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Anomalías intempestivas
"Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios" (César Vallejo). Lo intempestivo son estos golpes que da la vida, esta ahistoricidad inexplicable que súbitamente irrumpe en nuestro tiempo más íntimo y envuelve la cotidianidad con un halo de tristeza. Desde siempre el pensamiento crítico ha temido afrontar lo intempestivo. Por eso el pensamiento que critica la sociedad, y desea transformarla radicalmente, no sabe cómo situarse ante un obstáculo que, con su insistencia, es capaz de paralizarlo. La tradición marxista, especialmente Lukács en su libro El asalto a la razón, planteó un ataque directo contra las llamadas "filosofías de la vida" en las que incluía desde Nietzsche a Heidegger pasando por Simmel, Spengler y tantos otros. La tesis es conocida: apelar a la vida implica un irracionalismo que abre las puertas al fascismo. Dejemos a un lado la valoración de la tesis en sí misma, y detengámonos en las consecuencias. La esfera personal deberá ser simplemente ignorada frente a la afirmación de un sujeto histórico, o dicho en otras palabras, la subjetividad será completamente descarnada. "Lo que me mantiene es el hecho de que no tengo vida interior. Me interesa todo excepto mi alma"[1] afirmaba Lukács. Esta posición hizo de él un superviviente a todos los cambios históricos. Hoy, en cambio, esta posición es insostenible y tiene que ser rechazada por su falta de radicalidad. Esto es lo que quisiera explicar.
Mayo del 68 supone evidentemente un punto de inflexión. No hace falta extenderse mucho. Los Situacionistas, por un lado, inician una crítica política de la vida cotidiana que les lleva a socavar la idea de revolución mayoritariamente concebida como una toma del poder. Por otro lado, el feminismo es capaz de romper la separación entre lo individual y lo colectivo al afirmar que "todo lo personal es político". Así es como, lentamente, el concepto de vida pasa a ocupar un papel cada vez más importante en el discurso político, y ya no resulta sospechosa su vinculación con la crítica anticapitalista. Ocurre, sin embargo, que a medida que esta vía se explora y se amplía, el concepto de vida empleado pierde su peligrosidad. Dicho en pocas palabras: la politización de la vida implica, paradójicamente, su despolitización.
De la mano de Negri y Agamben, especialmente, el concepto de biopolítica que Foucault introdujo para explicar una dimensión nueva del poder se transforma en un paradigma explicativo, pero en su interior, la vida necesariamente muere. Es conocida la denuncia que el autor francés hace de la Ilustración al mostrar su otra cara, la cara oculta y dominadora. Este análisis del poder punitivo, realizado bajo el fondo de una historia de los cuerpos, será completado con la introducción de un nuevo modo de ejercerse el poder: el biopoder. Según Foucault, uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX consiste en que el poder, por así decirlo, se hace cargo de la vida. Esta estatalización de lo biológico apunta a gestionar la población en tanto que cuerpo múltiple formado por innumerables cabezas. “El malestar social es antes que nada un estar-mal. Cuando el movimiento del 15M proclama "vamos lentos porque vamos lejos", o rechaza a la izquierda en tanto que referente, está inventando una politización nueva que se apoya en el "ser afectado", y en estrecha continuidad con la afirmación de que lo personal es político” Entre el poder disciplinario y el biopoder no existiría oposición sino complementariedad. Agamben generaliza el concepto de biopoder. El campo de concentración constituiría un espacio biopolítico puro y absoluto y, en este sentido, sería insuperable. Fundado únicamente en el Estado de excepción y en la consiguiente suspensión del Derecho, no pertenecería al pasado puesto que se abriría cada vez que se se proclama el Estado de excepción, y eso hoy sucede continuamente. El campo de concentración es el paradigma de esta gestión estatal de la vida. ¿Pero de qué vida? Según