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El secreto de la elegancia de Corto Maltés
“Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde.”
Jaime Gil de Biedma.
Cuando leí las aventuras de Corto Maltés siendo joven quedé fascinado por los primeros álbumes, los que tenían más de aventura pura y dura, los que eran deudores de Stevenson y Conrad, y me aburrí con los dibujados al final de la carrera del autor, llenos de esoterismo, rollos culturales y preguntas filosóficas. Hoy, con cincuenta años cumplidos, sigo disfrutando como un adolescente con lo que le ocurrió al intrépido marinero en sus primeras aventuras, pero gozo aun más de aquellos episodios en que Corto (o su autor) se pregunta por el sentido de la vida y para ello baja a los abismos del ser a través de la magia negra, los sueños o las drogas. Hay una clara diferencia entre las primeras aventuras que dibujó Hugo Pratt y las que facturó a partir de 1977. Ya en Fábula en Venecia se comienza a notar el cambio. Corto Maltés ya no es sólo un aventurero sino que comienza a tener una vida interior más profunda que sus enamoramientos y sus ansias de aventura. Pratt, a pesar de su aparente despreocupación, empezaba a dar demasiadas vueltas a esos asuntos —la muerte, el más allá— sobre los que siempre es incómodo pensar. Siempre se declaró ateo, pero, a partir de cierta edad, se puso a buscar la verdad.
Aunque en su primera aparición en La balada del Mar Salado Corto Maltés no era más que un personaje secundario, con el tiempo fue cobrando vida y llegó, gracias al trabajo de su autor, a convertirse en uno de los protagonistas más verosímiles de la ficción del siglo XX. Pratt se ocupó de encajar con exactitud cronológica las aventuras de Corto Maltés en los acontecimientos históricos de la primera mitad del siglo XX, le dio a su criatura unos padres y un pasado, e hizo que se relacionara con personas reales como Stalin, Jack London, James Joyce, Rasputín o John Reed. Pero todo ello no hubiera sido suficiente para que Corto Maltés consiguiera convertirse en el personaje icónico que es hoy. Hay mucho más en Corto Maltés. Su elegancia —en el sentido más profundo de la palabra— precisa de una explicación menos evidente.
Si se me permite comparar a una persona real con un personaje de cómic, la elegancia de Leonard Cohen, tanto en su manera de componer y de interpretar su música como en su forma de estar en el mundo, recuerda al estilo y distinción que caracterizan al personaje creado por Pratt.
En 1994, cuando con sesenta años cumplidos Cohen estaba en lo más alto de su carrera musical y tenía a la más guapa y excitante de las mujeres —Rebecca de Mornay— esperándolo, totalmente enamorada, para casarse, el músico dio la espantada y, sin decir nada a nadie, se recluyó durante cuatro años en un monasterio budista. A lo largo de ese periodo se convirtió en el más humilde sirviente de los monjes del monasterio y se ocupó de las tareas más modestas. (Sirva como ejemplo de la dureza de su día a día que, como algo extraordinario, le fue concedido permiso para levantarse veinte minutos antes —a las 3:40 de la madrugada en lugar de a las 4:00— para poder fumar un cigarro y tomar una taza de café en solitario). Se ha escrito que Cohen necesitaba desintoxicarse, que bebía demasiado. El verdadero motivo por el que tomó aquella decisión fue la urgencia de matar a su otro yo, al artista llamado “Leonard Cohen”. Tenía que desinflar su ego y sólo de ese modo fue capaz de seguir conviviendo consigo mismo.
La desgracia de Hugo Pratt fue que su alter ego (Corto Maltés) llegó a tener vida independiente. Pratt, alcanzada la madurez, comenzó a vivir a través de su personaje y no encontró un monasterio en el que encerrarse para ajustar las cuentas consigo mismo. Por eso Corto Maltés, en una de sus aventuras, piensa o sueña con el suicidio. Pratt, intentando escapar de su ego y sin ser capaz de encontrar su verdadero yo, se vio obligado a llevar a Corto (su alter ego) de aventura en aventura. Cada día más lejos, pero también cada viaje escarbando más adentro en su mente; en la de Corto, ¿o en la suya propia?
