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El efecto Pompidou

Viejas consignas baudrillardianas para el nuevo centro malagueño
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Parece ser que cuando estornudas pierdes el conocimiento durante un microsegundo. Cuando viajas a otra ciudad occidental te sucede algo parecido: hay un instante de desorientación, un momento en que surge la duda; todo esto me resulta familiar, ¿dónde estoy? Hace unos años nos explicábamos el fenómeno a través de la globalización. Hoy, sobreentendida la lógica de las franquicias, asumida la homogeneidad de los escaparates y consumada la simultaneidad universal de estrenos, ofertas de hamburguesas y paquetes ADSL, se impone ir un poco más allá. Ahora que somos todos iguales, lo suyo es magnificar nuestras diferencias: convertirlas en estandartes de distinción.

Para eso sirve presuntamente la Marca Ciudad, ese irritante conjunto de tópicos, medias verdades y (sobre todo) medias mentiras por el cual un espacio urbano autodetermina estar en posesión de algo increíble que a los demás les falta. Es lo que hace que París sea romántico, Roma monumental, Nueva York cosmopolita, Río de Janeiro multicolor, Madrid abierto. La exportación de estos sintagmas predeterminados, fundamentalmente encaminados a que el turista se sienta en otra parte pero sin renunciar a informaciones reconocibles, nos toca de cerca en estos días. Lo hace por la vía del arte, que es lo que mejor vende el Viejo Mundo —un Hermitage para Barcelona, un Louvre para Abu Dabi— como exaltador de identidades territoriales y dador de prestigio. Desde el pasado fin de semana, el Gran Atlas de las Ciudades-Marca cuenta con una nueva entrada: Málaga artística.

DOMINGO 28 DE MARZO, DÍA 1

A escasos diez metros de la puerta del Pompidou malagueño tienes un espléndido 100 Montaditos. También se podría decir que en la puerta del 100 Montaditos han puesto un Pompidou. Mientras llaman por megafonía a los clientes —“¡Josué, mesa 87!”— una cola de visitantes espera a reunirse con Warhol, Duchamp, Picasso. Veinte metros más allá está el trenecito turístico que sale a las medias horas. Por encima de este, un castillo inflable con sus niños dando brincos. Y solo un poco más allá, un cataramán de alquiler que despacha a un grupo en plena despedida de soltero y embarca a otro que —lololololó— jalea sus camisetas de #SufridoresDelCBMurcia. En el Muelle Uno puedes presenciar la misma belleza-fealdad de cualquier centro comercial de Occidente, pero al aire libre y con un elemento acuático-comercial de aspiración premium y precios budget que tendría su reflejo contemporáneo —por decir algo supuestamente halagador— en una especie de Marina Walk a lo Dubai.

Pero entremos al Pompidou. Abrió el sábado: todo está nuevo. La placa conmemorativa avisa que ayer mismo —escribo estas líneas el domingo, jornada inaugural de puertas abiertas— estuvo aquí el presidente del gobierno. Ese Sr. Rajoy (imaginarle ante Dubuffet, Bacon, Magritte) en compañía de Francisco de la Torre, a quien, en 15 años de alcalde del PP, ha dado tiempo a inaugurar alguno de los 36 museos de la ciudad (ahí están Thyssen, Picasso y, ¡también abierto esta semana, con su tufo preelectoral!, el Museo Ruso de San Petersburgo). Una rampa nos baja a un subsuelo y luego a otro, y ahí se van extendiendo la exposición permanente (De Kooning, Brancusi, Kalho, Tàpies, Ernst, Giacometti, Chagall, Saura, Arroyo, Hélion, Navarro) y las temporales (ahora mismo están colectivas Corps Simples y Vidéodanse, y las creaciones de Tony Oursler, el artista que proyecta caras sobre globos). El resto del espacio reparte las preceptivas zona infantil, cafetería, baños y tienda (aun cerrada). A la salida, un muro con post-its de colores deja ver las impresiones de los primeros visitantes.

 

Arriba queda el ya famoso cubo hueco, cuya finalidad es la de hacer visible el museo subterráneo y servirle de lucernario.

BAUDRILLARD, 1978

Lo que convierte al nuevo museo en un proyecto honesto —aparte, vaya por delante, de absolutamente afortunado para los malagueños amantes del arte— es la transparencia de su estrategia. Se trata de gustarle al turista de cruceros, cuya media de permanencia en tierra ronda cuatro horas (un rato que da para comerse un espeto de sardinas, darse una vuelta en calesa, comprarse un imán de nevera con algo de Picasso y ahora, visitar el Pompidou). ¿Para qué ocultarlo?

Eso sí: uno no puede dejar de extrañar al gran Jean Baudrillard (1929-2007), que se perdió por poco la era de la Marca-Ciudad y esa especialización del fenómeno que es la sucursalización de las ciudades (este año Rock in Rio se celebra en Las Vegas), y que dedicó un capítulo al Pompidou parisino en su imprescindible Cultura y simulacro. Al año de la inauguración del también llamado Beaubourg (en 1977), el filósofo polemizó al visualizar el revolucionario centro de arte parisino como un simulacro alienante donde la idea misma de producción cultural se revela antitética de toda verdadera cultura. “Beaubourg es un elemento de disuasión cultural”, escribió. “Las masas se agolpan allí del mismo modo en que se agolpan en los lugares de catástrofe, con el mismo impulso irresistible. Mejor dicho: las masas son la catástrofe de Beaubourg”. ¿Qué habría que exponer allí, se pregunta el filósofo en El efecto Beaubourg? “Nada”. De hecho —prosigue— Beaubourg habría podido, o debido, desaparecer al día siguiente de su inauguración, desmontado y arrasado por la multitud —pues ésta habría sido la única respuesta posible al desafío absurdo de transparencia y de democracia de la cultura— llevándose cada cual un perno fetiche de esta cultura fetichizada”.

En realidad algo de esto ocurre hacia la salida del nuevo Pompidou, el de Málaga. Un último logotipo del museo sirve a los primeros visitantes, que ya se van, como última oportunidad fotográfica: como photocall. Al lado, casi en el término del museo, hay una última pieza: es una videoproyección en vivo del público que espera para entrar y es, sin saberlo, obra.

  

Reverberan las escrituras posmodernas del viejo Baudrillard: “¡Vamos a hundir al Pompidou! Nueva consigna revolucionaria. Es inútil incendiarlo y es también inútil destruirlo. ¡Acudid a él! ¡Es la mejor manera de manera de destruirlo!”.