Contenido
Carmen Balcells, mi mamma en las letras
“Sobre los premios, no, no es nada fácil ganar alguno. Tienes que ser un escritor con cierto recorrido en ventas, por ejemplo, para ganar uno importante. Casi todos los dan las editoriales, de modo que miran quién se presenta, cuánto ha vendido y, claro, si la novela y el autor ‘se ajustan’ al perfil que buscan, que varía cada año. El procedimiento no es: escribo una novela pensando en un premio, me presento y lo gano. El procedimiento es: escribo una novela y, según cómo sea ésta, pensamos qué premios pueden irle bien.”
Así funciona la mentalidad de un agente literario promedio. Este párrafo pertenece a uno de los que me tanteó y descarté tras mi marcha de la Agencia Balcells, respondiéndome por correo electrónico sobre la posibilidad que le planteé de presentarme a premios literarios, cosa que no he hecho en España desde que hace diez años el presidente del jurado de los Premios del Tren en Madrid me reprochó en su prólogo a la publicación de los seleccionados el ser muy polémico como para premiarme, delatando que había levantado el secreto de mi pseudónimo antes de distribuir los galardones a los finalistas entre los que me encontraba. Bueno, me concedió un accésit de consolación…
Así que para un recién llegado como yo al estadio de escritor, que para todo el mundo parece revestir un aura casi mitológica que yo no percibo, vérmelas en ese universo implicó de repente tener que nadar en procelosas aguas de intereses económicos corporativistas y rencillas de egos sobredimensionados. Nunca había sido consciente en absoluto de que en mi vida real ni en la de mis semejantes tuviera presencia alguna la obra de los escritores con los que empecé a codearme en Barcelona, y sin embargo muchos se comportaban como si sus escritos movieran los hilos del mundo. Por mi parte, cuando publiqué mi primer libro de ficción literaria, tenía ya sobre mis espaldas quince años de profesión como guionista de cómics: pero el microcosmos del cómic es una Jauja moral comparado con el literario. Claro, en el del cómic no hay dinero, ni egos tan inflados, porque el reconocimiento social es mucho menor.
De hecho, en mi debut literario y pese a mi bagaje de lustros como escritor de historietas (o precisamente debido a ese bagaje), para la mayoría de periodistas y escritores yo era un don nadie.
Por eso me sorprendió que me quisieran representar en la mítica Agencia Balcells.
EL CLUB BALCELLS
Sólo ahora, al rememorar mi fichaje en 2003 por la Agencia Balcells tras la publicación de un solo título literario, me asalta la idea de que tal vez detrás de dicho fichaje actuara una feliz mano oculta. Mi primer libro de cuentos fue muy criticado por los escritores más moralistas y la prensa reaccionaria española: o sea, por toda. El autor español que con mayor brío y sentido ético me defendió en aquel entonces fue Mario Vargas Llosa. En estos momentos pienso que tal vez él tuviese algo que ver en el acercamiento propiciado por Balcells hacia mí. Obviamente, a un nieto de minero e hijo de carpintero como yo le pareció que tocaba el cielo al aceptar pertenecer a aquella selecta camada de escritores escogidos.
Durante la década que me integré en la escuadrilla de autores representados por Carmen Balcells y su empresa nunca sentí que formara parte de una agencia literaria, sino de un club de lords privilegiados. De hecho, cualquier excusa era buena para hacer una visita a su sede en la Diagonal. Fuera el que fuese el motivo de mi presencia allí, remoloneaba lo que hiciera falta charlando con su secretaria, la dulce Nuria Rodríguez; con la fantástica Gloria Gutiérrez; con la impecable Carina Pons; o con mi interlocutor principal, todo un ejemplo de bonhomía y seny catalán, Ramón Conesa, a quien yo le escribía su nombre sin tilde, por respeto a su estirpe, pese a que él me refutaba a cada respuesta volviéndosela a poner.
