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El frío y el calor
—Yo, Gobierno —solía decir un amigo mío situándose imaginariamente, como buen español, a la cabeza del Estado—; yo, Gobierno, lo primero que hacía era crear un Cuerpo de inspectores del frío y del calor. ¿Que en tal casa, donde los pisos se anuncian con calefacción, la temperatura no sube nunca de quince grados? Pues duro con el casero. ¿Que pide usted en el restaurante una botella de vino helado y no le ponen más que dos trocitos de hielo en un cubo de agua templada donde apenas si la botella queda sumergida hasta la mitad? Pues multa que te crió al propietario. Con los inspectores del frío y el calor no habría fraudes posibles. Usted tomaría siempre su sopa bien caliente y su gazpacho bien fresco, y en ninguna parte le darían a uno esta porquería de café —mi amigo solía hacer sus disertaciones en el café—, que no se puede clasificar como poción térmica ni como bebida refrigerante…
Huelga decir que con un problema tan modesto mi amigo no ha llegado a gobernar todavía. Otra cosa hubiera sido, probablemente, si se hubiera dedicado a hablar de los derechos del hombre, o, por lo menos, de los de la mujer; de la libertad de los pueblos o de la de los individuos; de la justicia social, o, en fin, de cualquiera de esos temas de gran amplitud que, sobre prestarse a un desarrollo grandilocuente, con el que todo el mundo queda encantado, no obligan a precisar concretamente ningún concepto y no descontentan, por lo tanto, a nadie ni comprometen a nada.
Pero el programa de mi amigo, ¿es, en efecto, de tan poca trascendencia como parece a primera vista? Yo le he dedicado alguna atención al asunto y he llegado a la conclusión de que en ese programa, de apariencia tan simple, es donde España ha podido encontrar su salvación, y no en un cambio frívolo de régimen. Es decir, yo considero de tal magnitud el programa de mi amigo, que, en mi sentir, no hubiera sido posible llevarlo a la práctica sin transformar al efecto los fundamentos del Estado; pero me parece de una gran frivolidad el haber trastocado estos fundamentos para seguir como antes, sin definir ni diferenciar nociones tan elementales como la del frío y la del calor.
“Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado”
Porque éste es el caso. Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado, y quien habla de la sopa fría y del gazpacho templado, habla de una Constitución liberal con una apostilla dictatorial y de tantas otras cosas por el estilo. En el restaurante, donde nadie, ni los camareros ni el público, tiene un verdadero concepto de su función, mi amigo, que es el único que reclama cuando no le sirven las cosas a punto, está clasificado como “un señor muy chinche”; pero yo he comido muchas veces con él y, con frecuencia, después de haber mandado recalentar su sopa, le he visto esperar a que se enfriase un poco para poder tomarla. Es decir, que, si mi amigo insiste en que la sopa esté bien caliente, no lo hace para procurarse una satisfacción gastronómica, sino más bien una satisfacción moral. Como la sopa está catalogada entre los platos calientes, él se niega a admitirla fría, aunque luego se abrase la garganta con ella o tenga que pasarse media hora abanicándola con el Heraldo. Y es que mi amigo no es un vulgar sibarita, sino un hombre fundamentalmente serio, un hombre al que, en último término, tanto le daría comer liebre como gato, pero que reñiría una descomunal batalla, no sólo el día en que alguien le quisiera dar gato por liebre, sino también el día en que se pretendiese hacerle pasar liebre por gato.
