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El lugar del museo / En lugar del museo

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Un museo es una tentativa de orden, una lista provisional para representar el mundo, un microcosmos y, a la vez, un espejo. Para reflejarnos en él es necesario que lo recorramos, que nuestro cuerpo se convierta en el hilo que une y da sentido a la heterogeneidad.

Lo decisivo tal vez no sea el museo en sí, sino la experiencia de cruzar un umbral: la sensación de ingresar a un territorio hechizado.

El museo nos acerca al arte bajo la condición de que guardemos una reverente distancia.

Las aureolas de las vírgenes y los ángeles bien pudieron esfumarse de la superficie de la tela, pero no desaparecieron del todo de la sala de exposiciones. Todavía delimitan el radio, el perímetro alrededor de las obras, instaurando esa “lejanía inaproximable” de la que hablaba Walter Benjamin.

El museo también controla y condiciona las reacciones del espectador. No abucheos ni aplausos, mucho menos danzas de euforia; sí bostezos, fotos sin flash y desmayos. Desde luego “tocar” está proscrito, no sólo porque amenace la integridad de la obra, sino fundamentalmente porque se borra la distancia: tocar se parece demasiado a la vida.

Aun cuando no incluya un solo marco, pedestal o altar, el museo es su continuación o, mejor, su solución arquitectónica. Separa, sitúa en otro plano, reclama devoción.

En medio del desencantamiento del mundo, los museos son cápsulas ante la indiferencia, burbujas hiperprotegidas contra la fugacidad, iglúes para sobrevivir a la glaciación estética.

Todo museo es un archivo, pero también un archipiélago. Hay tantas tramas, tantos relatos posibles, como desplazamientos por sus islas.

La contigüidad de las piezas expuestas requiere del espacio en blanco que las separa: al entrar a un museo entramos a un rompecabezas, que armamos mentalmente bajo el entendido de “no tocar”.

Se camina por un museo como entre campos de fuerza: cada obra atrae y repele a las demás, crea tensiones y vínculos a veces poderosos, a veces inestables como los de ciertas moléculas. No en balde las colecciones están en constante rotación.

Un museo con una sola obra alojaría en realidad una pieza soltera de ajedrez.

Sin la ilusión de orden, de representación coherente, incluso de sistema, el museo no es más que un cajón de sastre, un desván arbitrario, un repositorio de pedazos.

Los discursos grandilocuentes en las inauguraciones no sólo ofrecen la promesa de un hilo conductor; equivalen, en el plano conceptual, a una nueva mano de pátina.

La obra de arte es un emperador que viste su desnudez con la carga ritual de la sala de exposiciones: las paredes impolutas, el teatro de lo extraordinario, la predisposición a la reverencia hacen las veces de su capa y aureola.

Los marcos y pedestales como auténticas piezas de museo. Desde luego el museo también merecería exhibirse junto a ellas, convertido en su tesoro más voluminoso y redundante. La pregunta es: ¿dónde?

En su conversación sobre los museos, Allan Kaprow y Robert Smithson imaginan un museo —el Guggenheim de Nueva York— que permanezca vacío, como un museo de sí mismo. Lo visualizan como un mausoleo dedicado a la nada.

¿Qué obra no envejece unos años en el mismo instante en que ingresa a un museo?

Al poner un pie en el museo dejamos atrás la viscosidad caótica de la vida. Sus puertas franquean, como las puertas de cuerno o de marfil de los sueños, el acceso al pasado, a lo que ha dejado de palpitar; a un pasado limpio y escogido.

Obras de arte que cuelgan de las paredes como mariposas atravesadas por un alfiler. Quieren convencernos de que alguna vez volaron.

Las viejas técnicas egipcias de conservación hacen del museógrafo una suerte de embalsamador. Preserva, conserva, prepara para la eternidad. De allí que todos los grandes museos del mundo quieren contar con un sarcófago como fetiche.

Con la ilusión de que sus obras sean por fin admitidas en los museos, hay artistas que se esmeran en producir directamente momias.

Un guardapelo, una cajita de música, un alhajero con dientes son anticipaciones del museo, sus versiones en miniatura. Resguardan ecos, obsesiones petrificadas, sombras.

Los muros de los museos hacen las veces de diques: detienen la arremetida de lo pasajero para idealmente dejar pasar sólo lo nuevo.

El artista que se construye a sí mismo como una obra viva, cambiante, para quien cada gesto, cada declaración, tiene una dimensión artística, es visto desde el museo como un cadáver inminente, como una raro ejemplar que no tardará en ser exhibido en un frasco.

