la perspectiva. Lo mismo se puede aplicar a los músicos de jazz, al público y a los críticos que se toparon con las ideas de Ornette a finales de los cincuenta; al igual que Braque y Picasso, él desplazó el paradigma de una manera que nadie hubiera podido anticipar. Ornette sorteó el “problema de la armonía” mostrando que la libertad formal podía liberar a la expresión. Fue el primero en abrirse camino con este hallazgo, y después llegarían otros músicos con sus rupturas, entre ellos aquellos que ya se habían buscado un hueco antes de la irrupción de Ornette: Cecil Taylor (Air, 1960), Joe Harriott (Free Form, 1960), Max Roach (We Insist!, 1960), Jimmy Giuffre (Fusion, 1961), Mal Waldron (The Quest, 1961), Sonny Rollins (Our Man In Jazz, 1962), the Archie Shepp - Bill Dixon Quartet (released by Savoy in 1962), Jackie McLean (Let Freedom Ring, 1962), Andrew Hill (Black Fire, 1963).
El jazz llevaba más o menos medio siglo de desarrollo antes de que Ornette Coleman revolucionase su arquitectura. Hoy, cuando han pasado más de cincuenta años desde su innovación, tengo la sensación de que la cuestión creativa se ha vuelto, de nuevo, estructural. Desde 1960 ha sido un lugar común para muchos improvisadores ligados a la tradición del jazz echar mano de una construcción “tema>forma abierta>tema” para elaborar su material, pero por mi parte considero que, en pleno siglo XXI, esta estructura ha dejado de generar o de suponer un reto auténtico para los improvisadores; se trata de una metodología esquilmada. Una solución al problema ha sido el desarrollo de la música libremente improvisada, bajo la premisa de que todos los materiales han de generarse de manera espontánea. Pero después de décadas de actividad musical, es hora de que las tradiciones que han nacido de esta práctica se vean a su vez desafiadas e infringidas. Y aunque se han dado métodos de composición con un poderoso efecto en el panorama –las largas formas de Cecil Taylor, las estrategias postmodernas (cuyo mejor ejemplo quizá se encuentre en Naked City, de John Zorn), la organización en collage a la que recurrió Anthony Braxton con su cuarteto en los años ochenta-, ninguno de ellos se ha utilizado tanto como la innovación formal de Ornette.
Hoy en día, la estética combina unos recursos únicos e internacionales con el acceso inédito a los archivos y las grabaciones históricas. En este estado de cosas, la estructura “tema>forma libre>tema” ya no es suficiente, igual que sucedió a finales de los cincuenta, cuando el uso continuado de los cambios de coro tradicionales dejó de funcionar. En ambos casos, después de casi cinco decenios de investigación por parte de los maestros de la improvisación y de los compositores, parece que estos formatos estructurales han cumplido el ciclo de sus innovaciones respectivas. Al igual que entonces, es hora de quebrar el paradigma, y creo que esta ruptura vendrá de una manera que nadie espera, como pasó con Ornette Coleman. Y al igual que entonces, no vendrá de la observación de la superficie: surgirá del estudio de la forma.
Traducción de Bárbara Mingo.
En el punto de fuga de la forma
Es imposible para el oyente actual escuchar la música de Ornette Coleman tal y como debía de sonar en los años 50. Me quedó muy claro mientras escuchaba los solos de Charlie Parker en las grabaciones de Dean Benedetti publicadas por Mosaic Records en 1990. La calidad del sonido en muchas de esas grabaciones no es muy buena, incluso en algunas ocasiones sólo se oye a Parker y al batería; al no contar con el marco armónico que proporcionarían el piano y el contrabajo, me di cuenta con sorpresa de cuánto llega a parecerse a veces el fraseo empapado de blues de Charlie Parker al de Ornette Coleman. Lo cual señala por qué, cuando hoy en día escuchamos los primeros álbumes de Ornette, nos cuesta comprender la polémica que levantaron, en el mundo del jazz, sus grabaciones e interpretaciones de los años 50: la música es melódica, serpentea como posesa, las composiciones que utiliza se basan en el repertorio del jazz y a los solistas les deja espacio para que improvisen sobre una sección de ritmo muy tensa, antes de volver al motivo principal para concluir la pieza. ¿Qué tiene de raro? ¿Qué elemento le falta a la música de Ornette para haber provocado entre los entendidos en jazz –músicos, crítica y público–, nada más aparecer en la escena, una división insondable que aún colea en nuestros días? Pues tiene que ver con el piano.
Una de las funciones más básicas de un pianista de jazz mainstream, aparte de su papel como solista, era marcarle al improvisador el ciclo de los cambios de acorde en la composición. Muchas veces la melodía se sacaba de una canción popular del momento; incluso los patrones armónicos de las composiciones bebop a menudo se establecían forzando los acordes de piezas que conocía todo el mundo (por ejemplo, Groovin’ High, de Dizzy Gillespie, se basa en la canción Whispering, de Vincent Rose, John Schonberger y Richard Coburn). Pero, aparte de su primer álbum, Something Else!!!!, y unas pocas grabaciones y actuaciones en una época más tardía de su carrera, Ornette Coleman no trabajó con pianistas. La pregunta es ¿por qué?