El personal de la agencia siempre se portó conmigo de maravilla. Pero donde yo prefería pasarme el rato era charlando con Nuria, en el mismo vestíbulo, porque ella es encantadora, y porque así me ponía de lado y podía reojear a placer mi retrato colgado en la pared junto a tantos otros, saborear mi seriota estampa, en un mosaico divino, de escritorcito infiltrado entre verdaderos profetas del arte literario. Me sentía como un intruso, un auténtico farsante entre faisanes reales, un criado confundido con un señor: mi complejo de inferioridad social me pesaba entre tanto peso pesado del panteón literario.
Allí me hizo un retrato oficial para la agencia, en rigurosos blanco y negro, el hijo de Carmen, Luis Miguel, con quien me entendí a la primera, pues ofrecía esa campechanía que yo asocio siempre a una vena aragonesa y a una raigambre rural que también atesoro y aprecio, en los demás y en mí. Aprovecho para enviarle un sentido abrazo.
PAPISA ENTRE PAPIROS
Creo que la primera vez que vi a Carmen fue en la propia agencia, mientras el novel arrobado admiraba los encuadernados manuscritos de auténticos Nobeles en los estantes del salón de citas. Ella salió a saludarme como gesto de cortesía. Sus blusas blanquísimas, que yo siempre asociaba con túnicas, y sus cabellos (como escriben los malos escritores) “níveos” me hacían verla con un aura catolical. Era como si el Papa viniera a ofrecerte su mano. A mí siempre me recordó a esas señoras catalanas tan maternales y prontas a la risa: ella era así también, de una afabilidad astuta y natural. El primer día que la vi me hizo sentir como Freddie Mercury cuando conoció a Montserrat Caballé. Creo que incluso bailé unos cuantos minués y di varios saltos con pirueta en torno suyo. Ella ya iba siempre sentada en su silla de ruedas, creo que nunca la contemplé de pie. Considero que se me da bien la gente educada, correcta y risueña, y mal las personas enfurruñadas, displicentes y sin sentido del humor, ésas que siempre pretenden ser trascendentalistas, por lo que desde el primer momento me sentí a gusto hablando con mi recién estrenada agente.
Seguramente en los años que siguieron nunca hablamos nada interesante, apenas intercambiamos frases de mutuo aprecio, la reverencia me castraba el albedrío expresivo. Sólo puedo decir que siempre me cayó bien y creo que yo también a ella. Pero para mí lo sorprendente es que dentro de ese club exclusivo, aunque yo apenas les reportase un euro de beneficio, sus responsables me tratasen en todo momento como un autor más. Me invitaron a conciertos de música clásica, a fiestas y celebraciones de la agencia, y era muy grato codearse con otros autores a los que no había leído, pero apreciaba.
En una de esas ocasiones, cuyo motivo no recuerdo, seguramente en el marco del Día de Sant Jordi barcelonés, charlé con Carmen un buen rato mientras ejercía de anfitriona durante una fiesta organizada en el Palau de la Música. Junto a ella nos dio conversación a mí y a mi mujer un político muy correcto llamado Ferran Mascarell, que no sé a qué se dedicaba pero que se quedó más blanco de lo que ya era al ver mi primer libro; también conocí y pude tocar al gran Gonzalo Suárez, cuya novela sobre Sade tanto me hace disfrutar estos días; y me entretuve charlando con mi admirado Marcos Ordóñez y el fallecido Francisco Casavella. Ordóñez me preguntaba por series de TV que me gustasen mientras Casavella se limitaba a mirarme con fundada desconfianza intelectual y humana.
En ese momento pasó algo interesante: Ordóñez y yo estábamos tan enfrascados en nuestra erudita charla, discutiendo con vehemencia si Alias era o no la mejor serie de la historia de la TV, cuando alguien nos gritó desabrido desde un escenario:
—Calleu d’una vegada, que ara em toca parlar a mi!
