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El sueño de los dos pabellones
Semana de la moda o Fashion Week y Congreso internacional de bebidas y destilados
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez pasos, hasta llegar al treinta y cinco, que en realidad es un paso lateral hacia la derecha, treinta y seis, treinta y siete, paso lateral hacia la derecha otra vez, treinta y ocho, treinta y nueve y cuarenta, hasta llegar al sesenta y ocho, al sesenta y nueve y al setenta (paso arriba, paso abajo). Entonces, la modelo traspasa el umbral de la pasarela y se abisma en los pliegues de unos cortinones negros. Siempre hay una decena de modelos sobre la pasarela (modelo arriba, modelo abajo). Todas tienen el pelo largo y anudado en una trenza que les cae entre los omóplatos y crea el efecto de una radiografía del Hospital Doce de Octubre. La delgadez es extrema, la concentración de las modelos también es extrema. Algunas mueven el cuello de manera extraña y tensan los hombros por efecto de los tacones altísimos. Pero también aquí el público es el mensaje. Hay unas gradas reservadas para prensa y para blogueros, a los que la organización llama insistentemente bloggers. Los blogueros teclean con ansiedad en sus teléfonos móviles, se llevan las correas de sus acreditaciones a los labios. Hay otra grada con asientos asignados a personas concretas, con nombres y apellidos, y hay una fila con unos carteles que dicen “AMIGAS”. Las amigas del diseñador son señoras de ringorrango y de una cierta edad, con el pelo hueco y elevado, más o menos audaces, que hablan de veraneos en el Norte y de amigas que no han podido venir. El desfile acaba con casi todas las modelos encima de la pasarela, y eso es interesante porque resulta que hay muchísimas modelos, más de treinta, menos de cincuenta. Dado que todas las modelos se parecen mucho, y dado que los modelos (la ropa, los diseños, los vestidos) también se parecen mucho entre sí, por momentos se ha creado un efecto similar al de las escenas de persecución en los dibujos animados de Hanna-Barbera: este gato y este ratón han pasado ya cinco veces junto a este mismo árbol y junto a esta misma boca de incendios. Pues bien: el árbol y la boca de incendios eran los mismos, pero eran otro gato y otro ratón. Acabado el desfile, apagada la música, el diseñador, que va vestido de negro y usa gafas de sol, se materializa entre los cortinones, se asoma a la pasarela y levanta el brazo.
—Maravilloso.
—Formidable.
—Muy ponible.
Los desfiles son, en principio, lo más importante de esta semana de la moda o Madrid Fashion Week, pero fuera de las salas y a lo largo del pabellón número 14 también pasan cosas. Hay un mercadillo donde algunos diseñadores enseñan ropa. Es una feria, y ocurre como en todas las ferias: se vende mucho, pero se compra poco. Hay un jersey con la leyenda “FUTURE” que cuesta trescientos euros. También está Shen Lin. Shen Lin es de Taiwán, pero lleva quince años instalado en España y ahora tiene un taller de costura en Cádiz. Hace vestidos con algas y conchas que recoge de la playa, y con plumas que recorta minuciosamente:
—Tengo paciencia.
Al otro lado del mercadillo, y entre los árboles, hay un antiguo Míster España que habla con acento aragonés y que ahora ha montado una agencia de modelos que hablan también con acento aragonés. El ahora agente y las modelos se desplazan de un lado a otro, flotan sobre la moqueta del pabellón, se dejan grabar imágenes de archivo y conceden alguna entrevista. Hablan con un redactor del audiovisual que zigzaguea seguido de un cámara de televisión. El redactor le hace al antiguo Míster España una pregunta muy larga que incluye la expresión “mercado de la carne”. ¿Qué será lo siguiente? ¿Los límites de la delgadez?, ¿los tacones femeninos como herramienta de dominación? El antiguo Míster España dice que se trata sólo de mostrar un producto al público.
—Tú también eres producto.
—Yo he sido producto.
Los blogueros cuentan con un espacio exclusivo y delimitado por un cordón rojo como el de las discotecas de la calle Fortuny. Una camarógrafa y una bloguera pactan la grabación de una micropieza. Lo que la camarógrafa quiere recoger es el momento en que la bloguera abandona su espacio exclusivo o Bloggers Space para dirigirse al siguiente desfile.
—De acuerdo, pero tiene que ser ya.
La bloguera es joven, delgadísima, bebe Solán de Cabras nerviosamente y le tiembla el labio inferior.
