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Cartas desde dos masculinidades

Una correspondencia rectificada
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A Manuel Puig

Ernesto,

he dudado mucho si escribirte o no, porque entiendo que el famoso debate sobre la masculinidad que está en todos los TLs de internet en estos días es una provocación dirigida a “los de fuera”, y yo no debería caer en la obvia trampa que proponéis. Criticar es posicionarme en el exterior de la broma cultural y, por lo tanto, de su ámbito. Habéis montado este asunto para la gresca de los que querrían tener una voz tan sólida como la vuestra, y no pretendo ser parte de esa gresca. Además, creo que ya sabes que pienso en ti como un tipo con un talento más que notable y muy trabajador, aunque tú mismo pareces inconsciente de ciertos elementos del interés que me despiertas, y me molestaría contribuir, aunque sea menormente, a un giro de tu trabajo (que admiro) hacia este tipo de reflexiones tan banales pero que seguramente convienen en términos de hacerse ver. De todos modos, lo que me interesa de tu trabajo no deja de ser una asombrosa sublimación de esa capacidad para opinar de cualquier cosa que caracteriza al usuario de las redes sociales, y que está aquí. En tu caso, la inteligencia despliega además una serie, difícil de rastrear pero fantásticamente coherente, de instantes comunes entre la cantidad de textos sobre temas —y tratamientos— distintos que produces. Esos breves puntos de conexión entre tus textos me hacen pensar, recorriendo en sentido inverso el salto de la capacidad de opinar internauta a tu trabajo, en la posibilidad de que internet posea un marco o, lo que es más, un estilo, cuyo nivel de aparición sólo es invisible en la medida en que el estilo se hace visible cuando se hace desaparecer el lenguaje. Quizás en internet, como en tu obra, el lenguaje, su posicionamiento, son tan visibles que terminan por eclipsar al estilo, pero eso no significa que no esté.

En todo caso no voy a pararme en la generalidad del debate sobre la masculinidad, en parte porque ninguno de los otros convocados tiene tu inteligencia, y en parte también porque no me interesa lo más mínimo el asunto del feminismo que esconde, aunque con bastante poca sutileza, esta farsa de la masculinidad. Sólo quiero comentar una de tus intervenciones, en particular ésa en la que rozas el asunto de la homosexualidad en estos términos:

“El movimiento gay nace de la afirmación de los valores típicamente viriles YMCA: el vaquero, el soldado, el policía, el motorista, el indio, etc. Y, de hecho, la identidad gay se reafirma en adelante contra lo que era la maricona, la loca, la afeminada. Algo que hay que replantear es la posibilidad, en primer lugar, de una teoría gay que no se reafirme en una masculinidad ultra, sino en una comprensión de la sexualidad más abierta. Una de las cosas más interesantes de la teoría de la nueva masculinidad es la idea de ir más allá de la dicotomía entre el activo y el pasivo, e ir a una idea de sexualidad receptiva, porque como sabéis el final del recto del varón conecta con la próstata, que puede ser excitada con presión y tal: la idea básica es que todos los hombres podemos gozar analmente, con independencia de nuestras preferencias sexuales. Yo creo que por ahí puede ir la movida en términos del movimiento masculinista, como forma de despegarse de la vieja categoría de la construcción identitaria del género masculino desde dentro”.

Supongo que a estas alturas tú y yo nos conocemos lo suficientemente poco como para andarnos con sobreentendidos, pero lo suficiente como para que te hagas una idea de mi rol sexual, aunque el término quizás sea un poco ambiguo. En todo caso me referiría a mi rol sexual en el contexto de la relación gay que mantengo desde hace dos años, y que está profundamente atravesada por los términos de esa “identidad gay” que tan alegremente describes como “una dicotomía entre el activo y el pasivo”. Por si acaso te apeteciera responder a esta crítica y hubiera público neutral, aclaro: soy el activo de mi relación, y de una “masculinidad” igual si no más profusa que la de los cinco contertulios del texto que nos ocupa. Pero que la inclusión en la misma frase de los términos masculinidad y activo no nos engañe (en el fondo, es el tema central de esta carta): no son, como tú das a entender, correlativos, aunque forman parte de un mismo impulso de definición sexual. De hecho, en medio de esta epidemia de opinión que vivimos, pueden haber llegado a separarse conceptualmente en ciertos ámbitos. Hace algunos meses, bromeaba en Twitter sobre la rotundidad de mi rol de activo (espero que no parezca que es un tema del que hablo todo el tiempo, odio la reafirmación). En uno de esos arrebatos de opinión incontrolables, una chica conocida de las redes sociales, militante política, lesbiana y activista LGTBQI, me preguntaba con cierto aire de superioridad moral si todavía los jóvenes gays “modernos” del 2016 seguíamos definiéndonos en los términos de esa dualidad “anticuada y excluyente” del activo y el pasivo. Le respondí preguntando si no le parecía de un dualismo mucho mayor, mucho más excluyente, ser lesbiana.

Te lanzo esa pelota también a ti, Ernesto, porque creo que a veces se nos olvida que estamos hablando de los términos del carácter, de la conciencia, de la imaginación, de unas entelequias que no pueden reducirse a fórmulas científicas, y mucho menos políticas, porque son de un orden mucho mayor. No sé bien en qué momento se generalizó esa idea de Pasolini de que el interior de la sexualidad es un asunto político. Es lo que entiendo que estás diciendo cuando dices que eliminar los roles del activo y el pasivo (roles íntimos, que se manifiestan intramuros) significa lograr “una sexualidad más abierta”, como quien dice que acabar con los viejos tópicos del pensamiento de izquierdas y el pensamiento de derechas significaría revelar un nuevo sentido, “más abierto”, del pensamiento político.

La politización del rol sexual, tan extendida en nuestro tiempo, forma parte del arco de una desesperada defensa de la política en la era de su derrumbe. Trata de incluir, construyendo una hipérbole, lo menos político que existe, que es el cuerpo, dentro de lo político, que es puramente psicológico. Ése es el contexto en el que Pasolini se permite hacer la burda comparación de la acción del cuerpo con la acción política, de la que se desprende que la definición de roles en el juego sexual es un asunto de definición de roles políticos. No es más que una metáfora que vincula la relación de poder virtual que proponen los roles sexuales (¿activo opresor, pasivo oprimido?) con una real (¿masculino opresor, femenino oprimido?). Tú, que te declaras materialista convencido, deberías darte cuenta de que sólo hace falta llegar a la materia, es decir, de que sólo hace falta follar (o no follar, como opción comprometida con el sexo) para darse cuenta de que el rol es una herramienta básica de su lenguaje. Porque, efectivamente, el sexo es una cuestión de lenguaje, es decir, de algo infinitamente más importante que la política, y no creo que haya política en el sexo (al menos no necesariamente), pero estoy seguro de que sí hay lenguaje.