Marco y yo nos giramos con bochorno ajeno: el botarate vociferón era Joan Clos, por entonces alcalde de Barcelona, un energúmeno con pinta de Joker de la Banca, que nos observaba con la irritación claramente pintada en su semblante entre clown y Kinski.
Ahí cometí un error: no fui y le asesté un puñetazo al imbécil del alcalde por su impertinente talante. No. Me quedé agarrotado, mudo, las orejas ardiendo. Y sé que Marcos se quedó igual que yo.
Mi padre hubiera recorrido en dos zancadas la distancia que le separaba del idiota ése y le hubiera plantado dos hostias bien dadas. Yo no fui capaz: pero así somos los escritores. No somos capaces de dar hostias. Por eso escribimos.
A menudo me pregunto qué hubiera pensado Carmen si hubiese hecho lo que debía y le hubiese propinado dos guantazos merecidos al alcalde.
Creo, fíjense lo que les digo, que le hubiese gustado.
GRACIAS, CARMEN
En los diez años que me representó, la Agencia Balcells jamás generó ningún proyecto ni propuesta profesionales para mí. Creo que en todo ese tiempo solamente lograron vender mi primer libro a Corea. La cobré, pero ni siquiera sé si existe finalmente esa edición coreana.
Nunca les reclamé. Yo me sentía un escogido por el simple hecho de figurar en las filas de los balcellanos. Pero finalmente mi sentido del pudor y la vergüenza (esta vez propios) pudo más.
Ocurrió con mi última novela. La llevé a Ramón para ver qué le parecía y cuando noté en su mirada la misma carga de embarazo, incomodidad e incomprensión que había notado en tantos otros intermediarios culturales (periodistas, críticos, incluso colegas), me di cuenta de que ya sobraba allí. Había sido una década divertida, no me podía quejar: diez años sin que nadie se diese cuenta de que yo era un advenedizo, un bruto en un mundo de almas sensibles, un monstruo entre cisnes.
Ni yo les había generado negocio ni ellos a mí. Eso ocurre con casi todas las agencias literarias que conozco. A veces uno tiene la impresión de que está trabajando para proporcionarles beneficios a ellas, en vez de albergar la convicción de que ellas están trabajando para ti. O, como me dijeron que decía un famoso editor, “sólo hay que anunciar lo que va a vender”. O sea, parece que un agente sólo sirve cuando ya interesas a las editoriales.
Pocos días después de mi amargo encuentro con Conesa me despedí del equipo de Balcells con este correo:
“Queridos Carmen, Gloria, Carina y Ramón:
tras reflexionar profundamente durante todos estos últimos meses, he tomado la decisión de seguir mi carrera literaria por libre.
Os agradezco muchísimo estos diez años de cariño, me habéis hecho sentir como en familia, y nunca olvidaré el cálido trato que siempre me habéis prodigado.
Por favor, haced extensivo mi agradecimiento al resto de vuestro extraordinario equipo: a Nuria, Luis Miguel y todos los demás.
Nunca os olvidaré.
Un fuerte abrazo.”
Ese mismo día recibí respuesta de todos, incluida la propia Carmen, que me escribió este mensaje:
“Querido Hernán Migoya:
Te agradezco mucho tu cariñosa carta y la confianza que has depositado en nosotros durante todos estos años. Te ruego que aceptes mis disculpas en el caso de que no te hayas sentido satisfecho con nuestro trabajo. Son tiempos difíciles y a todos nos está costando todo mucho.
Te mando un abrazo y te deseo mucha suerte.”
Nunca más supe de ella. No puedo decir que estoy “profundamente apenado” por su partida, como tantos autores que ni siquiera la conocieron ni oyeron su risa. Simplemente, lamento su muerte, porque me pareció una buena persona. Conmigo se portó en todo momento y lugar como una dama. Y me trató como a un caballero.
Tampoco sé si estoy realmente apenado. La verdad, creo que esa señora hizo siempre lo que le dio la real gana y vivió su vida con intensidad y alegría.
Y encima será muy recordada.
Seguro que bastante más que cierto escritor de los que representó.