Hay algo de estremecedor y obsesionante en que para reproducir y documentar una sonrisa haya que conformarse con su máscara mortuoria.

Reducido a sus elementos espaciales más básicos, el museo es una caja, un embalaje para la autorreferencia, una cámara narcisista donde el arte se contempla a sí mismo.

Al delimitar tajantemente un adentro y un afuera, la sala de exposiciones promueve coreografías sociales llenas de guiños y contraseñas, de pantomimas rebuscadas que pretenden demostrar la participación en una suerte de cofradía.

Muchas veces el museo es sólo un descanso demasiado iluminado en la escalera que lleva las obras al sótano.

“Museos y mausoleos se conectan por algo más que asociaciones fonéticas. Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte.” T. W. Adorno.

A fin de disimular su atmósfera sepulcral, la arquitectura de los museos prescinde ahora rigurosamente del mármol.

Gesto: llevar flores a los museos como se llevan a los cementerios.

Que en paz descanse El gran vidrio. Mi más sentido pésame a La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo. El museo, como recinto dedicado a las musas (como domo que convoca la inspiración), requiere del festín de los gusanos devorando el arte muerto.

Tantas veces se ha dicho que los museos son necrópolis, depósitos de arte muerto, que los guardias de sala se empeñan en parecer cadáveres.

“La vida en el museo es como hacer el amor en el cementerio.” Allan Kaprow.

Los performances y happenings al interior de una sala de exposiciones, por más radicales y desorbitados que sean, se contagian inevitablemente de cierta tiesura y gravedad. Pero Madame Tussauds y Von Hagens poco tienen que ver en este efecto de cera y plastinación.

“Mármol” y “formol” son dos malas palabras —dos términos de mal agüero— que el curador evita escrupulosamente.

En las bóvedas del museo se respira, como escribió Jean Cocteau, el espíritu religioso al margen de cualquier religión precisa.

Si, como reza el cliché, los museos son ahora nuestras iglesias, se diría que las nuevas formas de culto pasan por el desconcierto y la perplejidad, cuando no por el enfado.

El fin del arte (tal como lo conocemos), defendido por Arthur C. Danto, no augura la muerte del museo, sino todo lo contrario: su importancia y supremacía. Sin un espacio propicio que confiera significado a los objetos de la experiencia común, la tensión entre lo sacro y lo profano se debilitaría.

Al comienzo de El museo imaginario, André Malraux subraya una obviedad en la que casi nunca se repara: “Un crucifijo románico no era originalmente una escultura, la Madonna de Cimabue no era un cuadro, tampoco la Palas Atenea de Fidias era una estatua”. La transformación de un objeto en obra de arte por obra y gracia de su ingreso al museo.

“Las cucharas africanas talladas en madera no eran nada en el momento en que fueron hechas, eran simplemente funcionales; después se convirtieron en cosas hermosas: obras de arte.” Marcel Duchamp.

Mediante el ready-made, Duchamp da la vuelta y reduce al absurdo —es decir continúa— una práctica natural desde el nacimiento y consolidación del museo: salvar determinadas cosas de la erosión de lo cotidiano para garantizar su permanencia. Exactamente como si se tratara de un arca de Noé ante el diluvio incesante del tiempo.

El atrevimiento de Duchamp (si no es que de la baronesa Elsa, la olvidada autora de la provocación del urinario), a fuerza de repetirse, se ha institucionalizado. Su postura insolente y crítica frente a determinados supuestos sacralizados del arte —creatividad, trascendencia, habilidad profesional, espiritualidad— se convirtió en práctica corriente, en modus operandi y tic. Si los ready-mades abrieron las puertas del museo a “lo no estético, lo inútil y lo injustificable”, allí paradójicamente terminarían por estetizarse, valorarse y justificarse.

Lo que hizo Duchamp con la entrepierna de una mujer lo hicieron otros con su ironía: la vaciaron en yeso, la confinaron a un molde. Y ahora abarrotan los museos con esa producción en serie del reverso de la ironía, con su versión “en positivo”.

“El ready-made es un arma de dos filos: si se transforma en obra de arte, malogra el gesto de profanación; si preserva su neutralidad, convierte el gesto mismo en obra. En esa trampa han caído la mayoría de los seguidores de Duchamp: no es fácil jugar con cuchillos.” Octavio Paz.

