Contenido
Armas y motores
Recuerdo de Fogwill (1941-2010)
Cuando mi amigo Dárgelos me cerró una cita con Fogwill, tuvo buen cuidado en prevenirme (“no va a funcionar”) e indicarme la franja horaria en que mi llamada podría, quizás, no ser tan mal recibida.
— Hablale de armas o motores. Eso le tranquiliza.
Llamé a Quique —yo llegaba por una vía casi familiar; hubiera sido raro dirigirme a él con cualquiera de los nombres o apellidos de Rodolfo Enrique Fogwill— y cerramos a las 4 en La Boutique del Libro. Eso está en Palermo Viejo, Thames entre El Salvador y Costa Rica. Arrancaba el mes de diciembre, y eso en Buenos Aires significa calor, calor húmedo. El año era 2008. A Quique Fogwill le quedaban 20 meses de vida.
Llegué un rato antes por si acaso, y me entretuve curioseando en las estanterías. En la F encontré el recién aparecido Los libros de la guerra (Mansalva), miscelánea de artículos periodísticos firmados (y ocasionalmente protagonizados) por el hombre de reputación volcánica con quien había quedado para tomar té y medias lunas. Abrí por cualquier parte y apareció una entrevista reciente que había dado a la Rolling Stone. En el papel, el escritor sometía a un buen mareo al periodista.
“Mirá, pasamos por el hotel, y vamos al lavadero. Hoy, domingo, el único abierto en este lado de la Capital está en Corrientes y Yatay”.
“¿Hotel?”
“Sí, viste, me separé hace unos meses. Bah, mi mujer me echó, y no puedo pagar dos luz, dos gas, dos banda ancha, dos todo; estoy en un hotel”.
La entrevista se realiza en marcha: empieza en un coche mugriento (“de escritor”, dice su dueño), sigue en un estruendoso túnel de lavado (“dale, ché, empecemos, sí, acá”), pasa por un hotel (Fogwill se excusa ante el gerente por venir acompañado: “va a estar un rato no más; es un travesti, cogemos y se va”) y termina en un cibercafé (“el correo lo abro mucho; lo sigo por las peleas y por la guita”). El reportero balbucea con vehemencia y admiración: ¿cómo vive usted la experiencia de escribir? ¿Qué publicará próximamente? ¿De qué trata su nuevo libro? Fogwill responde con resabiada experiencia: “en situaciones de prensa no se puede hablar de literatura”, modos de triunfador precario: “muy lindo el prestigio pero ¿donde está la plata, loco?”, una reflexión sobre el oficio: “ser escritor es fracasar en la vida” y una máxima clave: “la elaboración de la imagen pública es parte de la obra”. Fogwill, at his best, recuerda a los lectores que la revista que tienen entre las manos cobra sentido básicamente si en sus páginas aparece un desbordante talento vital: él.
Dejé el libro en su hueco alfabético, vamos a calcular que entre los de Hugo Finkelstein y Jorge Fondebrider, aunque me hubiera gustado más cerca de Juan Filloy o, rompiendo el debido orden, junto a los cuentos de Oswaldo Lamborghini. O compartiendo mesa con compañeros de liga como Piglia, Aira y Saer. O, por qué no, con autores más jóvenes, como Damián Tabarovski (su editor en Interzona) o Pola Oloixarac (que presentaba al día siguiente los Cuentos completos de Fogwill en una librería de San Isidro). Seguramente más cerca de Artl que de Borges, por no eludir el gran panteón de las letras argentinas al que, ya en la actualidad/posteridad, él pertenece. Dejé el libro, digo: hubiera sido fatal ser visto por su autor hojeándolo (inmediata pérdida de respeto), o quizá hubiera ocurrido lo contrario (estímulo de un ego desbocado). En fin. Pronto iba a llegar, envuelto en un chándal gris, manteniendo fuerte la leyenda y mezclando el genio con la figura, el viejo Fogwill.