Agamben la vida que está frente al poder (aquí habría que entender que el poder, en última instancia, es poder de matar) es la nuda vita, una vida desnuda despojada de todo Derecho. Una vida que ha sido separada de su forma, y que puede ser asesinada pero no sacrificada al haber dejado de ser sagrada. Con la introducción del concepto de nuda vita, Agamben reescribe el nacimiento y el desarrollo de la política occidental. El planteamiento de Negri es ciertamente diferente. Negri retoma también la cuestión del biopoder, pero en estrecha continuidad con su lectura de Marx afirma que, en la actualidad, la vida forma parte del campo de poder. Este campo de poder tendría su origen histórico en la subsunción del capital por parte de la sociedad. No hace falta recordar, la importancia que tiene el fragmento de las máquinas de los Grundrisse de Marx para esta interpretación. Leído desde Marx, biopoder significa, pues, que la tríada sociedad-fábrica-Estado queda perfectamente articulada y que, por tanto, toda la vida es puesta a trabajar, con lo que se vienen abajo las distinciones entre trabajo/no-trabajo, trabajo productivo/trabajo improductivo etc. Negri, a diferencia de Foucault, distingue entre biopoder y biopolítica. Si el biopoder es una gestión estatal de la vida, la biopolítica, en cambio, se reservaría para indicar los procesos de subjetivación en los que se constituye un nuevo sujeto político formado por una multiplicidad de singularidades. En resumen, Agamben introduce el concepto de nuda vita mediante el cual puede desconstruir el Derecho; Negri, por su parte, piensa la multitud como un conjunto de diferencias que, aún permaneciendo como tales, se inscriben en el interior de una teleología materialista y revolucionaria. Ciertamente no se puede negar que la vida ha entrado en el discurso político. Sin embargo, esta vida no es la mía y como tal no la reconozco. Mi vida no está desnuda de historia ni es indeterminada en su singularidad. Es como si la vida, para funcionar en el discurso político que se quiere crítico, tuviera que pagar el precio de su aplastamiento, y perder toda interioridad, así como su propio carácter problemático.
“El camino se hace huyendo del camino ¿Y si intentáramos organizar nuestra existencia en torno de lo intempestivo, o lo que es lo mismo, y si intentáramos politizarla?”
En cuanto a lo que se podría denominar ética de los cuidados, aunque retoma la tesis de que todo lo personal es político, no siempre escapa a la trampa de reducir el "cuidado de la vida" a un cuidado de las relaciones. Su mérito es atreverse a acercar política y terapia. La política es la actividad que, en principio, sirve para organizar la sociedad. La terapia, a su vez, es una práctica que tiene que ver con la curación de alguna enfermedad. Pero cuando decimos "política y terapia", cuando ponemos la política y la terapia en relación, todo se complica. Por un lado, este acercamiento constata que el poder se hace poder terapéutico por cuanto nos impone tener una vida. Vivir, entonces, se convierte en cargar con una vida que tenemos que gestionar y que convertir en proyecto. En definitiva, vivir es estar condenados a trabajar la propia vida. Por otro lado, este acercamiento muestra también que si toda politización es un proceso de autotransformación que nos hace más libres, en ella necesariamente existe algo de terapéutico. Lo que no es de extrañar ya que politizarse implica un "ser afectado". El malestar social es antes que nada un estar-mal. Es evidente, que cuando el movimiento del 15M surge y proclama frases tan increíbles como "vamos lentos porque vamos lejos", o rechaza a la izquierda en tanto que referente, está inventando una politización nueva que se apoya en el "ser afectado", y en estrecha continuidad con la afirmación de que lo personal es político. Los límites de la ética de los cuidados aparecen cuando la vida permanece encerrada en una comunidad transformada en un fin en sí mismo, y la psicología en una práctica de apaciguamiento que actúa como el poder terapéutico.