—¡Voy!
La bloguera —“Recuerda que eres mortal, recuerda que has hecho transbordo en el intercambiador de Nuevos Ministerios para llegar hasta aquí”— avanza por el recinto ferial, se abre paso entre una masa informe de aspirantes y de gente que sueña (muchos adolescentes), desplaza una cantidad de aire muy superior a su propio volumen. La bloguera también sueña: sueña que está despierta y que se desplaza por el recinto ferial de la Fashion Week.
Además de moda y costura hay representación de negocios colaterales, prensa del ramo, marcas de cosméticos y otros sectores más o menos afines. Por ejemplo, los cafés instantáneos, las aguas minerales y los zumos de frutas. Y la telefonía móvil. La compañía Samsung está por todas partes, patrocina espacios, te deja manosear sus cacharritos y te invita a probar unas gafas de realidad virtual. Una chica se sienta en una butaca abovedada, se coloca las gafas y empieza a mover la cabeza de un lado a otro. De pronto se ríe y alarga un brazo para tocar algo que no existe, algo que no está ahí. Se asusta. Se encoge y vuelve a estirarse. Parece una persona que ha tomado ácido y ve cosas que los demás no ven (eso es exactamente lo que está ocurriendo).
—¿Puedo probarlo yo también?
—Sí, pero antes tienes que darme tu correo electrónico.
—Ajá.
Lo primero que aparece es el cosmos y un montón de pecios cósmicos que te pasan por los lados, sobre una alfombra de planetas y satélites. Todo es azul y grumoso. Y, de pronto, apareces en una playa del Pacífico Sur y hay alguien que chapotea sobre las aguas color turquesa. Son unos indígenas, que avanzan en una canoa elemental y sonríen al hombre blanco. Sobre la superficie del mar hay cabañas flotantes que parecen hórreos, y el cielo esmaltado está a punto de romperse. ¡Cuidado! Ahora estás en un bosque antiguo y total y tienes delante de las narices el cuello curvado de un dinosaurio. Fundido en negro, unas cuantas crepitaciones y, ¡alehop!, estás en una de esas enormes tiendas de campaña —se llaman yurtas— en las que viven los mongoles. Está toda la familia: los padres, una abuela, unos cuantos niños que corretean entre las mantas y la joven casadera.
—Perdona: ¿tenéis grabado el desfile de Hannibal Laguna? Me haría muchísima ilusión verlo.
—¡Ssshhh!
El empleado de Samsung insiste en que vuelvas la cabeza hacia atrás y hacia los lados, para comprobar que la realidad te envuelve por todas partes y para que tu experiencia sea total, plena. Por supuesto, no es ninguna experiencia, en el sentido habitual y exagerado de la palabra expe-rie-ncia, aunque suponga un alivio en medio de una sucesión de imágenes desagradables: las modelos que caminan como una recua de esclavas en el mercado de Zanzíbar, los blogueros con el cerebro arrasado por las tendencias y sus recurrentes ataques de pánico. Tampoco es comparable a un sueño, porque los sueños son verdad —la única verdad— en tanto en cuanto dura el sueño, y la cuestión es que tú no estás en ningún sitio que no sea el pabellón número 14, y todo es un simulacro —nada nace de lo que no existe— y tú no sientes nada que no puedas sentir mirando una fotografía o evocando algún momento decisivo de tu existencia. Y no puedes cambiar el curso de lo que ocurre o parece ocurrir ahí dentro, en el interior de tus gafas de realidad virtual. No puedes decir: “Ya basta de culturas exóticas, y ya basta también de pasarelas y de semanas de la moda: ahora quiero estar en un bar infinito donde todo sea gratis. Eso es lo que yo quiero”. Bueno, bueno. Las gafas de realidad virtual no pueden hacer realidad esa pequeña y honesta aspiración, pero un par de palabras amables y un desplazamiento de unos quinientos metros —metro arriba, metro abajo— sí que pueden. Cuatro pabellones más allá —pabellón arriba, pabellón abajo— hay un congreso —resulta que hay un congreso— internacional de bebidas y destilados y hay una ristra de barras de bar y unos camareros muy amables que te dan de beber a cambio de nada o de casi nada. Sólo tienes que escuchar alguna que otra píldora promocional, algún cuentecito sectorial: cuáles son las propiedades de esta cerveza, qué puedes hacer con este ron y qué no debes hacer nunca con aquel whisky.