El genio
La admiración por Fogwill debe ser sincera: en su obra está la mirada del sociólogo, el conocimiento de la raza humana/urbana propia del publicitario, la retranca del misántropo; las tres categorías las detentó. Sus biografías literarias siempre arrancan con la mención de Muchacha punk (relato escrito en una noche, que le da a conocer al ganar, en 1981, un concurso patrocinado por Coca-Cola), o con su obra de 1983, Los pichiciegos (novela corta que revisa el trauma de las Malvinas y que, según la leyenda, fue escrita en una semana, con la ayuda de 12 gramos de cocaína).
La madurez está en su obra maestra Vivir afuera (1998), una voluminosa novela sobre la periferia profunda y la profundidad marginal, un paseo por las crisis argentinas y sus cicatrices, las drogas duras y el sexo sórdido, la violencia política y el engaño, el dolor (de ser) argentino. A la misma altura, aunque repartido el talento en entregas más breves, está el trino —que no trilogía— formado por La experiencia sensible (2001), En otro orden de cosas (2002) y Urbana (2003). Tanto domina el lenguaje que, bajo la hipótesis de una novela sin argumento, el escritor logra convertir la trama en personaje; tan familiar le resulta la ficción política que llega a jugar con la idea de que su país, integrado en la URSS, paga en rublos y lee el Pravda (Un guión para Artkino, 2009). Juega al antropólogo minimalista (Runa); es poeta en seis ocasiones (deja otros tantos libros como muestra: del debut El efecto de realidad, de 1979, hasta Últimos movimientos, de 2004).
Todos estos son Fogwill: el gran observador del orden en que viven sus congéneres, la mirada inteligente y privilegiada que se deposita en las convenciones, el humanista que se esconde tras el cínico.
La figura
El encuentro en La Boutique del Libro se beneficiaba de no tener un fin periodístico ni de índole mercantil, pero también se exponía al peligro del admirador al talento admirado. Esas cosas a menudo salen mal. Volví a acordarme de Adrián (“no va a funcionar”) mientras el dueño nos conducía a su mesa favorita.
Era o estaba gentil, irónico y divertido. No conocí otro Fogwill distinto a ese en aquella charla y en la docena de emails que la siguieron. Fumaba abundantemente, no recuerdo qué marca; llevaba un palillo con el que horadaba ceremoniosamente los bordes de las boquillas: a cada chupada el humo salía por todas partes un poco ridículamente (“pero así fumo menos”). Combinaba los cigarrillos con un envase de ventolín. Venía de o iba después a nadar a la piscina.
Hablamos de Corea del Norte (país que no llegué a saber si veneraba en broma o en serio), de la dictadura argentina (y su período, en el que estuvo preso bajo acusación de fraude), de los croatas filonazis (que, creo, le fascinaban), de Pedro Lemebel (le admiraba; lo travesti también le fascinaba), de qué puede hacer un escritor para ganarse la vida (él seguía en publicidad), de Juan Filloy y de Oswaldo Lamborghini (dos de sus mitos más respetados), de música (el rock no le interesaba). ¿Cuánto tiempo pasó? Una agradable hora, hora y media. Hasta que en determinado momento pegó un alarido a las señoras que tomaban café y masitas en la mesa de al lado.
— ¡Cállense, putas viejas de mierda! ¡Hitler se equivocó exterminando a los judíos, tendría que haber acabado con ustedes, viejas de mierda!
Y, cómicamente, ante el terror de las señoras, no dio la sensación romperse una calma, sino de restaurarse otra. “Con la tensión, con la urgencia, se me ocurren ideas”, recuerdo haberle leído. A mí lo que se me ocurrió acto seguido fue preguntarle por algún libro interesante que llevarme a España. Entonces llamó a su amigo el gerente de la librería, y le interrogó:
— ¿Qué libro le recomendamos a Galindo? Ojo, tiene que ser nivel Fogwill, ¿eh?
Pero claro, al librero no se le ocurrió nada, nada de tal categoría.
La entrevista a la que se hace referencia es “Fogwill fuma bajo el agua. Entrevista de Agustín Valle. Rolling Stone Argentina. Junio 2007” (incluida en "Los libros de la guerra", Mansalva, 2008).
Fotos de Diego Sandstede (documental de Gustavo Mota "Fogwill. El último viaje").
