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El mundo de la calle del Amparo
Refugio de desvalidos, espacio fronterizo de milagros y contrastes, de tránsito y destino, babilónica y politeísta, en esta calle cualquiera del barrio madrileño de Lavapiés cabe el mundo.
Hagamos cuentas: 700 metros de longitud, 6 metros de ancho, 15 metros de altura, 103 números, una plaza de hormigón con parque infantil y aparcamiento subterráneo, cuatro calles que cruzan y dos perpendiculares, 328 bolardos traicioneros, 22 papeleras, 46 árboles estresados que buscan en vano la luz, 52 faroles sujetos a la pared y 14 farolas sin mayor encanto que su discreción.
Un negocio de reformas y saneamiento, 2 oficinas para enviar dinero al extranjero, 2 casas okupas, 6 peluquerías africanas, un ciber-locutorio-videoclub con los últimos estrenos de Bollywood y alguna producción bangladeshí, un banco de madera, una oficina bancaria que cerró hace unos meses, una academia de dibujo llamada Habitar la Línea, un taller de diseño que produce ahora objetos singulares como un burro de porcelana con alas de Tente, un estudio de arquitectura sostenible y otro de un pintor que sirve de galería de exposiciones y que toma su nombre del “Villancico” de Ferlosio que reza por el nacimiento del niño negativo: Nadie, Nunca, Nada, No.
Una agencia de viajes, una oficina municipal que gestiona los permisos para el tráfico automovilístico restringido a residentes, 2 bares históricos de vinos peleones, 2 bares-restaurantes modernitos con un menú decente, un Doner kebab de pata de elefante, un restaurante senegalés que acaban de reformar, unos billares que acaban de cerrar, una sala de teatro alternativa con un aforo máximo de 60 espectadores, una clínica dental que abre todos los días de la semana y muestra en su escaparate un didáctico y desagradable cartelón de colores ácidos donde gráficamente se explican – con su presupuesto desglosado– las distintas fases de un implante dental, un centro social de atención a familias en riesgo y una chatarrería.
Y casi 80 tiendas –más de la mitad de venta al por mayor–: 30 de bisutería, 17 de ropa, 5 de accesorios para móviles, 4 marroquinerías, una de parafernalia cannábica, una de souvenirs egipcios, una de compraventa de cabello natural, 6 de alimentación –entre ellas 2 colmados con carnicería halal incorporada y una esquinera en manos de una familia china–, una pastelería de dulces de Bangladesh, una de chilabas, dos floristerías y algunas tiendas más que se me olvidan. Si a eso sumamos un par de andamios, que siempre hay alguno interrumpiendo la acera, coches esporádicos y un colorido trasiego de gente corriente de las cuatro esquinas del mundo, podemos tener una aproximación numérica a la realidad de esta calle estrecha y empinada donde vivo desde hace un año, una cuesta que se tarda 7 minutos en bajar y 9 en subir.
Mi casa está en el número 88, en un segundo interior de 400 euros de alquiler y 30 metros cuadrados. La mitad del tiempo vivo solo, la otra mitad con mi hijo, que tiene 3 años.
De la rosa de Alejandría al souvenir
Nunca fue una calle noble. Su primer nombre, el primero del que se tiene noticia, es el de la “Comadre”, en honor de una vecina comadrona que acostumbraba atender los partos acompañada por un capullo de rosa de Alejandría que, colocado en una redoma junto a la cama de la parturienta, se iba abriendo al compás del alumbramiento. En aquella época el barrio de Lavapiés era un arrabal lleno de pícaros, espadachines, cómicos y mujeres de moral dudosa, un terreno fronterizo –entre la realidad y la magia, entre la vida y la muerte– acotado por los muros de la cerca que mandó construir Felipe IV para controlar el tránsito de personas y mercancías. Más allá de la cerca estaba el campo de donde seguro aquella partera medio bruja recogería sus yerbajos para pócimas y ungüentos. La fama de aquella comadre fue tanta como para dar durante un par de siglos nombre a esta calle; el tiempo, sin embargo, acabó por desplazar su importancia a una travesía secundaria, cuando un refugio de desvalidos renombró definitivamente esta cuesta como la del Amparo.
Corre el Amparo discreta, en paralelo a la más bulliciosa, amplia y arbolada calle de Lavapiés, como una hermana menor poco agraciada que pasa desapercibida en el callejero de este barrio densamente poblado del que dicen fue primero judería y morería, luego residencia de conversos y, a consecuencia de esto, cuna de la manolería, pues los cristianos nuevos, para dar muestras de abolengo y disimular su condición de neófitos, solían llamar a su primogénito Manuel, “el dios que está entre nosotros”, uno de los nombres bíblicos de Jesús el nazareno. Los manolos y las manolas del barrio de Lavapiés, históricamente enfrentados a los chulapos y chulapas y a los chisperos del barrio de Malasaña, fijarán los arquetipos populares del ser madrileño, la quintaesencia castiza de la majeza, esa manera gallarda y altanera de conducirse por la vida y de desautorizar al contrario con gesto fanfarrón, acentuando las consonantes al estilo metralleta: que-te-crees-tú-eso.
De aquel acento y aquellas maneras explotados en sainetes y esperpentos poco queda ya, la ciudad fue creciendo por desborde y lo popular vino a redefinirse y luego a diluirse en la centrifugadora del progreso. Lavapiés ha pasado en dos décadas de ser uno de los barrios más castizos de Madrid a ser el más multicultural. Y ahora se halla, no sin resistencia, en un proceso de gentrificación propiciado por el Ayuntamiento y los especuladores que, con la excusa de acabar con la inseguridad y la infravivienda, mediante la represión policial y la intervención urbanística, pretenden “normalizar” y renovar este céntrico barrio, es decir, echar a la chusma y revalorizar el suelo con la llegada de nuevos residentes con mayor poder adquisitivo. Si en los ochenta del siglo pasado lo que molaba era vivir en familia en un chalet semiadosado del extrarradio, ahora que la familia ya no es lo que era y la atomización social nos empuja a buscar el rumor de la multitud, lo que se estila es volver al centro. Un proceso habitual en las grandes y medianas ciudades del capitalismo universal, que hace del centro urbano un escaparate donde lo popular sólo sobrevive en la caricatura del souvenir.
