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El artista como cabrero
Recuerdo perfectamente el día. Estaba frente a una piedra, una roca enorme, y veía pájaros, expresamente un pájaro, o dos… No pensaba en Arte, sólo pensaba en esperar a esos pájaros. De la nada salió el hombre a escasos cinco metros de mí y gritó. La gran piedra devolvió los gritos: locos, altos, sin sentido. Aquellos gritos retumbaron en el monte, rebotaron en los árboles, culebrearon por los arbustos; diez, quince veces… y aparecieron ellas, de la nada, aparecieron las cabras.
La piedra en cuestión es un mogote no muy alto con un nombre en clave: Cuatro Mojones. La toponimia, inventada por hombres sabios que necesitaban nombrar el mundo por intereses relacionales, es gráfica y aclaratoria: en lo alto de esa gran piedra hay un vértice donde se unen cuatro términos, dos de Cádiz, dos de Málaga. Desde hace cientos de años Cuatro Mojones es un hito y una frontera. Un lugar emblemático para el hombre del terreno. No es de extrañar que yo, frente al hito, con el paisaje como religión, tuviera la premonición clarividente de que algo pasaría.
En ese instante, bajo aquel peñasco, supe que usaría ese extraño lenguaje a gritos en uno de mis proyectos, supe que mi obra, apéndice inseparable, se rendiría a ese sonoro mensaje. Algo preocupado por el tufo antropológico que sobrevolaba el tema –cicleando en las alturas como las aves que buscaba en el momento de su génesis– sentí que la metáfora era tan clara, certera, hermosa y brillante que no me importaría arriesgarme. Rendido al sonoro mensaje supe –cómo se sabe cuando se presentan tan claramente las bellas ideas– que en esos chillidos había una veta, un filón y, por ende, un tesoro que yo no estaba dispuesto a desdeñar. Un cabrero me dijo que una cabra, a diferencia de la oveja sumisa y gregaria, si ve una flor en una loma y quiere hacerse con ella, subirá. Yo respondí al eco envenenado por la montaña y obcecado subí.
Adquirí lo que me dijeron: un micro, un cable y una grabadora digital. La técnica se me escapaba, como siempre, pero nada nuevo hay bajo el sol y todo se aprende usando los mínimos elementos básicos, y en este caso lo mínimo era, como siempre, apretar un botón.
Luego vinieron los kilómetros. Marta hizo el trabajo sucio: convencer con amabilidad y sutileza a los cabreros para que llamaran a la cámara como el que llama a una piara de cabras. Ellos, acostumbrados a estar solos en el monte, sin más protagonismo que el que le daba su rebaño, conscientes en cierta manera de que lo suyo, lo de sacar a las cabras y llamarlas, era algo único, tras algunas vacilaciones se prestaron orgullosos al ejemplo forzado de la llamada a una máquina.
Se supone que al principio de los tiempos los humanos se dividían entre agricultores y pastores. Los primeros eran sedentarios, se aferraban al terreno, labrándolo de sol a sol para así garantizar su alimento; los segundos, nómadas, se aferraban a la idea del tránsito y recorrían la tierra para así garantizar el alimento de su ganado. Los agricultores y los pastores, ambos, trabajan de sol a sol, pero los últimos, en su trabajo, tienen largas horas de espera observando el paisaje que les rodea.
Un artista trabaja de sol a sol, pero, como los cabreros, tiene largos momentos de espera, deleitándose con lo que le rodea, sentado en una piedra, pensando y esperando.
Un cabrero chilla, silva y llama a sus cabras. Su lenguaje, ininteligible para el resto, críptico y personal, es recibido sólo por su piara. Únicamente para la cabra connoiseur.
Un artista emite su lenguaje, críptico, único, emocional y personal, y, aunque es exhortado al aire, sólo es recibido por su rebaño. Va por todos.
El artista como cabrero
Recuerdo perfectamente el día. Estaba frente a una piedra, una roca enorme, y veía pájaros, expresamente un pájaro, o dos… No pensaba en Arte, sólo pensaba en esperar a esos pájaros. De la nada salió el hombre a escasos cinco metros de mí y gritó. La gran piedra devolvió los gritos: locos, altos, sin sentido. Aquellos gritos retumbaron en el monte, rebotaron en los árboles, culebrearon por los arbustos; diez, quince veces… y aparecieron ellas, de la nada, aparecieron las cabras.
La piedra en cuestión es un mogote no muy alto con un nombre en clave: Cuatro Mojones. La toponimia, inventada por hombres sabios que necesitaban nombrar el mundo por intereses relacionales, es gráfica y aclaratoria: en lo alto de esa gran piedra hay un vértice donde se unen cuatro términos, dos de Cádiz, dos de Málaga. Desde hace cientos de años Cuatro Mojones es un hito y una frontera. Un lugar emblemático para el hombre del terreno. No es de extrañar que yo, frente al hito, con el paisaje como religión, tuviera la premonición clarividente de que algo pasaría.
En ese instante, bajo aquel peñasco, supe que usaría ese extraño lenguaje a gritos en uno de mis proyectos, supe que mi obra, apéndice inseparable, se rendiría a ese sonoro mensaje. Algo preocupado por el tufo antropológico que sobrevolaba el tema –cicleando en las alturas como las aves que buscaba en el momento de su génesis– sentí que la metáfora era tan clara, certera, hermosa y brillante que no me importaría arriesgarme. Rendido al sonoro mensaje supe –cómo se sabe cuando se presentan tan claramente las bellas ideas– que en esos chillidos había una veta, un filón y, por ende, un tesoro que yo no estaba dispuesto a desdeñar. Un cabrero me dijo que una cabra, a diferencia de la oveja sumisa y gregaria, si ve una flor en una loma y quiere hacerse con ella, subirá. Yo respondí al eco envenenado por la montaña y obcecado subí.
Adquirí lo que me dijeron: un micro, un cable y una grabadora digital. La técnica se me escapaba, como siempre, pero nada nuevo hay bajo el sol y todo se aprende usando los mínimos elementos básicos, y en este caso lo mínimo era, como siempre, apretar un botón.
Luego vinieron los kilómetros. Marta hizo el trabajo sucio: convencer con amabilidad y sutileza a los cabreros para que llamaran a la cámara como el que llama a una piara de cabras. Ellos, acostumbrados a estar solos en el monte, sin más protagonismo que el que le daba su rebaño, conscientes en cierta manera de que lo suyo, lo de sacar a las cabras y llamarlas, era algo único, tras algunas vacilaciones se prestaron orgullosos al ejemplo forzado de la llamada a una máquina.
Se supone que al principio de los tiempos los humanos se dividían entre agricultores y pastores. Los primeros eran sedentarios, se aferraban al terreno, labrándolo de sol a sol para así garantizar su alimento; los segundos, nómadas, se aferraban a la idea del tránsito y recorrían la tierra para así garantizar el alimento de su ganado. Los agricultores y los pastores, ambos, trabajan de sol a sol, pero los últimos, en su trabajo, tienen largas horas de espera observando el paisaje que les rodea.
Un artista trabaja de sol a sol, pero, como los cabreros, tiene largos momentos de espera, deleitándose con lo que le rodea, sentado en una piedra, pensando y esperando.
Un cabrero chilla, silva y llama a sus cabras. Su lenguaje, ininteligible para el resto, críptico y personal, es recibido sólo por su piara. Únicamente para la cabra connoiseur.
Un artista emite su lenguaje, críptico, único, emocional y personal, y, aunque es exhortado al aire, sólo es recibido por su rebaño. Va por todos.