La definición de un rol sexual es la definición de un marco lingüístico, de un modelo expresivo, semántico, de un sistema de significados y significantes. Nos permite construirnos por el clásico método de la adopción de identidades, un método teatral en la dirección en que el sentido primero del teatro es el de definir la identidad humana (dúctil) por comparación con la identidad mucho más firme de los personajes ficticios, de los roles.

Esa masculinidad que tú defines como “ultra”, violenta, y que “se reafirma contra lo que era la maricona, la loca, la afeminada”, es una construcción lingüística. Sólo fíjate en lo expresivo de los términos, en lo figurativo. Llegados a este punto no creo que esos términos sean necesarios ni deseables, pero anular, como propones, esa “dicotomía entre el activo y el pasivo” significa neutralizar el valor del lenguaje del sexo, reemplazándolo por un lenguaje neutro, imparcial (otro de los lugares comunes de nuestro tiempo). El lenguaje no puede ser nunca neutro, porque es precisamente una herramienta de acción, una forma de medirnos con el mundo. Eso no significa que sea político, significa que es violento. Porque, de hecho, el anhelo de toda política es la eliminación de la oposición, de la ideología contraria, aunque este anhelo se muestre en el combate. El deseo sexual es el contrario: el de la exaltación de la diferencia, del choque de los cuerpos, del choque (en términos ballardiandos-cronenbergianos) de los roles.

Pienso por un momento en esa raza que propones de gays x-men con una “sexualidad más abierta”, en la que el rol ha desaparecido y somos perfectamente intercambiables. Eso es un anhelo político. Me parece que en realidad lo que quieres proponer —a no ser que estés cometiendo el mismo error que la activista lesbiana— es la posibilidad de una humanidad perfectamente bisexual, perfectamente abierta a cualquier intercambio, desprendida de los roles. La perspectiva me parece como poco huxleyana, y desde luego elimina cualquier doble sentido del juego del sexo, cualquier perversidad. Si soy gay y activo es, precisamente, porque eso me permite afirmar una identidad velada, inestable en situaciones ajenas al sexo, que surge ferozmente en su contexto en forma, a veces, de cariño, pero también en forma de dominación y, sí, de una cierta violencia. Una cierta violencia que es constitutiva de cualquier forma de lenguaje, que por definición propone una guerra entre la conciencia y la naturaleza, apoderándose de lo real e introduciéndolo —violentamente— en sistemas lógicos, en una falsa continuidad, una falsa casuística. Esa raza tuya de mutantes bisexuales no activos, no pasivos, marcada por una “sexualidad receptiva” me hace pensar en una anulación de ese valor del lenguaje, es decir, en una anulación del carácter. Por supuesto, la opción de esa indefinición es más que probable, y existen, sin contradicción lógica con mi argumentación, bisexuales que son pasivos y activos dependiendo de la situación, e incluso las dos cosas al mismo tiempo. Pero esta opción es, en cualquier caso, un posicionamiento en el abanico de los roles.

Por supuesto, que termines justificando tu teoría de la “sexualidad más abierta” con el argumento de que todos los varones podemos disfrutar analmente es de una vulgaridad y un catetismo que no son propios de ti, así que me imagino que debe ser parte del gran chiste que consideráis que es vuestra charla. Porque verdaderamente, si crees que el placer que se deriva de la definición de los roles sexuales se puede reducir a términos de excitación física, sólo puedo pensar que no has follado nunca, o que no has disfrutado nunca del sexo. La farsa del sexo, su teatro, su lenguaje característico es mucho más voluptuoso, quizás más sutil que eso. La paridad de los rectos y las próstatas no puede ser, en cualquier caso, motivo suficiente para la anulación del choque de los roles.

Te mando un abrazo fuerte, teatral,

Vicente Monroy

Antes de nada, Vicente, muchas gracias por tu extensa y amable carta. Yo soy de los que piensa, con el Parménides, que no hay cosa por vulgar que sea que no merezca la pena ser estudiada, así que no te preocupes por hacerme perder un tiempo que de todas formas está para gastarlo. Eso sí, disculpa que haya tardado tanto tiempo en responder a tu carta, pero es que he estado trasnochando viendo videoclips de pop surcoreano. Hay uno titulado Cheer Up de la banda femenina Twice que viene al pelo de lo que estamos discutiendo, en el fondo: ¿qué debe hacer y decir un heteruzo? En el videoclip, las nueve integrantes de la banda encarnan algunas fantasías heteropatriarcales: una colegiala, una otaku, una aristócrata británica del siglo XIX, una espía, una vaquera, una geisha, una animadora, una vecinita y, si mi mirada turbia no me engaña, una chica a punto de ser asaltada (¿violada?). El estribillo reza lo siguiente: “Alégrate, alégrate, cariño, / alégrate un poquito. / Una chica no puede entregar su corazón tan fácilmente. / Así te gustaré aun más. / Voy a actuar tranquilamente, como si no pasara nada, / para que no sepas que me gustas. / Así que acéptalo / y alégrate, cariño”. Este vídeo tiene actualmente 64 millones de reproducciones en YouTube.

Todo el revuelo que se ha montado a raíz de la conversación sobre las masculinidades en El Estado Mental me recuerda a un documental de Cabello/Carceller sobre Elen@ de Céspedes, un mulato transexual granadino del siglo XVII que fue acusado de todo lo que te pueden acusar ante la Inquisición en términos de género, aunque el resultado sea contradictorio (lesbianismo, sodomía, bigamia, hechicería, apostasía, etc.). El documental, concebido originalmente como vídeo pedagógico para ser emitido en las clases de educación para la ciudadanía en la ESO andaluza, me pareció facilón y pedante cuando lo vi en La internacional cuir, un ciclo sobre transfeminismo que organizó Beatriz Preciado a finales de 2011 en el Reina Sofía. Recuerdo que cuando levanté la mano para expresar mi opinión en el debate posterior al visionado del documental, Preciado esbozó una sonrisa como pensando: “Este idiota no sabe dónde se está metiendo”. El público abucheó mi intervención y vitoreó la respuesta de Cabello y Carceller, que consistió en aclarar que el objetivo de todo su trabajo es disgustar precisamente a gente como yo. A la salida me encontré con unas amigas que me preguntaron si había escuchado las palabras de “ese machirulo”. No me habían reconocido porque la sala estaba llena hasta los topes y yo me había sentado en las primeras filas, así que, contento por haber encarnado momentáneamente el chivo expiatorio cohesionador de la legítima causa feminista, repliqué marxianamente: “Yo es que no sé ni cómo dejan entrar a esta escoria”.