Si echamos la vista atrás, está claro que el jazz de finales de los 50 estaba pidiendo a gritos un cambio de paradigma para avanzar en su progresión artística. Ya había habido crecientes intentos de confrontar las bases armónicas para expandir la música o desafiar al improvisador. En general, la estructura de los acordes o bien se fue haciendo más y más compleja (esa es la dirección que tomó John Coltrane con su álbum Giant Steps) o bien se simplificó, en una tentativa de liberar al solista de restricciones armónicas (es lo que hizo Miles Davis en Kind of Blue). Pero ninguna de esas estrategias llegó a alterar de verdad la estructura básica de la música, que seguía una secuencia de acordes repetida cada 32 compases y formas AABA (o bien otros modelos de acordes y formas similares).
Ornette Coleman presentó una solución totalmente diferente a este potencial callejón sin salida; diferente y, por lo que parece, poco comprendida: se dio cuenta de que el imperioso giro creativo no debía basarse en la armonía, sino en la forma. La eliminación por parte de Ornette del papel convencional del piano en el jazz le ayudó a desarrollar una estructura armónica de final abierto, liberada de los cambios de acorde sistemáticos. A pesar de que ahora es difícil apreciarlo, el nuevo procedimiento resultaba extraordinariamente desconcertante para la mayor parte de los músicos y del público, acostumbrados a que el solista improvisase sobre patrones armónicos predeterminados y claramente definidos. Y es precisamente eso, la innovación estructural por parte de Ornette y no la armonía, lo que yace en el centro de la controversia sobre su música. La casi literal incapacidad para percibir realmente la naturaleza radical de su trabajo hoy en día indica que el quid no estaba en la superficie (los ritmos y melodías) sino en la forma (la estructura de improvisación). Si la armonía no era el verdadero problema, como a menudo se dice, la música de Ornette no estaría tan evidentemente conectada con el sonido del jazz “convencional” cuando la escuchamos ahora, con nuestros oídos del siglo XXI.
El problema que parte del público tuvo con su música cuando apareció en los escenarios de jazz fue que –al sustituir la forma predeterminada que era el estándar de cambios de acorde por una estructura armónica lineal y espontánea, creada por los improvisadores durante la interpretación– Ornette Coleman esencialmente disolvió el punto de fuga del jazz. En cierto sentido, la revolución estructural que comenzó es comparable al impacto del cubismo en la pintura. Muchos artistas, críticos y aficionados que seguían las tradiciones del arte figurativo vivieron como una amenaza la revolución cubista iniciada por Braque y Picasso, que entre otras cosas eliminaba la primacía del punto de fuga para la perspectiva. Lo mismo se puede aplicar a los músicos de jazz, al público y a los críticos que se toparon con las ideas de Ornette a finales de los cincuenta; al igual que Braque y Picasso, él desplazó el paradigma de una manera que nadie hubiera podido anticipar. Ornette sorteó el “problema de la armonía” mostrando que la libertad formal podía liberar a la expresión. Fue el primero en abrirse camino con este hallazgo, y después llegarían otros músicos con sus rupturas, entre ellos aquellos que ya se habían buscado un hueco antes de la irrupción de Ornette: Cecil Taylor (Air, 1960), Joe Harriott (Free Form, 1960), Max Roach (We Insist!, 1960), Jimmy Giuffre (Fusion, 1961), Mal Waldron (The Quest, 1961), Sonny Rollins (Our Man In Jazz, 1962), the Archie Shepp - Bill Dixon Quartet (released by Savoy in 1962), Jackie McLean (Let Freedom Ring, 1962), Andrew Hill (Black Fire, 1963).
El jazz llevaba más o menos medio siglo de desarrollo antes de que Ornette Coleman revolucionase su arquitectura. Hoy, cuando han pasado más de cincuenta años desde su innovación, tengo la sensación de que la cuestión creativa se ha vuelto, de nuevo, estructural. Desde 1960 ha sido un lugar común para muchos improvisadores ligados a la tradición del jazz echar mano de una construcción “tema>forma abierta>tema” para elaborar su material, pero por mi parte considero que, en pleno siglo XXI, esta estructura ha dejado de generar o de suponer un reto auténtico para los improvisadores; se trata de una metodología esquilmada. Una solución al problema ha sido el desarrollo de la música libremente improvisada, bajo la premisa de que todos los materiales han de generarse de manera espontánea. Pero después de décadas de actividad musical, es hora de que las tradiciones que han nacido de esta práctica se vean a su vez desafiadas e infringidas. Y aunque se han dado métodos de composición con un poderoso efecto en el panorama –las largas formas de Cecil Taylor, las estrategias postmodernas (cuyo mejor ejemplo quizá se encuentre en Naked City, de John Zorn), la organización en collage a la que recurrió Anthony Braxton con su cuarteto en los años ochenta-, ninguno de ellos se ha utilizado tanto como la innovación formal de Ornette.
Hoy en día, la estética combina unos recursos únicos e internacionales con el acceso inédito a los archivos y las grabaciones históricas. En este estado de cosas, la estructura “tema>forma libre>tema” ya no es suficiente, igual que sucedió a finales de los cincuenta, cuando el uso continuado de los cambios de coro tradicionales dejó de funcionar. En ambos casos, después de casi cinco decenios de investigación por parte de los maestros de la improvisación y de los compositores, parece que estos formatos estructurales han cumplido el ciclo de sus innovaciones respectivas. Al igual que entonces, es hora de quebrar el paradigma, y creo que esta ruptura vendrá de una manera que nadie espera, como pasó con Ornette Coleman. Y al igual que entonces, no vendrá de la observación de la superficie: surgirá del estudio de la forma.
Traducción de Bárbara Mingo.