Contenido

El poder de las palabras

Una historia de las beguinas
Modo lectura

Las palabras son poderosas. Y no sólo por lo que dicen, sino por lo que hacen y deshacen. Habitualmente, mientras nosotros performamos nuestra identidad de género, de clase o de lo que nos venga en gana, nuestras palabras performan actos, actuando sobre el mundo en el que son enunciadas. Cuando el cura declara ‘marido y mujer’ no sólo describe un evento, sino que lo realiza en el orden simbólico, materializando una nueva realidad: a partir de entonces la pareja, a los ojos de Dios y de la sociedad, deviene matrimonio, con sus derechos y obligaciones (de paso el cura ‘declara’ que la mujer por fin es mujer; ni niña, ni hija, sino por fin mujer, ¡aleluya!). No extraña que, según la cosmogonía judeocristiana, el mundo fuera creado con el verbo divino, a golpe de abracadabra, en ese imperativo tan del gusto eclesiástico. “¡Hágase la luz!”, exclamó Dios, y trajo tinieblas por siglos.

Más importante, las palabras estructuran el pensamiento, dirigen y constriñen las creencias, lo que se puede y no se puede decir, hacer, pensar, sentir. Que hasta el 2014 el Diccionario de la lengua española no recogiese el término misandria para hacer referencia a la aversión hacia los varones, cuando la palabra misógino lleva desde la edición de 1925, resulta sospechoso. Pero que la última versión del Diccionario panhispánico de dudas (2005) identifique androfobia como correlato léxico de misoginia es, cuando menos, bochornoso. Y no tanto por lo que la ignominiosa equiparación dice de los académicos que regulan la lengua española, que también. Sino por lo que refleja de la sociedad que la emplea, para la cual, al parecer, a la mujer se la odia y al varón se le teme, vaya a ser que la primera, en lugar de encogerse y encerrarse por el miedo, se deje llevar por las poderosas corrientes de la rabia. Y es que lo que no se nombra, no existe. Mal camino.

En esto iba pensando hace poco mientras paseaba por Lier, una ciudad flamenca segundona para las guías turísticas, pero que bien vale la visita. Además del impresionante reloj que corona su más famosa torre (Zimmertoren), y una imponente iglesia que vio casarse a Juana “la Loca” con Felipe “el Hermoso” (Sint-Gummaruskerk), sus calles encierran un precioso beguinaje de corredores sinuosos y casitas modestas. El complejo, que data de 1258, recuerda la interesante historia de las beguinas, esas mujeres medievales que decidieron agruparse en solidaridad para vivir en comunidad, por sí y entre sí, libradas del yugo masculino, de la palabra del hombre. Mujeres que deseaban vivir en contacto con el mundo sin casarse, que deseaban una vida espiritual sin enclaustrase, en un tiempo en el que la mujer respetable solo podía ser esposa o monja, al parecer. Sin votos ni vetos, sin juramentos que las comprometieran ni preceptos que las oprimieran, eran libres de dejar la comunidad cuando lo desearan, y de organizar su vida como consideraran, sin la intromisión de ningún santo varón. Porque con buenas dosis de misandria y androfobia debían llegar a la comunidad, viviendo en una sociedad tan asfixiantemente patriarcal, así en el Cielo como en la Tierra. Que se lo pregunten si no a la mencionada Juana, presa al parecer de aspiraciones inadecuadas, a la que acabaron por enloquecer su padre, su marido y su hijo, a base de confinamiento forzado.

Las beguinas, como movimiento, surgieron en tiempos de Cruzadas, cuando muchos hombres dejaban atrás sus casas para lanzarse a la guerra santa, alentados por palabras regias y papales. Y se encontraron cómodas en las crecientes urbes y la nueva economía de mercado que se venía fraguando. No se sacaban un dinero extra como reposteras, a diferencia de las monjas, sino que aseguraban su independencia trabajando como artesanas, docentes, sanadoras, copistas y escritoras. Pagaban impuestos por sus propiedades, pues carecían de los privilegios eclesiásticos. Pero disfrutaban del mayor de los privilegios: ser dueñas de sus vidas, de sus bienes, de sus pensamientos. Mujeres autónomas, en definitiva, que querían definirse a sí mismas, en un tiempo en que muchos querían definirlas desde fuera.

Participaron en la difusión del saber teológico entre los laicos, traduciéndolo del latín clerical, y anticiparon la poesía mística del siglo XVI, defendiendo la experiencia religiosa como una relación inmediata con Dios. Con el acceso vedado a las incipientes universidades, organizaban sesiones de estudio donde invitaban a académicos afines, procurándose su propia educación. Y escribían y divulgaban sus propias interpretaciones de los Evangelios, preocupándose por la educación de sus vecinos. Porque sabían que dominar las palabras, propias y divinas, les permitía hacerse un hueco propio en la sociedad. A través de ellas podían incluso dotar de un nuevo significado al término con el que serían identificadas, ese ‘beguinas’ endosado peyorativamente por sus contrarios –como en buena  parte de los movimientos sociales y artísticos vanguardistas-, que quería resaltar una condición mendicante o farfullera inexistente en estas mujeres, que no necesitaban mecenas ni intérpretes, porque hablaban alto y claro.