LA CASA DORADA DE SAMARCANDA
Hugo Pratt empezó a dibujar La casa dorada de Samarkanda con los cincuenta años ya cumplidos. El pasado había comenzado a pasarle factura y aunque intentó que el lector no lo notase, ese desasosiego se refleja en las aventuras de Corto. En ese momento de su historia personal, Pratt tiene hijos de tres mujeres distintas —que viven en tres continentes diferentes— y la vida ya no es tan divertida como antes.
El dibujante veneciano comenzó a publicar por entregas La casa dorada de Samarkanda en la revista francesa À suivre y en la italiana linus en 1980, pero la abandonó en el segundo capítulo para ponerse a dibujar La juventud de Corto Maltés (en la que el personaje viaja a Argentina, donde conocerá a Butch Cassidy y Sundance Kid, forajidos de leyenda). Sólo vino a terminar la historieta que dejó a medias cinco años después.
La casa dorada de Samarkanda comienza con Corto Maltés en la ciudad de Rodas buscando un manuscrito. Las notas del Barón Corvo mencionan “Las memorias griegas”, texto de puño y letra de Lord Byron que Trelawny escondió en la mezquita Kawakly de Rodas. Corto va tras el tesoro del rey persa Ciro el Grande, que ocultó otro grande, Alejandro de Macedonia. Trelawny en uno de sus relatos cuenta la historia del tesoro. Hay un mapa que sitúa el oro cerca de la ciudad de Palmira, en la región de Kafiristán.
En una escena central de la historieta Corto Maltés se encuentra con su propio yo:
—Soy tú mismo.
—¿Yo mismo? Es la primera vez que me pasa. ¡Siéntate! ¿Cómo es que estás por aquí?
—No me pareces muy sorprendido.
—Sorprendido es decir poco. Tengo un susto de muerte… pero estoy seguro de que me despertaré.
—¡Ah, no es tan fácil!
—¿Qué quieres decir?
—Es largo de contar.
—¿Qué significa toda esta comedia?
—¿Comedia? ¿Ves cómo eres…? Te enfadas, te irritas, ¿te roe la conciencia? Sabes que te tachan de egoísta, de no comprometerte a fondo, de huir de la realidad.
—Conozco el cuento de un “grillo hablador” que tuvo mal fin.
—Sí, creo que también yo lo he leído alguna vez. Resumiendo: se te acusa de no cumplir ni el deber católico para con la familia, ni el comunista para con la sociedad. ¿Qué contestas a esto?
—No te lo voy a decir esta noche. Y menos con lo cargante que eres. ¿Te dejo con tu curiosidad?
—Me voy, es imposible discutir contigo hoy. Eres un arrogante presumido que se niega a admitir la verdad.
—La verdad no existe.
Se le aparece luego Rasputín —también en su sueño— y Corto le termina contando lo siguiente:
—Alguien a quien creía perdido en los escondrijos de mis tristezas ha venido a decirme que yo estaba completamente equivocado.
—Por lo visto se trata de alguien que te conoce bien —le responde Rasputín.
Tras esta escena hay dos viñetas en las que ni Corto ni Rasputín dicen una sola palabra y en las que no ocurre nada, absolutamente nada.
La relación con bellas mujeres es una constante en las aventuras de Corto Maltés. Pero Hugo Pratt, ya en su madurez, ha descubierto la imposibilidad del amor y por eso cuando una mujer le pregunta a Rasputín si él, que conoce bien a Corto, sabe si ha estado alguna vez enamorado, pone estas palabras en la boca del ruso:
—Sí, hace muchos años, de una bella muchacha que padecía de misoneísmo. Aquello quedó en nada. Mantenían un diálogo desalentador. Hablaban poco. Se miraban mucho… No se tocaban para nada… Como si tuvieran un miedo morboso, obsesivo, de contaminarse… Luego, la bella muchacha superó sus fobias, se casó con otro, y ahí concluyó la historia…
—Pobre Corto, es tan dulce… —suspira la mujer.