Lo intempestivo, sin embargo, insiste contra su neutralización. Insiste por la sencilla razón de que la vida, justamente por ser vida, debe cargar con su propia ambivalencia. El verdadero desafío no consiste en arrancarle esta fuerza oscura, sino al contrario, en intentar cabalgarla. No es fácil ciertamente. Yo mismo intenté una operación filosófica cuyo objetivo era avanzar en esta dirección. Pasar de la Vida (con mayúscula) al querer vivir. De esta manera estaba siguiendo una estrategia de nominalización muy practicada en la filosofía contemporánea. La vida es simplemente el nombre que damos a una constelación de cuerpos, palabras y cosas, en la que se conjuga el verbo "querer vivir". Vivir es, pues, conjugar el verbo "querer vivir", y eso se hace cada vez que abrimos/encontramos las vidas que vivimos. Pero si la vida es una palabra, el querer vivir es un grito. Un grito que puede constituir un verdadero desafío. Con todo tuve que admitir la imposibilidad de coger con la propias manos el querer vivir, y el fracaso de este intento de autodeterminación. El libro Amar y pensar es la constatación de ello. No hay manera. La vida se venga con la vida de ser vivida. Dios nos odia. Mecido en su eternidad, anhela nuestro querer vivir y por eso nos envidia. Dios, o el poder, o la Vida, que nos mantiene con el mínimo de vida para obligarnos a seguir trabajando. Entonces, aunque no quieras, se aprende una lección que ya jamás se olvida. Si la vida da golpes que "son como del odio de Dios" solo nos queda luchar cuerpo a cuerpo con ella, es decir, una lucha a muerte con la vida. Estamos lejos de cualquier variante de vitalismo, y además sabemos también que lo intempestivo jamás podrá ser completamente recluido en la esfera de la vida privada puesto que la excede continuamente.
“En la actualidad, ya nadie se atreve a defender abiertamente una función representativa. Aparentemente, la forma partido en un sentido clásico ha pasado a la historia. El verbo politizar construye lo común, y lo hace proscribiendo cualquier atisbo de forma de dominación, aunque ésta se cobije bajo la forma de un estar al servicio del pueblo”
El camino se hace huyendo del camino ¿Y si intentáramos organizar nuestra existencia en torno de lo intempestivo, o lo que es lo mismo, y si intentáramos politizarla? Politizar la existencia no significa la afirmación romántica de la subjetividad frente al mundo, tampoco una obsesión enfermiza por la noche y lo oscuro, bien al contrario, es una llamada a hacer política. Eso sí, una política que ha mutado totalmente. Seguramente el mejor modo de introducir este cambio consiste en intentar contestar hoy a la pregunta que Platón planteó en su libro La república: ¿por qué hay que volver al interior de la caverna? El mito es conocido. Los hombres viven encadenados en una morada subterránea viendo pasar ante sus ojos sombras, proyectadas por un fuego, que ellos toman por realidades. Imaginemos, nos dice Platón, que alguien consigue liberarse, salir fuera, y contemplar finalmente la luz del sol. El prisionero liberado tendría primero que acostumbrarse poco a poco al resplandor del sol y, en el caso de retornar a la oscuridad, sería objeto de burla e incluso probablemente asesinado por los mismos compañeros que él quiere salvar. A pesar de ello, el filósofo griego defiende la obligación de regresar a la caverna, aunque comprende muy bien que quienes han gozado de la visión de la idea de Bien, que es causa de todas las cosas rectas y bellas, "no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba"[2]. Sin embargo, estos hombres que han visto lo que los otros desconocen, deben ser forzados a ocuparse de los demás ya que para esta función han sido educados. Platón concluye su explicación asegurando que "estamos ordenando a los justos cosas justas"[3]. La propuesta platónica del filósofo rey, fundamento del modelo de crítica durante años hegemónico, si bien admite lo intempestivo e incluso lo pone en el centro de la acción política aunque sea como un no-lugar, en realidad lo desnaturaliza completamente. Mediante la expulsión de toda sombra de ambivalencia, la idea de Bien es convertida en el ámbito de lo puro e inteligible, y esta "limpieza" es precisamente la que constituye el fondo de cualquier política de Estado. Una política de Estado que, en el caso de Platón, se presenta a sí misma como una tarea esencialmente educadora, entendiendo en todo momento que educar es corregir, más exactamente, curar. Platón emplea incluso el término "curación de su ignorancia" para referirse a los efectos que esta verdad tiene sobre los prisioneros. Lenin, bastantes siglos después y en su libro ¿Qué hacer? donde teoriza la forma partido, sostuvo algo parecido. Los trabajadores por sí solos no pueden acceder a una conciencia política. La tarea de los intelectuales, organizados en el partido dirigente, consiste en aportar "desde fuera" dicha conciencia. No hace falta explicar el desenlace. "¿Los hombres de hoy no son también un fin? ¿No quieren también vivir? Ha llegado la hora de poner término a este experimento", pedía el comandante soviético F. Moronov en una carta desesperada dirigida a Lenin que muestra hasta qué punto la práctica política revolucionaria seguía concebida en el interior de un paradigma médico. El comandante fue, finalmente, asesinado en la cárcel por sus guardianes, y su denuncia como tantas otras, no impidió que la revolución rusa siguiera imperturbable su camino hacia el capitalismo de Estado.