Los beguinajes eran auténticos poblados dentro de la ciudad, rodeados por murallas y separados de la urbe por varias puertas que se cerraban de noche, ofreciendo protección y privacidad. Aparecieron a partir del siglo XII en algunas ciudades de Flandes, y se extendieron rápidamente por otras regiones de Europa como un espacio compartido y regido por las mujeres, al margen del sistema patriarcal. Sin jerarquías eclesiásticas a las que rendir cuentas, cada comunidad establecía con total autonomía sus propias reglas. Sin jerarquías internas a las que rendir obediencia, cada beguina era responsable de sus propios actos. Una vida en liberté, égalité y sororité, en el ombligo de una sociedad gobernada por hombres y de acuerdo a valores que validaban la experiencia masculina. Consiguieron construir así un espacio propio para ellas, habitado y definido por ellas. Una versión reducida de lo que Cristina de Pizán reclamaría en 1405 en su La ciudad de las damas, aunque tristemente, todavía en 1929, Virginia Woolf seguiría suplicando por una habitación propia.

La autonomía de las beguinas despertó innumerables miedos y odios, especialmente entre los gerifaltes de la Iglesia. A sus ojos, sin vínculos matrimoniales ni votos de castidad que las contuvieran, debían ser las responsables de las dudas e insubordinaciones de algunos jóvenes clérigos idealistas, encontrando así en la tentación femenina la explicación a lo que probablemente venía motivado por una corrupción dogmática e institucional generalizada, que la espiritualidad de las beguinas no hacía más que resaltar. Miedo oportunista a unas palabras que intuían envenenadas, para unos señores que seguían creyéndose a pies juntillas lo de Eva, la serpiente y el inocente Adán, pero obviaban la historia previa de éste con Lilith, que según cuentan las leyendas se fue a vivir la vida loca harta de su pánfila pareja, cual Nora ibseniana.

En cualquier caso, sería realmente la rebelión de las beguinas contra la autoridad de la Iglesia en lo que a la interpretación de la Biblia y la salvación de las almas respecta lo que acarrearía las innumerables cacerías en su contra, concilio tras concilio, bula a bula. Porque las palabras no solo son poderosas per se, sino que empoderan al que las blande y controla. Que las beguinas se creyeran con la potestad de hablar con voz propia sobre la palabra divina sin adecuarse a la interpretación eclesiástica de ella resultaba una herejía, por supuesto. Y que se opusieran a la exclusividad de la Iglesia en el mercado de los sacramentos –y, por lo tanto, el acceso a Dios– atentaba contra los fundamentos de una de las armas políticas más poderosas, los interdictos. ¡Y eso sí que no, con la banca de la Iglesia no se mete ni Dios! De modo que en muchas ocasiones se recurrió a esa habitual tradición de formar consejos de hombres para decidir sobre la vida de las mujeres, aún tristemente en boga.

Varias, tras ser incluidas en el saco de las brujas, terminaron en la hoguera. Sería el caso de Margarita Porete, en la Francia de 1310, condenada por su obra El espejo de las almas simples, que no solo reivindicaba una relación directa con Dios, sin necesidad de intérpretes clericales, sino que además estaba escrito en francés en lugar de latín, resultando accesible al pueblo llano. Doble golpe al monopolio de la Iglesia sobre la palabra divina, desde luego, por el que sería tildada de ‘pseudo mujer’ (lo que oyen), acusada de herejía, y quemada viva. Suplicio que soportó, según cuentan, con contagiosa calma.

Pero aunque muchas pagaron con su vida las libertades que consiguieron con su esfuerzo, el movimiento sobrevivió hasta el presente, al menos en la región que las vio nacer. La última beguina, anunciaron los periódicos, murió hace poco más de dos años, en Kortrijk. Como legado nos dejan sus beguinajes, Patrimonio de la Humanidad, y sus escritos, modelo de espiritualidad. Pero sobre todo un ejemplo temprano de hermandad femenina, de mujeres decididas a definir y performar su libertad e igualdad por sí mismas. Aunque sea disputando, si hace falta, el poder de las palabras.

 

En la portada, el beguinaje de Brujas en primavera, fotografiado por Donak Reiskoffer. 

De arriba abajo: beguinaje de Lier, foto de Torsade de Pointes; beguinas en el beguinaje de Mont San Amand en Gante, en una postal c. 1910; tres beguinas fotografiadas en Breda en 1930; Margarita Porete es quemada en la hoguera.