En cuanto operación, en cuanto mecanismo de traslación y desfase, el ready-made no ocurre una sola vez, como una travesura de las cosas más imprevistas que se han colado al museo; más bien abre un resquicio permanente para que lo bajo y común se filtren gota a gota al espacio del arte.

¿La vida? Hordas de objetos ordinarios, de entidades ultrafamiliares, que se amontonan a la entrada del museo esperando una oportunidad.

Fuera de la bienal, la caja de zapatos de Gabriel Orozco es como la copa del santo Grial días antes de la muerte de Cristo: un objeto más entre los objetos. El artista requiere como nunca de un domo favorable, de una caja de resonancia, de un techo protector.

Lo imprevisible, lo que había sido antes rehusado, incluso lo accidental y repugnante se presentan de cuerpo entero en la casa de las representaciones. El museo ha dejado de ser el templo de las musas para convertirse en el del inquilino incómodo.

El paralelismo con la condición dual —humana y divina— de Cristo ha llevado a que Arthur C. Danto y Boris Groys sugieran que los ready-mades introdujeron un tipo de cristiandad en el arte —una cristiandad, habría que añadir, que no promete consuelo, sino estupefacción e interrogantes.

Curadores, críticos y directores de museo serían los apóstoles, los que se encargan de conferir un halo a las cosas y de incitar a la reverencia; los señalados para convencernos de que esto no es un simple objeto, sino algo parecido a un milagro; de que efectivamente las piedras se transformaron en panes.

No es raro que una exposición produzca el mismo efecto que la ostia en el paladar del ateo: el de una lámina insípida que se disuelve al instante.

El linaje de todo coleccionista se remonta a Noé. ¿Qué otra cosa es el museo sino una variedad estática del arca? ¿Qué busca sino resistir al olvido y su diluvio? Por ello, porque sabemos que corre por sus venas la sangre de Noé, no es infrecuente que al visitar una exposición nos preguntemos si el coleccionista no estaría totalmente borracho al elegir eso.

Por más que la visita al museo sea hoy un fenómeno de masas y en su interior impere el bullicio, el cansancio y aun la estampa de unos padres cambiando pañales, nunca se pierde ese ambiente grave, pontificial, en el que uno está dispuesto a arrodillarse frente a las obras maestras.

Las galerías se llenan de secreciones y cabellos, de excremento y uñas. En un mundo secularizado, tal como lo intuyó Piero Manzoni, los detritus y despojos del artista satisfacen nuestra necesidad de adoración; son nuestra fuente interminable de reliquias.

El desfallecimiento de Stendhal, deslumbrado por la obra de arte, sucedió en una iglesia. El ahora llamado “síndrome de Stendhal” se multiplica en los museos. En la calle, en la vida diaria, el encuentro fortuito con el arte —con el arte desnudo— suele pasar inadvertido.

Tres días después de un concierto multitudinario en Boston, Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, tocó en una estación del metro de Nueva York como cualquier músico aficionado que busca ganarse la vida. Sólo una persona lo reconoció. A lo largo de casi tres cuartos de hora recaudó 32 dólares y 17 centavos (el boleto para escucharlo en Boston costaba $100). Desde luego nadie lo anunció ni se cortó un listón.

Si no se descorriera el telón de alguna manera (¿quién no recuerda el cuadro de C. W. Peale, El artista en su museo?), tal vez se tendría que acudir a recursos más burdos como los altavoces de feria: “Estás a punto de acceder a la Arcadia del Arte, un lugar donde las cosas no tienen un uso, sino un significado”.

Vértigos que podríamos llamar “chinos”: una caja adentro de una caja adentro de una caja. Un telón que se abre a otro telón que se abre a otro telón.

Aislar un espécimen de su rutina, liberarlo de las asociaciones consabidas y colocarlo con todo cuidado en un frasco, lata, vitrina. A eso, en el último siglo, convenimos en llamarle “originalidad”.

Legiones de pepenadores salen todos los días a hurgar en los vertederos de la civilización en busca de un trozo puntiagudo, amenazador, salvaje, todavía ardiente, para exponerlo a la mirada incrédula de los demás.

Sin necesidad de una lima o un cincel, simplemente sacándolos de contexto, el artista borra las capas de polvo y de costumbre adheridas a los objetos, esa costra que los opaca y los vuelve invisibles.

“Cualquier cosa que se asemeje a un ready-made se convierte automáticamente en otro ready-made. El círculo se cierra: mientras que el arte se inclina a imitar a la vida, la vida imita al arte. Todas las palas para nieve en las ferreterías imitan a la de Duchamp en un museo.” Allan Kaprow.