Esta concepción de la crítica, y de la práctica política correspondiente, entró en crisis con la desarticulación del Movimiento Obrero a finales de los sesenta pero, sobre todo, se vino abajo con la aparición en el año 2011 de nuevas formas de politización que ya no arrancaban de la centralidad de la fábrica, sino de un malestar social generalizado. Con las ocupaciones de plazas, en tantas y tantas ciudades, emergió un movimiento conocido bajo el nombre de "Los indignados" –aunque este calificativo siempre será exterior e insuficiente– que, al establecer una nueva relación entre vida y política, problematizaba la idea de representación. No es sorprendente, pues, que las plataformas político-electorales surgidas con la intención de desbloquear el impasse en el que según ellas este movimiento se encontraría, se vean a sí mismas como simples herramientas. En la actualidad, ya nadie se atreve a defender abiertamente una función representativa. Aparentemente, y digo solo aparentemente, la forma partido en un sentido clásico ha pasado a la historia. "Nadie nos representa", "No somos mercancías en manos de políticos y banqueros", "Democracia real ¡Ya!" se gritaba en la calle. Este rechazo imprevisto y radical, radical porque apunta al fundamento mismo de la política, desautorizaba toda idea de dirección política exterior al movimiento. Más allá de los propios límites del movimiento, lo cierto es que desde esta crítica práctica y a partir de las invenciones realizadas, la pregunta platónica queda totalmente invalidada. De pronto todas las respuestas posibles se nos aparecen como excusas ridículas, como subterfugios necesarios para prolongar jerarquías y modos de dominio. ¿Qué ha sucedido? Pues, sencillamente, que con la toma de palabra colectiva se ha pasado de la política a la politización. El verbo politizar construye lo común, y lo hace proscribiendo cualquier atisbo de forma de dominación, aunque ésta se cobije bajo la forma de un "estar al servicio del pueblo".
“La verdad no tiene que ir a buscarse fuera, porque la verdad reside en el cuerpo herido del que se resiste a las cadenas que lo sujetan. Por esa razón, la verdad no pertenece ni a dirigentes ni a expertos”
Esta desconstrucción del discurso político supone un paso de importancia fundamental que debe ser profundizado. Lo intempestivo se ha abierto de nuevo un lugar, ha dejado de constituir un obstáculo a rechazar (o a desnaturalizar) para ser la condición misma de la política, o mejor, de la crítica de la política. La verdad no tiene que ir a buscarse fuera, porque la verdad reside en el cuerpo herido del que se resiste a las cadenas que lo sujetan. Por esa razón, la verdad no pertenece ni a dirigentes ni a expertos. Habita el cuerpo de la anomalía que persiste. El paradigma médico, que era tan útil para construir un régimen de autoridad, es directamente subvertido al pasar de la visión al cuerpo. La verdad habita en el cuerpo de todo aquel que se alza, de todo aquel que se asume como anomalía. Por esa razón, la verdad no se comunica. Se contagia. Con la irrupción de lo intempestivo, la vida vuelve a ser peligrosa. Artaud afirmaba que "curar una enfermedad es un crimen"[4] a pesar de que todos, también él por supuesto, deseamos fervientemente ser curados. No, no hay que caer en esta tentación, y tenemos que abrazarnos a lo intempestivo para mantenernos en pie. Este es nuestro modo de hacer política, de construir una posición política. Los enfermos de normalidad hemos descubierto, hace ya mucho tiempo, que la ambivalencia anida en el querer vivir: el querer vivir es nuestra enfermedad y, a la vez, nuestro desafío.
"Mi madre, que tiene 50 años, trabaja desde hace años en unos grandes almacenes. Cada vez se encuentra peor. Se pierde en los pasillos interminables formados por la estanterías, no tiene fuerza para sujetar los objetos y, a menudo, se le caen al suelo. El sindicato de la empresa está haciendo todo lo posible para que sea despedida. El médico afirma que mi madre tiene fatiga crónica y fibromialgia" me dice el empleado de una oficina de correos. Tu madre no está enferma. Su cuerpo está harto de tener que soportar esta normalidad miserable y triste. Su cuerpo dice basta. Se rebela. Hace de su enfermedad un arma.
