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Desasosiego vs. el imperio del tiempo

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¿A qué orilla estoy si me veo en el fondo?
Fernando Pessoa

Es bastante corriente encontrar vigencia ─y hasta novedad─ en las inquietudes planteadas por autores fallecidos hace ya tiempo. Menos corriente es detener nuestra lectura para corroborar dicha impresión. Por lo general seguimos adelante con el texto, vagamente admirados por la clarividencia del autor.

Sin embargo hay días, y circunstancias, en los que nos deslizamos por esas disquisiciones con gusto. Normalmente, esa disposición de ánimo viene acompañada de un factor determinante: el tiempo.

Hace unos días estaba leyendo el Libro del desasosiego ─con el tiempo y el ánimo propicios para aquella clase de errabundeos─ cuando en una de las páginas me encontré con la siguiente observación: “No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre... nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales”.

Levanté la vista del libro, impulsado por la familiaridad de aquella voz, lo que enseguida dio lugar a la reflexión de si aquel enunciado se ajustaba, o no, con exactitud, a lo que veía a mí alrededor; y sobre todo si se ajustaba a mi propia experiencia ─o a la percepción que de ella tenía─.

El parecido con algunas insignias del presente era indudable.

Para discernir si aquello era cierto, tuve que buscar el significado de epicureísmo. No podía buscar precisión con ideas aproximadas de lo que significaban aquellas palabras. Según la RAE epicureísmo quería decir “búsqueda del placer exento de dolor”.

Saberlo hizo que la descripción se aproximara al cuadro que tengo por actualidad.

Incluso el término “fútilmente” era acertado, en su doble acepción: como adjetivo y como adverbio. Indicando la frivolidad dicha medida y, a la vez, la inocencia de esperar, al aplicarla, un resultado satisfactorio.

 Resolví que me identificaba con la descripción de Pessoa.

Por supuesto, llamaba la atención que hubiera escrito aquello en 1930. ¿Sería el mundo de la época tan parecido al de ahora? Porque su descripción apuntaba al presente, no al futuro ─lo que, por supuesto, hubiera reforzado su naturaleza visionaria─.

Entonces, ¿por qué la observación despertaba aquel entusiasmo? Al menos aquello era lo que había ocurrido conmigo.

Si describía una situación aceptada por una gran mayoría, el enunciarlo sólo indicaría una disposición emocional del autor.

Aquella semejanza con el tiempo presente era perfectamente factible. Porque ahora estemos consagrados a los soportes digitales y a las redes sociales, eso no significa que la percepción social, y existencial, de un lisboeta en la década del treinta tuviera que diferir tanto con respecto a la de un ciudadano actual. Y en efecto, si dicha similitud fuera real, tampoco invalidaría el magnetismo de la observación de Pessoa.

Por un lado la avalaba la expresión: esa alquimia con que algunas palabras consiguen elevar lo convencional, lo que generalmente atribuimos a la inspiración o a la sensibilidad.

Pero algo me decía que, en este caso, el magnetismo provenía de otro lugar; que otro aspecto más importante se ocultaba tras aquella sensación. Algo que hacía que dicha analogía resultara casi inverosímil.

¿Era posible que aquellos seres tecnológicamente invertebrados padecieran nuestras mismas dolencias?

Descubrí que, de alguna forma estaba ejerciendo de abogado del tiempo. Si el tiempo ─en la concepción occidental actual─ es el principal garante del avance ─de progreso y deterioro─, la aliteración entre estos dos momentos apartados en la historia ─el de Pessoa y el nuestro─ toma la forma de fisura, pliegue, o fallo de la realidad.

El tiempo no puede estar avanzando hacia el infinito y retornar, a la vez, hasta un punto anterior. Tampoco puede detenerse. Que las situaciones se repitan en dos momentos distanciados de la línea contradice la noción de avance.