En el arte contemporáneo el contexto es tan crucial como en los chistes. ¿Será por ello que muchos artistas confían ciegamente en sus ocurrencias?

A un siglo de los primeros ready-mades, no hay un protocolo que obligue a colocar, debajo del extinguidor, una cédula que indique: “Esto no es una obra de arte”.

Una obscenidad en la puerta de un baño no dice lo mismo si aparece en un libro de poesía. Su carácter profano ha sido, por decirlo así, profanado; su ordinariez y su violencia se han rebajado y diluido al flotar en las altas esferas del arte.

Quizás el artista no sea más que un traficante fronterizo, un pollero que se empeña en que las cosas más olvidadas, insignificantes y devaluadas de la vida cotidiana crucen al otro lado de la visibilidad y la presencia.

También el clavo solitario en la pared exige ser respetado como ready-made.

Ya que en la galería no parecían suficientemente “reales”, Andy Warhol se vio en la necesidad de fabricar, como una escultura, las célebres Cajas Brillo. A diferencia de Duchamp, que pretendía una neutralidad estética para sus ready-mades, Warhol dio otra vuelta de tuerca al reconstruir lo cotidiano para que luciera común y corriente.

Warhol entendió que había que dotar de un carácter plástico —y no únicamente filosófico— al acto crítico del ready-made. Comprendió que la filosofía, como tal, no vende.

El museo impone una barrera al lugar común a fin de delimitar lo que vale. Desde el punto de vista económico es una maniobra maestra, que hace que el dinero, lugar común por excelencia, no se quede en el lado equivocado.

No está lejos el día en que los museos se anuncien como bóvedas bancarias y ofrezcan incluso tasas de interés. “¡Deposite su objeto ordinario y le garantizamos un rendimiento fijo!” “Lo trivial y cruel da mayores dividendos: ¡ponga en riesgo al menos un 10%!”

Así como el Dr. Johnson pateó una piedra para refutar el idealismo de Berkeley, podríamos sospechar que la señora de la limpieza del museo Ostwald que removió la mancha de cal de la pieza de Martin Kippenberger era una humorista, una iconoclasta, una desacralizadora. No es difícil imaginar que, mientras tallaba la palangana de la obra, valuada en miles de dólares, canturreara jovialmente: “Una tina es una tina es una tina.”

La pieza de Kippenberger, Cuando empieza a gotear el techo, intervenida por el personal de limpieza para literalmente fregarla, podría ser considerada una nueva obra en colaboración, en cuya cédula se leería: El museo haciendo agua.

Preveo un comando de artistas —una horda de pintores recalcitrantes—, que se disfrazan de personal de limpieza. Su cometido: tirar a la basura las latas de mierda de Piero Manzoni, limpiar las manchas de grasa que dejó Joseph Beuys, tender la cama de Tracey Emin. Su nombre: Comando de Limpieza Brillo.

La iconoclasia también puede practicarse en sentido contrario: en lugar de destruir, agregar. Artistas que añaden una pieza que no estaba en el catálogo, una obra intrusa que nadie aprobó que se coleccionara y que, sin embargo, con el descaro de lo repentino, figura al lado de las obras maestras, quién sabe si peleando su lugar entre ellas o más bien contaminando el recinto con su halo profano y corrosivo.

Banksy desliza subrepticiamente un cuadro —un viejo emblema del arte— al recinto acotado e hipervigilado del museo. Con ese tipo de arte polizón, con esas Adquisiciones No Solicitadas, burla y se burla de la aduana de comisarios, curadores y coleccionistas encargados de decidir, promover y cotizar lo que se considera digno de la permanencia del arte. El gesto y el objeto, como es obvio, terminan por formar parte del acervo.

Latas de sopa. Latas de mierda. Se diría que la vida diaria no hace su aparición en el museo sino debidamente enlatada.

Si algún día se alcanza el viejo sueño nietzscheano de que la vida diaria se estetice por completo, de que entendamos la existencia como una obra de arte, surgirían entonces, en compensación, santuarios de ordinariez, reductos profanos donde impere la más descarada utilidad. Museos al revés.

Dar la espalda al museo como un paso hacia la secularización del arte, que la acción suceda en la calle, sin la validación de los recintos que hemos erigido para el confinamiento cultural, ¿implica que no se incorporará más adelante al museo ni siquiera como “documentación”? En ese caso, como quería Allan Kaprow, ¿sería un arte que no puede ser identificado como tal?