Cuando publiqué mi libro El infinito y la nada, en la página inicial escribí esta frase "No dejemos nada atrás, sólo esta vida nuestra incapaz de seguirnos". Tengo que reconocer que, si bien me parecía resumir el texto, también percibía que su significado más profundo se me escapaba. Ahora, después de diez años y, habiendo terminado mi último libro Hijos de la noche. La enfermedad del querer vivir que es un cruce entre biografía y filosofía, una reflexión sobre la noche y cómo atravesarla, parece por fin rasgarse el velo de esta extraña frase. Evidentemente se trata de una llamada a seguir adelante, a quemar incluso el futuro, pero no se dice claramente qué existe más allá de esa vida cansada incapaz de seguirnos. “Ser una anomalía, o lo que es igual, asumirse como anomalía es vivir otra vida, una vida que posee otra velocidad y, que en su pura simplicidad constituye un auténtico desafío al poder” Después de lo dicho y de tantos años enfermo, creo que la respuesta es simple: la anomalía. La anomalía ciertamente es lo que huye, pero mientras huye agarra un arma. Ser una anomalía, o lo que es igual, asumirse como anomalía es vivir otra vida, una vida que posee otra velocidad y, que en su pura simplicidad constituye un auténtico desafío al poder. La anomalía interrumpe la movilización global en la que estamos metidos, bloquea la máquina que nos sujeta. Entonces se hunden los horizontes que paralizan, desaparecen las seguridades que tranquilizan. Arde el miedo y se consuma. La anomalía es lo intempestivo en su irreductibilidad, y la fuerza de dolor que surge de esta imposibilidad de vivir, imprime necesidad y excepcionalidad a cada vida. Pero no hay que confundirse. Si asumirse como anomalía es no encajar en esta sociedad, más exactamente, es no-querer-encajar en el juego programado de la vida, entonces la posición política que esta interrupción levanta se abre a todos. La politización de la existencia no pertenece a los marginados por más que el poder quiera marginarnos. Durante la transición postfranquista, una revista de la autonomía obrera publicó un número con un título inesperado: "Todos somos marginados". Esta consigna resultaba un poco extraña en aquellos momentos de intensas luchas obreras, aunque con ella se reconocía la importancia de las reivindicaciones de los homosexuales, de los presos sociales, etc. Hoy, en cambio, esta consigna tiene que ser reformulada porque la operación política que buscaba dar una centralidad política al margen no es necesaria. El margen está ya plenamente en el centro. La frase "Todos somos enfermos de normalidad", al poner la anomalía en el corazón de un malestar social que es colectivo, efectúa este cambio de dirección. Con esta inversión, la politización asociada a este decir "Basta ya" estalla en una multiplicidad que se recoge en una sola afirmación de dignidad. Lo intempestivo es radicalmente político.
Imágenes de Shibboleth, la intervención de Doris Salcedo en la Sala de Turbinas de la Tate Modern (2007)
Anomalías intempestivas
"Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios" (César Vallejo). Lo intempestivo son estos golpes que da la vida, esta ahistoricidad inexplicable que súbitamente irrumpe en nuestro tiempo más íntimo y envuelve la cotidianidad con un halo de tristeza. Desde siempre el pensamiento crítico ha temido afrontar lo intempestivo. Por eso el pensamiento que critica la sociedad, y desea transformarla radicalmente, no sabe cómo situarse ante un obstáculo que, con su insistencia, es capaz de paralizarlo. La tradición marxista, especialmente Lukács en su libro El asalto a la razón, planteó un ataque directo contra las llamadas "filosofías de la vida" en las que incluía desde Nietzsche a Heidegger pasando por Simmel, Spengler y tantos otros. La tesis es conocida: apelar a la vida implica un irracionalismo que abre las puertas al fascismo. Dejemos a un lado la valoración de la tesis en sí misma, y detengámonos en las consecuencias. La esfera personal deberá ser simplemente ignorada frente a la afirmación de un sujeto histórico, o dicho en otras palabras, la subjetividad será completamente descarnada. "Lo que me mantiene es el hecho de que no tengo vida interior. Me interesa todo excepto mi alma"[1] afirmaba Lukács. Esta posición hizo de él un superviviente a todos los cambios históricos. Hoy, en cambio, esta posición es insostenible y tiene que ser rechazada por su falta de radicalidad. Esto es lo que quisiera explicar.