Armas y motores
Cuando mi amigo Dárgelos me cerró una cita con Fogwill, tuvo buen cuidado en prevenirme (“no va a funcionar”) e indicarme la franja horaria en que mi llamada podría, quizás, no ser tan mal recibida.
— Hablale de armas o motores. Eso le tranquiliza.
Llamé a Quique —yo llegaba por una vía casi familiar; hubiera sido raro dirigirme a él con cualquiera de los nombres o apellidos de Rodolfo Enrique Fogwill— y cerramos a las 4 en La Boutique del Libro. Eso está en Palermo Viejo, Thames entre El Salvador y Costa Rica. Arrancaba el mes de diciembre, y eso en Buenos Aires significa calor, calor húmedo. El año era 2008. A Quique Fogwill le quedaban 20 meses de vida.
Llegué un rato antes por si acaso, y me entretuve curioseando en las estanterías. En la F encontré el recién aparecido Los libros de la guerra (Mansalva), miscelánea de artículos periodísticos firmados (y ocasionalmente protagonizados) por el hombre de reputación volcánica con quien había quedado para tomar té y medias lunas. Abrí por cualquier parte y apareció una entrevista reciente que había dado a la Rolling Stone. En el papel, el escritor sometía a un buen mareo al periodista.
“Mirá, pasamos por el hotel, y vamos al lavadero. Hoy, domingo, el único abierto en este lado de la Capital está en Corrientes y Yatay”.
“¿Hotel?”
“Sí, viste, me separé hace unos meses. Bah, mi mujer me echó, y no puedo pagar dos luz, dos gas, dos banda ancha, dos todo; estoy en un hotel”.
La entrevista se realiza en marcha: empieza en un coche mugriento (“de escritor”, dice su dueño), sigue en un estruendoso túnel de lavado (“dale, ché, empecemos, sí, acá”), pasa por un hotel (Fogwill se excusa ante el gerente por venir acompañado: “va a estar un rato no más; es un travesti, cogemos y se va”) y termina en un cibercafé (“el correo lo abro mucho; lo sigo por las peleas y por la guita”). El reportero balbucea con vehemencia y admiración: ¿cómo vive usted la experiencia de escribir? ¿Qué publicará próximamente? ¿De qué trata su nuevo libro? Fogwill responde con resabiada experiencia: “en situaciones de prensa no se puede hablar de literatura”, modos de triunfador precario: “muy lindo el prestigio pero ¿donde está la plata, loco?”, una reflexión sobre el oficio: “ser escritor es fracasar en la vida” y una máxima clave: “la elaboración de la imagen pública es parte de la obra”. Fogwill, at his best, recuerda a los lectores que la revista que tienen entre las manos cobra sentido básicamente si en sus páginas aparece un desbordante talento vital: él.
Dejé el libro en su hueco alfabético, vamos a calcular que entre los de Hugo Finkelstein y Jorge Fondebrider, aunque me hubiera gustado más cerca de Juan Filloy o, rompiendo el debido orden, junto a los cuentos de Oswaldo Lamborghini. O compartiendo mesa con compañeros de liga como Piglia, Aira y Saer. O, por qué no, con autores más jóvenes, como Damián Tabarovski (su editor en Interzona) o Pola Oloixarac (que presentaba al día siguiente los Cuentos completos de Fogwill en una librería de San Isidro). Seguramente más cerca de Artl que de Borges, por no eludir el gran panteón de las letras argentinas al que, ya en la actualidad/posteridad, él pertenece. Dejé el libro, digo: hubiera sido fatal ser visto por su autor hojeándolo (inmediata pérdida de respeto), o quizá hubiera ocurrido lo contrario (estímulo de un ego desbocado). En fin. Pronto iba a llegar, envuelto en un chándal gris, manteniendo fuerte la leyenda y mezclando el genio con la figura, el viejo Fogwill.