—En Singapur, esta cerveza está funcionando a tope.
El hecho de que todo sea gratis no quiere decir que nadie venda nada, ni que nadie compre. Los distribuidores y las marcas de destilados enseñan el producto y los profesionales del sector —los dueños de bares, los camareros, los jefes de compras y los jefes de sala— lo prueban y de vez en cuando alguien se acoda en una de esas barras y pone su firma en algo que parece una hoja de pedido.
—Hummm… ¿Y dices que esto tiene cinco años?
Alberto acaba de terminar un curso de especialización en bebidas destiladas y por las tardes trabaja en un hotel de la Gran Vía donde la habitación más barata cuesta doscientos cincuenta euros. Cuando quedan pocas habitaciones, el precio asciende, empujado por la ley de la oferta y la demanda, hasta los setecientos euros la noche.
—La gente los paga.
Alberto acaba de participar en un concurso que a su vez dará paso a otro concurso donde se dilucidará quién es el mejor camarero de España. Primero lo han sometido a una cata a ciegas y luego le han hecho unas cuantas preguntas sobre el asunto: cuándo se inventó el congelador, cuándo se inventó el agua carbonatada, quién era ese tal Frederic Tudor. Alberto se cauteriza las encías con un whisky japonés y mueve la barbilla de un lado a otro. Los resultados del concurso se anunciarán en unas horas, pero Alberto tiene la impresión de que sus posibilidades de éxito se reducen por momentos.
—Pssst. He dicho grappa, pero ahora creo que era calvados.
Grappa, calvados, whisky japonés y vodka, cerveza hecha en Guadalajara y en Singapur. Ron añejo y caliente. El cerebro se esponja, el corazón se dilata. Todo fluye. Del pabellón número 14 al pabellón número 10, todo cambia (todo ha cambiado): ¿Ha cambiado la realidad o sólo ha cambiado la percepción de esa realidad por efecto de la bebida? Ha cambiado el pabellón y, mientras dure el sueño, ese pabellón será lo único real, lo único que exista:
—¿Quiere probar el bourbon con Ginger Ale? Es una receta de Kentucky.
—Bueno.
En la portada, el diseñador taiwanés afincado en España Shen Lin.
Todas las fotografías son del autor de la crónica.
El sueño de los dos pabellones
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez pasos, hasta llegar al treinta y cinco, que en realidad es un paso lateral hacia la derecha, treinta y seis, treinta y siete, paso lateral hacia la derecha otra vez, treinta y ocho, treinta y nueve y cuarenta, hasta llegar al sesenta y ocho, al sesenta y nueve y al setenta (paso arriba, paso abajo). Entonces, la modelo traspasa el umbral de la pasarela y se abisma en los pliegues de unos cortinones negros. Siempre hay una decena de modelos sobre la pasarela (modelo arriba, modelo abajo). Todas tienen el pelo largo y anudado en una trenza que les cae entre los omóplatos y crea el efecto de una radiografía del Hospital Doce de Octubre. La delgadez es extrema, la concentración de las modelos también es extrema. Algunas mueven el cuello de manera extraña y tensan los hombros por efecto de los tacones altísimos. Pero también aquí el público es el mensaje. Hay unas gradas reservadas para prensa y para blogueros, a los que la organización llama insistentemente bloggers. Los blogueros teclean con ansiedad en sus teléfonos móviles, se llevan las correas de sus acreditaciones a los labios. Hay otra grada con asientos asignados a personas concretas, con nombres y apellidos, y hay una fila con unos carteles que dicen “AMIGAS”. Las amigas del diseñador son señoras de ringorrango y de una cierta edad, con el pelo hueco y elevado, más o menos audaces, que hablan de veraneos en el Norte y de amigas que no han podido venir. El desfile acaba con casi todas las modelos encima de la pasarela, y eso es interesante porque resulta que hay muchísimas modelos, más de treinta, menos de cincuenta. Dado que todas las modelos se parecen mucho, y dado que los modelos (la ropa, los diseños, los vestidos) también se parecen mucho entre sí, por momentos se ha creado un efecto similar al de las escenas de persecución en los dibujos animados de Hanna-Barbera: este gato y este ratón han pasado ya cinco veces junto a este mismo árbol y junto a esta misma boca de incendios. Pues bien: el árbol y la boca de incendios eran los mismos, pero eran otro gato y otro ratón. Acabado el desfile, apagada la música, el diseñador, que va vestido de negro y usa gafas de sol, se materializa entre los cortinones, se asoma a la pasarela y levanta el brazo.