Carmen Balcells, mi mamma en las letras
“Sobre los premios, no, no es nada fácil ganar alguno. Tienes que ser un escritor con cierto recorrido en ventas, por ejemplo, para ganar uno importante. Casi todos los dan las editoriales, de modo que miran quién se presenta, cuánto ha vendido y, claro, si la novela y el autor ‘se ajustan’ al perfil que buscan, que varía cada año. El procedimiento no es: escribo una novela pensando en un premio, me presento y lo gano. El procedimiento es: escribo una novela y, según cómo sea ésta, pensamos qué premios pueden irle bien.”
Así funciona la mentalidad de un agente literario promedio. Este párrafo pertenece a uno de los que me tanteó y descarté tras mi marcha de la Agencia Balcells, respondiéndome por correo electrónico sobre la posibilidad que le planteé de presentarme a premios literarios, cosa que no he hecho en España desde que hace diez años el presidente del jurado de los Premios del Tren en Madrid me reprochó en su prólogo a la publicación de los seleccionados el ser muy polémico como para premiarme, delatando que había levantado el secreto de mi pseudónimo antes de distribuir los galardones a los finalistas entre los que me encontraba. Bueno, me concedió un accésit de consolación…
Así que para un recién llegado como yo al estadio de escritor, que para todo el mundo parece revestir un aura casi mitológica que yo no percibo, vérmelas en ese universo implicó de repente tener que nadar en procelosas aguas de intereses económicos corporativistas y rencillas de egos sobredimensionados. Nunca había sido consciente en absoluto de que en mi vida real ni en la de mis semejantes tuviera presencia alguna la obra de los escritores con los que empecé a codearme en Barcelona, y sin embargo muchos se comportaban como si sus escritos movieran los hilos del mundo. Por mi parte, cuando publiqué mi primer libro de ficción literaria, tenía ya sobre mis espaldas quince años de profesión como guionista de cómics: pero el microcosmos del cómic es una Jauja moral comparado con el literario. Claro, en el del cómic no hay dinero, ni egos tan inflados, porque el reconocimiento social es mucho menor.
De hecho, en mi debut literario y pese a mi bagaje de lustros como escritor de historietas (o precisamente debido a ese bagaje), para la mayoría de periodistas y escritores yo era un don nadie.
Por eso me sorprendió que me quisieran representar en la mítica Agencia Balcells.
EL CLUB BALCELLS
Sólo ahora, al rememorar mi fichaje en 2003 por la Agencia Balcells tras la publicación de un solo título literario, me asalta la idea de que tal vez detrás de dicho fichaje actuara una feliz mano oculta. Mi primer libro de cuentos fue muy criticado por los escritores más moralistas y la prensa reaccionaria española: o sea, por toda. El autor español que con mayor brío y sentido ético me defendió en aquel entonces fue Mario Vargas Llosa. En estos momentos pienso que tal vez él tuviese algo que ver en el acercamiento propiciado por Balcells hacia mí. Obviamente, a un nieto de minero e hijo de carpintero como yo le pareció que tocaba el cielo al aceptar pertenecer a aquella selecta camada de escritores escogidos.
Durante la década que me integré en la escuadrilla de autores representados por Carmen Balcells y su empresa nunca sentí que formara parte de una agencia literaria, sino de un club de lords privilegiados. De hecho, cualquier excusa era buena para hacer una visita a su sede en la Diagonal. Fuera el que fuese el motivo de mi presencia allí, remoloneaba lo que hiciera falta charlando con su secretaria, la dulce Nuria Rodríguez; con la fantástica Gloria Gutiérrez; con la impecable Carina Pons; o con mi interlocutor principal, todo un ejemplo de bonhomía y seny catalán, Ramón Conesa, a quien yo le escribía su nombre sin tilde, por respeto a su estirpe, pese a que él me refutaba a cada respuesta volviéndosela a poner.