El genio
La admiración por Fogwill debe ser sincera: en su obra está la mirada del sociólogo, el conocimiento de la raza humana/urbana propia del publicitario, la retranca del misántropo; las tres categorías las detentó. Sus biografías literarias siempre arrancan con la mención de Muchacha punk (relato escrito en una noche, que le da a conocer al ganar, en 1981, un concurso patrocinado por Coca-Cola), o con su obra de 1983, Los pichiciegos (novela corta que revisa el trauma de las Malvinas y que, según la leyenda, fue escrita en una semana, con la ayuda de 12 gramos de cocaína).
La madurez está en su obra maestra Vivir afuera (1998), una voluminosa novela sobre la periferia profunda y la profundidad marginal, un paseo por las crisis argentinas y sus cicatrices, las drogas duras y el sexo sórdido, la violencia política y el engaño, el dolor (de ser) argentino. A la misma altura, aunque repartido el talento en entregas más breves, está el trino —que no trilogía— formado por La experiencia sensible (2001), En otro orden de cosas (2002) y Urbana (2003). Tanto domina el lenguaje que, bajo la hipótesis de una novela sin argumento, el escritor logra convertir la trama en personaje; tan familiar le resulta la ficción política que llega a jugar con la idea de que su país, integrado en la URSS, paga en rublos y lee el Pravda (Un guión para Artkino, 2009). Juega al antropólogo minimalista (Runa); es poeta en seis ocasiones (deja otros tantos libros como muestra: del debut El efecto de realidad, de 1979, hasta Últimos movimientos, de 2004).
Todos estos son Fogwill: el gran observador del orden en que viven sus congéneres, la mirada inteligente y privilegiada que se deposita en las convenciones, el humanista que se esconde tras el cínico.
La figura
El encuentro en La Boutique del Libro se beneficiaba de no tener un fin periodístico ni de índole mercantil, pero también se exponía al peligro del admirador al talento admirado. Esas cosas a menudo salen mal. Volví a acordarme de Adrián (“no va a funcionar”) mientras el dueño nos conducía a su mesa favorita.
Era o estaba gentil, irónico y divertido. No conocí otro Fogwill distinto a ese en aquella charla y en la docena de emails que la siguieron. Fumaba abundantemente, no recuerdo qué marca; llevaba un palillo con el que horadaba ceremoniosamente los bordes de las boquillas: a cada chupada el humo salía por todas partes un poco ridículamente (“pero así fumo menos”). Combinaba los cigarrillos con un envase de ventolín. Venía de o iba después a nadar a la piscina.
Hablamos de Corea del Norte (país que no llegué a saber si veneraba en broma o en serio), de la dictadura argentina (y su período, en el que estuvo preso bajo acusación de fraude), de los croatas filonazis (que, creo, le fascinaban), de Pedro Lemebel (le admiraba; lo travesti también le fascinaba), de qué puede hacer un escritor para ganarse la vida (él seguía en publicidad), de Juan Filloy y de Oswaldo Lamborghini (dos de sus mitos más respetados), de música (el rock no le interesaba). ¿Cuánto tiempo pasó? Una agradable hora, hora y media. Hasta que en determinado momento pegó un alarido a las señoras que tomaban café y masitas en la mesa de al lado.
— ¡Cállense, putas viejas de mierda! ¡Hitler se equivocó exterminando a los judíos, tendría que haber acabado con ustedes, viejas de mierda!
Y, cómicamente, ante el terror de las señoras, no dio la sensación romperse una calma, sino de restaurarse otra. “Con la tensión, con la urgencia, se me ocurren ideas”, recuerdo haberle leído. A mí lo que se me ocurrió acto seguido fue preguntarle por algún libro interesante que llevarme a España. Entonces llamó a su amigo el gerente de la librería, y le interrogó:
— ¿Qué libro le recomendamos a Galindo? Ojo, tiene que ser nivel Fogwill, ¿eh?
Pero claro, al librero no se le ocurrió nada, nada de tal categoría.
La entrevista a la que se hace referencia es “Fogwill fuma bajo el agua. Entrevista de Agustín Valle. Rolling Stone Argentina. Junio 2007” (incluida en "Los libros de la guerra", Mansalva, 2008).
Fotos de Diego Sandstede (documental de Gustavo Mota "Fogwill. El último viaje").