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Curator McCarthy
¿Imaginan al famoso senador Joseph McCarthy realizando una exposición con sus ideas? El Museo del Comunismo, en Praga, es lo más parecido a esa fantasía. Empezando por su ubicación, continuando por el display, y rematando con el sustrato doctrinario que alienta toda la muestra, no hay otra forma de calificar un proyecto que es algo así como una puesta en escena estalinista… ¡contra el comunismo!
Emplazado sobre un casino, y rodeado de todas las mega-marcas imaginables, la misma localización del museo garantiza el contraste entre las privaciones comunistas y la opulencia del nuevo capitalismo. ¿Cómo va a competir una cortadora de salami de los años rojos checos con un Rolex, una cabina telefónica de los tiempos socialistas con Vodafone, las vidrieras peladas del comunismo con los pletóricos escaparates de este barrio turístico?
Pero las cosas no quedan en esa obvia diferencia entre la abundancia y la austeridad. En su énfasis ideológico, este ejercicio de “macartismo curatorial” se vale de las peores armas de aquellos manuales soviéticos que tanto intentamos sortear algunos que crecimos en el comunismo. Como si el capitalismo también necesitara sus Nikitin y sus Rumiantzev para guiarnos en la larga marcha por este Mundo Libre que ha sustituido la vieja ortodoxia comunista por el nuevo evangelio del mercado. Entre la carestía y la carencia se explaya este adoctrinamiento de consumo rápido, que revierte la conocida parodia del paraíso perfecto contra el enemigo grotesco.
¿Alguna posibilidad para sacar conclusiones propias? En el Museo del Comunismo no hay espacio para esa extravagancia. Ni para metáforas, incertidumbres, alegorías. Aquí el osito Misha —la mascota soviética— te recibe con un Kalashnikov. Aquí la matrioshka —la famosa muñeca rusa— te espera con unos amenazadores dientes de vampiro.
Ya en los textos que acompañan el recorrido, las comillas se encargan de liquidar cualquier posibilidad para la duda. Y todo lo que caiga dentro de ellas viene dado como una vacuna contra la contaminación. Empezando por Marx —un “bohemio, aventurero e intelectual” (no sabemos cuál de los tres calificativos es peor)— y acabando por la bomba H, que los soviéticos llegaron utilizar tan sólo unos meses después de los norteamericanos. (No hace falta decir que esa premura, y no Hiroshima, fue el peor crimen atómico en los orígenes de la Guerra Fría). Por no mencionar, ya metidos en la confrontación estratosférica entre Estados Unidos y la URSS, el terrible sacrificio de Laika, ese “perro vivo que falleció al pasar la órbita”.
Puesto que bajo el comunismo todo fue un horror, posiblemente el capítulo más decepcionante sea el que debía redimir a sus opositores: “Underground y Contracultura”. Apenas se le dedica un trozo de pared, en un cuadro acaparado desmesuradamente por Václav Havel. Nada de detenerse en los artistas que desafiaron —y alguna vez burlaron— la censura. Mucho menos en la paradoja de que la invasión soviética fue perpetrada, también, contra un Partido Comunista.
Y no es que Havel desmerezca homenajes. Es que le sobra uno, el del culto a la personalidad, que es justamente el que se le concede.
Llama la atención, asimismo, el escaso despliegue objetual de los tiempos socialistas —en cualquier casa deben quedar todavía artefactos de sobra para darnos una idea de la historia material de ese sistema—, sobre todo si se nos advierte que el comunismo fue un sistema carente de espiritualidad.
Hay un tufo, en este museo, que huele a conversión. Una atmósfera que deja ver la prisa doctrinaria que sirvió a los antiguos profesores de marxismo-leninismo para pasar, a marchas forzadas, del chip del optimismo socialista al de la euforia capitalista. (Con la misma alegría y la misma intolerancia a la réplica).
¿Es necesario rebajarle la gloria olímpica a Emil Zátopek para denostar el antiguo modelo? ¿Hace falta responder al viejo credo con un maniqueísmo sobreactuado que repite lo peor de lo que se pretende fustigar? El resultado no es otro que un museo infantil, cuyo mensaje nos indica que el comunismo ocurrió casi por casualidad, por un descuido; un mirar para otro lado en el momento menos oportuno.
De refilón, se deja caer la sospecha de que los eslovacos (al parecer la parte maldita de la antigua Checoslovaquia) fueron acaso más culpables; empezando, claro está, por su comunista más encumbrado: Klement Gottwald.
La verdad es que si esto es lo que tenemos que saber del comunismo —este catálogo de obviedades que mueve más a la risa que al espanto—, lo más probable es que se consiga el efecto contrario y crezca el misterio de aquello que se pone en tela de juicio.
Un epílogo dedicado a Corea del Norte cierra este conjunto marcado por el oportunismo político como una de las bellas artes. Algo, por cierto, bastante extendido hoy en el arte occidental. (Sólo que, de momento, con un poco más de sofisticación).
Con la revolución de terciopelo, los checos fueron capaces de liquidar el viejo régimen sin un solo disparo. El Museo del Comunismo, sin embargo, no le hace justicia a esa sutileza ni a esa perspicacia política. Al punto de que, una vez fuera de la exposición, queda la sensación de haber pasado por un laundry donde te lavan el cerebro por 190 coronas. El problema de este tipo de enjuagues es que siempre salen más caros de lo que marca el ticket de la entrada.
La foto de portada es de © Mark Surman.
Las dos siguientes son de Ushanka.us y de © Maximilian Böhn.