Mayo del 68 supone evidentemente un punto de inflexión. No hace falta extenderse mucho. Los Situacionistas, por un lado, inician una crítica política de la vida cotidiana que les lleva a socavar la idea de revolución mayoritariamente concebida como una toma del poder. Por otro lado, el feminismo es capaz de romper la separación entre lo individual y lo colectivo al afirmar que "todo lo personal es político". Así es como, lentamente, el concepto de vida pasa a ocupar un papel cada vez más importante en el discurso político, y ya no resulta sospechosa su vinculación con la crítica anticapitalista. Ocurre, sin embargo, que a medida que esta vía se explora y se amplía, el concepto de vida empleado pierde su peligrosidad. Dicho en pocas palabras: la politización de la vida implica, paradójicamente, su despolitización.
De la mano de Negri y Agamben, especialmente, el concepto de biopolítica que Foucault introdujo para explicar una dimensión nueva del poder se transforma en un paradigma explicativo, pero en su interior, la vida necesariamente muere. Es conocida la denuncia que el autor francés hace de la Ilustración al mostrar su otra cara, la cara oculta y dominadora. Este análisis del poder punitivo, realizado bajo el fondo de una historia de los cuerpos, será completado con la introducción de un nuevo modo de ejercerse el poder: el biopoder. Según Foucault, uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX consiste en que el poder, por así decirlo, se hace cargo de la vida. Esta estatalización de lo biológico apunta a gestionar la población en tanto que cuerpo múltiple formado por innumerables cabezas. “El malestar social es antes que nada un estar-mal. Cuando el movimiento del 15M proclama "vamos lentos porque vamos lejos", o rechaza a la izquierda en tanto que referente, está inventando una politización nueva que se apoya en el "ser afectado", y en estrecha continuidad con la afirmación de que lo personal es político” Entre el poder disciplinario y el biopoder no existiría oposición sino complementariedad. Agamben generaliza el concepto de biopoder. El campo de concentración constituiría un espacio biopolítico puro y absoluto y, en este sentido, sería insuperable. Fundado únicamente en el Estado de excepción y en la consiguiente suspensión del Derecho, no pertenecería al pasado puesto que se abriría cada vez que se se proclama el Estado de excepción, y eso hoy sucede continuamente. El campo de concentración es el paradigma de esta gestión estatal de la vida. ¿Pero de qué vida? Según Agamben la vida que está frente al poder (aquí habría que entender que el poder, en última instancia, es poder de matar) es la nuda vita, una vida desnuda despojada de todo Derecho. Una vida que ha sido separada de su forma, y que puede ser asesinada pero no sacrificada al haber dejado de ser sagrada. Con la introducción del concepto de nuda vita, Agamben reescribe el nacimiento y el desarrollo de la política occidental. El planteamiento de Negri es ciertamente diferente. Negri retoma también la cuestión del biopoder, pero en estrecha continuidad con su lectura de Marx afirma que, en la actualidad, la vida forma parte del campo de poder. Este campo de poder tendría su origen histórico en la subsunción del capital por parte de la sociedad. No hace falta recordar, la importancia que tiene el fragmento de las máquinas de los Grundrisse de Marx para esta interpretación. Leído desde Marx, biopoder significa, pues, que la tríada sociedad-fábrica-Estado queda perfectamente articulada y que, por tanto, toda la vida es puesta a trabajar, con lo que se vienen abajo las distinciones entre trabajo/no-trabajo, trabajo productivo/trabajo improductivo etc. Negri, a diferencia de Foucault, distingue entre biopoder y biopolítica. Si el biopoder es una gestión estatal de la vida, la biopolítica, en cambio, se reservaría para indicar los procesos de subjetivación en los que se constituye un nuevo sujeto político formado por una multiplicidad de singularidades. En resumen, Agamben introduce el concepto de nuda vita mediante el cual puede desconstruir el Derecho; Negri, por su parte, piensa la multitud como un conjunto de diferencias que, aún permaneciendo como tales, se inscriben en el interior de una teleología materialista y revolucionaria. Ciertamente no se puede negar que la vida ha entrado en el discurso político. Sin embargo, esta vida no es la mía y como tal no la reconozco. Mi vida no está desnuda de historia ni es indeterminada en su singularidad. Es como si la vida, para funcionar en el discurso político que se quiere crítico, tuviera que pagar el precio de su aplastamiento, y perder toda interioridad, así como su propio carácter problemático.