El personal de la agencia siempre se portó conmigo de maravilla. Pero donde yo prefería pasarme el rato era charlando con Nuria, en el mismo vestíbulo, porque ella es encantadora, y porque así me ponía de lado y podía reojear a placer mi retrato colgado en la pared junto a tantos otros, saborear mi seriota estampa, en un mosaico divino, de escritorcito infiltrado entre verdaderos profetas del arte literario. Me sentía como un intruso, un auténtico farsante entre faisanes reales, un criado confundido con un señor: mi complejo de inferioridad social me pesaba entre tanto peso pesado del panteón literario.
Allí me hizo un retrato oficial para la agencia, en rigurosos blanco y negro, el hijo de Carmen, Luis Miguel, con quien me entendí a la primera, pues ofrecía esa campechanía que yo asocio siempre a una vena aragonesa y a una raigambre rural que también atesoro y aprecio, en los demás y en mí. Aprovecho para enviarle un sentido abrazo.
PAPISA ENTRE PAPIROS
Creo que la primera vez que vi a Carmen fue en la propia agencia, mientras el novel arrobado admiraba los encuadernados manuscritos de auténticos Nobeles en los estantes del salón de citas. Ella salió a saludarme como gesto de cortesía. Sus blusas blanquísimas, que yo siempre asociaba con túnicas, y sus cabellos (como escriben los malos escritores) “níveos” me hacían verla con un aura catolical. Era como si el Papa viniera a ofrecerte su mano. A mí siempre me recordó a esas señoras catalanas tan maternales y prontas a la risa: ella era así también, de una afabilidad astuta y natural. El primer día que la vi me hizo sentir como Freddie Mercury cuando conoció a Montserrat Caballé. Creo que incluso bailé unos cuantos minués y di varios saltos con pirueta en torno suyo. Ella ya iba siempre sentada en su silla de ruedas, creo que nunca la contemplé de pie. Considero que se me da bien la gente educada, correcta y risueña, y mal las personas enfurruñadas, displicentes y sin sentido del humor, ésas que siempre pretenden ser trascendentalistas, por lo que desde el primer momento me sentí a gusto hablando con mi recién estrenada agente.
Seguramente en los años que siguieron nunca hablamos nada interesante, apenas intercambiamos frases de mutuo aprecio, la reverencia me castraba el albedrío expresivo. Sólo puedo decir que siempre me cayó bien y creo que yo también a ella. Pero para mí lo sorprendente es que dentro de ese club exclusivo, aunque yo apenas les reportase un euro de beneficio, sus responsables me tratasen en todo momento como un autor más. Me invitaron a conciertos de música clásica, a fiestas y celebraciones de la agencia, y era muy grato codearse con otros autores a los que no había leído, pero apreciaba.
En una de esas ocasiones, cuyo motivo no recuerdo, seguramente en el marco del Día de Sant Jordi barcelonés, charlé con Carmen un buen rato mientras ejercía de anfitriona durante una fiesta organizada en el Palau de la Música. Junto a ella nos dio conversación a mí y a mi mujer un político muy correcto llamado Ferran Mascarell, que no sé a qué se dedicaba pero que se quedó más blanco de lo que ya era al ver mi primer libro; también conocí y pude tocar al gran Gonzalo Suárez, cuya novela sobre Sade tanto me hace disfrutar estos días; y me entretuve charlando con mi admirado Marcos Ordóñez y el fallecido Francisco Casavella. Ordóñez me preguntaba por series de TV que me gustasen mientras Casavella se limitaba a mirarme con fundada desconfianza intelectual y humana.
En ese momento pasó algo interesante: Ordóñez y yo estábamos tan enfrascados en nuestra erudita charla, discutiendo con vehemencia si Alias era o no la mejor serie de la historia de la TV, cuando alguien nos gritó desabrido desde un escenario:
—Calleu d’una vegada, que ara em toca parlar a mi!
Marco y yo nos giramos con bochorno ajeno: el botarate vociferón era Joan Clos, por entonces alcalde de Barcelona, un energúmeno con pinta de Joker de la Banca, que nos observaba con la irritación claramente pintada en su semblante entre clown y Kinski.
