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El arte de la exclusión

De la cafetería de ARCO a la cima del mundo
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La cafetería autoservicio es el lugar menos exclusivo que hay por aquí dentro, en el pabellón, y eso la convierte en un objeto interesante-no-interesante y es, en cualquier caso, una gran fiesta –o una gran no-fiesta– a la que todo el mundo está invitado. Bueno, todo el mundo no, porque para entrar en esta cafetería autoservicio antes tienes que haber entrado en el pabellón y para estar dentro de este pabellón has de tener algo que hacer aquí o alguien tiene que haberte invitado. Dentro y fuera son conceptos fundamentales, en el pabellón como en la vida.

–Treinta mil euros son un valor de mercado seguro.

El hecho de estar dentro del pabellón te distingue de un montón de personas que no lo están (no contemos ahora a los que no han querido entrar, o a los que ni siquiera saben que todo esto existe) pero, una vez dentro, la gente se encuentra con que hay otras puertas que conducen a otros mundos y no todo el mundo está invitado a todas partes. Es decir, una vez dentro del pabellón sigue habiendo dentro y fuera.

–Creo que es un médico famoso.

Los responsables de la carta o menú de esta cafetería autoservicio han incorporado ideas audaces, casi esotéricas, como show cooking y wok, y en el mostrador hay magdalenas (qué demonios: muffins, 2,30 €) y trozos de tarta (3,95 €) más o menos apetecibles pero en conjunto el lugar conserva el aroma –consigue recrear el ambiente– de un comedor universitario o el de la cantina de una fábrica de chuletas de Sajonia. En consecuencia, la relación con el cliente es sincera, honesta, vacía de adornos y sin sobreentendidos. Hay tres empleados de galería, dos chicas y un chico, y una de las chicas cuenta la experiencia de un amiga suya que ha pasado una temporada en Kuwait y se queja de la falta de empatía de los árabes hacia las personas. «Me refiero a los jeques», aclara. Hay un hombre con los puños blancos y muy bien planchados que se da un aire a Karl Lagerfeld y que es a todas luces un galerista extranjero. Hay un técnico de mantenimiento que secciona con mucha diligencia un filete de dos centímetros de grosor, y hay tres azafatas de congresos.

También está Guillermo Gutiérrez, que es colombiano, ronda los cincuenta y cinco años y está aquí –en la cafetería, pero sobre todo en el pabellón– por una cuestión familiar. Dice que en esta feria hay obras muy chéveres –ha dicho chévere– y luego ha dicho una serie de cosas acerca de su propio país que no debería ir diciendo por ahí, sobre todo si es cierto que la esposa de su hermano (o el hermano de su esposa) trabaja en la embajada de la república hermana en Madrid.

Una mujer japonesa, elegante y con el pelo cortado a tazón, dice:

–Ahora mismo estoy muy liada. A lo mejor después.

Pero no es verdad, no está liada en absoluto. Es sólo que no está acostumbrada a que la interrumpan mientras come. Nadie está especialmente liado en la cafetería autoservicio del pabellón y esta mujer, por ejemplo, se dedica a pasar los dedos por la pantalla táctil de su teléfono móvil.

–Pero para hacer deporte te lo quitarás, ¿no?

Una de las dos empleadas de galería ha empezado a contar una historia muy extraña acerca del perro de su compañera de piso –una perra, como se comprenderá enseguida–, al cual por lo visto hay que poner unas bragas-compresa en los días de regla. La historia es confusa, la acústica del local es buena pero en ese momento la encargada de la cafetería ha empezado a dar voces para que las empleadas levanten las sillas y taburetes en lugar de arrastrarlos.

–Yo a ti te he visto en Ciudadela.

Ha llegado el momento de reordenar el espacio. Se ha extendido un cordón negro alrededor de las mesas bajas y ahora hay una empleada con camisa negra y mandilón que restringe el acceso a esta zona. Ha interceptado a una mujer que pretendía ocupar una mesa con un café con leche. La mujer se ha llevado una mano a la espalda para explicar que necesita una silla con respaldo para sentarse, no le sirve un taburete. Pero hay unas reglas, y la mujer finalmente ocupará un taburete y apoyará su café en una mesa alta.

–Yo soy superfan del Papa.

Así que la cafetería autoservicio ha dejado de ser el lugar menos exclusivo de todo el pabellón, dado que hay un cordón negro para delimitar el adentro y el afuera, y resulta que allí fuera (fuera de la cafetería autoservicio, pero dentro del pabellón) han instalado un montón de negocios que compiten con la cafetería y la dejan hecha añicos, por ejemplo un sushi bar en forma de lounge, una taquería, un así llamado espacio (literal) para gin tonics, una especie de restobar (Lateral) y un servicio de catering de alto copete. Hay también una cafetería donde unos auténticos baristas te sirven café Illy. Son italianos de verdad, y el cappuccino cuesta 2,50€. Al principio se producen algunos malentendidos. Mucha gente cree que una vez dentro del pabellón las cosas tienden a ser gratis, y que todo eso forma parte de la fiesta: el pabellón era una fiesta. Además, resulta que éste es el año de Colombia  –en todas partes, pero sobre todo en el pabellón– y dan café gratis en algunos rincones a según qué horas. La gente se acoda en la barra y dice: «Quiero café. En realidad, quiero cualquier cosa siempre y cuando sea gratis».

