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Brexit, angustia

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Abro los ojos. No ha sonado el despertador. Una luz blanca entra por detrás del estor gris que cubre la ventana. Creo que es un estor, definitivamente no es una persiana. No he visto una persiana desde que vivo en este país. El objeto al que me refiero es una cortina de plástico grueso. Pese a la materialidad de este cuerpo-celosía, la luz atraviesa su masa colgante inundando la habitación. Puede que el problema no resida en la calidad del estor, sino en la cualidad de la luz. Es una luz fluorescente. Una luz brillante que te invita a entrecerrar los ojos. Es una luz que incita a la fotofobia. La fotofobia es una intolerancia anormal a la luz. Las causas que pueden producir esta condición son muy diversas. La intolerancia a la luz puede deberse al propio ojo. Los ojos claros son más sensibles ya que tienen una falta de pigmento en el iris. Estos ojos despigmentados contienen más espacio para almacenar la radiación electromagnética. Mis ojos no tienen la transparencia de los de mi amigo Felix, que se pronuncia /ˈfiːlɪks/, pero parece que dos años viviendo en esta isla me han vuelto fotofóbica. Felix es un nombre propio masculino que procede del latín (fēlix, felicis) y significa “aquel que se considera feliz o afortunado”. Leticia es un nombre propio femenino de origen latino (Laetitia) que significa “alegría” o “felicidad”. /ˈfiːlɪks/ y yo tenemos muchas cosas en común, además de la etimología de nuestros nombres. Mis ojos no tienen la transparencia de los suyos, pero nuestras pupilas son del mismo color. Negras. La oscuridad de esa parte situada en el centro del iris lucha, tanto en sus ojos azules como en los míos, castaños, contra esta luz fotofóbica.

Llueve. Escucho la lluvia atravesar con dificultad la sustancia que conforma esta luz fluorescente. Escucho la lluvia a través del estor gris. No sé qué hora es. Saco el brazo derecho del edredón. Se me erizan los pelos que han quedado al descubierto. Hace frío. Cojo el móvil. Las seis de la mañana. Son las seis de la mañana y un rayo de luz fluorescente ha entrado por mi ojo. Ha comenzado su recorrido en la córnea atravesando el humor acuoso. Su calidad luminescente ha proseguido a través del cristalino, abrasando el humor vítreo hasta tropezar con la pared posterior del glóbulo ocular. La retina. He soñado que se me caían los dientes. Es un sueño recurrente. Hay varias teorías sobre el significado de este sueño. Freud lo relacionaba con el miedo a la castración. Otra teoría sostiene que manifiesta un sentimiento de impotencia. Los dientes se usan para morder, desgarrar y masticar, que son acciones que transmiten poder. El sueño era un poco peor que otras veces. Además de los dientes, se me iban descamando las encías. La piel rosácea aparecía quebrada. Abría la boca y se me iban cayendo trozos de carne como si fuesen los pétalos de una rosa. Han pasado algunos días desde que anunciaron los resultados del referéndum. El Brexit y su presagio de irreversibilidad nos ha envuelto como una sustancia viscosa que gotea impotencia. Como los dientes que se caen, y que al no ser de leche ya no pueden remplazarse.

Salgo del sueño. Enseguida mi neocórtex empieza a clasificar los objetos que constituyen el espacio que me contiene. Pone orden. Organiza. Clasifica. Va, poco a poco, creando un lugar habitable alejado del caos de la fase REM. La fase onírica. Mi cerebro reptiliano, en cambio, está desorientado. El cerebro reptiliano, o primitivo, es el que se encarga de mis funciones más básicas, de mis adicciones, y en general de mi supervivencia. Esta masa informe localizada dentro del cráneo se esfuerza por interpretar el mes en el que se desarrolla la vida del cuerpo que está a su cargo. De mi cuerpo. Tiene pocas referencias. Hace frío. Llueve. Son las seis de la mañana y se ha levantado cercado por una luz fluorescente. Todos las señales son contradictorias. El neocórtex decide hacerse cargo de la operación y, en un intento desesperado de disipar la incertidumbre, mira la fecha en el calendario. Mi neocórtex ordena. Gestiona. Lucha por entenderse dentro de este espacio, de esta habitación. Lucha por disipar un sentimiento que el reptiliano lleva irradiando en mi cuerpo desde el viernes 24 de junio. Una luz fluorescente. Una sustancia densa que se desliza lentamente desde mi garganta hasta el pecho, dificultando la respiración. Cada gota de lluvia amplifica el sonido de este caldo pegajoso que va obstruyendo mi cuerpo.

