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Banfield Teatro Ensamble

Un encuentro con Nelson Valente
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“Desde la cubierta del barco vi negros cocinando polenta. Tenían hambre. Les tiramos panes hacia la orilla, pero como no llegaban a la costa, se zambulleron en el mar y los pescaron con su boca, como si fuesen delfines.” Nelson Valente recuerda con ternura estas imágenes y esta historia que lo fascinó cuando era un niño; lo hace hoy, a sus 48 años, sentado en la barra del bar del teatro, el día del estreno de su nuevo espectáculo. María, aquella musa calabresa con ribetes de la fábula que construyó Tim Burton en El gran pez, encantó con su poder de juglar a sus nietos. El dinero era escaso, pero esta italiana que emigró a la Argentina llevaba de excursión a sus nietos a galaxias lejanas, con ese dialecto mágico mezclado con el rioplatense. “No era mitómana, pero adornaba mucho lo que contaba. De esa teatralidad tan fuerte vengo yo.”

Valente dio esta temporada su gran salto a la escena comercial porteña con la puesta de Jugadores, del español Pau Miró, un hecho que tiene que ver más con la disciplina y el trabajo que con el azar y la suerte. En esta propuesta, él, que está acostumbrado a trabajar con actores desconocidos por el público, dirige a cuatro monstruos de las tablas argentinas: Roberto Carnaghi, Osmar Núñez, Luis Machín y Daniel Fanego. Valente es también el director de ese fenómeno de la escena independiente llamada El loco y la camisa, una obra que pinta como pocas su aldea, ubicada en la zona sur bonaerense y que puso en otro lugar del mapa a la compañía que él fundó junto con otros miembros, hace 20 años, y que ostenta un elegante nombre —Banfield— y apellido —Teatro Ensamble—. Ubicada en el partido de Lomas de Zamora, estas coordenadas son conocidas por casi todos los argentinos a causa de su célebre vecino. A cuatro cuadras de la sede de la compañía vivió hasta sus últimos días el divo popular conocido como Sandro. Casi 200 artistas desfilaron por este templo y semilla polifacética que aúna, a 13 kilómetros del epicentro cultural y teatral porteño, es decir, el Obelisco, un centro de arte y escuela única en su especie, a la que asisten 500 alumnos.

No es la primera vez que las fronteras físicas y de producción (on/off, anglicismo de comercial/independiente) se evaporan en el territorio argentino. El pionero fue Claudio Tolcachir, el patriarca de esa sensación llamada La omision de la familia Coleman, quien, en plena crisis económica de 2001, creó Timbre 4, en el barrio de Boedo, a varios kilómetros de la avenida Corrientes, emblema de las marquesinas y el centro neurálgico de las rutilantes estrellas. La configuración del mapa teatral porteño es diferente al de hace 15 años y no hay un barrio, sino varios, donde se albergan salas inspiradas en “la fórmula Tolcachir”, prolífico y joven dramaturgo, actor y director con presencia en un lado y otro del Atlántico. En el ADN argentino, en la amalgama de cromosomas de una sociedad construida con inmigrantes y sus culturas entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, el teatro tiene reservado un lugar especial. Sólo en la ciudad de Buenos Aires, según datos del ministerio de Cultura de la ciudad, hay 230 salas. Esta expresión resistió en épocas de crisis económicas, de persecución política, de censura a la libertad de expresión, continuó erguida en la era de la TV light de los concursos que vaticinó George Orwell, y ahora lo hace estoica frente al antisocial y ermitaño streaming. La proeza de Nelson Valente y de la compañía es la de haber atravesado el puente Pueyrredón, el que cruza el Riachuelo, aquel que une la capital con la zona sur de la provincia de Buenos Aires, y el de haber modificado la cartografía de una expresión vibrante.

No te mudaste de barrio, seguís con la compañía, con tu mismo equipo de trabajo.