Uno de los problemas de la conversación sobre las masculinidades de EEM es que todos los interlocutores somos blancos heteros de clase media, un conjunto de la humanidad que, de hacer caso a las filosofías post-it (postcolonialismo, postmarxismo, etc.), sólo estaríamos legitimados a ponernos de rodillas y suplicar clemencia, que es lo que buena y fallidamente intentamos hacer. ¿Hubiera estado bien que la organización invitase a alguna mujer o individuo bajo las siglas LGBT a la mesa? No te digo yo que no. Probablemente nos habríamos ahorrado por pudor el gesto que tantos malentendidos ha generado de “vestirnos de mujer” (id est, con ropa apretada) para la foto de grupo. Dicho sea de paso, yo llevaba en la mochila un traje largo de la Europa del Este de los años 50 (por decir algo) que me queda de vicio, pero no me lo puse porque anticipaba la reacción del Respetable y mi vocación de martirio tiene un límite. Adjunto foto para que veas de lo que hablo.

Otro problema es que el transcriptor de la conversación ha respetado puntillosamente los lapsus linguæ y las redundancias propias de la oralidad y ha eliminado casi todas las referencias librescas, lo que nos ha dejado expuestos a acusaciones de cuñadismo y mansplicación como ésta de Mal Ferrete Vázquez en Facebook: “Dejen por favor esos temas a quienes los trabajan, me parece bien esta conversación para un encuentro de bar, pero es absolutamente vergonzoso y muy propio de la posición masculina: atrevida ignorancia y opinionitis juiciosa, pretender que tiene algún interés para el debate público sobre este tema”. Me sorprende que ahora mismo no haya una turbamulta de lectores vascos reclamando con hoces y antorchas mi cabeza por haber mansplicado cuántos platos friega un padre en Euskadi. ¡Si supieran que estaba citando un informe del Emakunde, el Instituto Vasco de la Mujer, sobre Los hombres, la igualdad y las nuevas masculinidades!

El párrafo que comentas en tu carta, por ejemplo, no se entiende sin la referencia a La sociedad rosa de Oscar Guasch, donde se analizan distintas identidades homosexuales, entre ellas la identidad gay empoderada bajo los símbolos masculinos tradicionales. Como sabes, estoy escribiendo una biografía de Alberto Cardín, el llamado “abuelo del movimiento queer en España”, entre otras cosas por su enfrentamiento contra la “gaytificación” de la lucha y de la teoría de género (véase su “Apología de Anita Bryant”), y algunas entrevistas que he hecho a los supervivientes de la pandemia me han confirmado que la Übermaskulinität mantiene sus prejuicios (para muchos, Cardín sigue siendo una loca). Esto que te cuento ahora por mail se lo conté hace unos días por FB a Álvaro Llamas, que estaba indignado por el perfil exclusivamente hetero de los interlocutores. Me contestó lo siguiente:

“Esa idea de la supermasculinidad es más una fantasía o un fantasma straight que una realidad. La verdad es que me sorprende que entre gente tan joven haya un desconocimiento tan profundo de lo queer (no femenino, sino masculino), estando como estáis, por «género», más «contiguos» en ciertos aspectos que a lo lesbiano. Creo que muchas veces se confunde la homosociabilidad con la homosexualidad, y hay frases detestables en el debate, como ésa de que «incluso el gay o el transexual más oprimido está mejor que una mujer en muchos sentidos». ¿Cóoomo? Me he leído el debate al completo, no he dejado de leer: de hecho, me ha ido irritando más y más a medida que lo iba leyendo. Sobre «masculinidades» se ha hablado y debatido ya mucho en el mundo gay/queer porque no hay otra cosa salvo masculinidades (masculinidades que han ido y vuelto). Lo mínimo que podríais hacer es preguntar a un amigo gay (si es que tenéis alguno) e interesaros por cómo piensan y cómo viven su «masculinidad» desde los márgenes, sin caer en tópicos ridículos y camp sobre la hipermasculinidad y el nacimiento del movimiento gay, que tiene más que ver con el «tercer sexo» de Magnus Hirschfeld que con los Village People. O eso, o limitaros a hablar de la «masculinidad hetero». Respecto a libros, los autores que hay que leer son Eve Kosofsky Sedgwick, o Leo Bersani, o David Halperin, o Lee Edelman. Desde luego, NO a Oscar Guasch.”

Ahora tú me dices que ser masculino y ser la parte activa de una pareja sexual no son términos correlativos y sospecho que por masculinidad entiendes apariencia corpórea (en ese sentido se podría decir que eres más “profusamente masculino” que cualquiera de los interlocutores de la conversación: estás más cachas, tienes el pelo más corto o lo que sea), pero me gustaría que desarrollaras tu concepción de lo masculino (a poder ser, en relación a categorías de moda como fofisano, metrosexual, etc.). En cuanto a la dicotomía activo-pasivo, no me refería sólo a la distinción de Camilo José Cela entre estar jodiendo y estar jodido, aunque nunca está mal recordar, por vulgar y cateto que suene, que por el ano se pueden succionar placenteramente más cosas que un litro de agua; también incluyo dentro de esta dicotomía los diversos rituales de emparejamiento con su división del trabajo de seducción, su asignación subóptima de la iniciativa y la reserva, y su regla de no follar hasta la cita n+1. Matias Preller explicitó en FB los problemas morales del protocolo hetero:

“Ésa es la pregunta a la que debemos responder, si ligar —o, si lo prefieres, el ritual del cortejo tal y como está concebido a día de hoy— es inherentemente machista o heteropatriarcal. Y yo creo que en parte sí, ya que presupone una serie de roles y necesita que esos roles se cumplan (por ejemplo, que la mujer «se haga la difícil»). El propio concepto de ligar sólo tiene sentido en un determinado contexto en el que las mujeres parece que no quieren follar pero nosotros las convencemos para que lo hagan. Es el mito o la fantasía de la violación (que muchas mujeres y algunos hombres tienen) pasado por el filtro de la cultura y lo socialmente aceptable; pero el impulso está ahí. ¿Qué significa ligar realmente? Si tú le entras a una tía que ya le gustas, eso no es ligar; ligar tiene un componente de persuasión, de embaucamiento, de convencimiento y casi se podría decir que de engaño. Y eso tiene mucho que ver con roles de género preconcebidos y con esa pulsión de la violación de la que hablo. Es más, todos conocemos al típico tío que si la tía se lo pone muy fácil y él ya sabe que ella quiere, pierde el interés”.

Cuando yo hablé de superar la dicotomía entre el activo y el pasivo no pretendía dictaminar por decreto lo que cada uno haga o deje de hacer en su cama, sino más bien sugerir la posibilidad de una sexualidad no definida en términos de orientación. La idea de una sexualidad receptiva no taxonómica me la dio mi hermana Elena cuando le comenté que estaba preparando una conferencia sobre la asexualidad y me respondió que estaba harta de la proliferación de “hashtags de género”, y que la culpa de esta paranoia identitaria la tiene la propia idea de orientación como preferencia exclusiva por un tipo de persona o relación. Por contraposición con la bisexualidad huxleyana que tú percibes en mis palabras, mi hermana Elena es una gran defensora de la amistad como relación indefinida, que no indiferente (nunca me canso de este juego de palabras gabilondiano). Mi propuesta, en el fondo, es tan pesimista como la de Manuel Puig antes de morir de sida en 1990:

“De cualquier manera, pienso que es imposible prever un mundo sin represión sexual. Me esfuerzo en imaginar como resultado una gran disminución de la llamada homosexualidad exclusiva y una gigantesca disminución de la llamada heterosexualidad exclusiva. Y nada de esto tendría ninguna importancia: todos estarán demasiado empeñados en su propio goce para preocuparse en contabilizarlo”.

