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El kiosco de la calle del Conde

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Para que al conde de Romanones le pusieran una calle en el centro de Madrid, tuvo que ser presidente de las Cortes y del Senado, además de concejal en el Ayuntamiento y ministro en diferentes gobiernos. Fue un prohombre del Partido Liberal de Sagasta. Negoció la salida de Alfonso XIII de España y no dudó en aliarse con el bando franquista cuando llegó la hora. Antes de tomar esa dura decisión, Valle-Inclán lo había inmortalizado en Luces de bohemia como paradigma del hombre rico de la época. Pero nada de eso le importa a Juan Pedro Moya, que lee, un siglo después, una novelita del Oeste “de las de toda la vida”, sobre un taburete enclenque dentro de su kiosco de uno por dos metros cuadrados, en el que lleva trabajando más de veinticinco años, precisamente en esa calle, la del Conde de Romanones.

Juan no vende prensa, como se le podría presuponer a un establecimiento de estas características: se dedica a la venta de libros y tebeos de segunda mano. Es por eso que este kiosco tiene algo de barcaza desorientada en el tiempo. La estructura, “a la antigua usanza”, no tiene nada que ver con los modernos diseños que embellecen las plazas y las calles de la ciudad. Todo lo contrario. “Este kiosco viene de la avenida de Manoteras. Mi padre pagó un millón doscientas mil pesetas por él. Los de ahora son mucho más caros, cuestan siete millones y medio de pesetas”, explica mientras se lleva de una mano a otra un cigarrillo que no encuentra el momento de encender.

Juan nació en 1966. Hacía un año que su abuelo había abierto el kiosco. “Fundado en 1965”, se puede leer en uno de los laterales. Pero era otro, de madera. Cuando llovía, Juan recuerda cómo bajaba el agua con fuerza y pasaba por debajo de aquel kiosco. Ahora, al evocarlo, no puede sino imaginárselo como si robara instantáneas de una película de Berlanga, en blanco y negro. Durante este medio siglo de vida, el kiosco ha ocupado diferentes sitios en esta isleta. En el lugar originario ahora dormita una fila de bicicletas eléctricas de la Comunidad de Madrid. Obras municipales, mudanzas de un lado a otro de la calle y hasta más de tres robos lleva el kiosco a sus espaldas.

Son tres generaciones las que han vivido de vender libros. Su abuelo vendía libros. Su padre vendía libros. Juan, a veces, vende libros. Su padre murió poco después de comprar la nueva estructura. Un cáncer de páncreas se lo llevó en menos de seis meses. Juan trabajaba en Gas Natural, pero después de que “los italianos” entraran en la empresa, se fue a la calle. En la esquina derecha del frontal, encima de un libro de Doctorow y otro de Cómo adelgazar en tres semanas, se puede ver una esquela escrita a mano, todo en mayúscula y sin acentuar, donde se ofrece para arreglar temas de gas y, por lo que anuncia el cartel, lo que surja: RADIO TECNICO HIFI / ELECTRODOMESTICOS / GENERAL / RAZON AQUI.

—¿Qué tipo de clientes vienen a comprar?

—Suele venir gente mayor.

—Tiene libros de todo tipo, pero sobre todo del Oeste.

—Sí, del Oeste, a la vieja usanza. Te sorprendería la cantidad de gente que lee esto. Sobre todo señoras.

––¿Y novela rosa?

—Claro, Bianca y todo lo de la editorial Harlequín.

—¿Y Corín Tellado?

—Sí, también Carlos de Santander.

—¿Qué tipo de libros prefiere leer usted?

—Yo leo de todo, me gusta mucho Pérez Reverte. Me gustó mucho La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón. La novela me recordaba a este sitio, por lo de los libros antiguos, pero de otra forma, claro.

—La novela se desarrollaba en Barcelona, ¿no?

—Sí.

—¿Qué libros le gusta recomendar?

—Depende del tipo de cliente. Recomendar por recomendar… Me gusta mucho La ciudad de los prodigios.

—También se desarrolla en Barcelona. ¿Tiene algo con la Ciudad Condal?

—Sí, es que yo viví tres años allí.

—¿Vendiendo libros?

—No, qué va.