—Maravilloso.
—Formidable.
—Muy ponible.
Los desfiles son, en principio, lo más importante de esta semana de la moda o Madrid Fashion Week, pero fuera de las salas y a lo largo del pabellón número 14 también pasan cosas. Hay un mercadillo donde algunos diseñadores enseñan ropa. Es una feria, y ocurre como en todas las ferias: se vende mucho, pero se compra poco. Hay un jersey con la leyenda “FUTURE” que cuesta trescientos euros. También está Shen Lin. Shen Lin es de Taiwán, pero lleva quince años instalado en España y ahora tiene un taller de costura en Cádiz. Hace vestidos con algas y conchas que recoge de la playa, y con plumas que recorta minuciosamente:
—Tengo paciencia.
Al otro lado del mercadillo, y entre los árboles, hay un antiguo Míster España que habla con acento aragonés y que ahora ha montado una agencia de modelos que hablan también con acento aragonés. El ahora agente y las modelos se desplazan de un lado a otro, flotan sobre la moqueta del pabellón, se dejan grabar imágenes de archivo y conceden alguna entrevista. Hablan con un redactor del audiovisual que zigzaguea seguido de un cámara de televisión. El redactor le hace al antiguo Míster España una pregunta muy larga que incluye la expresión “mercado de la carne”. ¿Qué será lo siguiente? ¿Los límites de la delgadez?, ¿los tacones femeninos como herramienta de dominación? El antiguo Míster España dice que se trata sólo de mostrar un producto al público.
—Tú también eres producto.
—Yo he sido producto.
Los blogueros cuentan con un espacio exclusivo y delimitado por un cordón rojo como el de las discotecas de la calle Fortuny. Una camarógrafa y una bloguera pactan la grabación de una micropieza. Lo que la camarógrafa quiere recoger es el momento en que la bloguera abandona su espacio exclusivo o Bloggers Space para dirigirse al siguiente desfile.
—De acuerdo, pero tiene que ser ya.
La bloguera es joven, delgadísima, bebe Solán de Cabras nerviosamente y le tiembla el labio inferior.
—¡Voy!
La bloguera —“Recuerda que eres mortal, recuerda que has hecho transbordo en el intercambiador de Nuevos Ministerios para llegar hasta aquí”— avanza por el recinto ferial, se abre paso entre una masa informe de aspirantes y de gente que sueña (muchos adolescentes), desplaza una cantidad de aire muy superior a su propio volumen. La bloguera también sueña: sueña que está despierta y que se desplaza por el recinto ferial de la Fashion Week.
Además de moda y costura hay representación de negocios colaterales, prensa del ramo, marcas de cosméticos y otros sectores más o menos afines. Por ejemplo, los cafés instantáneos, las aguas minerales y los zumos de frutas. Y la telefonía móvil. La compañía Samsung está por todas partes, patrocina espacios, te deja manosear sus cacharritos y te invita a probar unas gafas de realidad virtual. Una chica se sienta en una butaca abovedada, se coloca las gafas y empieza a mover la cabeza de un lado a otro. De pronto se ríe y alarga un brazo para tocar algo que no existe, algo que no está ahí. Se asusta. Se encoge y vuelve a estirarse. Parece una persona que ha tomado ácido y ve cosas que los demás no ven (eso es exactamente lo que está ocurriendo).
—¿Puedo probarlo yo también?
—Sí, pero antes tienes que darme tu correo electrónico.
—Ajá.
Lo primero que aparece es el cosmos y un montón de pecios cósmicos que te pasan por los lados, sobre una alfombra de planetas y satélites. Todo es azul y grumoso. Y, de pronto, apareces en una playa del Pacífico Sur y hay alguien que chapotea sobre las aguas color turquesa. Son unos indígenas, que avanzan en una canoa elemental y sonríen al hombre blanco. Sobre la superficie del mar hay cabañas flotantes que parecen hórreos, y el cielo esmaltado está a punto de romperse. ¡Cuidado! Ahora estás en un bosque antiguo y total y tienes delante de las narices el cuello curvado de un dinosaurio. Fundido en negro, unas cuantas crepitaciones y, ¡alehop!, estás en una de esas enormes tiendas de campaña —se llaman yurtas— en las que viven los mongoles. Está toda la familia: los padres, una abuela, unos cuantos niños que corretean entre las mantas y la joven casadera.