—Es verdad. Y además sigo en el mismo rol que cumplía cuando era chico. Era el que el domingo a la mañana se despertaba e iba a tocar el timbre a la casa de mis amigos para ir a jugar. Ahora hago lo mismo: reunir gente.

¿Qué tiene Lomas de Zamora en particular que no haya en otro lugar?

—Nada. Mi recuerdo de chico tiene que ver con un barrio pobre, donde nos divertíamos jugando con chapitas en el agua sucia. Armé un teatro para tener un lugar donde me gustaría ir.

ABUELITOS EN CANCÚN

En esa zona cercana al puerto, donde llegaban hordas de inmigrantes, nació Nelson Valente. Su padre eligió para su primogénito un nombre inglés. “Cuando mi viejo era chico era común en el colegio juntar al mejor alumno con el peor. Mi papá era el más burro y lo pusieron junto al hijo de un embajador inglés. Se llamaba Nelson y se hicieron muy amigos. Es más, mi papá terminó como abanderado a fin de año y le prometió que si llegaba a tener un hijo varón le podría su nombre. Bueno, acá estoy”. Con nombre de héroe británico, por aquel capitán que enfrentó a las tropas de Napoleón, Valente es un líder nato egresado del Colegio Nacional de Banfield, en una era donde la educación se abordaba con una estrategia diferente a la de las épocas doradas de la Argentina. “Formemos jóvenes buenos; si saben, mejor”, recuerda el lema de su rector en plena dictadura militar.

Su padre eligió su nombre y también soñó con tener un hijo abogado. Por entonces, Valente quería ser profesor de Historia y durante varios años se dedicó a estudiar ambas carreras, sin descuidar el teatro, una actividad que batallaba entre ambos universos. “Al día siguiente de que murió mi papá dejé abogacía”, recuerda con una enorme sonrisa que flamea liberación. Dos años después también abandonaba la carrera de Historia y el teatro lo adoptaba para siempre. A los 22 años armó su primera compañía, Erso, como su abuela María lo llamaba, una deformación amorosa de Nelson. Obtuvo una beca de la Fundación Antorchas y estudió dirección. “Actué muy poco. En mi escuela actuaban los rubios y los altos. Miráme”, festeja hoy sin rencor. Y otra vez los abuelos marcaron su camino. A los 30 años se convirtió en el director del Teatro Municipal de Lomas de Zamora, ese coqueto coliseo con escenario a la italiana. Una de sus primeras iniciativas fue formar un grupo de jubilados y ancianos que se animaran a actuar. El grupo se tomó muy a pecho la posibilidad, y se presentaron a un concurso zonal. Lo ganaron. Luego vino el regional. Lo ganaron. Y, finalmente, llegó el provincial. No sólo ganaron los aplausos y el trofeo, sino que 80 abuelos obtuvieron una semana de vacaciones en Cancún. “Algunos eran personas muy humildes. Para muchos era la primera vez que se subían a un avión”.

Durante su gestión como director del Teatro Municipal, Valente dirigió un taller “con mucho empuje”. En ese envión se refiere a las obras experimentales que mezclaban algo de Tadeusz Kantor con Pina Bausch. “Ensayábamos cuando terminaban las actividades del teatro, a la medianoche, y hasta las 4 de la mañana. Nacimos como una compañía multidisciplinaria, con músicos, escenógrafos, bailarines, etc.”. Mientras tanto, Fernando de la Rúa ponía, con su presidencia, fin a una década de gobierno menemista y heredaba un país diezmado en sus arcas y esperanzas. El cambio de gestión también impactó en las municipalidades de todo el país y la compañía de Valente se quedó sin lugar donde ensayar. El equipo decidió alquilar un galpón de 120m², donde construyeron una grilla de programación que incluía un café concert los fines de semana. “Cada vez venía más público, no sólo los amigos. En plena crisis explotó en convocatoria. Abríamos un portón en verano porque la gente no entraba en la sala”. A contramano de la lógica, la misma compañía que hoy convoca espectadores porteños al conurbano, por entonces comenzó a amasar algunos ahorros en la misma época en la que el país ardía y la gente perdía su trabajo. Banfield Teatro Ensamble se mudó a un espacio diez veces mayor al anterior, un lugar que hoy significa el medio de subsistencia de 40 personas. De los miembros originales hoy continúan, además de Valente, Agustina Sanguinetti, Ignacio Gómez, Silvina Aspiazu, Pablo Coronel y Silvina Linzuain.