Si la traslación de un objeto banal al espacio del arte no hizo más que apuntalar la centralidad de las paredes del museo, la traslación en sentido contrario del arte a un espacio banal —como la acción de Dada en el jardincito insulso de Saint-Julien-le-Pauvre— no parece suficiente para derruir esas paredes persistentes: los rastros y documentos de aquella mítica visita hoy se exponen en el Centro Pompidou.

Obras de arte que suceden antes (o al margen) de que se descorra el telón.

También las obras de arte desaparecen. Se pudren o mueren o simplemente se esfuman y extravían. La pregunta sería si pueden subsistir solamente como leyenda. ¿Es el rumor un “soporte” adecuado para el arte?

El último toque a una obra es la admiración que le otorgamos como espectadores. Tal vez la obra de arte no esté completamente terminada sino hasta que cae en el olvido definitivo.

El llamado a la destrucción de los museos que, entre otros, lanzaron Bakunin y los dadaístas, tiene el inconveniente de que arrasa también con Mnemósine, la madre de las musas. Sin memoria, no tardarían en parecernos audaces incluso los bodegones.

La vanguardia, esa cruzada enfática a favor de lo nuevo, atenta una y otra vez contra la institución del museo precisamente porque reduce el espacio de posibilidad de lo nuevo. Sin museos ya no sería imposible, como decía Kazimir Malévich, pintar el culo gordo de Venus como si fuera la primera vez.

Dinamitar el museo, como incendiar la biblioteca, son actos simbólicos que cada artista realiza en su cabeza para aspirar a ser incluido un día en el museo o la biblioteca.

Las ruinas del museo —si es que ya están aquí— son doblemente sacras, pues participan del prestigio de lo que se vino abajo.

En el Bosque de Chapultepec (o en las inmediaciones del Paseo del Prado) hay algo a todas luces desfasado: digamos un refrigerador. Alguien entonces pregunta: —¿Ya estamos en el museo?

Un museo cuyos límites sean difusos y movedizos como los de la jungla sería provocador y desconcertante: nos haría dudar todo el tiempo, detenernos con ojo inquisitivo ante cada cosa que encontráramos en el camino.

“Los museos son el invento de una humanidad que no tiene puesto para las obras de arte, ni en su casa, ni en su vida.” Nicolás Gómez Dávila.

A la salida del museo las cosas parecen transfiguradas. Con la percepción alerta, al mismo tiempo inclinados a la reflexión y a la receptividad, nos topamos con la tienda estratégicamente dispuesta. La tienda del museo es la promesa de alargar esa estela, de llevar a nuestra vida un poco de esa atención extática, de esa diferencia.

Mientras el Museo sea esa gran institución que se escribe con mayúsculas, ese recinto apabullante que, entre otras cosas, ostenta el poderío de una nación, la experiencia estética seguirá imantada fundamentalmente a lo que pasa en su interior.

Las bodas de lo sublime y lo corriente. Si en el museo cabe lo que es tachado de basura, no es inconcebible un vertedero de basura como museo.

Así como la galería ya no se distingue del depósito de un supermercado, el supermercado se mimetiza y confunde con la galería. Las salas de exposiciones prosperan al interior de centros comerciales.

Cuando las colecciones de la realeza abrieron sus puertas a todos los estratos sociales, comenzó la era del museo. Pero el carácter extraordinario, en última instancia aristocrático, de la experiencia que deparan, no se diluirá del todo sino hasta que acudir a un museo sea tan cotidiano como acudir a una tienda de abarrotes.

Si el contexto es el propiciador de sentido —el equivalente a la forma en el arte de la antigüedad—, el museo es el más universal y estable de todos los contextos —el contexto artístico por excelencia. Pero no el único.

La era de los espacios de arte portátiles: zonas cambiantes, por definición efímeras, a medio camino entre el museo convencional y los parajes remotos del land art, donde el arte sucede como en una suerte de picnic.

El museo instantáneo, que cabe ya no digamos en una maleta, sino en el bolsillo, podría crearse con una cinta amarilla parecida a la que usa la policía para delimitar el lugar del crimen.

Quizá la aspiración de que la vida cotidiana sea vivida como obra de arte necesita de que entremos a un museo cuya puerta reconduzca de inmediato a la vida cotidiana. Una puerta giratoria que nos devuelva —transformados— al lugar por el que entramos.

 
Fotogramas de la película Bande à part, de Jean-Luc Godard.