No a los controles por colores
El llamado Plan de Mejora de la Seguridad y la Convivencia de Lavapiés aplicado por el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno se supone que está en su segunda etapa, la de la revitalización arquitectónica y comercial, aunque de momento sólo conocemos la primera, que consiste en una presencia policial continua. Los que tienen una piel más oscura de lo habitual saben lo que está en juego, pues su divergencia con el fenotipo caucásico europeo los convierte en presa fácil de arbitrarias identificaciones. En España, según una encuesta realizada hace dos años por Metroscopia, si eres gitano tienes 10 veces más posibilidades de que te quieran identificar que si tienes apariencia de blanco europeo, 7,5 veces más si eres magrebí y 6,5 veces más si eres afroamericano o latino. Pero eso es en España; en este barrio, donde las identificaciones son diarias y obedecen a un plan muy concreto, las probabilidades se disparan: en el año que llevo viviendo aquí jamás he visto a un policía pidiendo el DNI a alguien que no sea negro, magrebí o latino. “No a los controles por colores”, reza en vano una pancarta colgada del balcón de una de las casas okupas.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 8, 9 y 10
Mi hijo todavía no sabe contar. Aunque recita de memoria los números del uno al diez, olvidando siempre el siete, sumar y restar no entran dentro de sus competencias actuales, así que no puedo convencerlo de que me ayude a contar los bolardos de la calle, ni de que tenga paciencia y se espere sin distraerme. A él las cuentas no le gustan, a él le gustan los cuentos y entretenerse en cada escaparate, intentar entrar en las tiendas a ver si venden, si le puedo comprar, una espada de pirata, una pistola de agua, un chupa-chups o un regaliz de caracol, que son las cuatro cosas que más le interesan como incipiente consumidor.
Más que un perro de raza exótica, pasear con un niño de tres años es la mejor manera de trabar contacto con los vecinos del lugar. Está el viejo solitario que se detiene, más vivo su balanceo, al verlo pasar; la mujer que me sonríe; el comerciante subsahariano que vende extensiones para el pelo y nos invita a franquear su puerta al reparar en la fascinación que su escaparate peludo provoca en el niño; está también la clientela fumadora de La Bodega, deseosa de celebrar cualquier cosa que suceda, proclives al éxtasis, como aquella tarde en que mi hijo se marcó para ellos un solo con una molesta trompetilla de plástico que le compré en un descuido y que no tardó en ser confiscada al llegar a casa.
Junto a nuestro portal está La Amparito, “pequeñita pero graciosa”, un bar regentado por un bailarín y una bailarina que atienden su pasión danzante en los ratos libres que les deja la fatigosa hostelería, refugio secular de artistas que se cansaron de vivir del aire, porque como es sabido el amor al arte para que se convierta en matrimonio tiene que poder pagar las facturas. A la puerta de La Amparito también se arremolinan los fumadores, formando a veces una nube común con los de La Bodega, una nube de humo de tabaco muy a menudo dulcificada, lo que es de agradecer, por aromas de buen hachís. Yo en esas ocasiones ralentizo mi paso y aspiro hondo, y es entonces mi hijo el que, imitándome cuando yo lo apremio, me dice, “vamos, papá, vamos”. Y yo voy.
Rosas de la china en el muladar occidental
A mi hijo no le gusta el humo, pero para mi sorpresa le da igual el penetrante olor a meado que hay cerca del portal. En algunos puntos donde la acera se ennegrece o en los alcorques de los despeluchados árboles se concentra la meada de humanos y de perros en una turbadora síntesis aceitosa. El carácter gregario, el gusto contemporáneo por la aglomeración, encuentra aquí un ejemplo extremo, ¿por qué a los que mean en la calle les da por mear en el mismo sitio? Gente hay mucha y los hay sin duda que no le hacen ascos a esta comunión coprófaga, a ese sueño colectivo de crear un mismo río de mierda que nos arrastre de una vez por todas.
A la altura del número 100, sin embargo, se produce el milagro: por la puerta entreabierta de la floristería china de venta al por mayor llega la fragancia fresca de rosas y tallos cortados. De aquí salen muchas de esas rosas rojas envueltas en celofán transparente, esos otros rollitos de primavera que los vendedores ambulantes chinos ofrecen a los enamorados por el centro de Madrid.
Era una perra y se llamaba Punka
Frente a la floristería, en la otra acera, compartiendo pared con La Casa Encendida –centro social y cultural de Caja Madrid–, un edificio moderno de viviendas se levanta donde estuvo una de las casas okupas más señeras de Madrid, el Laboratorio 3. Quizás por su discreción, esta calle ha sido la que más centros sociales okupados ha tenido en la ciudad. De hecho algunos historiadores de los movimientos autónomos sitúan en el número 83 el comienzo de la historia de la okupación madrileña. Ocupaciones de viviendas hubo antes, pero es a mediados de los ochenta cuando el movimiento okupa –con k y con una vocación política y sociocultural alternativa al sistema de propiedad capitalista– arranca en este país. Primero en Barcelona y Pamplona y poco después, el Día de Todos los Santos de 1985, en Madrid, con la okupación de un edificio abandonado que pertenecía a una empresa hidroeléctrica y hoy es un garaje.
El KOKA, Kolectivo de Okupación de la Kasa del Amparo, apenas aguantó diez días en su excitante empeño: los Geos entraron a golpes y pusieron fin a la aventura, deteniendo a trece personas y a una perra llamada Punka. Desde entonces han sido cinco los centros sociales okupados que han encontrado cobijo en esta calle. Actualmente en Cabestreros –desde hace poco rebautizada como Plaza Nelson Mandela–, en el mismo edificio donde estuvo el Labo 02, está La Quimera, y en el principio de la calle, La Barraka, que vivió otras épocas más movidas y que hoy es sólo vivienda. Me alegra ver que estos espacios liberados encuentran amparo en mi calle: aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, nunca duran más de tres años, porque, ya se sabe –en el amor como en la guerra–, cuando la libertad entra en conflicto con la propiedad siempre pierde.
Aunque Dios viva en la calle de al lado, aquí el alma huele a carne
Si nos dejamos llevar por el olfato y arrancamos cuesta arriba, en el segundo tramo de la calle, el aire nos traerá olor a kebab del Instambul y un poco más adelante a pollo al horno con romero y patatas panaderas, el plato que nunca falta en Los Chuchis, el bar-restaurante donde tantas veces comí ensimismado en la contemplación de aquella camarera tan guapa, una chica que vino de Galicia para ser actriz y ahora, me dicen cuando pregunto por su ausencia, se gana la vida como profesora de yoga.
Unos pasos más y sobre las ocho de la tarde, hora del culto, notaremos el fuerte perfume de la gitanería evangélica, una empalagosa mezcla de Varón Dandy, Pachuli y Chanel que anestesia el aire cuando se dirige en procesión hacia el local de la Iglesia de Filadelfia, en la perpendicular Provisiones. Acuden en masa familias enteras de la tribu urbana más singular de Madrid, la de los gitanos castizos, ellas vestidas con sus mejores galas, con el pelo lacado y los aretes tamaño hula-hop, ellos con el pelo engominado, con collares y anillos de oro. Estilo Lorca con sifón modernizado. Las chavalas, como si fueran a la discoteca, llevan minifaldas y vestidos ceñidos y se encuentran al entrar un cartelón manuscrito que pone:
impacto para la juventud
Noches diferentes:
De alabanza, poder intercesión,
guerra espiritual y palabra…
Guerra espiritual, ¿qué pensarán los musulmanes que en ese mismo número, al otro lado del portal, tienen su mezquita? El choque de civilizaciones parece desmentido por la vecindad y la cordialidad, exuberante de los gitanos y más recogida en los musulmanes, una amabilidad distante en realidad, un cierto embarazo, como el que se da entre vecinos que no se tratan cuando se cruzan por la escalera. Una coexistencia pacífica más que una convivencia: se comparte la calle, pero no la vida.
