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Disculpe, ¿sabe usted adónde ha ido el público?

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«Ese furúnculo: ¡una desgracia! Se desplazaba por todo el cuerpo. Lo mismo estaba en un sitio que aparecía en otro, hacía compañía a otros furúnculos y pronto podía dar a entender que él era un furúnculo muy especial.»

Hugo Ball
Flametti o el dandismo de los pobres

Dicen que en el cuarto centenario de su muerte don Miguel de Cervantes, hijo patrio predilecto, no ha podido ser alcanzado por el dardo amoroso del Estado Español. Muchas voces han clamado por el deshonor perpetrado contra el genio complutense. Un cólico de indignación que se ha traducido en protestas, reivindicaciones privadas, públicas, invocaciones a la alegoría de la Justicia, cualquier cosa con tal de poner al descubierto lo que el sacrosanto pabellón de la intelectualidad española —semejante a un patio de recreo— ha juzgado como un desplante intolerable.

Para desdecir a las lenguas de fuego, aunque también para maquillar la dejadez y el abandono masivo del gran público, se han utilizado multitud de tretas. Entre ellas, un aluvión de actividades, algunas calzadas al alimón y otras no tanto. El Instituto Cervantes, por ejemplo, programa en Madrid un ciclo de conferencias que tiene por título “Encuentros en la traducción: La traducción de los clásicos”. Son cinco citas llamadas a ser «un espacio de diálogo y aprendizaje», so pretexto de confrontar la traducción de los grandes baluartes literarios con las que se han hecho del celebrado Cervantes. Así, traductores españoles de Camões, Goethe, Dante, Shakespeare o Molière se baten en duelo con sus homólogos internacionales, cuya empresa al traducir a nuestro Cervantes les ha debido acarrear, suponemos, más de un disgusto.

Acudí a la cita con Dante. Atrajo mi atención la presencia de Patrizia Botta, una de las voces más luminosas del hispanismo italiano. Ella ha sido durante cuarenta años guardiana de una tradición pedagógica muy propia de otros tiempos, una corriente prácticamente inexistente en la actualidad que basa su poder en el refuerzo del placer intelectual sin rehuir de la rigurosidad. Ya saben, prodesse et delectare, tan sencillo, tan complejo. Siempre la consideré un ejemplo de talla mundial y de hecho sigo repitiéndome, en algún lugar de mi demencia, que si el destino tuviera a bien reservarme un lugar en una universidad —puede insertar aquí su oferta—, yo querría ser como ella. Una auténtica delicia.

La dottoressa Botta venía invitada junto a Luis Martínez de Merlo, traductor que como muchos saben ha llevado a cabo estos últimos años la también farragosa labor de verter a nuestra lengua el toscano del Sommo Poeta. Dado el plantel del acontecimiento, cabía pensar que se trataría de un acto multitudinario, pero a falta de diez minutos para el comienzo sólo una veintena de personas aguardaba a la entrada. Tampoco está tan mal, me dije, sobre todo después de que Juan Soto Ivars me enviara una foto de un acto en Barcelona con Rodrigo Fresán al que apenas asistieron nueve almas, de entre ellas, dos o tres cabizbajas bajo la influencia de sus teléfonos móviles. No sólo no estaba mal, sino que después fue sumándose más gente y llegué a contabilizar unas cincuenta o sesenta personas. Esto ya es otra cosa, me persuadí. Pero algo había en el ambiente que no digerí bien del todo. Algo pasaba.

De ese medio centenar de peregrinos del saber, sólo una docena se encontraba en el umbral de los 35 años. El resto, jubilados y eminentes personalidades de la filología, como Cristina Barbolani, conocida de la casa Complutense. El problema no es que el público tenga edad. Nada tengo yo contra los ancianos venerables ni tampoco especial predilección hacia los jóvenes ruidosos. Sin embargo me pregunto qué tipo de traducción (reinterpretación, renovación, innovación) puede extraerse de un pabellón que ronda de media los sesenta años de edad. ¿Dónde están los jóvenes? ¿A nadie le interesa la traducción de Cervantes? ¿Tampoco la de Dante? Repámpanos, si me lo cuentan no lo hubiera creído.