—No me diga… En todo caso… El dulce marinero sufre de desconfianza en la razón y de aversión por la lógica. Se ha enamorado de la idea de estar enamorado. ¡Vamos, que se regodea en una nostalgia empalagosamente melancólica! —concluye Rasputín.
En otra escena Rasputín le dice a Corto: “Nunca me invitas a tus sueños llenos de mujeres guapas y dinero”. Rasputín cree que su compañero sigue siendo el de siempre. Sin embargo, Corto ha cambiado. Los sueños de Corto son ahora muy diferentes. En otra de sus alucinaciones habla con Timur Chevkek, miembro de una sociedad secreta turca, que tiene un rostro idéntico al suyo —de hecho los confunden— y le dice:
Timur: ¿Ha venido a traerme el mapa del tesoro?
Corto: No. ¡He venido a invitarle a suicidarnos!
T: ¿Suicidarnos? Qué extraña proposición. ¿Tanto se odia?
C: Cómo decirle… El origen de un odio es con frecuencia oscuro…
T: Usted debe ser un demonio, no tiene sombra.
C: Ya.
Al final, en la última página:
Rasputín: Pero, bueno, ¿hemos visto el tesoro, sí o no?
Corto: El tesoro existe de seguro… aunque no hay forma de encontrarlo, porque unos diablos burlones lo han escondido en los laberintos de nuestra preguntas y respuestas…
Corto Maltés, a diferencia de su amigo Rasputín, ya no ambiciona tesoros ni otras riquezas, ni siquiera desea vivir excitantes aventuras. Aunque pretenda hacernos creer lo contrario, ya sabe que el amor romántico en una gran mentira y que los mayores misterios están dentro de uno mismo. Y como le ocurre a su autor y como le pasa a Leonard Cohen, necesita encontrarse a sí mismo. Es en esa introspección donde se encuentra la más grande aventura, todos ellos los saben.
El 23 de enero de 1989, en Le Figaro Littéraire, Hugo Pratt escribe un editorial acerca de Corto Maltés: “Es un viejo compañero de ruta, un poco demasiado soñador para mi gusto. Nos vemos de vez en cuando. Lo tengo en gran estima. Me ha ayudado a vivir, le debo mucho, pero él no ha de olvidar que me lo debe todo”.
MATAR A CORTO MALTÉS
En sus últimos años de vida, Pratt manifestó que tenía intención de hacer desaparecer a Corto Maltés en la Guerra Civil Española. Para esas fechas Corto ya tendría cuarenta y nueve años, casi la misma edad que tenía Pratt cuando hizo soñar a su personaje con el suicidio. La idea de Pratt era alistar a Corto en las brigadas internacionales que apoyaron al ejército republicano. Hay una contradicción, de todos modos, en ese deseo, porque previamente, en la carta que abre La balada del Mar Salado —misiva fechada en Villa del Mar, Chile, en1965—, se habla de un Corto Maltés ya anciano “sentado en el jardín, con los ojos apagados, frente a su gran y querido mar…”. Pratt no tenía prevista esa muerte y menos a esa edad. ¿Necesitaba el autor matar a su personaje? Quizás si hubiera conseguido eliminar a su alter ego —en la Guerra Civil Española o en cualquier otra circunstancia— se hubiera sentido liberado y hubiera podido vivir en paz consigo mismo los últimos años de su vida. Pratt murió en su casa de Suiza el 20 de agosto de 1995, a los sesenta y ocho años. Y falleció sin dibujar las aventuras de Corto en la Guerra Civil y, claro, sin hacer desaparecer a su protagonista.
Leonard Cohen, en la letra de su canción Going Home (tema perteneciente a Old Ideas de 2012, su penúltimo disco), mantiene una conversación consigo mismo refiriéndose a “Leonard” en tercera persona: “Me gusta hablar con Leonard […] Él quiere escribir una canción de amor, un himno al perdón, un manual para convivir con la derrota. Pero eso no es lo que le he ordenado que escriba. Lo que le he encargado es que se asegure de que no soporta ninguna carga y que no necesita una visión”. El estribillo de la canción dice: “Volver a casa sin la tristeza, volver a casa sin la pesada carga, volver a casa sin el disfraz que siempre llevé.” ¿Continua la lucha entre el Cohen persona y el Cohen artista? ¿Necesita de nuevo el cantante canadiense, con casi ochenta años, volver a desembarazarse de su ego?