Por entrar en el inevitable párrafo autobiográfico, tengo que decir que personalmente me atrae la idea de los amigos con derecho a roce por la sencilla razón de que toda mi vida sexual he sido el “querido”, que es como se llamaba esto en castellano antes de que el DRAE incluyera “amigovio”, y todas mis relaciones han fracasado en el momento en que ellas han dejado a su antiguo novio para promocionarme a un estatus que soy incapaz de asumir hasta después de haber roto la relación. Esto es, he sido mal pareja (por defecto de celo), pero peor expareja (por exceso celo). La experiencia me ha demostrado que en mi caso las relaciones abiertas son como Anna Karénina con WhatsApp. Hace dos años que vivo a la japonesa, sin tiempo ni gente para follar, lo cual es un alivio porque, como sugirió Lorena Devencuando en mi muro FB y como tú supones al final de tu carta, por decirlo con las palabras de una exnovia mía después de uno de mis rápidos performances: “A ti no te gusta follar, a ti lo que te gusta es correrte”.

Un abrazo,

Ernesto.

P. D.: Como el objetivo de la conversación era suscitar un debate como el que tú pones por escrito en tu carta, ¿qué te parecería publicar este intercambio epistolar (dure lo que dure) en EEM? Si no te parece apropiado, lo publicaré como acordamos en mi Tumblr.

Querido Ernesto,

¡Cómo han cambiado las cosas desde mi anterior email hasta éste! Como bien sabes, los cambios no se han producido en nosotros, ni entre nosotros, sino en el contexto de esta correspondencia. Cuando te escribí hace unos días lo hice pensando que se reduciría al ámbito privado, que quedaría entre nosotros. La perspectiva actual de que se publique en EEM, aunque halagadora, me obliga a retroceder y a hacer rectificaciones.

Tengo que reconocer que hay cosas en ese mail que no hubiera escrito de haber sabido que iban a leernos. Pero tratemos de convertir el problema en una ventaja, ya que lo que ha cambiado es, efectivamente, el contexto, antes privado y ahora público, un salto de escala que, aplicado a los términos de la identidad sexual (que es el tema que nos ocupa), tiene graves implicaciones. Es evidente que en público somos otros, debemos ser otros, y no necesariamente porque ocultemos ciertos asuntos. De hecho, es posible que ocurra lo contrario, y tú, como filósofo, eres un ejemplo vivo de esta inversión de los términos, tan propia de tu profesión, que se construye con un lenguaje abundante en sensibilidades pero escaso de sentimientos, como no te cortas en demostrar cuando hablas de tus exnovias, de tus performances sexuales, de tus años sin follar. Sé de primera mano que algunos de tus lectores te acusan de valiente por esta falta de pudor. A mí me parece fantástica, pero no necesariamente valiente. Más bien creo que como buen filósofo, y también como buen millennial, te aprovechas de las ventajas del contexto de internet en el que nos hemos formado, casi criado, y que se basa en una confusión histórica de lo privado y lo público: la misma que mostramos ahora al hablar de nosotros. De hecho es probable, si no me equivoco contigo, que te cueste más tratar estos asuntos en privado que en público, donde no requieren implicaciones sentimentales. En el fondo estamos actuando como dignos representantes de nuestra generación, que es capaz de hablar públicamente del sexo con mayor libertad que ninguna anterior, pero también es más insegura que nunca a la hora de definirse individualmente. Y es que, por mucho que se empeñe el mito demócrata, lo público no se construye con la suma de las individualidades, sino con la abstracción y la generalización de sus términos, que es una cosa bien distinta. Públicamente, la sexualidad se ha vuelto un tema fácil de tratar, pero no tan fácil la forma en que se aplican privadamente sus conclusiones.

Mi defensa de los términos lingüísticos de la sexualidad no es traducible directamente a esta nueva dimensión pública que adquiere nuestra discusión, ya que pertenece a la íntima, incluso a la confesional (en tus palabras: al terreno de “lo que cada uno haga o deje de hacer en su cama”), y no creo que aporte gran cosa a los temas que le interesan a nuestro lector potencial: la lucha de género, los modelos de integración y la revisión, en suma, de la acción y el destino de un colectivo que ya no se reduce a la identidad gay, sino que se amplía a un combinado de siglas que —hasta donde sé— llega ya a seis (LGTBQI) y a la que estoy seguro se irán sumando otras nuevas, hasta terminar quizás por contener todo lo que no sea rígida heterosexualidad no trans. La misma idea de colectivo me parece abrumadora. Ese amplio colectivo LGTBQI le queda muy grande a mi defensa de los roles y las palabras que los nombran. Paso, por lo tanto, a revisar algunos puntos de mi anterior mail a la luz de las nuevas circunstancias, mientras trato de responder a tus cuestiones, no sin antes hacer notar otro punto a favor de esta decisión: cobra un sentido inesperado tu referencia a Manuel Puig, a quien te propongo que dediquemos este intercambio, y que seguramente hubiera estado encantado con esta estructura narrativa, tan suya, que podríamos definir como una correspondencia rectificada.

En primer lugar, tengo que matizar la forma en que he expresado, tal vez un poco violentamente, que “no me interesa lo más mínimo el asunto del feminismo”, una frase tangencial de nuestra discusión, pero que puede ser la más polémica que he escrito. No es cierta, al menos en la medida en que el asunto que me interesa es el lenguaje, que es también un tema central del feminismo contemporáneo. Mi defensa de una terminología polarizada (no necesariamente bipolar) del sexo, ejemplificada en mi crítica a tu propuesta de anular la dicotomía del activo y el pasivo, encuentra un argumento todavía más importante en el modelo feminista. No en vano, uno de sus mayores esfuerzos actuales es el de alcanzar un lenguaje neutro, reemplazando las letras que denotan género por equis (x), evitando usar el, los, aquel, aquellos, usando formas neutras y colectivas (abstracción y generalización: de nuevo el salto de lo privado a lo público), etcétera, eliminando en definitiva la masculinidad del lenguaje, porque efectivamente es el lenguaje, con toda su carga referencial e histórica, su bastión más firme. La masculinidad es una cuestión lingüística, y cabría matizar: una cuestión no semántica sino estructural, por eso su definición —que me pides— es tan difícil de articular mediante el lenguaje, aunque es tan reconocible dentro de él.