Los musulmanes que pasan por Amparo camino de la mezquita, a diferencia de los gitanos evangélicos, suelen ir solos y abstraídos, como rumiando el nombre de Alá, discretos como sombras, con el olor a pan de los que trabajan sin prisa y abusan del té verde a la menta. Saben, aunque nadie se lo haya dicho, que el topónimo Madrid proviene del árabe, que el primer nombre documentado pertenece a la época andalusí, al asentamiento fortificado musulmán de Maǧrīţ del siglo IX, emplazado sobre un vicus visigodo llamado Matrich –matriz o fuente– por el arroyo que caía por la actual calle de Segovia, entre los cerros de lo que es hoy la Almudena y las Vistillas. Saben que esta ciudad que no es de nadie también les pertenece y que en definitiva si la tierra es de quien la trabaja la calle es de quien la pasea, y así van pisando el suelo, con delicadeza, como si estuviera alfombrado.
En esta calle llena de olores el más humano es el de algunos subsaharianos que pasean con su camiseta de baloncesto de los Chicago Bulls o con la azulgrana sintética del Barça, emanando efluvios salobres y acres, sulfurosos, como de fósforo que se enciende o de ajo que se machaca. Son una excepción, pues los negros por estos pagos pasan por ser los más aseados, limpios y planchados en el vestir de todo el barrio, tanto si tiran de etiqueta –como Ibu, el empresario senegalés al mando de la agencia de viajes, siempre con su traje impecable–, como si gastan su look más casual de pantalones vaqueros y camiseta, a menudo calzados con esas relucientes deportivas de marca que les dan a sus andares ese groove tan apreciado por solteras cuarentonas.
Mención especial merecen las diosas de ébano que emergen de las puertas de las peluquerías africanas con el poderío con el que Afrodita se aparece sobre la espuma del mar: montadas sobre zapatos de plataforma, si van cuesta arriba, parece que flotan; si cuesta abajo, parece que vayan a despegar. Huelen a almizcle, a gacela almizclera, o, al menos, eso es lo que me imagino yo cuando las veo conducirse así. Pertenezco al extendido club de los turistas que se creen viajeros, esos que confunden lo pintoresco con lo auténtico, y a veces me sorprendo elucubrando teorías acerca de la verdad humana y el reclamo animal que reside en el olor a sudor, lleno de potencia, de algunos negros, o sobre la verdad en el atuendo y acicalamiento de las negras de mi calle, sin botox ni silicona ni fundas dentales, un paso anterior, más melancólicamente humano, en la escala evolutiva del cíborg lleno de prótesis que somos.
El olor del desamparo
Dejando a un lado estas lúbricas especulaciones, otro de los olores dominantes es el del cartón barato de las cajas vacías que se apilan al costado de algunas tiendas de ropa. Si llueve, pierde la peste a gallinero, pero mojado el cartón despide uno de los olores más tristes que conozco. El Amparo no es una calle bonita y el olor a cartón mojado en alianza con las paredes deslucidas provoca los días de lluvia un contradictorio desamparo a los transeúntes. Eso sí, los árboles de normal moribundos de pronto se hacen presentes descubriendo un verde insospechado y, cuando escampa, el aroma de la tierra mojada de los alcorques aporta al conjunto un aire rural y nostálgico. La lluvia es algo que sucede siempre en el pasado, escribió Borges, y cuando llueve en la calle del Amparo todos queremos correr al pueblo del que vinimos, sobre todo si ya no existe.
Espejismo de los ciegos: al final del desierto está el mar
Si es verano y te conduces a ciegas por el penúltimo tramo, entre la plaza de Cabestreros y la travesía de la Comadre, inspirar hondo te puede hacer creer que estás en las curtidurías de Fez o en el desierto, rodeado por una manada de camellos. Tres marroquinerías despachan ahí un surtido variado de cueros malolientes. Trabajar en una tienda como ésa debe de ser tan mareante como trabajar en una gasolinera, supongo que te acabas acostumbrando: los olores, como las imágenes, a fuerza de estar presentes se olvidan, desaparecen.
Ya pocos se acuerdan, pero si buscan esta calle en la web se encontrarán a la policía secreta dando tiros al aire en un rifirrafe con manteros, en este mismo lugar, el domingo 27 de mayo de 2012. Hasta hay un vídeo de la escaramuza. Ahí se puede ver a una pareja de esbirros con las caras pixeladas esposando en el suelo a un subsahariano, mientras cuatro o cinco manteros, a una distancia prudencial, siguen con protestas la detención. La escena no tiene desperdicio, sobre todo cuando aparece, medio descalzo y dando pequeños saltos, como si de un ritual de espantar fantasmas se tratase, otro subsahariano dispuesto a liberar al detenido, blandiendo en su mano derecha una de sus zapatillas. El secreta que está de pie no tarda en reaccionar y, prestándose al duelo, despliega su porra extensible. Los manteros estrechan el cerco, uno tira una bolsa de basura que se abre en pleno vuelo pero sin alcanzar a los policías que optan por la retirada. Por un momento el miedo ha cambiado de bando. Entonces, el que arrastra del brazo al detenido, con su mano libre, agarra su pipa y dispara al cielo; en una calle de seis metros de ancha por quince de altura dispara al aire sin pensar en el peligro de un tiro fatal que se cuele por una ventana y mate a un par de curiosos de esos que se asoman para luego contarlo. Un par, sí, porque el secreta disparó dos veces.
El carácter ruin de la policía se terminó de revelar con el estrambote de una nota de prensa en la que se justifican los disparos presentando a los suyos como víctimas inocentes de un ataque multitudinario por parte de una asamblea del 15M. El vídeo delator llegó un poco después a la redacción del ABC.
Pero que el olor a pólvora no nos despiste en la ascensión de esta calle de normal tan tranquila. Sigamos andando con los ojos cerrados porque dos pasos más allá, al coronar el final, el milagro de nuevo se despliega ante nuestras narices: el desierto de camellos hediondos se transforma en playa al vaivén de las fragancias salobres del Atlántico, del Pacífico, del Mediterráneo y de las piscifactorías españolas y marroquíes, orígenes diversos del género que se ofrece en la colindante pescadería Alofer. Si, temiendo que el mar nos moje los pies, abrimos los ojos, la decepción está asegurada: el Amparo termina sin pena ni gloria, desembocando en la perpendicular y más estrecha Esgrima, frente a un edificio de vecinos discretamente racionalista, en cuyos bajos se aprieta una tienda de ropa barata de mercadillo alternativo de finales del siglo pasado que atiende al nombre de Teco: nada que ver con la playa, una broma de mal gusto que no concuerda con el olor a pescado fresco ni recompensa el ascenso de una cuesta tan pronunciada; un final sin importancia que descuida esa querencia natural que exige a la coronación de un monte la apertura sin condiciones del paisaje. Un final realista para una calle cualquiera.