En estas subversiones hay una afrenta contra nuestro orden. Algo parecido ocurre cuando Pessoa confiesa: “Hay en ciertas frases, en varios períodos, de cosas escritas a pocos pasos de mi adolescencia, que me parecen producto de tal cual soy ahora... Y habiendo sentido que me encuentro hoy en un progreso grande de lo que he sido, pregunto dónde está el progreso si entonces era el mismo que soy ahora”.

Me pregunto cuál es el origen de esta sorpresa, de esta incomodidad que experimenta el autor portugués. Evidentemente traduce cierto temor a no superarse con los años. A estancarse. Y no sólo eso: también a no entender bien qué ha ocurrido durante todos los años intermedios.

El origen de dicha alarma, del desconcierto y malestar que padece está, precisamente, en su concepción del tiempo.

El precepto de la época en que vivimos es el progreso. La vida como vector que apunta hacia el final.

En Los hijos del limo, Octavio Paz cuenta que “el futuro de los antiguos mediterráneos y de los orientales desemboca siempre en el pasado”. “Para los antiguos el ahora repite al ayer. Para los modernos”, en cambio, “es su negación lo que provoca un tejido de irregularidades, porque la variación y la excepción son la regla.”

Y sigue diciendo: “La tradición moderna es la época de la aceleración del tiempo histórico. Pasan más cosas y todas pasan casi al mismo tiempo; no una detrás de otra, sino simultáneamente”.

Al concebir el tiempo como un vector ─un vector al que, por cierto, se le ha encendido una mecha─, nos vemos, irremediablemente, desconcertados por cualquier atisbo de paridad entre dos instantes apartados en la línea cronológica. Nos causa un asombro parecido al déjà vu. Y cuando se trata de una observación expresada por un espíritu singular ─como sucede con Pessoa, Picasso, Platón, y otras mentes del estilo─ nos despierta un deslumbramiento inmediato, como si hubieran sido capaces de burlar algo sagrado.

Esta impresión revela el grado, y el tipo, de soberanía que el tiempo ─la concepción del tiempo asignada por nuestra cultura─ ejerce sobre nuestros espíritus.

De ahí se infiere que tengamos con el tiempo una relación tan tormentosa. Lo adoramos y lo odiamos en la misma medida. Le tenemos pánico. Odiamos el imperativo que ejerce sobre nosotros, su irrevocabilidad, su indiferencia ante nuestro destino, ante nuestras renovadas súplicas y muestras de adoración.

Su Nombre es, para nosotros, sinónimo de degradación. No sólo porque es el verdugo que nos lleva inexorablemente a la tumba, sino porque, además, se ha erigido como el rector de cada uno de nuestros instantes, el juez de todas nuestras derrotas.

Pessoa concibe a la existencia como “un lento pero inexorable proceso de decadencia que termina en la muerte”. El saco roto que nos han encomendado sin destino claro, ni remitente.

Un italiano, coetáneo de Pessoa, nos advierte con ímpetu: “Tendré que deciros otra vez más, con angustia, que tenemos muy poco hilo que desmadejar, leve aire para respirar, pocas bocas para besar, y menos instantes para crear”.

Todas estas voces, y conciencia, nos agotan.

Pessoa nos da a entender, con su ejemplo, que no se trata de un agotamiento nuevo. Antes de la Segunda Guerra Mundial ya estábamos agotados. Internet sólo representa un peldaño más en el gran edificio del agotamiento. Antes de la superposición de dispositivos digitales y de los datos periféricos que se agolpan contra el cristal de nuestras pantallas, ya sufríamos una sensación similar.

Y nuestra reacción ante ese desconcierto sigue siendo más o menos la misma: cultivamos un “epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales”.

Como expresaba Octavio Paz, probablemente el fenómeno sólo se haya acelerado.

De ahí que parte de la admiración que despiertan las aliteraciones de este tipo ─la observación de Pessoa en relación al tiempo presente─ venga dada por su concomitante insurrección, por el acto de rebeldía que encarna, aunque sólo lo aprecie extrarradio de nuestra conciencia.