Corto Maltés, a diferencia de lo que se opina de forma mayoritaria, no es un héroe. Corto sólo quiere comprender, no quiera cambiar el mundo. No es un héroe porque sólo quiere salvarse a sí mismo, entendiéndose él y de paso al mundo. Y para ello sólo cuenta con las capacidades de un hombre común, como todos nosotros. Sin embargo, Corto Maltes es la persona más elegante que conozco. La elegancia de Corto se dibuja en su impasibilidad y se comprende, paradójicamente, en su agresiva e incansable introspección. Parece que todo le resbala, pero quien ha leído dos o tres de sus aventuras —sobre todo las últimas— sabe que bajo esa cara imperturbable, detrás de su máscara estoica, corren aguas turbulentas y estallan tempestades. Es en el contraste entre lo visible (su característica indiferencia) y lo invisible (su sufrimiento interior) donde reside el magnetismo y la elegancia de Corto Maltés.
CODA
Si fuera necesario añadir una banda sonora a los cómics de Corto Maltés, no habría mejores melodías que las de Leonard Cohen. Everybody Knows pondría el fondo musical a la aventura que transcurre en Siberia, durante la guerra ruso-japonesa de 1904; Dance Me to the End of Love y Suzanne encajarían a la perfección en La balada del Mar Salado que se desarrolla en los mares del sur, y Hallelujah y Alexandra Leaving enmarcarían con precisión los momentos más íntimos del oriental episodio que se titula La casa dorada de Samarkanda. Un Canadien Errant y The Partisant serían un incomparable acompañamiento para las peripecias americanas en Bajo el signo de Capricornio.
El secreto de la elegancia de Corto Maltés
“Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde.”
Jaime Gil de Biedma.
Cuando leí las aventuras de Corto Maltés siendo joven quedé fascinado por los primeros álbumes, los que tenían más de aventura pura y dura, los que eran deudores de Stevenson y Conrad, y me aburrí con los dibujados al final de la carrera del autor, llenos de esoterismo, rollos culturales y preguntas filosóficas. Hoy, con cincuenta años cumplidos, sigo disfrutando como un adolescente con lo que le ocurrió al intrépido marinero en sus primeras aventuras, pero gozo aun más de aquellos episodios en que Corto (o su autor) se pregunta por el sentido de la vida y para ello baja a los abismos del ser a través de la magia negra, los sueños o las drogas. Hay una clara diferencia entre las primeras aventuras que dibujó Hugo Pratt y las que facturó a partir de 1977. Ya en Fábula en Venecia se comienza a notar el cambio. Corto Maltés ya no es sólo un aventurero sino que comienza a tener una vida interior más profunda que sus enamoramientos y sus ansias de aventura. Pratt, a pesar de su aparente despreocupación, empezaba a dar demasiadas vueltas a esos asuntos —la muerte, el más allá— sobre los que siempre es incómodo pensar. Siempre se declaró ateo, pero, a partir de cierta edad, se puso a buscar la verdad.
Aunque en su primera aparición en La balada del Mar Salado Corto Maltés no era más que un personaje secundario, con el tiempo fue cobrando vida y llegó, gracias al trabajo de su autor, a convertirse en uno de los protagonistas más verosímiles de la ficción del siglo XX. Pratt se ocupó de encajar con exactitud cronológica las aventuras de Corto Maltés en los acontecimientos históricos de la primera mitad del siglo XX, le dio a su criatura unos padres y un pasado, e hizo que se relacionara con personas reales como Stalin, Jack London, James Joyce, Rasputín o John Reed. Pero todo ello no hubiera sido suficiente para que Corto Maltés consiguiera convertirse en el personaje icónico que es hoy. Hay mucho más en Corto Maltés. Su elegancia —en el sentido más profundo de la palabra— precisa de una explicación menos evidente.