Una foto, por favor
Durante varios días, antes de sentarme a escribir, estuve haciendo fotos con una cámara prestada y preguntando a los vecinos de esta calle cuestiones genéricas para hacerme una composición del lugar y sus habitantes. No fue fácil; como en otros aspectos los contrastes también aparecen si uno intenta retratar a sus vecinos. Están los que no se dejan y los que juntan a la familia para posar. Están los que te cuentan su vida, como la peluquera senegalesa Lalá, que estudió Periodismo en Niza y colabora en una ONG de mujeres inmigrantes, además de cuidar de su hija a la que le pide que se esconda para no salir en la foto. Algunos hay que no entienden español, otros que se ríen de ti, “ah, tú eres el que ayer estaba contando los bolardos”. Están los que en un primer momento desconfían para luego entregarse a la causa, como los chavales que se pasan el día en la calle escuchando música, fumándose un porro o cortándose el pelo sobre el capó de un coche; o como Mamadú, el dueño de La Teranga, que se quejó con brusquedad de que le hubiera hecho una foto sin pedirle permiso y casi me hace borrarla, y sin embargo, tras preguntarle con rapidez qué significaba el nombre de su restaurante, como cogido en falta, me respondió “Teranga en senegalés significa hospitalidad”, y a partir de ahí tan amigos.
Sí que hubo un tipo que me obligó a borrar la foto que le había robado y que por poco me parte la cara. Lo vi bajar con otros dos empujando un carrito del Mercadona cargado con un motor industrial, venían por mitad de la calle en dirección a la chatarrería, con el desaliño nervioso de los yonquis en abstinencia. “Borra la foto que te parto la cámara”, me gritó viniéndose encima, y como vio que yo miraba para abajo, bloqueado por la inesperada violencia, me azuzó por el lado de la hombría y la raza: “Payo, mírame a los ojos que soy gitano”, decía. Ahora pienso que me está bien empleado por buscar instantáneas trepidantes en una calle por lo general tranquila.
Mi calle como unidad de destino en lo universal
Un destino común para gente de orígenes diversos que conviven amablemente; mi calle, así me gusta pensarlo, es un buen resumen de lo que puede ser y en parte es este país. Otros mirarán atrás buscando lo suyo y harán cuentas y levantarán lindes y hablarán de tradiciones y de agravios históricos, a mí me basta con ver el orgullo con el que comerciantes de Bangladesh cuelgan en la puerta de su tienda la bandera de España, el mismo entusiasmo desprejuiciado que exhiben los subsaharianos cuando la selección nacional gana un partido importante: todavía recuerdan algunos vecinos con pasmo cómo bajaban por estas calles negros envueltos en la rojigualda celebrando la victoria contra los Países Bajos en el Mundial de Sudáfrica. A un español sin ganas como yo le basta con eso, con saber que no estamos solos, que gentes de otras partes del mundo han venido a enseñarnos cómo empezar de nuevo, a salvarnos con alegría de nosotros mismos.
Del Calvario al amor
Los olores como las imágenes a fuerza de estar presentes desaparecen. Esta lógica paradójica no sólo incumbe a las impresiones sensoriales, también las emociones y sentimientos caen bajo su influencia borradora; por eso se dice que el amor en la costumbre se vuelve invisible, aunque otros tópicos, igualmente asumidos, sugieran lo contrario, que el amor es la costumbre, que el roce, ya saben, hace el cariño.
Yo unas veces pienso que el amor es una forma de atención sostenida, otras que el amor es el recuerdo. Pienso, por ejemplo, en esta calle cualquiera a la que he venido a parar. Si trato de responder cómo llegué hasta aquí, tendré que hablar del azar y de la necesidad, más que de la elección, pues mi situación económica no deja mucho margen al deseo. Un amigo me avisó de que había un piso barato en el edificio de un conocido suyo, un piso sin ningún lujo pero sin ningún inconveniente grave: no tener ascensor era un poco incómodo, pero el niño pronto dejaría de necesitar el carrito, y, al fin y al cabo, no era más que un segundo piso; no contar con calefacción era un problema pero estaba bien aislado y con un par de estufas podía arreglarme; la falta de luz y de vistas exteriores se compensaba en parte por la ventilación cruzada que garantizaba el que las ventanas se abrieran a dos patios; el reducido espacio no estaba del todo mal distribuido: la mesa del salón sería mi escritorio sin dejar de servir para comer, el dormitorio, de un ancho suficiente para el sofá cama de matrimonio y una pequeña mesilla de noche, sería compartido con mi hijo. Cuando mi hijo fuera un poco más grande –sin prisas, sin obligarlo– le compraría su propia cama, una cama pequeña de niño, y la pondría a los pies de la mía. Eran sólo, y este argumento era decisivo, 400 euros al mes, lo mismo que costaba una habitación en un piso de estudiantes.
El loft de exquisito diseño situado en el número 8 de la calle Calvario que unos amigos me habían dejado –mientras tanto, hasta que encontrara algo, hasta que me aclarase acerca de qué hacer con mi vida– no estaba hecho para un niño de dos años y medio. No iba a encontrar otra cosa mejor, así que di una señal y dos días más tarde, un 21 de diciembre, firmé el contrato de alquiler, hice la mudanza y empecé a vivir en esta calle. Del Calvario al Amparo, del número 8 al 88, bromeaban mis amigos leyendo las señales en el cambio de dirección como una suerte de bendición al sentido de mis pasos.
Así fue como llegué a esta calle, una calle sin encanto aparente, de la que nadie dirá sin caer en el ridículo que es una calle digna de ser amada. Sin embargo, el amor a la calle del Amparo es posible, basta con prestar atención y dejarse arrastrar por las historias que circulan por ella. Amar esta calle es un ejercicio de aceptación y de amor a la humanidad, con sus miserias y sus grandezas, con toda la fealdad que siendo mucha no logra enterrar las muestras de bondad que la redimen. Aquí, a poco que te fijes, aprendes a reconocerte como uno más, fuerte en tu fragilidad, necesitado como cualquiera de la ayuda de los otros para seguir vivo. Calles más bonitas hay muchas, pero pocas resultan tan humanas y tan amables, tan dignas de ser amadas, como la del Amparo.
Antes todo esto era campo
La otra noche le conté a mi hijo que hace siglos osos, jabalíes y ciervos se paseaban por lo que hoy es nuestra calle, entonces surcada por un arroyuelo más de los muchos que caían por estas laderas. Éstos eran los arrabales de una villa que pasó a ser corte precisamente por estar rodeada de excelentes cotos de caza, donde los reyes de España, siempre tan aficionados al ejercicio del poderío escopetero, daban gusto a su pulsión cazadora y también decorativa, llenando de alfombras peludas y de astadas testuces los suelos y las paredes palaciegas. Eso le cuento a mi hijo, aunque, como es de esperar, desconecta a mitad de la parrafada. A la mañana siguiente, cuando salimos a la calle, me pregunta con los ojos muy abiertos dónde están los osos, los jabalíes y los ciervos.