Curator McCarthy
¿Imaginan al famoso senador Joseph McCarthy realizando una exposición con sus ideas? El Museo del Comunismo, en Praga, es lo más parecido a esa fantasía. Empezando por su ubicación, continuando por el display, y rematando con el sustrato doctrinario que alienta toda la muestra, no hay otra forma de calificar un proyecto que es algo así como una puesta en escena estalinista… ¡contra el comunismo!
Emplazado sobre un casino, y rodeado de todas las mega-marcas imaginables, la misma localización del museo garantiza el contraste entre las privaciones comunistas y la opulencia del nuevo capitalismo. ¿Cómo va a competir una cortadora de salami de los años rojos checos con un Rolex, una cabina telefónica de los tiempos socialistas con Vodafone, las vidrieras peladas del comunismo con los pletóricos escaparates de este barrio turístico?
Pero las cosas no quedan en esa obvia diferencia entre la abundancia y la austeridad. En su énfasis ideológico, este ejercicio de “macartismo curatorial” se vale de las peores armas de aquellos manuales soviéticos que tanto intentamos sortear algunos que crecimos en el comunismo. Como si el capitalismo también necesitara sus Nikitin y sus Rumiantzev para guiarnos en la larga marcha por este Mundo Libre que ha sustituido la vieja ortodoxia comunista por el nuevo evangelio del mercado. Entre la carestía y la carencia se explaya este adoctrinamiento de consumo rápido, que revierte la conocida parodia del paraíso perfecto contra el enemigo grotesco.
¿Alguna posibilidad para sacar conclusiones propias? En el Museo del Comunismo no hay espacio para esa extravagancia. Ni para metáforas, incertidumbres, alegorías. Aquí el osito Misha —la mascota soviética— te recibe con un Kalashnikov. Aquí la matrioshka —la famosa muñeca rusa— te espera con unos amenazadores dientes de vampiro.
Ya en los textos que acompañan el recorrido, las comillas se encargan de liquidar cualquier posibilidad para la duda. Y todo lo que caiga dentro de ellas viene dado como una vacuna contra la contaminación. Empezando por Marx —un “bohemio, aventurero e intelectual” (no sabemos cuál de los tres calificativos es peor)— y acabando por la bomba H, que los soviéticos llegaron utilizar tan sólo unos meses después de los norteamericanos. (No hace falta decir que esa premura, y no Hiroshima, fue el peor crimen atómico en los orígenes de la Guerra Fría). Por no mencionar, ya metidos en la confrontación estratosférica entre Estados Unidos y la URSS, el terrible sacrificio de Laika, ese “perro vivo que falleció al pasar la órbita”.
Puesto que bajo el comunismo todo fue un horror, posiblemente el capítulo más decepcionante sea el que debía redimir a sus opositores: “Underground y Contracultura”. Apenas se le dedica un trozo de pared, en un cuadro acaparado desmesuradamente por Václav Havel. Nada de detenerse en los artistas que desafiaron —y alguna vez burlaron— la censura. Mucho menos en la paradoja de que la invasión soviética fue perpetrada, también, contra un Partido Comunista.
Y no es que Havel desmerezca homenajes. Es que le sobra uno, el del culto a la personalidad, que es justamente el que se le concede.
Llama la atención, asimismo, el escaso despliegue objetual de los tiempos socialistas —en cualquier casa deben quedar todavía artefactos de sobra para darnos una idea de la historia material de ese sistema—, sobre todo si se nos advierte que el comunismo fue un sistema carente de espiritualidad.
Hay un tufo, en este museo, que huele a conversión. Una atmósfera que deja ver la prisa doctrinaria que sirvió a los antiguos profesores de marxismo-leninismo para pasar, a marchas forzadas, del chip del optimismo socialista al de la euforia capitalista. (Con la misma alegría y la misma intolerancia a la réplica).
¿Es necesario rebajarle la gloria olímpica a Emil Zátopek para denostar el antiguo modelo? ¿Hace falta responder al viejo credo con un maniqueísmo sobreactuado que repite lo peor de lo que se pretende fustigar? El resultado no es otro que un museo infantil, cuyo mensaje nos indica que el comunismo ocurrió casi por casualidad, por un descuido; un mirar para otro lado en el momento menos oportuno.
De refilón, se deja caer la sospecha de que los eslovacos (al parecer la parte maldita de la antigua Checoslovaquia) fueron acaso más culpables; empezando, claro está, por su comunista más encumbrado: Klement Gottwald.
La verdad es que si esto es lo que tenemos que saber del comunismo —este catálogo de obviedades que mueve más a la risa que al espanto—, lo más probable es que se consiga el efecto contrario y crezca el misterio de aquello que se pone en tela de juicio.
Un epílogo dedicado a Corea del Norte cierra este conjunto marcado por el oportunismo político como una de las bellas artes. Algo, por cierto, bastante extendido hoy en el arte occidental. (Sólo que, de momento, con un poco más de sofisticación).
Con la revolución de terciopelo, los checos fueron capaces de liquidar el viejo régimen sin un solo disparo. El Museo del Comunismo, sin embargo, no le hace justicia a esa sutileza ni a esa perspicacia política. Al punto de que, una vez fuera de la exposición, queda la sensación de haber pasado por un laundry donde te lavan el cerebro por 190 coronas. El problema de este tipo de enjuagues es que siempre salen más caros de lo que marca el ticket de la entrada.
La foto de portada es de © Mark Surman.
Las dos siguientes son de Ushanka.us y de © Maximilian Böhn.