La angustia es un estado afectivo de carácter penoso que se caracteriza por aparecer como reacción ante un peligro desconocido o impresión, dice Wikipedia. Angostamiento del organismo. Sensación de opresión en el pecho o de falta de aire. Mi cuerpo está paralizado por la densidad de esta sustancia que ha ido inundando mis entrañas desde el viernes. Mi neocórtex reacciona. Trata de sacar a mi cuerpo paralizado de la cama. Duermo en un colchón de mala calidad. Blando. Duermo comprendida entre muelles que se me pegan a las costillas. Me incorporo. La luz fluorescente de finales de junio se me clava en el hipotálamo, entrando por la pupila. Pongo los pies en el suelo. Mis pies descalzos se van acostumbrado al tacto de la moqueta. Me pongo de pie esperando que la posición vertical que adopta mi cuerpo ayude a licuar esta sensación viscosa. Salgo del cuarto. La sustancia densa se desliza lentamente desde el pecho hasta las rodillas. Mis pies avanzan con dificultad por la moqueta marrón que cubre el suelo. Bajo con cuidado los escalones. Me agarro a la barandilla como si debajo de mis pies no hubiese peldaños sino bolsas de aire.

Llego a la cocina. Pongo a hervir la kettle. Abro la despensa. Delante de mí, seis, siete variedades distintas de té. Cojo un Earl Grey y coloco la bolsa dentro de una taza que dice Oxford. El té Earl Grey es una mezcla de té negro aromatizado con aceite de bergamota. Hay varias leyendas acerca de la invención de esta infusión inglesa. Una de las historias defiende que el té aromatizado con bergamota fue un regalo de un chino mandarín. El chino mandarín estaba muy agradecido ya que uno de los hombres de Charles Grey, segundo conde de Grey y primer ministro británico de 1830 a 1834, había salvado a su hijo de morir ahogado. Otra leyenda sostiene que un barco de transporte tuvo que atravesar una fuerte tormenta en el Canal. Debido a la brutalidad de las olas, parte de la carga se soltó y el aceite de bergamota cayó sobre el té que transportaban. Al llegar a Londres y evaluar los daños, el conde decidió probar el té antes de darlo por perdido y eliminarlo. Le agradó el sabor y decidió sacarlo al mercado. La última leyenda sostiene que se trató de un regalo de un maharajá indio en agradecimiento por haber salvado a su hijo de un tigre. En 1858 la India se convirtió formalmente en una colonia británica. Su posterior descolonización se daría casi un siglo después, en 1947.

La kettle empieza a silbar. Echo el agua caliente dentro de la taza. Me siento en el sofá del salón. De nuevo esa sensación. Sentir que tu cuerpo pende de la nada. La luz fluorescente invade la habitación convirtiendo mi cuerpo en un Hopper apocalíptico. Los cojines me envuelven ofreciéndome cierta seguridad. Llueve. La lluvia. Es una lluvia que invita a la nictofobia. La nictofobia se caracteriza por un miedo irracional a la oscuridad. Yo diría por un miedo de mi cerebro reptiliano a la falta de luz. A este estor gris en el que se desarrolla mi vida. Según Freud, el miedo a la oscuridad es producido por un desorden de ansiedad debido a una separación. Una separación de los padres. Una separación de la pareja. Es esa separación, densa, la que agarrota mi cuerpo. Hace seis meses dormía comprendida en el calor de otro cuerpo que me cubría las costillas. De ida y vuelta entre Madrid y esta ciudad que ha decidido marcharse. La separación física rebasada por el calor de las voces. La afectividad pasando de la intangibilidad de la voz a la materialidad del teléfono. De la abstracción de las ondas al metal caliente en la oreja. De ahí a la carne. Invadiendo y reconfortando el cuerpo.

Llueve. Mi plan es quedarme en esta isla con aroma a bergamota. El plan no ha cambiado. Realmente nada ha cambiado en estos días. Ningún cambio tangible. Es esta sustancia densa. Esta incertidumbre que oprime la garganta. Dentro de unos meses entenderemos las consecuencias que este referéndum ha tenido en lo real, pero por ahora se ha rasgado nuestro imaginario. Mis manos frías se templan al contacto con la taza. Me acuerdo de las pupilas negras de Felix y de la etimología de nuestros nombres. Me acuerdo de lo que nos une, más que de lo que nos separa. Cojo el móvil. Le mando un mensaje. Esta lluvia. Este Brexit. Al cabo de unos minutos, sí, ésta es la Gran Bretaña que se supone que tenemos que hacer grande de nuevo. ¿Nos mudamos a un lugar soleado?, contesto. Esta es la peor mañana, dice. Los mensajes vienen y van. De ida y vuelta entre Chalk Farm y Highgate. La separación física rebasada por el calor de las palabras. La afectividad pasando de la intangibilidad del pensamiento a la materialidad del teléfono. De la abstracción de las ondas al metal caliente en las manos. De ahí a la carne. Invadiendo y reconfortando el cuerpo. Mis ojos no tienen la transparencia de los suyos, pero nuestras pupilas son del mismo color. Negras. La oscuridad de esta parte situada en el centro del iris lucha, tanto en sus ojos azules como en los míos, castaños, contra el miedo a la xenophobia.

 

Fotografías de la autora. Las tres primeras forman la serie Gotas; la última se titula Tejados.