El mundo de la calle del Amparo
Hagamos cuentas: 700 metros de longitud, 6 metros de ancho, 15 metros de altura, 103 números, una plaza de hormigón con parque infantil y aparcamiento subterráneo, cuatro calles que cruzan y dos perpendiculares, 328 bolardos traicioneros, 22 papeleras, 46 árboles estresados que buscan en vano la luz, 52 faroles sujetos a la pared y 14 farolas sin mayor encanto que su discreción.
Un negocio de reformas y saneamiento, 2 oficinas para enviar dinero al extranjero, 2 casas okupas, 6 peluquerías africanas, un ciber-locutorio-videoclub con los últimos estrenos de Bollywood y alguna producción bangladeshí, un banco de madera, una oficina bancaria que cerró hace unos meses, una academia de dibujo llamada Habitar la Línea, un taller de diseño que produce ahora objetos singulares como un burro de porcelana con alas de Tente, un estudio de arquitectura sostenible y otro de un pintor que sirve de galería de exposiciones y que toma su nombre del “Villancico” de Ferlosio que reza por el nacimiento del niño negativo: Nadie, Nunca, Nada, No.
Una agencia de viajes, una oficina municipal que gestiona los permisos para el tráfico automovilístico restringido a residentes, 2 bares históricos de vinos peleones, 2 bares-restaurantes modernitos con un menú decente, un Doner kebab de pata de elefante, un restaurante senegalés que acaban de reformar, unos billares que acaban de cerrar, una sala de teatro alternativa con un aforo máximo de 60 espectadores, una clínica dental que abre todos los días de la semana y muestra en su escaparate un didáctico y desagradable cartelón de colores ácidos donde gráficamente se explican – con su presupuesto desglosado– las distintas fases de un implante dental, un centro social de atención a familias en riesgo y una chatarrería.
Y casi 80 tiendas –más de la mitad de venta al por mayor–: 30 de bisutería, 17 de ropa, 5 de accesorios para móviles, 4 marroquinerías, una de parafernalia cannábica, una de souvenirs egipcios, una de compraventa de cabello natural, 6 de alimentación –entre ellas 2 colmados con carnicería halal incorporada y una esquinera en manos de una familia china–, una pastelería de dulces de Bangladesh, una de chilabas, dos floristerías y algunas tiendas más que se me olvidan. Si a eso sumamos un par de andamios, que siempre hay alguno interrumpiendo la acera, coches esporádicos y un colorido trasiego de gente corriente de las cuatro esquinas del mundo, podemos tener una aproximación numérica a la realidad de esta calle estrecha y empinada donde vivo desde hace un año, una cuesta que se tarda 7 minutos en bajar y 9 en subir.
Mi casa está en el número 88, en un segundo interior de 400 euros de alquiler y 30 metros cuadrados. La mitad del tiempo vivo solo, la otra mitad con mi hijo, que tiene 3 años.
De la rosa de Alejandría al souvenir
Nunca fue una calle noble. Su primer nombre, el primero del que se tiene noticia, es el de la “Comadre”, en honor de una vecina comadrona que acostumbraba atender los partos acompañada por un capullo de rosa de Alejandría que, colocado en una redoma junto a la cama de la parturienta, se iba abriendo al compás del alumbramiento. En aquella época el barrio de Lavapiés era un arrabal lleno de pícaros, espadachines, cómicos y mujeres de moral dudosa, un terreno fronterizo –entre la realidad y la magia, entre la vida y la muerte– acotado por los muros de la cerca que mandó construir Felipe IV para controlar el tránsito de personas y mercancías. Más allá de la cerca estaba el campo de donde seguro aquella partera medio bruja recogería sus yerbajos para pócimas y ungüentos. La fama de aquella comadre fue tanta como para dar durante un par de siglos nombre a esta calle; el tiempo, sin embargo, acabó por desplazar su importancia a una travesía secundaria, cuando un refugio de desvalidos renombró definitivamente esta cuesta como la del Amparo.
Corre el Amparo discreta, en paralelo a la más bulliciosa, amplia y arbolada calle de Lavapiés, como una hermana menor poco agraciada que pasa desapercibida en el callejero de este barrio densamente poblado del que dicen fue primero judería y morería, luego residencia de conversos y, a consecuencia de esto, cuna de la manolería, pues los cristianos nuevos, para dar muestras de abolengo y disimular su condición de neófitos, solían llamar a su primogénito Manuel, “el dios que está entre nosotros”, uno de los nombres bíblicos de Jesús el nazareno. Los manolos y las manolas del barrio de Lavapiés, históricamente enfrentados a los chulapos y chulapas y a los chisperos del barrio de Malasaña, fijarán los arquetipos populares del ser madrileño, la quintaesencia castiza de la majeza, esa manera gallarda y altanera de conducirse por la vida y de desautorizar al contrario con gesto fanfarrón, acentuando las consonantes al estilo metralleta: que-te-crees-tú-eso.
De aquel acento y aquellas maneras explotados en sainetes y esperpentos poco queda ya, la ciudad fue creciendo por desborde y lo popular vino a redefinirse y luego a diluirse en la centrifugadora del progreso. Lavapiés ha pasado en dos décadas de ser uno de los barrios más castizos de Madrid a ser el más multicultural. Y ahora se halla, no sin resistencia, en un proceso de gentrificación propiciado por el Ayuntamiento y los especuladores que, con la excusa de acabar con la inseguridad y la infravivienda, mediante la represión policial y la intervención urbanística, pretenden “normalizar” y renovar este céntrico barrio, es decir, echar a la chusma y revalorizar el suelo con la llegada de nuevos residentes con mayor poder adquisitivo. Si en los ochenta del siglo pasado lo que molaba era vivir en familia en un chalet semiadosado del extrarradio, ahora que la familia ya no es lo que era y la atomización social nos empuja a buscar el rumor de la multitud, lo que se estila es volver al centro. Un proceso habitual en las grandes y medianas ciudades del capitalismo universal, que hace del centro urbano un escaparate donde lo popular sólo sobrevive en la caricatura del souvenir.