Si se me permite comparar a una persona real con un personaje de cómic, la elegancia de Leonard Cohen, tanto en su manera de componer y de interpretar su música como en su forma de estar en el mundo, recuerda al estilo y distinción que caracterizan al personaje creado por Pratt.
En 1994, cuando con sesenta años cumplidos Cohen estaba en lo más alto de su carrera musical y tenía a la más guapa y excitante de las mujeres —Rebecca de Mornay— esperándolo, totalmente enamorada, para casarse, el músico dio la espantada y, sin decir nada a nadie, se recluyó durante cuatro años en un monasterio budista. A lo largo de ese periodo se convirtió en el más humilde sirviente de los monjes del monasterio y se ocupó de las tareas más modestas. (Sirva como ejemplo de la dureza de su día a día que, como algo extraordinario, le fue concedido permiso para levantarse veinte minutos antes —a las 3:40 de la madrugada en lugar de a las 4:00— para poder fumar un cigarro y tomar una taza de café en solitario). Se ha escrito que Cohen necesitaba desintoxicarse, que bebía demasiado. El verdadero motivo por el que tomó aquella decisión fue la urgencia de matar a su otro yo, al artista llamado “Leonard Cohen”. Tenía que desinflar su ego y sólo de ese modo fue capaz de seguir conviviendo consigo mismo.
La desgracia de Hugo Pratt fue que su alter ego (Corto Maltés) llegó a tener vida independiente. Pratt, alcanzada la madurez, comenzó a vivir a través de su personaje y no encontró un monasterio en el que encerrarse para ajustar las cuentas consigo mismo. Por eso Corto Maltés, en una de sus aventuras, piensa o sueña con el suicidio. Pratt, intentando escapar de su ego y sin ser capaz de encontrar su verdadero yo, se vio obligado a llevar a Corto (su alter ego) de aventura en aventura. Cada día más lejos, pero también cada viaje escarbando más adentro en su mente; en la de Corto, ¿o en la suya propia?
LA CASA DORADA DE SAMARCANDA
Hugo Pratt empezó a dibujar La casa dorada de Samarkanda con los cincuenta años ya cumplidos. El pasado había comenzado a pasarle factura y aunque intentó que el lector no lo notase, ese desasosiego se refleja en las aventuras de Corto. En ese momento de su historia personal, Pratt tiene hijos de tres mujeres distintas —que viven en tres continentes diferentes— y la vida ya no es tan divertida como antes.
El dibujante veneciano comenzó a publicar por entregas La casa dorada de Samarkanda en la revista francesa À suivre y en la italiana linus en 1980, pero la abandonó en el segundo capítulo para ponerse a dibujar La juventud de Corto Maltés (en la que el personaje viaja a Argentina, donde conocerá a Butch Cassidy y Sundance Kid, forajidos de leyenda). Sólo vino a terminar la historieta que dejó a medias cinco años después.
La casa dorada de Samarkanda comienza con Corto Maltés en la ciudad de Rodas buscando un manuscrito. Las notas del Barón Corvo mencionan “Las memorias griegas”, texto de puño y letra de Lord Byron que Trelawny escondió en la mezquita Kawakly de Rodas. Corto va tras el tesoro del rey persa Ciro el Grande, que ocultó otro grande, Alejandro de Macedonia. Trelawny en uno de sus relatos cuenta la historia del tesoro. Hay un mapa que sitúa el oro cerca de la ciudad de Palmira, en la región de Kafiristán.
En una escena central de la historieta Corto Maltés se encuentra con su propio yo:
—Soy tú mismo.
—¿Yo mismo? Es la primera vez que me pasa. ¡Siéntate! ¿Cómo es que estás por aquí?
—No me pareces muy sorprendido.
—Sorprendido es decir poco. Tengo un susto de muerte… pero estoy seguro de que me despertaré.
—¡Ah, no es tan fácil!
—¿Qué quieres decir?