–Yo es que soy muy de pueblo.

Pero por supuesto que las cosas no son siempre así, el pabellón son muchas fiestas diferentes y no todo el mundo está invitado a todas ellas. En días ordinarios, la gente (los estudiantes de Bellas Artes, los recién casados o los oyentes de la radio generalista) pasará por delante de todos estos negocios –la taquería, el sushi lounge, el restobar– y dirá: «Aquí se tiene que comer bien», y al decirlo imprimirán una vaga melancolía en las palabras se tiene: ellos nunca comerán allí (ni bien, ni mal). Pero no estamos en un día ordinario (no existen esos días) sino en el día de los coleccionistas y cuando un coleccionista dice que en un sitio se tiene que comer bien lo dice sin ninguna melancolía, y lo primero que hace es buscar con los ojos a la persona que le va a atender –«¿Tenéis servicio de mesa?»–  y luego se sienta y entonces es el precio de las cosas el que funciona como mecanismo de exclusión social.

Y, sin embargo, hay gente que todavía no acaba de entender cómo funciona el mundo, y para esa gente se hicieron los carteles –evento privado: estás dentro/estás fuera– y las listas de invitados. Por ejemplo, en Arco Lunch Gaggenau: la gente (o la no-gente) pasa por delante y mira hacia el interior del, digamos, espacio, y observa a un montón de gente que sostiene copas de champán, y esa gente a su vez observa a la no-gente que pasa por fuera; y todo eso genera ilusión e hinchazón en los de dentro y frustración y –¿cómo se dice?– desasosiego en los de fuera.

La mecánica de sala VIP es diferente. Los de fuera no ven a los de dentro y por tanto es un artefacto menos obsceno, o menos pornográfico, pero con una mayor capacidad sugeridora (erotismo frente a pornografía). No puede entrar cualquiera (obvio), ni siquiera cualquier VIP. Hay galeristas que no pueden entrar y hay coleccionistas a los que nadie se ha acordado de invitar, y entonces se producen sinergias. Este año, la sala VIP es un gran invernadero o jardín del edén, una celebración de la abundancia, y hay cerveza gratis en algunos puntos y si se da la circunstancia de que puedes entrar –en realidad se tienen que dar una serie de circunstancias– y entras, antes de que haya pasado un minuto ya estarás hociqueando sobre todos esos vasos de cerveza gratis y te comportarás como si toda esa cerveza te perteneciera desde antes de nacer y en tu cabeza resonarán los acordes de Top of the world (The Carpenters), mezclados con la charla inclusiva y excluyente (estás dentro/estás fuera) de los happy few, y en ese momento desaparecerán conceptos como frustración y desasosiego, y también desaparecerá la gravedad –al menos para ti y para todos los que estén allí dentro: dentro de adentro– pero entonces te darás cuenta de que hay una puerta que a lo mejor da paso a otro mundo –es la puerta de salida– y pensarás: «Bueno, bueno: si esto fuera tan exclusivo no me habrían dejado entrar», y entonces comprendes que hay gente que ni siquiera se ha molestado en venir y que, por lo demás, podría tener todo aquello en el salón de su casa y le bastaría con hacer una seña a su asistente personal para conseguirlo, gente que podría comprar toda la feria de un plumazo, y eso también es deprimente porque resulta que ya no estás en la cima del mundo, y de manera inevitable te acordarás de la cafetería autoservicio y de Guillermo Gutiérrez –el hombre que dijo chévere– y de las azafatas de congresos y de los empleados de menor cuantía y de los galeristas extranjeros y solitarios, y del técnico de mantenimiento que seccionaba un filete con el mismo amor y la misma ceremonia con que desmonta un aparato de aire acondicionado, y los pulmones se te llenarán de oxígeno pero será por poco tiempo, porque en realidad no hay ningún lugar seguro. La cima del mundo es un lugar poco seguro e inestable por su propia naturaleza, pero tampoco la deprimente cafetería autoservicio es del todo segura, dado que te pueden impedir el acceso a la zona de las mesas bajas y de las sillas con respaldo si no consumes menú o platos de más de seis euros. Y entonces, ¿qué te queda?: bueno, resulta que ahí afuera –o ahí dentro, fuera de la zona VIP, pero dentro del pabellón: ahí fueradentro– hay un montón de galerías de arte y de arte en general –o sus manifestaciones, que son las obras– y hay conceptos que nunca morirán – paradigma, desasosiego, identidad– y se supone que el arte está aquí para eso, para llenar el vacío que ahora resulta que es la vida y para poner (el arte) orden en el caos o para remover el estado actual de las cosas y, en último término, para salvarte.