¿Comprenden ustedes ahora todo lo que significarían en España los inspectores del frío y del calor? Pues significarían que, por fin, empezábamos a preocuparnos no tanto de que las cosas tuvieran este nombre o el otro como de que respondieran al nombre que se les diese y fuesen cosas de verdad. Significaría que dejaríamos de andar haciendo de República para ser una República realmente, o, si no podíamos serlo, para decidirnos por la dictadura; pero al frente de dicha dictadura tendría que estar un hombre de tipo autoritario y despótico, como Azaña, mientras que los temperamentos liberalotes a lo Primo de Rivera los reservaríamos para el caso de optar por una forma democrática de Gobierno. Significaría que si abolíamos la pena de muerte, no solicitaríamos luego que se le aplicase a los salteadores de un banco, so pretexto de que los salteadores de bancos son unos criminales feroces y están fuera de la ley, porque ya se habría sobrentendido, al hacer la abolición, que la pena de muerte no quedaba abolida únicamente para los filántropos; y significaría, en fin, que si acordábamos decretar la libertad de la prensa, no acordábamos decretarla tan sólo para garantía del Boletín Oficial, al que no es probable que pretenda suspender nunca ningún Gobierno, sino precisamente para amparo de los diarios de oposición.
Todo esto, y mucho más, significarían los inspectores del frío y del calor; pero ¿quién se preocupa aquí de cosas tan nimias? En un hotel que visité yo este verano la pensión costaba quince pesetas. Al lado había otro hotel donde se comía mejor y se pagaban tres pesetas menos, y cuando yo me enteré de ello, quise convencer a unos amigos para que cambiasen de alojamiento al mismo tiempo que yo. Imposible.
—Sí. Se está muy bien en el hotel de al lado —decían mis amigos—; pero no tiene cuarto de baño.
Y encantados con su cuarto de baño, mis amigos siguieron toda la temporada comiendo menos y pagando más.
Pues bien: aquel cuarto de baño era un cuarto y tenía baño, pero carecía de termosifón, de tuberías y de agua. No sé si mis amigos lo sabían siquiera. En todo caso, siempre podrían decir que vivían en un hotel con cuarto de baño, así como los demás españoles podemos afirmar que estamos en una República.
Artículo de 1936 perteneciente a Haciendo de República, publicado por Libros del Silencio.
En la imagen, Alfonso XIII de visita en las Hurdes, retratado por Pepe Campúa.
El frío y el calor
—Yo, Gobierno —solía decir un amigo mío situándose imaginariamente, como buen español, a la cabeza del Estado—; yo, Gobierno, lo primero que hacía era crear un Cuerpo de inspectores del frío y del calor. ¿Que en tal casa, donde los pisos se anuncian con calefacción, la temperatura no sube nunca de quince grados? Pues duro con el casero. ¿Que pide usted en el restaurante una botella de vino helado y no le ponen más que dos trocitos de hielo en un cubo de agua templada donde apenas si la botella queda sumergida hasta la mitad? Pues multa que te crió al propietario. Con los inspectores del frío y el calor no habría fraudes posibles. Usted tomaría siempre su sopa bien caliente y su gazpacho bien fresco, y en ninguna parte le darían a uno esta porquería de café —mi amigo solía hacer sus disertaciones en el café—, que no se puede clasificar como poción térmica ni como bebida refrigerante…
Huelga decir que con un problema tan modesto mi amigo no ha llegado a gobernar todavía. Otra cosa hubiera sido, probablemente, si se hubiera dedicado a hablar de los derechos del hombre, o, por lo menos, de los de la mujer; de la libertad de los pueblos o de la de los individuos; de la justicia social, o, en fin, de cualquiera de esos temas de gran amplitud que, sobre prestarse a un desarrollo grandilocuente, con el que todo el mundo queda encantado, no obligan a precisar concretamente ningún concepto y no descontentan, por lo tanto, a nadie ni comprometen a nada.
Pero el programa de mi amigo, ¿es, en efecto, de tan poca trascendencia como parece a primera vista? Yo le he dedicado alguna atención al asunto y he llegado a la conclusión de que en ese programa, de apariencia tan simple, es donde España ha podido encontrar su salvación, y no en un cambio frívolo de régimen. Es decir, yo considero de tal magnitud el programa de mi amigo, que, en mi sentir, no hubiera sido posible llevarlo a la práctica sin transformar al efecto los fundamentos del Estado; pero me parece de una gran frivolidad el haber trastocado estos fundamentos para seguir como antes, sin definir ni diferenciar nociones tan elementales como la del frío y la del calor.
“Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado”
Porque éste es el caso. Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado, y quien habla de la sopa fría y del gazpacho templado, habla de una Constitución liberal con una apostilla dictatorial y de tantas otras cosas por el estilo. En el restaurante, donde nadie, ni los camareros ni el público, tiene un verdadero concepto de su función, mi amigo, que es el único que reclama cuando no le sirven las cosas a punto, está clasificado como “un señor muy chinche”; pero yo he comido muchas veces con él y, con frecuencia, después de haber mandado recalentar su sopa, le he visto esperar a que se enfriase un poco para poder tomarla. Es decir, que, si mi amigo insiste en que la sopa esté bien caliente, no lo hace para procurarse una satisfacción gastronómica, sino más bien una satisfacción moral. Como la sopa está catalogada entre los platos calientes, él se niega a admitirla fría, aunque luego se abrase la garganta con ella o tenga que pasarse media hora abanicándola con el Heraldo. Y es que mi amigo no es un vulgar sibarita, sino un hombre fundamentalmente serio, un hombre al que, en último término, tanto le daría comer liebre como gato, pero que reñiría una descomunal batalla, no sólo el día en que alguien le quisiera dar gato por liebre, sino también el día en que se pretendiese hacerle pasar liebre por gato.
¿Comprenden ustedes ahora todo lo que significarían en España los inspectores del frío y del calor? Pues significarían que, por fin, empezábamos a preocuparnos no tanto de que las cosas tuvieran este nombre o el otro como de que respondieran al nombre que se les diese y fuesen cosas de verdad. Significaría que dejaríamos de andar haciendo de República para ser una República realmente, o, si no podíamos serlo, para decidirnos por la dictadura; pero al frente de dicha dictadura tendría que estar un hombre de tipo autoritario y despótico, como Azaña, mientras que los temperamentos liberalotes a lo Primo de Rivera los reservaríamos para el caso de optar por una forma democrática de Gobierno. Significaría que si abolíamos la pena de muerte, no solicitaríamos luego que se le aplicase a los salteadores de un banco, so pretexto de que los salteadores de bancos son unos criminales feroces y están fuera de la ley, porque ya se habría sobrentendido, al hacer la abolición, que la pena de muerte no quedaba abolida únicamente para los filántropos; y significaría, en fin, que si acordábamos decretar la libertad de la prensa, no acordábamos decretarla tan sólo para garantía del Boletín Oficial, al que no es probable que pretenda suspender nunca ningún Gobierno, sino precisamente para amparo de los diarios de oposición.
Todo esto, y mucho más, significarían los inspectores del frío y del calor; pero ¿quién se preocupa aquí de cosas tan nimias? En un hotel que visité yo este verano la pensión costaba quince pesetas. Al lado había otro hotel donde se comía mejor y se pagaban tres pesetas menos, y cuando yo me enteré de ello, quise convencer a unos amigos para que cambiasen de alojamiento al mismo tiempo que yo. Imposible.
—Sí. Se está muy bien en el hotel de al lado —decían mis amigos—; pero no tiene cuarto de baño.
Y encantados con su cuarto de baño, mis amigos siguieron toda la temporada comiendo menos y pagando más.
Pues bien: aquel cuarto de baño era un cuarto y tenía baño, pero carecía de termosifón, de tuberías y de agua. No sé si mis amigos lo sabían siquiera. En todo caso, siempre podrían decir que vivían en un hotel con cuarto de baño, así como los demás españoles podemos afirmar que estamos en una República.
Artículo de 1936 perteneciente a Haciendo de República, publicado por Libros del Silencio.
En la imagen, Alfonso XIII de visita en las Hurdes, retratado por Pepe Campúa.