El loco y la camisa, el espectáculo con el que la compañía llamó la atención de la escena argentina, es la historia de una joven que espera la llegada de su flamante novio, un muchacho de mejor posición social que ella, quien cenará por primera con su familia, integrada por su padre autoritario, su servicial madre y su hermano menor, quien tiene un retraso mental. El primer escenario de esta propuesta fue una oficina de la compañía, que simulaba ser la sala de estar de esa familia. “Queríamos que el público estuviese muy cerca de esa violencia. Lo encerrábamos en ese departamento. El espacio tenía una capacidad para 22 personas y agotamos durante dos años todas las funciones.” Pero antes de que este espectáculo llegase a una de las salas porteñas más importantes, Valente soñó con transportarla fuera del diámetro de la compañía, fuera de la provincia. Intentó en 2011 llevar la pieza a la capital con la certeza de que la propuesta no interesaría (“Ya había muchas familias disfuncionales”) hasta que viesen a la compañía en acción. En El Camarín de las Musas, una sala muy concurrida del off, logró su cometido cuando realizó la función más solitaria de la historia de la obra, una función para un solo espectador: el dueño del teatro. Luego la obra se mudó cerca del Obelisco y de las luces de las grandes marquesinas. En ese pasaje porteño de espíritu tanguero, el Enrique Santos Discépolo, Sebastián Blutrach resucitó el Teatro del Picadero, un edificio de 1926 donde había funcionado una fábrica de bujías. Allí, durante la dictadura, explotó una bomba en el mítico reducto de resistencia que fue Teatro Abierto, un movimiento que aún hoy genera halagos y homenajes. Blutrach, quien además es el presidente de la Asociación Argentina de Empresarios Teatrales, convocó a Valente el año pasado para que llevara El loco y la camisa a su teatro. El espectáculo se presentó en Barcelona en varias ocasiones y este año ya ha estado en Venezuela y Chile.

En El loco y la camisa es el loco quien dice la verdad, un tema que siempre explorás.

—Sí, tiene que ver con la mentira y el artificio. Tengo una obsesión con esta idea y ahí creo que está lo que me gusta del teatro: que en el escenario haya una mentira que la puedas creer y también puedas develar la verdad. En Jugadores hay un simulacro de realidad. Cuando están por decir la verdad, no se animan, y cuando lo hacen, nadie los escucha.

Los espectadores comienzan a hacer la fila para ingresar en la sala donde se representará Jugadores, el encuentro de cuatro amigos —promovido por una tragedia— y sus miserias. Valente los mira con curiosidad antes que con temor. No saben que él es el director y ese anonimato le permite estudiar al público que elige ésa en particular de tantas otras obras de una vasta cartelera.

Valente vuelve a cruzar un nuevo puente, esta vez para participar de proyectos con figuras de renombre internacional. En breve viajará a México donde dirigirá a Itatí Cantoral. Quizá el nombre de esta actriz no les suene a quienes no se sientan seducidos por las telenovelas latinoamericanas, pero sí su cara: fue la villana que inmortalizó el cruel epíteto “Maldita lisiada” en María la del barrio, protagonizada por Thalía.

¿Cuánto conservás aún del niño que fuiste?

—Todo. O mucho. A los 12 años tuve que dejar de jugar y eso me rompió la cabeza. Por eso me dedico a esto. Me salva.

 

La portada y la tercera foto corresponden a la obra El loco y la camisa. © Mariana Fossatti.
La segunda es del café concert que realiza la Banfield Teatro Ensamble en la actualidad. © Mariana Fossatti.
La cuarta es el retrato de Nelson Valente. © Alejandra López.