—Perdona: ¿tenéis grabado el desfile de Hannibal Laguna? Me haría muchísima ilusión verlo.
—¡Ssshhh!
El empleado de Samsung insiste en que vuelvas la cabeza hacia atrás y hacia los lados, para comprobar que la realidad te envuelve por todas partes y para que tu experiencia sea total, plena. Por supuesto, no es ninguna experiencia, en el sentido habitual y exagerado de la palabra expe-rie-ncia, aunque suponga un alivio en medio de una sucesión de imágenes desagradables: las modelos que caminan como una recua de esclavas en el mercado de Zanzíbar, los blogueros con el cerebro arrasado por las tendencias y sus recurrentes ataques de pánico. Tampoco es comparable a un sueño, porque los sueños son verdad —la única verdad— en tanto en cuanto dura el sueño, y la cuestión es que tú no estás en ningún sitio que no sea el pabellón número 14, y todo es un simulacro —nada nace de lo que no existe— y tú no sientes nada que no puedas sentir mirando una fotografía o evocando algún momento decisivo de tu existencia. Y no puedes cambiar el curso de lo que ocurre o parece ocurrir ahí dentro, en el interior de tus gafas de realidad virtual. No puedes decir: “Ya basta de culturas exóticas, y ya basta también de pasarelas y de semanas de la moda: ahora quiero estar en un bar infinito donde todo sea gratis. Eso es lo que yo quiero”. Bueno, bueno. Las gafas de realidad virtual no pueden hacer realidad esa pequeña y honesta aspiración, pero un par de palabras amables y un desplazamiento de unos quinientos metros —metro arriba, metro abajo— sí que pueden. Cuatro pabellones más allá —pabellón arriba, pabellón abajo— hay un congreso —resulta que hay un congreso— internacional de bebidas y destilados y hay una ristra de barras de bar y unos camareros muy amables que te dan de beber a cambio de nada o de casi nada. Sólo tienes que escuchar alguna que otra píldora promocional, algún cuentecito sectorial: cuáles son las propiedades de esta cerveza, qué puedes hacer con este ron y qué no debes hacer nunca con aquel whisky.
—En Singapur, esta cerveza está funcionando a tope.
El hecho de que todo sea gratis no quiere decir que nadie venda nada, ni que nadie compre. Los distribuidores y las marcas de destilados enseñan el producto y los profesionales del sector —los dueños de bares, los camareros, los jefes de compras y los jefes de sala— lo prueban y de vez en cuando alguien se acoda en una de esas barras y pone su firma en algo que parece una hoja de pedido.
—Hummm… ¿Y dices que esto tiene cinco años?
Alberto acaba de terminar un curso de especialización en bebidas destiladas y por las tardes trabaja en un hotel de la Gran Vía donde la habitación más barata cuesta doscientos cincuenta euros. Cuando quedan pocas habitaciones, el precio asciende, empujado por la ley de la oferta y la demanda, hasta los setecientos euros la noche.
—La gente los paga.
Alberto acaba de participar en un concurso que a su vez dará paso a otro concurso donde se dilucidará quién es el mejor camarero de España. Primero lo han sometido a una cata a ciegas y luego le han hecho unas cuantas preguntas sobre el asunto: cuándo se inventó el congelador, cuándo se inventó el agua carbonatada, quién era ese tal Frederic Tudor. Alberto se cauteriza las encías con un whisky japonés y mueve la barbilla de un lado a otro. Los resultados del concurso se anunciarán en unas horas, pero Alberto tiene la impresión de que sus posibilidades de éxito se reducen por momentos.
—Pssst. He dicho grappa, pero ahora creo que era calvados.
Grappa, calvados, whisky japonés y vodka, cerveza hecha en Guadalajara y en Singapur. Ron añejo y caliente. El cerebro se esponja, el corazón se dilata. Todo fluye. Del pabellón número 14 al pabellón número 10, todo cambia (todo ha cambiado): ¿Ha cambiado la realidad o sólo ha cambiado la percepción de esa realidad por efecto de la bebida? Ha cambiado el pabellón y, mientras dure el sueño, ese pabellón será lo único real, lo único que exista:
—¿Quiere probar el bourbon con Ginger Ale? Es una receta de Kentucky.
—Bueno.
En la portada, el diseñador taiwanés afincado en España Shen Lin.
Todas las fotografías son del autor de la crónica.