No a los controles por colores
El llamado Plan de Mejora de la Seguridad y la Convivencia de Lavapiés aplicado por el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno se supone que está en su segunda etapa, la de la revitalización arquitectónica y comercial, aunque de momento sólo conocemos la primera, que consiste en una presencia policial continua. Los que tienen una piel más oscura de lo habitual saben lo que está en juego, pues su divergencia con el fenotipo caucásico europeo los convierte en presa fácil de arbitrarias identificaciones. En España, según una encuesta realizada hace dos años por Metroscopia, si eres gitano tienes 10 veces más posibilidades de que te quieran identificar que si tienes apariencia de blanco europeo, 7,5 veces más si eres magrebí y 6,5 veces más si eres afroamericano o latino. Pero eso es en España; en este barrio, donde las identificaciones son diarias y obedecen a un plan muy concreto, las probabilidades se disparan: en el año que llevo viviendo aquí jamás he visto a un policía pidiendo el DNI a alguien que no sea negro, magrebí o latino. “No a los controles por colores”, reza en vano una pancarta colgada del balcón de una de las casas okupas.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 8, 9 y 10
Mi hijo todavía no sabe contar. Aunque recita de memoria los números del uno al diez, olvidando siempre el siete, sumar y restar no entran dentro de sus competencias actuales, así que no puedo convencerlo de que me ayude a contar los bolardos de la calle, ni de que tenga paciencia y se espere sin distraerme. A él las cuentas no le gustan, a él le gustan los cuentos y entretenerse en cada escaparate, intentar entrar en las tiendas a ver si venden, si le puedo comprar, una espada de pirata, una pistola de agua, un chupa-chups o un regaliz de caracol, que son las cuatro cosas que más le interesan como incipiente consumidor.
Más que un perro de raza exótica, pasear con un niño de tres años es la mejor manera de trabar contacto con los vecinos del lugar. Está el viejo solitario que se detiene, más vivo su balanceo, al verlo pasar; la mujer que me sonríe; el comerciante subsahariano que vende extensiones para el pelo y nos invita a franquear su puerta al reparar en la fascinación que su escaparate peludo provoca en el niño; está también la clientela fumadora de La Bodega, deseosa de celebrar cualquier cosa que suceda, proclives al éxtasis, como aquella tarde en que mi hijo se marcó para ellos un solo con una molesta trompetilla de plástico que le compré en un descuido y que no tardó en ser confiscada al llegar a casa.
Junto a nuestro portal está La Amparito, “pequeñita pero graciosa”, un bar regentado por un bailarín y una bailarina que atienden su pasión danzante en los ratos libres que les deja la fatigosa hostelería, refugio secular de artistas que se cansaron de vivir del aire, porque como es sabido el amor al arte para que se convierta en matrimonio tiene que poder pagar las facturas. A la puerta de La Amparito también se arremolinan los fumadores, formando a veces una nube común con los de La Bodega, una nube de humo de tabaco muy a menudo dulcificada, lo que es de agradecer, por aromas de buen hachís. Yo en esas ocasiones ralentizo mi paso y aspiro hondo, y es entonces mi hijo el que, imitándome cuando yo lo apremio, me dice, “vamos, papá, vamos”. Y yo voy.
Rosas de la china en el muladar occidental
A mi hijo no le gusta el humo, pero para mi sorpresa le da igual el penetrante olor a meado que hay cerca del portal. En algunos puntos donde la acera se ennegrece o en los alcorques de los despeluchados árboles se concentra la meada de humanos y de perros en una turbadora síntesis aceitosa. El carácter gregario, el gusto contemporáneo por la aglomeración, encuentra aquí un ejemplo extremo, ¿por qué a los que mean en la calle les da por mear en el mismo sitio? Gente hay mucha y los hay sin duda que no le hacen ascos a esta comunión coprófaga, a ese sueño colectivo de crear un mismo río de mierda que nos arrastre de una vez por todas.
A la altura del número 100, sin embargo, se produce el milagro: por la puerta entreabierta de la floristería china de venta al por mayor llega la fragancia fresca de rosas y tallos cortados. De aquí salen muchas de esas rosas rojas envueltas en celofán transparente, esos otros rollitos de primavera que los vendedores ambulantes chinos ofrecen a los enamorados por el centro de Madrid.
Era una perra y se llamaba Punka
Frente a la floristería, en la otra acera, compartiendo pared con La Casa Encendida –centro social y cultural de Caja Madrid–, un edificio moderno de viviendas se levanta donde estuvo una de las casas okupas más señeras de Madrid, el Laboratorio 3. Quizás por su discreción, esta calle ha sido la que más centros sociales okupados ha tenido en la ciudad. De hecho algunos historiadores de los movimientos autónomos sitúan en el número 83 el comienzo de la historia de la okupación madrileña. Ocupaciones de viviendas hubo antes, pero es a mediados de los ochenta cuando el movimiento okupa –con k y con una vocación política y sociocultural alternativa al sistema de propiedad capitalista– arranca en este país. Primero en Barcelona y Pamplona y poco después, el Día de Todos los Santos de 1985, en Madrid, con la okupación de un edificio abandonado que pertenecía a una empresa hidroeléctrica y hoy es un garaje.
El KOKA, Kolectivo de Okupación de la Kasa del Amparo, apenas aguantó diez días en su excitante empeño: los Geos entraron a golpes y pusieron fin a la aventura, deteniendo a trece personas y a una perra llamada Punka. Desde entonces han sido cinco los centros sociales okupados que han encontrado cobijo en esta calle. Actualmente en Cabestreros –desde hace poco rebautizada como Plaza Nelson Mandela–, en el mismo edificio donde estuvo el Labo 02, está La Quimera, y en el principio de la calle, La Barraka, que vivió otras épocas más movidas y que hoy es sólo vivienda. Me alegra ver que estos espacios liberados encuentran amparo en mi calle: aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, nunca duran más de tres años, porque, ya se sabe –en el amor como en la guerra–, cuando la libertad entra en conflicto con la propiedad siempre pierde.
Aunque Dios viva en la calle de al lado, aquí el alma huele a carne
Si nos dejamos llevar por el olfato y arrancamos cuesta arriba, en el segundo tramo de la calle, el aire nos traerá olor a kebab del Instambul y un poco más adelante a pollo al horno con romero y patatas panaderas, el plato que nunca falta en Los Chuchis, el bar-restaurante donde tantas veces comí ensimismado en la contemplación de aquella camarera tan guapa, una chica que vino de Galicia para ser actriz y ahora, me dicen cuando pregunto por su ausencia, se gana la vida como profesora de yoga.
Unos pasos más y sobre las ocho de la tarde, hora del culto, notaremos el fuerte perfume de la gitanería evangélica, una empalagosa mezcla de Varón Dandy, Pachuli y Chanel que anestesia el aire cuando se dirige en procesión hacia el local de la Iglesia de Filadelfia, en la perpendicular Provisiones. Acuden en masa familias enteras de la tribu urbana más singular de Madrid, la de los gitanos castizos, ellas vestidas con sus mejores galas, con el pelo lacado y los aretes tamaño hula-hop, ellos con el pelo engominado, con collares y anillos de oro. Estilo Lorca con sifón modernizado. Las chavalas, como si fueran a la discoteca, llevan minifaldas y vestidos ceñidos y se encuentran al entrar un cartelón manuscrito que pone:
impacto para la juventud
Noches diferentes:
De alabanza, poder intercesión,
guerra espiritual y palabra…
Guerra espiritual, ¿qué pensarán los musulmanes que en ese mismo número, al otro lado del portal, tienen su mezquita? El choque de civilizaciones parece desmentido por la vecindad y la cordialidad, exuberante de los gitanos y más recogida en los musulmanes, una amabilidad distante en realidad, un cierto embarazo, como el que se da entre vecinos que no se tratan cuando se cruzan por la escalera. Una coexistencia pacífica más que una convivencia: se comparte la calle, pero no la vida.