—Es largo de contar.
—¿Qué significa toda esta comedia?
—¿Comedia? ¿Ves cómo eres…? Te enfadas, te irritas, ¿te roe la conciencia? Sabes que te tachan de egoísta, de no comprometerte a fondo, de huir de la realidad.
—Conozco el cuento de un “grillo hablador” que tuvo mal fin.
—Sí, creo que también yo lo he leído alguna vez. Resumiendo: se te acusa de no cumplir ni el deber católico para con la familia, ni el comunista para con la sociedad. ¿Qué contestas a esto?
—No te lo voy a decir esta noche. Y menos con lo cargante que eres. ¿Te dejo con tu curiosidad?
—Me voy, es imposible discutir contigo hoy. Eres un arrogante presumido que se niega a admitir la verdad.
—La verdad no existe.
Se le aparece luego Rasputín —también en su sueño— y Corto le termina contando lo siguiente:
—Alguien a quien creía perdido en los escondrijos de mis tristezas ha venido a decirme que yo estaba completamente equivocado.
—Por lo visto se trata de alguien que te conoce bien —le responde Rasputín.
Tras esta escena hay dos viñetas en las que ni Corto ni Rasputín dicen una sola palabra y en las que no ocurre nada, absolutamente nada.
La relación con bellas mujeres es una constante en las aventuras de Corto Maltés. Pero Hugo Pratt, ya en su madurez, ha descubierto la imposibilidad del amor y por eso cuando una mujer le pregunta a Rasputín si él, que conoce bien a Corto, sabe si ha estado alguna vez enamorado, pone estas palabras en la boca del ruso:
—Sí, hace muchos años, de una bella muchacha que padecía de misoneísmo. Aquello quedó en nada. Mantenían un diálogo desalentador. Hablaban poco. Se miraban mucho… No se tocaban para nada… Como si tuvieran un miedo morboso, obsesivo, de contaminarse… Luego, la bella muchacha superó sus fobias, se casó con otro, y ahí concluyó la historia…
—Pobre Corto, es tan dulce… —suspira la mujer.
—No me diga… En todo caso… El dulce marinero sufre de desconfianza en la razón y de aversión por la lógica. Se ha enamorado de la idea de estar enamorado. ¡Vamos, que se regodea en una nostalgia empalagosamente melancólica! —concluye Rasputín.
En otra escena Rasputín le dice a Corto: “Nunca me invitas a tus sueños llenos de mujeres guapas y dinero”. Rasputín cree que su compañero sigue siendo el de siempre. Sin embargo, Corto ha cambiado. Los sueños de Corto son ahora muy diferentes. En otra de sus alucinaciones habla con Timur Chevkek, miembro de una sociedad secreta turca, que tiene un rostro idéntico al suyo —de hecho los confunden— y le dice:
Timur: ¿Ha venido a traerme el mapa del tesoro?
Corto: No. ¡He venido a invitarle a suicidarnos!
T: ¿Suicidarnos? Qué extraña proposición. ¿Tanto se odia?
C: Cómo decirle… El origen de un odio es con frecuencia oscuro…
T: Usted debe ser un demonio, no tiene sombra.
C: Ya.
Al final, en la última página:
Rasputín: Pero, bueno, ¿hemos visto el tesoro, sí o no?
Corto: El tesoro existe de seguro… aunque no hay forma de encontrarlo, porque unos diablos burlones lo han escondido en los laberintos de nuestra preguntas y respuestas…
Corto Maltés, a diferencia de su amigo Rasputín, ya no ambiciona tesoros ni otras riquezas, ni siquiera desea vivir excitantes aventuras. Aunque pretenda hacernos creer lo contrario, ya sabe que el amor romántico en una gran mentira y que los mayores misterios están dentro de uno mismo. Y como le ocurre a su autor y como le pasa a Leonard Cohen, necesita encontrarse a sí mismo. Es en esa introspección donde se encuentra la más grande aventura, todos ellos los saben.