Se trata de una pequeñísima grieta, una muesca en una de las esquinas del gran Templo, pero que resulta suficiente para despertar el ensueño.

También en el extrarradio de nuestra conciencia sabemos que, bajo esta definición de tiempo, es imposible vivir en paz. Y no me refiero a la paz como contraposición a la guerra (nos cortamos la cabeza unos a otros desde mucho antes del siglo XVII, momento en que Octavio P. sitúa la aceptación unívoca de la concepción rectilínea del tiempo), sino a la paz con nosotros  mismos, aunque sólo la utilicemos para ir a matarnos más tranquilos.

A pesar de que las reglas del juego parecen estar claras ─en lo concerniente al dinero y a los beneficios de su acumulación─, dicha concepción comporta una trampa fundamental: es improbable vivir mucho mejor, aun ganando más dinero, cuando las propias bases del juego socavan dicha posibilidad, cuando el tiempo está en nuestra contra. Podrá considerarse una condición muy igualitaria, pero lo cierto es que nos perjudica a todos.

Ante esta evidencia, ¿cómo no “entregarnos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales”?

¿Por qué habríamos de hacer otra cosa?

La única alternativa visible ─a rendirnos a los dictámenes del Tiempo─ parece ser la de intentar subvertir la definición que, erróneamente, le hemos endosado. Ya que la opción de que “el tiempo circular de los paganos era infinito e impersonal” parece mucho más  amable que la que tenemos actualmente: “el tiempo es finito y personal”.             No es lo mismo saber que una y otra vez pasaremos por el mismo sitio, renovando nuestras oportunidades, que creer que cada segundo mata al anterior, en una carrera desbocada hacia un cajón.

Así, “no sabiendo lo que es la vida religiosa”, y “no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre”, la presión sobre nuestra fragilidad bípeda es inmensa. El miedo a equivocarnos, al fracaso, nos provoca temblores difíciles de ocultar ─siendo esto una condición indispensable para nuestra supervivencia─.

De ahí que muchas de nuestras ejecuciones tengan la torpeza de una ráfaga, o el trazo débil e impreciso de la duda.

  “La mayor acusación contra el romanticismo no se ha formulado todavía” nos dice Pessoa, enseñando el brillo apagado de su dentadura: “es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma...”.

Al otro lado de la ventana del bar está demasiado oscuro como para llover. La lluvia perdió la oportunidad. Ganó la noche.

“Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.”

“Nuestra época”, añade Octavio Paz, “ha exaltado a la juventud y sus valores con tal frenesí que ha hecho de ese culto, ya que no una religión, una superstición; sin embargo, nunca se había envejecido tanto y tan pronto como ahora”.

Puede que Pessoa fuera, en algunos días menos oscuros, consciente de la inconveniencia de esta concepción: “Sabio es quien monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño incidente tiene un privilegio de maravilla. El cazador de leones no tiene aventuras más allá del tercer león. Para mi cocinero monótono, una escena de bofetadas en la calle tiene siempre algo de apocalipsis modesto. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Benfica y, si un día va a Sintra, siente que ha ido a Marte. El viajero que ha recorrido toda la tierra, de cinco mil millas en adelante no encuentra novedades, porque sólo encuentra cosas nuevas... Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, sólo mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste”.

Tampoco se le puede echar la culpa al tiempo. No es sencillo cambiar los preceptos de quien, gracias a nuestras directrices, se ha erigido en el mayor soberano por todos conocido.

Igualmente... resulta extraño que al día de hoy, que sabemos que mirar el mundo de cerca implica también alterarlo, nos sea tan difícil establecer un paradigma del Tiempo algo más amigable.

Mientras no lo consigamos, disfrutemos de las inocuas subversiones que nos traen los libros; los breves destellos de Curva que se cuelan entre los colosales bloques de Tiempo.

 

Todas las imágenes son dobles exposiciones. En portada, una foto de Allison Waffles; después, una de Stefano Coviello, y las dos últimas son de Ellie LoNardo y Amy Heather.