Pero como ya he dicho anteriormente, el lenguaje es por definición una apropiación violenta de la naturaleza por parte de la conciencia, y su neutralidad es imposible. Sólo su grado cero puede ser neutral, es decir, sólo el silencio. Por eso una cierta corriente ha llegado a la conclusión de que el verdadero papel del hombre feminista es el de guardar silencio, y cualquier tipo de expresión masculina (muchas veces por parte de hombres que tratan de ensalzar mensajes feministas) es censurada y tachada de heteropatriarcal. Es el de guardar silencio, y no como tú dices, el de “ponernos de rodillas y suplicar clemencia”, el papel que se os reserva a los “blancos heteros de clase media”.

Esto no es todo, y la cuestión del lenguaje se muestra todavía más compleja. Tu hermana Elena ha dado con una de las claves fundamentales de la opción contraria a la del silencio, que es la de la proliferación lingüística desmesurada, la de su exceso mediante la producción imparable de lo que llamas “hashtags de género”, neologismos de revista de tendencias como demisexual, sapiosexual, polisexual, pomosexual, androsexual… De nuevo, el horizonte al que apunta esta tendencia es apocalíptico: el de un mundo donde exista un término por cabeza, tantos términos como personas, es decir, como identidades, y donde las palabras, que son herramientas selectivas, dejen de sernos útiles. Se daría entonces la raza contraria a tus bisexuales x-men intercambiables: una absolutamente compuesta por supermanes terminológicos, poseedores (todos) de un superpoder diferenciador en un mundo donde la diferencia se habría convertido en norma. Por exceso o por neutralización, cualquier lucha colectiva por el género o la identidad aboga por la destrucción del lenguaje.

Por suerte, el juego de las palabras en lo privado es mucho más rico, y está volcado en el tropo, en el retorcimiento. Es el contexto de lo no etiquetable y de lo no neutralizable, en el que los términos nombran roles, personajes, y no como dice Álvaro Llamas, fantasías o fantasmas. La evidencia que me sorprende de su comentario es que alguien que se indigna porque cinco heteros reunidos no comprendéis a los gays, comprenda tan poco mi propia opción gay. Has hecho lo que Álvaro te recomienda, Ernesto: estás hablando con un amigo gay y te estás interesando por cómo vive su masculinidad. Pero, ¡sorpresa! No la vivo desde los márgenes, sino desde el mismo ojo del huracán con que se expresa, desde sus términos, tópicos o no, interesado por su modelo lingüístico, incapaz de sentirme desplazado y humillado, lo que supongo que me convierte en un traidor a la causa. Es esa distancia que me separa de la lucha LGTBQI en cualquiera de sus dos vertientes (de nuevo la de la proliferación de los términos y la de su neutralización), y no mi corte de pelo, ni mis músculos, ni mi poca pluma, lo que me lleva a definirme como “profusamente masculino”, la única opción real ya que no puedo pactar con los imaginarios queer, heterosexual, trans o femenino. Es por descarte, y no por implicación, que me llamo masculino. Quizás la masculinidad, como la feminidad, en sus anacrónicas simplezas, sólo pueden ser el descarte de todo lo demás. Y lo mismo ocurre con la fuerza natural que impulsa este barullo de sexualidades que tratamos de analizar: el deseo, menuda antigualla.

Pero que no se me trate de polémico, porque esta incapacidad de implicarme con la lucha tiene un porqué. Mi apropiación de los términos de la sexualidad no es de hecho más que una trampa, un truco de mi primer mail, más severo, para ponerte los puntos sobre las íes, y que me obliga a hacer una rectificación definitiva, una última vuelta de tuerca que pone en duda el valor de casi todo lo que vengo diciendo, porque debo, de hecho, rectificar mi propia identidad sexual. No soy gay ni activo, como he defendido. O al menos no en este nuevo contexto. Sí lo soy, actualmente, en el privado, de acuerdo a la relación que mantengo con un chico desde hace un par de años y en la que —aunque abierta— no se ha introducido todavía ninguna mujer, ni hemos intercambiado los roles. En el público, paradójicamente, pertenezco a nuestra irónica raza de bisexuales x-men intercambiables, y siento deseo por los hombres y las mujeres. Una cosa no contradice a la otra, aunque hablar de una bisexualidad así, determinante, es de nuevo una abstracción y una generalización de los términos de una intimidad mucho más compleja, con sus cambios y sus épocas heterosexuales, gays y asexuales. Pero no sigamos por aquí: de nuevo me estoy metiendo en el terreno de lo privado, donde lo que diga no es de interés para el lector, que quiere verdades, no quiere matices. Los matices no tienen sentido en un contexto público, y más nos vale hablar con grandes palabras. Así que te invito a hablar de tu opción en términos generales o, como propone Álvaro, marginales (¿puede ser la opción “heteruza” marginal, igual que la gay puede no serlo?). Y algo que pocas veces se pregunta (siempre es la víctima la que habla, necesariamente): ¿Qué siente un millennial heterosexual como tú cuando construye su masculinidad frente a la nuestra? ¿Y su sexualidad? ¿Es ya la heterosexualidad una opción que debe en cierto grado construirse, o sigue siendo, como antes, la opción por defecto?

Querido Vicente,

no voy a disculparme esta vez por haberme demorado en responder a tu mail. Uno de los alicientes de la correspondencia lenta y a largo plazo que estamos manteniendo es que, en la era de la aceleración snapchatera, bastan unos días para que tu interlocutor crea haberse convertido en otra persona. ¡Y vaya si creo haberme convertido en otra persona, Vicente! Han pasado muchas cosas durante la semana que he dejado correr entre el momento en que recibí tu mail y el momento en que escribo estas líneas, pero lo principal es que he vuelto a follar. Al hacerlo de nuevo después de tanto tiempo he descubierto una de las cosas que me desincentivaban del acto heterosexual: la idea de tener que causar placer con la polla cuanto más tiempo mejor. Una cierta insatisfacción respecto de esta idea, que a falta de un adjetivo mejor podemos tachar de “coitocéntrica”, está presente en algunos de los grandes masturbadores del siglo XX (Salvador Dalí, Samuel Beckett, etc.), y la mayoría de los polvos que he echado en mi vida han sido una mierda porque ella estaba demasiado ocupada fingiendo que el metesaca le provocaba gemidos y yo demasiado ocupado fingiendo que no me había corrido ya dentro. Esta vez ha sido distinto porque la chica había troleado la conversación de EEM en las redes sociales y estaba dispuesta a aplicarme el cuento del placer anal. Hay que tener cuidado con lo que dices públicamente no vaya a ser que tus sueños se hagan realidad. La conocí en una cena que terminó con los comensales comentando sus gustos pornográficos: ella afirmó que no tenía ningún problema con las pollas en la cama, siempre y cuando las hubiera escogido libremente, pero que en la pantalla le resultaban “opresivas” y por ende sólo consumía porno lésbico. Mi situación es la inversa: no me desagradan las pollas en la pantalla ni, a juzgar por los hechos, lo lésbico en la cama.