El 23 de enero de 1989, en Le Figaro Littéraire, Hugo Pratt escribe un editorial acerca de Corto Maltés: “Es un viejo compañero de ruta, un poco demasiado soñador para mi gusto. Nos vemos de vez en cuando. Lo tengo en gran estima. Me ha ayudado a vivir, le debo mucho, pero él no ha de olvidar que me lo debe todo”.
MATAR A CORTO MALTÉS
En sus últimos años de vida, Pratt manifestó que tenía intención de hacer desaparecer a Corto Maltés en la Guerra Civil Española. Para esas fechas Corto ya tendría cuarenta y nueve años, casi la misma edad que tenía Pratt cuando hizo soñar a su personaje con el suicidio. La idea de Pratt era alistar a Corto en las brigadas internacionales que apoyaron al ejército republicano. Hay una contradicción, de todos modos, en ese deseo, porque previamente, en la carta que abre La balada del Mar Salado —misiva fechada en Villa del Mar, Chile, en1965—, se habla de un Corto Maltés ya anciano “sentado en el jardín, con los ojos apagados, frente a su gran y querido mar…”. Pratt no tenía prevista esa muerte y menos a esa edad. ¿Necesitaba el autor matar a su personaje? Quizás si hubiera conseguido eliminar a su alter ego —en la Guerra Civil Española o en cualquier otra circunstancia— se hubiera sentido liberado y hubiera podido vivir en paz consigo mismo los últimos años de su vida. Pratt murió en su casa de Suiza el 20 de agosto de 1995, a los sesenta y ocho años. Y falleció sin dibujar las aventuras de Corto en la Guerra Civil y, claro, sin hacer desaparecer a su protagonista.
Leonard Cohen, en la letra de su canción Going Home (tema perteneciente a Old Ideas de 2012, su penúltimo disco), mantiene una conversación consigo mismo refiriéndose a “Leonard” en tercera persona: “Me gusta hablar con Leonard […] Él quiere escribir una canción de amor, un himno al perdón, un manual para convivir con la derrota. Pero eso no es lo que le he ordenado que escriba. Lo que le he encargado es que se asegure de que no soporta ninguna carga y que no necesita una visión”. El estribillo de la canción dice: “Volver a casa sin la tristeza, volver a casa sin la pesada carga, volver a casa sin el disfraz que siempre llevé.” ¿Continua la lucha entre el Cohen persona y el Cohen artista? ¿Necesita de nuevo el cantante canadiense, con casi ochenta años, volver a desembarazarse de su ego?
Corto Maltés, a diferencia de lo que se opina de forma mayoritaria, no es un héroe. Corto sólo quiere comprender, no quiera cambiar el mundo. No es un héroe porque sólo quiere salvarse a sí mismo, entendiéndose él y de paso al mundo. Y para ello sólo cuenta con las capacidades de un hombre común, como todos nosotros. Sin embargo, Corto Maltes es la persona más elegante que conozco. La elegancia de Corto se dibuja en su impasibilidad y se comprende, paradójicamente, en su agresiva e incansable introspección. Parece que todo le resbala, pero quien ha leído dos o tres de sus aventuras —sobre todo las últimas— sabe que bajo esa cara imperturbable, detrás de su máscara estoica, corren aguas turbulentas y estallan tempestades. Es en el contraste entre lo visible (su característica indiferencia) y lo invisible (su sufrimiento interior) donde reside el magnetismo y la elegancia de Corto Maltés.
CODA
Si fuera necesario añadir una banda sonora a los cómics de Corto Maltés, no habría mejores melodías que las de Leonard Cohen. Everybody Knows pondría el fondo musical a la aventura que transcurre en Siberia, durante la guerra ruso-japonesa de 1904; Dance Me to the End of Love y Suzanne encajarían a la perfección en La balada del Mar Salado que se desarrolla en los mares del sur, y Hallelujah y Alexandra Leaving enmarcarían con precisión los momentos más íntimos del oriental episodio que se titula La casa dorada de Samarkanda. Un Canadien Errant y The Partisant serían un incomparable acompañamiento para las peripecias americanas en Bajo el signo de Capricornio.