Tuve tiempo incluso de pensar en otras cuitas. La palabra «evento», en primer lugar, me parecía un oxímoron. De lo que deduje que tal vez el problema radicaba en una pobre razón de marketing y que ese mal uso de la publicidad había convertido tan magno encuentro en una llana charleta a la que se acude casi de paso. En verdad os digo que, del mismo modo en que un perro parece entender las palabras de su dueño aunque sólo es capaz de comprenderlas por lenguaje asociativo, así desconozco yo este asunto. No tengo ni puta idea, la cosa es delirante, pero veo cosas.

Hubiera preferido contarles que allí se habló de muchas curiosidades, como por ejemplo que Italia es uno de los países que menos ha traducido El Quijote en el mundo, o del gracejo intrínseco de algunos arcaísmos traducidos al dialecto italiano, o sobre el concepto de originalidad surgido por la controversia suscitada con la reciente versión quijotesca adaptada por Andrés Trapiello (que Botta cree positiva y Martínez de Merlo contraproducente), o del problemático dilema de algunas antítesis o deturpaciones cervantinas, pero no es así, a pesar y sin embargo. Por tanto, antes de continuar me pregunto quién es el público contra el que pretendo arremeter, si es que existe tal o por el contrario es una pura entelequia mía que confunde churras con merinas.

Como podría tirar de name dropping y montar con ello una fiesta gitana, optaré por una fórmula más castiza y ecológica. Mariano José de Larra se hizo la pregunta que nos ha mantenido en vilo a todos durante trescientos años: ¿quién es el público y dónde se le encuentra? En ese artículo homónimo Larra dice: «Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epítetos que se le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que [el público] debe ser alguien». Es alguien: no es mucho, pero es algo. Continúo, oteo de nuevo el auditorio del Instituto Cervantes y entonces atronan sus palabras: «el público hace visitas, la mayor parte inútiles, recorriendo casas, adonde va sin objeto, de donde sale sin motivo, donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir». Querría ser benevolente, sin embargo no logro convencerme. Veo en ese pabellón un fiel reflejo del lienzo social de Larra, y un mal endémico en el público muy similar al de las catástrofes naturales y su repercusión mediática en el primer mundo. No es la inacción, que también, sino un progresivo vaciamiento, abandono y desinterés nuestro, del público, hacia la cultura. Es el público el que, siempre engañoso y fantasmagórico, se apropia de nuestro delirio y nos hace caer en picado por el acantilado de la charlatanería; «que ama con idolatría sin porqué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado [sic] y se recrea con la mordacidad; [...] que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y premia con usura a quien le lisonjea y le engaña», y lo más importante: «que con gran sin razón [sic] queremos confundirle con la posteridad».

Corre el riesgo Cervantes de convertirse en un pretexto de moda para lanzar dardos venenosos contra todo lo que no somos nosotros, pero no es así. Es mucho peor. Lo más tétrico del aviso de Larra no es que refuerce nuestra idea particular del público (que consume como come y es presa de una voracidad depredadora exenta de trascendencia y motivo, por poner una hipótesis fantasmal), sino que nos hace asumir nuestra propia caricatura, una silueta que engloba la razón y la sinrazón de todo el desentendimiento humano. Mientras España espera pusilánime a ser gobernada, ahí tenemos el Hemiciclo tomado por comediantes y cantaores, actores y niños, una verbena de la desvergüenza. Al fin y al cabo lo único que puedo balbucear es que, como el furúnculo de Hugo Ball, éste sigue siendo un país muy especial. Con o sin público. Con o sin Cervantes.

 

  En portada, exterior del Congreso el día del homenaje a Cervantes por el 400 aniversario de su muerte. Fotografía cedida por el Congreso de los Diputados.

Un momento del encuentro sobre traducción. Fotografía del autor del artículo.