De pequeño, tanto Juan como su hermano venían al kiosco a visitar a su padre. Merendaban, hacían los deberes y leían tebeos de los héroes de la época: El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno o Yuki el Temerario, un indio invencible y fornido, con plumas, mocasines, canoa y unos abdominales marcados a fuego con un molde de tableta de chocolate. El terror de los pistoleros. En esos días felices, Juan veía a su padre manejar el negocio boyante del mercado del libro de segunda mano. Ahora todo ha cambiado mucho. Las ventas no son las mismas de hace diez, quince o veinte años. Culpa a la tecnología. No hay inquina en sus palabras, más bien resignación, o quizá desgana.

El librero mira a través de unos ojos grandes, más amarillentos que blancos. Lleva un peinado sempiterno que parece moldeado en la niñez. Arrastra un acento que lo delata madrileño. La parte interior de la puerta la decoran un póster del Atlético de Madrid, otro de la selección española, una imagen de John Lennon en The Rolling Stones Rock and Roll Circus del año 68, otra de Eric Clapton también de esa época, una foto en la que Juan posa con el Mestalla de fondo y otra de unos niños africanos. En el interior, quien gana por goleada son las estampitas con la imagen de Cristo. Las entrañas del kiosco visten un aspecto austero y más bien desaliñado. Sólo los libros, apilados de arriba a abajo, de lomo, y en sentido horizontal, logran imprimirle al espacio cierto aire romántico. Como perfume de fondo, un olor dulzón a alcohol lo embriaga todo.

Los cambios de estación ponen al descubierto los síntomas de ancianidad del kiosco. El invierno condensa sus frías temperaturas en el acero y el hierro, y en verano, cuando el sol aprieta en el cielo duro, el calor se abraza al kiosco y lo convierte en una sauna en pleno corazón de Madrid. La capa aislante que cubre el techo se ha convertido en un mero elemento decorativo. Juan resume la situación: “En invierno es una nevera y en verano, un horno”.

—¿Cómo se organiza con los libros?

—Me manejo gracias a mi memoria, más o menos recuerdo dónde los pongo.

—¿Recuerda todo los títulos que tiene?

—No, no tengo el control en absoluto.

—¿Los tiene ordenados de alguna manera?

—No hay orden. Es imposible. Hay veces que entran tantos que no sé qué tengo.

—¿Cuál es el precio medio por ejemplar?

—Barato. Podrías comprarme uno.

Los canales de distribución de los que Juan se nutre son los convencionales. Casi todos son libros de gente que se quiere deshacer de bibliotecas familiares o de ejemplares que sobran en las estanterías. A veces, cuenta, recurre a un viejo amigo de su padre, en la cuesta de Moyano. Allí compra lo necesario. Aunque el espacio es tan pequeño que no parece que deba acudir muy a menudo al mercado centenario de libros de segunda mano de Madrid.

La calle del Conde de Romanones está llena de tiendas de venta al por mayor. En sus escaparates se exhibe esa moda clase media que después se distribuirá por las tiendas del territorio nacional. Madrid Fusión. Quintana. Marfil. Carolina Merino —por si alguno se confunde con la Herrera—, Giordino Marino y su guiño al corte y moda italiano. Brasilia o Junco son algunas de tantas tiendas sin magia ni atractivo. El tráfico no cesa en la calle del Conde.

En casa de Juan no cabe ni un libro más. Su mujer está desesperada. No es una situación nueva. Hay muchos lectores que compran los libros a escondidas, igual que si fueran a tener un encuentro furtivo con una amante. “Que no se entere”, parecen decir muchos, como si estuvieran en brazos de un pecado venial. Muchos lectores son reticentes a deshacerse de los libros viejos. Las bibliotecas personales, a diferencia de los armarios de ropa, no son susceptibles de renovación. El libro todavía conserva un valor sentimental con la que pocas camisas pueden competir. “¿Tirarlos? Eso jamás. Yo no tiro ningún libro. Antes los regalo”, dice con convencimiento.

—¿Le gustaría que alguien de la familia siguiese haciendo este trabajo cuando usted lo deje?

—Pues sí.

—¿Quizá algún hijo?

—No creo. Mi hija es enfermera.

—¿También es lectora?

—Lo que te iba a decir es una cosa, no me has enseñado tu carnet, ni nada que demuestre que tú eres periodista.

—Lo siento, pero no tengo acreditación.