Los musulmanes que pasan por Amparo camino de la mezquita, a diferencia de los gitanos evangélicos, suelen ir solos y abstraídos, como rumiando el nombre de Alá, discretos como sombras, con el olor a pan de los que trabajan sin prisa y abusan del té verde a la menta. Saben, aunque nadie se lo haya dicho, que el topónimo Madrid proviene del árabe, que el primer nombre documentado pertenece a la época andalusí, al asentamiento fortificado musulmán de Maǧrīţ del siglo IX, emplazado sobre un vicus visigodo llamado Matrich –matriz o fuente– por el arroyo que caía por la actual calle de Segovia, entre los cerros de lo que es hoy la Almudena y las Vistillas. Saben que esta ciudad que no es de nadie también les pertenece y que en definitiva si la tierra es de quien la trabaja la calle es de quien la pasea, y así van pisando el suelo, con delicadeza, como si estuviera alfombrado.
En esta calle llena de olores el más humano es el de algunos subsaharianos que pasean con su camiseta de baloncesto de los Chicago Bulls o con la azulgrana sintética del Barça, emanando efluvios salobres y acres, sulfurosos, como de fósforo que se enciende o de ajo que se machaca. Son una excepción, pues los negros por estos pagos pasan por ser los más aseados, limpios y planchados en el vestir de todo el barrio, tanto si tiran de etiqueta –como Ibu, el empresario senegalés al mando de la agencia de viajes, siempre con su traje impecable–, como si gastan su look más casual de pantalones vaqueros y camiseta, a menudo calzados con esas relucientes deportivas de marca que les dan a sus andares ese groove tan apreciado por solteras cuarentonas.
Mención especial merecen las diosas de ébano que emergen de las puertas de las peluquerías africanas con el poderío con el que Afrodita se aparece sobre la espuma del mar: montadas sobre zapatos de plataforma, si van cuesta arriba, parece que flotan; si cuesta abajo, parece que vayan a despegar. Huelen a almizcle, a gacela almizclera, o, al menos, eso es lo que me imagino yo cuando las veo conducirse así. Pertenezco al extendido club de los turistas que se creen viajeros, esos que confunden lo pintoresco con lo auténtico, y a veces me sorprendo elucubrando teorías acerca de la verdad humana y el reclamo animal que reside en el olor a sudor, lleno de potencia, de algunos negros, o sobre la verdad en el atuendo y acicalamiento de las negras de mi calle, sin botox ni silicona ni fundas dentales, un paso anterior, más melancólicamente humano, en la escala evolutiva del cíborg lleno de prótesis que somos.
El olor del desamparo
Dejando a un lado estas lúbricas especulaciones, otro de los olores dominantes es el del cartón barato de las cajas vacías que se apilan al costado de algunas tiendas de ropa. Si llueve, pierde la peste a gallinero, pero mojado el cartón despide uno de los olores más tristes que conozco. El Amparo no es una calle bonita y el olor a cartón mojado en alianza con las paredes deslucidas provoca los días de lluvia un contradictorio desamparo a los transeúntes. Eso sí, los árboles de normal moribundos de pronto se hacen presentes descubriendo un verde insospechado y, cuando escampa, el aroma de la tierra mojada de los alcorques aporta al conjunto un aire rural y nostálgico. La lluvia es algo que sucede siempre en el pasado, escribió Borges, y cuando llueve en la calle del Amparo todos queremos correr al pueblo del que vinimos, sobre todo si ya no existe.
Espejismo de los ciegos: al final del desierto está el mar
Si es verano y te conduces a ciegas por el penúltimo tramo, entre la plaza de Cabestreros y la travesía de la Comadre, inspirar hondo te puede hacer creer que estás en las curtidurías de Fez o en el desierto, rodeado por una manada de camellos. Tres marroquinerías despachan ahí un surtido variado de cueros malolientes. Trabajar en una tienda como ésa debe de ser tan mareante como trabajar en una gasolinera, supongo que te acabas acostumbrando: los olores, como las imágenes, a fuerza de estar presentes se olvidan, desaparecen.
Ya pocos se acuerdan, pero si buscan esta calle en la web se encontrarán a la policía secreta dando tiros al aire en un rifirrafe con manteros, en este mismo lugar, el domingo 27 de mayo de 2012. Hasta hay un vídeo de la escaramuza. Ahí se puede ver a una pareja de esbirros con las caras pixeladas esposando en el suelo a un subsahariano, mientras cuatro o cinco manteros, a una distancia prudencial, siguen con protestas la detención. La escena no tiene desperdicio, sobre todo cuando aparece, medio descalzo y dando pequeños saltos, como si de un ritual de espantar fantasmas se tratase, otro subsahariano dispuesto a liberar al detenido, blandiendo en su mano derecha una de sus zapatillas. El secreta que está de pie no tarda en reaccionar y, prestándose al duelo, despliega su porra extensible. Los manteros estrechan el cerco, uno tira una bolsa de basura que se abre en pleno vuelo pero sin alcanzar a los policías que optan por la retirada. Por un momento el miedo ha cambiado de bando. Entonces, el que arrastra del brazo al detenido, con su mano libre, agarra su pipa y dispara al cielo; en una calle de seis metros de ancha por quince de altura dispara al aire sin pensar en el peligro de un tiro fatal que se cuele por una ventana y mate a un par de curiosos de esos que se asoman para luego contarlo. Un par, sí, porque el secreta disparó dos veces.
El carácter ruin de la policía se terminó de revelar con el estrambote de una nota de prensa en la que se justifican los disparos presentando a los suyos como víctimas inocentes de un ataque multitudinario por parte de una asamblea del 15M. El vídeo delator llegó un poco después a la redacción del ABC.
Pero que el olor a pólvora no nos despiste en la ascensión de esta calle de normal tan tranquila. Sigamos andando con los ojos cerrados porque dos pasos más allá, al coronar el final, el milagro de nuevo se despliega ante nuestras narices: el desierto de camellos hediondos se transforma en playa al vaivén de las fragancias salobres del Atlántico, del Pacífico, del Mediterráneo y de las piscifactorías españolas y marroquíes, orígenes diversos del género que se ofrece en la colindante pescadería Alofer. Si, temiendo que el mar nos moje los pies, abrimos los ojos, la decepción está asegurada: el Amparo termina sin pena ni gloria, desembocando en la perpendicular y más estrecha Esgrima, frente a un edificio de vecinos discretamente racionalista, en cuyos bajos se aprieta una tienda de ropa barata de mercadillo alternativo de finales del siglo pasado que atiende al nombre de Teco: nada que ver con la playa, una broma de mal gusto que no concuerda con el olor a pescado fresco ni recompensa el ascenso de una cuesta tan pronunciada; un final sin importancia que descuida esa querencia natural que exige a la coronación de un monte la apertura sin condiciones del paisaje. Un final realista para una calle cualquiera.