El caso es que acabo de matricularme por primera vez en mi vida en un gimnasio después de constatar que llevo una vida tan sedentaria que me han salido agujetas en los abdominales de agacharme a comer coño y ahora me encuentro ante la terrorífica perspectiva de volverme a encontrar con todos esos compañeros de instituto que llevan desde la ESO en paro poniéndose como Hércules en el press de banca. Y con esta confesión espero haber respondido a tu pregunta sobre la construcción de la heterosexualidad. Algunos teóricos de género conciben el gimnasio como un reino puramente gay (véase el capítulo que dedican sobre el tema Ricardo Llamas y Francisco Javier Vidarte en Homografías). Yo no puedo imaginar un espacio de interacción heteruza mayor que aquél en el que unos varones pueden juzgar a otros en base a su progresión muscular. No creo que sean concepciones contrarias sino complementarias. A mi juicio, la teoría de la economía homosexual reprimida es cierta: es cierto que la heterosexualidad por defecto se construye como un mercado de bienes posicionales (las mujeres) dentro de una competencia entre varones que se profesan algo más que imitación. Por decirlo con René Girard: don Quijote dice estar enamorado de Dulcinea, pero en el fondo del que está enamorado es de Tirant lo Blanch. O como reza el chiste: 

“En esto que están dos náufragos en una isla desierta, Fulanito y Kim Kardashian, y se ponen a follar, y una vez que han terminado le dice Fulanito a la Kardashian: «Oye, ¿te importa que te llame Paco?». Y la Kardashian: «Tú llámame como quieras». Y Fulanito: «¡Hombre, Paco! ¿A qué no sabes a quién me he follado?»”.

Vaya este chiste en homenaje a Ester CM, la kardashiana que elevó WhatsApp a la condición de octavo o undécimo arte (he perdido la cuenta de las artes), a quien deberíamos dedicar este intercambio epistolar en señal de admiración y, en mi caso, de sincera y cordial atracción.

Sobre la cuestión de la privacidad y la publicidad del filósofo tengo una anécdota de cuando estaba leyendo la Crítica de la razón pura, que me llevó prácticamente toda la primavera de 2010 y me transformó de arriba abajo. No exagero cuando digo que empecé a leer ese libro como poetastro con inclinaciones intelectuales y lo terminé digievolucionado en un wannabe filósofo. Por aquel entonces yo curraba en el montaje de la sección de arte contemporáneo del Festival SOS 4.8 en Murcia, que consistía en pasarse una semana acostándose a las 4 de la madrugada y levantándose a las 7 de la mañana. Por si fuera poco, había invitado a media docena de amigas de la carrera a que se quedaran en mi habitación del hotel después de los conciertos, con lo que la mayoría de las noches tuve que dormir en la bañera. Fueron días felices en los que me convertí en un siervo del deseo ajeno que ante cualquier recomendación de descansar o pasarlo bien respondía con la cita de Bacon que abre la Crítica:

“Sobre nosotros mismos callamos. Deseamos, en cambio, que la cuestión aquí tratada no sea considerada como mera opinión, sino como una obra, y que se tenga por cierto que no sentamos las bases de alguna secta o de alguna idea ocasional, sino de la utilidad y dignidad humanas. Deseamos, pues, que, en interés propio… se piense en el bien general… y se participe en la tarea. Asimismo, que no se espere de nuestra instauración que sea algo infinito o suprahumano, puesto que en realidad es el término conveniente y el fin de un error inacabable”.

Muchos kantianos se toman el comienzo de la cita al pie de la letra como si se tratara de un voto de silencio sobre su propia persona (véase a Claude Lévi-Strauss negándose a manifestar su opinión sobre la Guerra del Golfo o a Michel Foucault escatimando detalles sobre su vida sexual), pero yo creo que la parte importante de la cita es la intermedia, cuando se habla de conciliar el interés propio y el bien general a la hora de participar en la tarea. Y para la tarea de comprender las masculinidades actuales no hay más remedio que hablar de nosotros mismos, los hechos empíricos que tenemos más a la mano. Por eso te he contado mi aventura del finde pasado, porque creo que puede dar para una reflexión sobre cuestiones como lo corporal y la fantasía, la libertad y la norma, la identidad y el deseo. Una de las cosas que más me deprimen de las dos rupturas gordas que he sufrido es que una de mis exs me bloqueó en Facebook (piensa que soy un maltratador psicológico) y la otra eliminó todos nuestros mensajes, de modo que los que yo considero mis mejores textos, los que he escrito con mayor mimo, se han borrado para siempre.

A modo de provocación y despedida quisiera formular unas preguntas: ¿es tan raro que la gente medianamente leída en teoría de género se haga bisexual en masa teniendo en cuenta que en todos estos años no he encontrado una sola mujer que sepa hacer bien una paja? ¿Acaso nadie entiende nuestra anatomía mejor que alguien de nuestro mismo sexo por la sencilla razón de que la masturbación se ha convertido en la experiencia primaria mayoritaria de la sexualidad?

Un abrazo.
P. D. Si a alguien le interesan las pajas mentales de la filosofía continental, le copio y pego aquí un párrafo de un correo que le mandé a mi amigo Miguel Martínez Rodríguez en el verano de 2010, cuando yo todavía les regalaba a todas las chicas que me gustaban los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. Entonces utilizaba tanta jerga que es imposible saber si sigo estando de acuerdo conmigo mismo:

“[Pequeño paréntesis. Por estas razones, siempre he preferido las mujeres que fingen el orgasmo a las que no lo hacen en absoluto. Un gemido fingido es mucho más reconfortante que la ausencia total del gesto de interés por el goce del otro que supone no mentir para él, esto es, decir una verdad en sí que no es reconfortante. Si me amas entonces no sólo me amarás sino que aparentarás hacerlo. El fingir por amor al otro (o deseo, aprecio o cariño, llámalo X) es una verdad subjetivada, es una verdad para sí, en terminología hegeliana. Otra historia interesante: yo tuve una novia que decía no haberse corrido nunca en su vida con un tío (sólo en masturbaciones, etc.). Ello me producía una desazón tremenda, pero al mismo tiempo un alivio supremo. Como bien sabes, el discurso de la dominación masculina consiste en desubjetivar a la mujer, muy fundamentalmente en el sexo. El hombre es el sujeto de todos los placeres, mientras que la mujer es el objeto: la khōra, el mero recipiente sensible donde se asienta la simiente placentera del sujeto masculino. La mujer debe sustraerse al placer. De hecho, uno de los argumentos que se esgrimen desde el radicalismo islamista a favor de la ablación de clítoris consiste en afirmar que con esta operación las relaciones sexuales se convertirán para la mujer en una auténtica pesadilla, y de este modo se evitará la infidelidad, esto es, el goce con un tercero, con el otro. Regresando a nuestro tema: a nosotros, occidentales degenerados, nos ha tocado vivir la caricatura de la dominación masculina, o al menos así es como yo he interiorizado el psique colectivo que se respira en el ambiente: en la mujer se produce una síntesis entre el objeto y el sujeto sexual. En buena medida continúan imperantes los sistemas de cortejo, en el que el hombre lleva la iniciativa, pero en última instancia la mujer tiene la última palabra. En este sentido, en la cartografía del deseo heterosexual actual la mujer es el «motor inmóvil» del sistema: alrededor de ella se realizan todos los movimientos, movimientos que ella misma ha producido a distancia y «por atracción». En resumen: el placer del hombre está supeditado al placer de producir placer en la mujer. Sólo ese placer reflexivo en el que al mismo tiempo se funde el reconocimiento y el trabajo da pie a la intersubjetividad del acto sexual. A la hora de la verdad, en el momento del acto, sólo puede acontecer la decepción. Este placer reflexivo está podrido por una paradoja de la insatisfacción. Por un lado se encuentra la que considero la gran frustración sexual del heterosexual: la eyaculación precoz, la angustia de faltar al deber de producir el goce en “la otra” (quisiéramos hacer el amor pero en realidad nos masturbamos en compañía y a tiempos diferentes). Por otro lado, la producción satisfactoria del deseo en el otro suscita irremediablemente las consecuencias desazonadoras de la paradoja del superyó: «cuanto más obedeces lo que el otro exige de ti, más culpable te sientes». Aquí se hacía realidad la tragedia absoluta según Lacan: el deseo del otro no puede ser controlado, es una ocurrencia sobrevenida, es un deseo desfasado, que se sustrae a la dominación y a la planificación (la melancolía del espejo: «no me miras desde donde yo te veo»). Todo deseo que no sea mío es una locura, puntualiza Barthes. (Bibliografía para todo este paréntesis. Bourdieu: La dominación masculina. Norbert Elias: La sociedad cortesana. Žižek tiene algo escrito sobre esto por aquí y allá).]”

Querido nuevo Ernesto,

vuelven a pasar los días, que significan el cambio, entre email y email, tanto cambio que ya no soy yo, sino la cultura de España la que parece otra tras la muerte, ocurrida ayer mismo, del filósofo Gustavo Bueno. Si he tardado en responder es porque tenía algunas cosas que contarte en estos días pasados, pero andaba falto de ganas. Si finalmente me he animado ha sido gracias a una estimulante charla que tuve ayer mismo por chat privado con un amigo tuyo, creo que filósofo, que vino a mi cuenta de Facebook a trollear. “Ya decía yo que con ese nombre tenías que ser gilipollas”, fue la entrada triunfal del troll en mi bandeja de mensajes, un poco aventurada quizás teniendo en cuenta que él se llama José María Bellido, igual que el niño gordo de Los Serrano, alias Boliche. Pero reconozco que había explorado su muro de Facebook un par de veces antes, a través de links tuyos, y sabía que era de un gran interés. Pocas veces se tiene ocasión de discutir con un troll erudito y lúcido (aunque todos crean serlo; al menos lúcidos), así que me he involucrado voluntarioso en su performance. Soy como sabes bastante tímido, así que al principio me ha costado un poco, pero al final me he soltado y ha ido bien. Es bonito, cuando se consigue ser feliz en medio de estas peleas de un tipo tan nuevo, tan fugaz pero tan intenso, donde hay que demostrar tanta rapidez mental en un contexto efímero, un contexto —usando los términos de Bueno— semi fabricado, semi revelado (porque el troll se revela, pero también se construye). Para conseguirlo hay que tener claras un par de cosas: la clave con los trolls, incluso con los eruditos, es no creer nunca que se les puede hacer cambiar de opinión, o siquiera que tu opinión puede imponerse sobre la suya. Lo fundamental, de hecho, es conseguir que la conversación siga girando siempre en torno a ti. Es un error frecuente intentar hacer que cambien las tornas, para empezar a hablar de él, y esto es precisamente lo que el troll espera. El troll juega con una identidad transformada, y llevar el intercambio a su terreno sólo sirve para poner en marcha su mecanismo de defensa imbatible: la máscara. Su identidad es del discurso, no es suya, y todo ataque ofendido termina por disiparse. Sólo queda una opción: ponerte a la altura de su lenguaje, insultando también pero sin violencia, adoptando quizás cierto aire de no entender del todo sus insinuaciones, hacerte el inocente, entrar en definitiva en el baile de máscaras (erótico y paranoico) como entra Tom Cruise en esa película inaugural de nuestro siglo (con diferencia la mejor de Kubrick) que es Eyes Wide Shut, y que por cierto termina con ese gran diálogo que viene tan a cuento en nuestra conversación:

Nicole Kidman: Hay algo muy importante que debemos hacer lo antes posible.

Tom Cruise: ¿Y qué es?

Nicole Kidman: Follar.

Película inaugural de un siglo, y de un modelo. Si el XIX fue un siglo histérico, y el XX un siglo esquizofrénico, nos adentramos ahora en un siglo paranoico, donde la evidencia de las identidades múltiples deja paso a la sospecha, a la amenaza invisible y la vigilancia. Del mismo modo, si la novela fue, en el XIX, el medio ideal para el desarrollo del discurso histérico/histórico, y el cine fue, en el XX y gracias al mecanismo del montaje, el medio ideal para el discurso esquizofrénico, el siglo XXI está marcado, indudablemente, por la deslocalización del discurso cultural de internet, que de pronto ya no está ni en los libros ni en las películas ni en otro espacio localizable, ya no puede irse hacia él, sino que aparece solo, brota de pronto en ese desparrame de imágenes y lenguaje según el modelo de la viralización: lo oculto se desvela en forma de meme o de fenómeno inesperado, y por lo tanto no puede buscarse, no puede preverse, sólo puede sospecharse. Se recupera aquí una vieja obsesión por los fenómenos, tan desacralizada en las últimas décadas del siglo XX. La obsesión por el fantasma, por la aparición mariana, por el OVNI, por lo revelado —nuevamente— frente a lo fabricado. Es lógico pensar que la primera generación crecida en internet encarne sus dilemas y muestre en la construcción de su propia personalidad los mismos síntomas del lenguaje. Asuntos como la sexualidad, la feminidad o la masculinidad se separan de la imagen del cuerpo, invisible en la red. ¿Y qué es la sexualidad sin el cuerpo que la encarna? ¿Y la masculinidad, o la feminidad? El viraje hacia la homosexualidad que propones como consecuencia de que somos la generación más pajillera de la historia quizás sea un poco retorcido, aunque me interesa, pero está claro que el acceso a la pornografía y el solipsismo han marcado profundamente nuestra forma de entender las relaciones. Al fin y al cabo, esta educación sentimental pornográfica propone una relación con los cuerpos muy distinta a la real, y no se trata únicamente de la pornografía sino de su abundancia. No sé tú, pero yo no me pajeo con uno, sino con diez, quince videos, lo que de entrada propone un juego de descarte y asimilación de los cuerpos bastante violenta. Sobre este asunto, y si me permites el atrevimiento, voy a dejar un verso que escribí hace un par de años, que me sigue gustando y viene al caso:

“He pasado la mitad de mi vida viendo porno en mute así que supongo que para mí el amor es una cosa silenciosa”.