Ahí cometí un error: no fui y le asesté un puñetazo al imbécil del alcalde por su impertinente talante. No. Me quedé agarrotado, mudo, las orejas ardiendo. Y sé que Marcos se quedó igual que yo.
Mi padre hubiera recorrido en dos zancadas la distancia que le separaba del idiota ése y le hubiera plantado dos hostias bien dadas. Yo no fui capaz: pero así somos los escritores. No somos capaces de dar hostias. Por eso escribimos.
A menudo me pregunto qué hubiera pensado Carmen si hubiese hecho lo que debía y le hubiese propinado dos guantazos merecidos al alcalde.
Creo, fíjense lo que les digo, que le hubiese gustado.
GRACIAS, CARMEN
En los diez años que me representó, la Agencia Balcells jamás generó ningún proyecto ni propuesta profesionales para mí. Creo que en todo ese tiempo solamente lograron vender mi primer libro a Corea. La cobré, pero ni siquiera sé si existe finalmente esa edición coreana.
Nunca les reclamé. Yo me sentía un escogido por el simple hecho de figurar en las filas de los balcellanos. Pero finalmente mi sentido del pudor y la vergüenza (esta vez propios) pudo más.
Ocurrió con mi última novela. La llevé a Ramón para ver qué le parecía y cuando noté en su mirada la misma carga de embarazo, incomodidad e incomprensión que había notado en tantos otros intermediarios culturales (periodistas, críticos, incluso colegas), me di cuenta de que ya sobraba allí. Había sido una década divertida, no me podía quejar: diez años sin que nadie se diese cuenta de que yo era un advenedizo, un bruto en un mundo de almas sensibles, un monstruo entre cisnes.
Ni yo les había generado negocio ni ellos a mí. Eso ocurre con casi todas las agencias literarias que conozco. A veces uno tiene la impresión de que está trabajando para proporcionarles beneficios a ellas, en vez de albergar la convicción de que ellas están trabajando para ti. O, como me dijeron que decía un famoso editor, “sólo hay que anunciar lo que va a vender”. O sea, parece que un agente sólo sirve cuando ya interesas a las editoriales.
Pocos días después de mi amargo encuentro con Conesa me despedí del equipo de Balcells con este correo:
“Queridos Carmen, Gloria, Carina y Ramón:
tras reflexionar profundamente durante todos estos últimos meses, he tomado la decisión de seguir mi carrera literaria por libre.
Os agradezco muchísimo estos diez años de cariño, me habéis hecho sentir como en familia, y nunca olvidaré el cálido trato que siempre me habéis prodigado.
Por favor, haced extensivo mi agradecimiento al resto de vuestro extraordinario equipo: a Nuria, Luis Miguel y todos los demás.
Nunca os olvidaré.
Un fuerte abrazo.”
Ese mismo día recibí respuesta de todos, incluida la propia Carmen, que me escribió este mensaje:
“Querido Hernán Migoya:
Te agradezco mucho tu cariñosa carta y la confianza que has depositado en nosotros durante todos estos años. Te ruego que aceptes mis disculpas en el caso de que no te hayas sentido satisfecho con nuestro trabajo. Son tiempos difíciles y a todos nos está costando todo mucho.
Te mando un abrazo y te deseo mucha suerte.”
Nunca más supe de ella. No puedo decir que estoy “profundamente apenado” por su partida, como tantos autores que ni siquiera la conocieron ni oyeron su risa. Simplemente, lamento su muerte, porque me pareció una buena persona. Conmigo se portó en todo momento y lugar como una dama. Y me trató como a un caballero.
Tampoco sé si estoy realmente apenado. La verdad, creo que esa señora hizo siempre lo que le dio la real gana y vivió su vida con intensidad y alegría.
Y encima será muy recordada.
Seguro que bastante más que cierto escritor de los que representó.