Una foto, por favor
Durante varios días, antes de sentarme a escribir, estuve haciendo fotos con una cámara prestada y preguntando a los vecinos de esta calle cuestiones genéricas para hacerme una composición del lugar y sus habitantes. No fue fácil; como en otros aspectos los contrastes también aparecen si uno intenta retratar a sus vecinos. Están los que no se dejan y los que juntan a la familia para posar. Están los que te cuentan su vida, como la peluquera senegalesa Lalá, que estudió Periodismo en Niza y colabora en una ONG de mujeres inmigrantes, además de cuidar de su hija a la que le pide que se esconda para no salir en la foto. Algunos hay que no entienden español, otros que se ríen de ti, “ah, tú eres el que ayer estaba contando los bolardos”. Están los que en un primer momento desconfían para luego entregarse a la causa, como los chavales que se pasan el día en la calle escuchando música, fumándose un porro o cortándose el pelo sobre el capó de un coche; o como Mamadú, el dueño de La Teranga, que se quejó con brusquedad de que le hubiera hecho una foto sin pedirle permiso y casi me hace borrarla, y sin embargo, tras preguntarle con rapidez qué significaba el nombre de su restaurante, como cogido en falta, me respondió “Teranga en senegalés significa hospitalidad”, y a partir de ahí tan amigos.
Sí que hubo un tipo que me obligó a borrar la foto que le había robado y que por poco me parte la cara. Lo vi bajar con otros dos empujando un carrito del Mercadona cargado con un motor industrial, venían por mitad de la calle en dirección a la chatarrería, con el desaliño nervioso de los yonquis en abstinencia. “Borra la foto que te parto la cámara”, me gritó viniéndose encima, y como vio que yo miraba para abajo, bloqueado por la inesperada violencia, me azuzó por el lado de la hombría y la raza: “Payo, mírame a los ojos que soy gitano”, decía. Ahora pienso que me está bien empleado por buscar instantáneas trepidantes en una calle por lo general tranquila.
Mi calle como unidad de destino en lo universal
Un destino común para gente de orígenes diversos que conviven amablemente; mi calle, así me gusta pensarlo, es un buen resumen de lo que puede ser y en parte es este país. Otros mirarán atrás buscando lo suyo y harán cuentas y levantarán lindes y hablarán de tradiciones y de agravios históricos, a mí me basta con ver el orgullo con el que comerciantes de Bangladesh cuelgan en la puerta de su tienda la bandera de España, el mismo entusiasmo desprejuiciado que exhiben los subsaharianos cuando la selección nacional gana un partido importante: todavía recuerdan algunos vecinos con pasmo cómo bajaban por estas calles negros envueltos en la rojigualda celebrando la victoria contra los Países Bajos en el Mundial de Sudáfrica. A un español sin ganas como yo le basta con eso, con saber que no estamos solos, que gentes de otras partes del mundo han venido a enseñarnos cómo empezar de nuevo, a salvarnos con alegría de nosotros mismos.
Del Calvario al amor
Los olores como las imágenes a fuerza de estar presentes desaparecen. Esta lógica paradójica no sólo incumbe a las impresiones sensoriales, también las emociones y sentimientos caen bajo su influencia borradora; por eso se dice que el amor en la costumbre se vuelve invisible, aunque otros tópicos, igualmente asumidos, sugieran lo contrario, que el amor es la costumbre, que el roce, ya saben, hace el cariño.
Yo unas veces pienso que el amor es una forma de atención sostenida, otras que el amor es el recuerdo. Pienso, por ejemplo, en esta calle cualquiera a la que he venido a parar. Si trato de responder cómo llegué hasta aquí, tendré que hablar del azar y de la necesidad, más que de la elección, pues mi situación económica no deja mucho margen al deseo. Un amigo me avisó de que había un piso barato en el edificio de un conocido suyo, un piso sin ningún lujo pero sin ningún inconveniente grave: no tener ascensor era un poco incómodo, pero el niño pronto dejaría de necesitar el carrito, y, al fin y al cabo, no era más que un segundo piso; no contar con calefacción era un problema pero estaba bien aislado y con un par de estufas podía arreglarme; la falta de luz y de vistas exteriores se compensaba en parte por la ventilación cruzada que garantizaba el que las ventanas se abrieran a dos patios; el reducido espacio no estaba del todo mal distribuido: la mesa del salón sería mi escritorio sin dejar de servir para comer, el dormitorio, de un ancho suficiente para el sofá cama de matrimonio y una pequeña mesilla de noche, sería compartido con mi hijo. Cuando mi hijo fuera un poco más grande –sin prisas, sin obligarlo– le compraría su propia cama, una cama pequeña de niño, y la pondría a los pies de la mía. Eran sólo, y este argumento era decisivo, 400 euros al mes, lo mismo que costaba una habitación en un piso de estudiantes.
El loft de exquisito diseño situado en el número 8 de la calle Calvario que unos amigos me habían dejado –mientras tanto, hasta que encontrara algo, hasta que me aclarase acerca de qué hacer con mi vida– no estaba hecho para un niño de dos años y medio. No iba a encontrar otra cosa mejor, así que di una señal y dos días más tarde, un 21 de diciembre, firmé el contrato de alquiler, hice la mudanza y empecé a vivir en esta calle. Del Calvario al Amparo, del número 8 al 88, bromeaban mis amigos leyendo las señales en el cambio de dirección como una suerte de bendición al sentido de mis pasos.
Así fue como llegué a esta calle, una calle sin encanto aparente, de la que nadie dirá sin caer en el ridículo que es una calle digna de ser amada. Sin embargo, el amor a la calle del Amparo es posible, basta con prestar atención y dejarse arrastrar por las historias que circulan por ella. Amar esta calle es un ejercicio de aceptación y de amor a la humanidad, con sus miserias y sus grandezas, con toda la fealdad que siendo mucha no logra enterrar las muestras de bondad que la redimen. Aquí, a poco que te fijes, aprendes a reconocerte como uno más, fuerte en tu fragilidad, necesitado como cualquiera de la ayuda de los otros para seguir vivo. Calles más bonitas hay muchas, pero pocas resultan tan humanas y tan amables, tan dignas de ser amadas, como la del Amparo.
Antes todo esto era campo
La otra noche le conté a mi hijo que hace siglos osos, jabalíes y ciervos se paseaban por lo que hoy es nuestra calle, entonces surcada por un arroyuelo más de los muchos que caían por estas laderas. Éstos eran los arrabales de una villa que pasó a ser corte precisamente por estar rodeada de excelentes cotos de caza, donde los reyes de España, siempre tan aficionados al ejercicio del poderío escopetero, daban gusto a su pulsión cazadora y también decorativa, llenando de alfombras peludas y de astadas testuces los suelos y las paredes palaciegas. Eso le cuento a mi hijo, aunque, como es de esperar, desconecta a mitad de la parrafada. A la mañana siguiente, cuando salimos a la calle, me pregunta con los ojos muy abiertos dónde están los osos, los jabalíes y los ciervos.