Pero volvamos al troll Bellido por un momento, porque esta tarde, mientras jugábamos a cagarnos impunemente en nuestros respectivos muertos (un ejercicio muy saludable para dos adultos, y que nunca dejaré de recomendar), he recordado como por azar que fue precisamente en su muro donde, hace algunas semanas, leí un comentario muy interesante sobre la identidad del asesino de la discoteca gay Pulse en Orlando. El troll Bellido se había referido en un post a aquel momento, días después de la masacre, en que empezó a especularse sobre la sexualidad del propio asesino, Omar Mateen, al hilo de varios testimonios que afirmaban haberle visto en el sitio en varias ocasiones, y a raíz de los que surgieron otros, las sospechas se volvieron rumores, etcétera. La opinión pública definió a Mateen rápidamente como un gay reprimido, etiqueta bastante conveniente para eliminar trazas de cualquier relación espiritual de su arrebato con sus experiencias gays. El troll Bellido proponía que, a partir de ese testimonio, y si era verdad que frecuentaba el club abiertamente, más que de un gay reprimido cabía hablar de un gay frustrado, que es una cosa muy distinta.

Esta diferencia entre represión y frustración es interesante. En ella se repite, pero ahora en el sentido de la negación, la diferencia entre los ámbitos privado y público. El gay reprimido lo es privadamente, mientras el frustrado lo es socialmente. Mientras que la represión tiene que ver con lo que no quiere dejarse ver, la frustración tiene que ver con la decepción de lo que ya se conoce. La represión tiene lugar íntimamente, pero invita, en último término, a una conquista de lo público, a una salida del armario. En cambio la frustración supone un regreso, un recogimiento forzoso. Represión y frustración: los dos grandes temas de la España del último medio siglo, que marcan la obra de Bueno y también el salto generacional entre nuestros padres, que salieron de la represión, y nosotros, la primera generación fundamentalmente frustrada.

Cuando en mi anterior mail te hablaba de la heterosexualidad como una opción por defecto (revelada) y de la homosexualidad como una opción que se construye (fabricada), estaba refiriéndome a esto: casi todos los gays han sido, en algún momento de su adolescencia, reprimidos, mientras que la mayoría de heterosexuales no conocen las profundas implicaciones de este sentimiento, que convierte al que lo sufre en víctima, irremediablemente. Lo cierto es que, por suerte para mí y por desgracia para el nivel político de este intercambio, yo nunca me he sentido reprimido. Nunca, además, he sufrido un episodio reseñable de homofobia, ni me he sentido marginado por mi sexualidad. Más bien al contrario, la condición cambiante de mi identidad, que siempre he procurado ser capaz de nombrar, es decir, de ir adscribiendo a los términos, no ha dejado mucho lugar para la represión. Y sin embargo sí me he sentido frustrado, muchas veces empujado desde el interior del colectivo a responder a ciertos tópicos. Así lo cuenta Mariano Blatt, mucho mejor de lo que yo lo haría:

“Es que cargo con una característica medio moderna del puto que a veces me juega a favor pero otras me condena a la soledad (sexual): no parezco puto. Eso me dicen todos, siempre: «Ay, pero no parecés puto ni ahí». No, obvio, no parezco, soy puto. ¿Qué carajo es eso de parecer puto? No quiero que crean que me la como, quiero que sepan que me la como”.

Los tópicos son, por supuesto, algo que comprendo, una cuestión de florecimiento después de un episodio de represión. En el momento del cambio, de la construcción de su identidad, el varón homosexual se rebela contra la identidad por defecto, contra la estética de la heterosexualidad que se confunde, históricamente, con la masculinidad. El caso es que, nos guste o no, basta con ser gay privadamente, pero pública, políticamente (y en contra del mito de la diversidad) no basta con serlo, también hay que parecerlo. Lo gay puede resultar frustrante para algunos gays, después de todo, incluso llegando a disociarse la idea de lo gay privado y lo gay público, que no tienen términos propios. “Yo no me siento gay, Facu. Para mí estar con otro pibe es cosa de hombres, cosa de machos, como comer una pera, cortarme el pelo, lavarme los dientes o ir a bailar”, dice un personaje de la novela argentina Olor a pasto recién cortado, de Facundo R. Soto.

Para terminar, y aunque me he alargado, no puedo dejar de felicitarte por tu cambio. ¡Qué fantástica noticia la de tu vuelta al ruedo! Fantástica también, de serlo, la de tu analización —Se te ha olvidado contarnos si tu Dora culminó sus deseos de exploradora—.

Te mando un beso,

V.

P. D. Ester dice que tu chiste de la isla desierta es una mierda, porque Kim Kardashian nunca follaría con Fulanito.

*

[Último email de Ernesto Castro apostillando su correspondencia con Vicente Monroy:

“Tenía la intención de responderle al último mail contándole que he visto cómo han enterrado a Gustavo Bueno al lado de la tumba de un tipo que había tenido 17 hijos, pero ya ha pasado más de un mes de la muerte del filósofo y de todas formas no tiene mucho que ver con las masculinidades. También quería decir algo sobre los haters, que esta correspondencia tendrá indudablemente a cientos, pero la verdad es que no tengo nada contra ellos y seguramente tengan la razón. Si os animáis a publicar esta correspondencia, os pediría que incluyerais este último mail para que conste que la conversación no ha seguido por culpa de mi impotencia: cuanto más tiempo pasaba sin contestar, más obligado me sentía a escribir una buena respuesta y más demoraba su redacción para un tiempo propicio. Ese tiempo no ha llegado ni creo que llegue en los próximos meses. Abrazo, E.”].

Salvador Dalí, El gran masturbador, 1929. © Colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Charles Ray, Oh! Charley, Charley, Charley…, 1992. © Charles Ray & Matthew Marks Gallery.

Twice,  Cheer Up, 2016. Videoclip.

Cabello/Carceller, A/O (Caso Céspedes), 2009-10. Video + fotografías.

Ernesto Castro con un vestido largo de la Europa del Este de los años 50.

Vicente Monroy tal y como aparece en su perfil de Grindr.

Master Of The Housebook, Aristóteles y Filis, 1483-1487.

Nicole Kidman en Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999).

Retrato de Mariano Blatt. © Osvaldo Bossi, Voy con los pibes, estoy con los pibes.