“El camino se hace huyendo del camino ¿Y si intentáramos organizar nuestra existencia en torno de lo intempestivo, o lo que es lo mismo, y si intentáramos politizarla?”
En cuanto a lo que se podría denominar ética de los cuidados, aunque retoma la tesis de que todo lo personal es político, no siempre escapa a la trampa de reducir el "cuidado de la vida" a un cuidado de las relaciones. Su mérito es atreverse a acercar política y terapia. La política es la actividad que, en principio, sirve para organizar la sociedad. La terapia, a su vez, es una práctica que tiene que ver con la curación de alguna enfermedad. Pero cuando decimos "política y terapia", cuando ponemos la política y la terapia en relación, todo se complica. Por un lado, este acercamiento constata que el poder se hace poder terapéutico por cuanto nos impone tener una vida. Vivir, entonces, se convierte en cargar con una vida que tenemos que gestionar y que convertir en proyecto. En definitiva, vivir es estar condenados a trabajar la propia vida. Por otro lado, este acercamiento muestra también que si toda politización es un proceso de autotransformación que nos hace más libres, en ella necesariamente existe algo de terapéutico. Lo que no es de extrañar ya que politizarse implica un "ser afectado". El malestar social es antes que nada un estar-mal. Es evidente, que cuando el movimiento del 15M surge y proclama frases tan increíbles como "vamos lentos porque vamos lejos", o rechaza a la izquierda en tanto que referente, está inventando una politización nueva que se apoya en el "ser afectado", y en estrecha continuidad con la afirmación de que lo personal es político. Los límites de la ética de los cuidados aparecen cuando la vida permanece encerrada en una comunidad transformada en un fin en sí mismo, y la psicología en una práctica de apaciguamiento que actúa como el poder terapéutico.
Lo intempestivo, sin embargo, insiste contra su neutralización. Insiste por la sencilla razón de que la vida, justamente por ser vida, debe cargar con su propia ambivalencia. El verdadero desafío no consiste en arrancarle esta fuerza oscura, sino al contrario, en intentar cabalgarla. No es fácil ciertamente. Yo mismo intenté una operación filosófica cuyo objetivo era avanzar en esta dirección. Pasar de la Vida (con mayúscula) al querer vivir. De esta manera estaba siguiendo una estrategia de nominalización muy practicada en la filosofía contemporánea. La vida es simplemente el nombre que damos a una constelación de cuerpos, palabras y cosas, en la que se conjuga el verbo "querer vivir". Vivir es, pues, conjugar el verbo "querer vivir", y eso se hace cada vez que abrimos/encontramos las vidas que vivimos. Pero si la vida es una palabra, el querer vivir es un grito. Un grito que puede constituir un verdadero desafío. Con todo tuve que admitir la imposibilidad de coger con la propias manos el querer vivir, y el fracaso de este intento de autodeterminación. El libro Amar y pensar es la constatación de ello. No hay manera. La vida se venga con la vida de ser vivida. Dios nos odia. Mecido en su eternidad, anhela nuestro querer vivir y por eso nos envidia. Dios, o el poder, o la Vida, que nos mantiene con el mínimo de vida para obligarnos a seguir trabajando. Entonces, aunque no quieras, se aprende una lección que ya jamás se olvida. Si la vida da golpes que "son como del odio de Dios" solo nos queda luchar cuerpo a cuerpo con ella, es decir, una lucha a muerte con la vida. Estamos lejos de cualquier variante de vitalismo, y además sabemos también que lo intempestivo jamás podrá ser completamente recluido en la esfera de la vida privada puesto que la excede continuamente.
“En la actualidad, ya nadie se atreve a defender abiertamente una función representativa. Aparentemente, la forma partido en un sentido clásico ha pasado a la historia. El verbo politizar construye lo común, y lo hace proscribiendo cualquier atisbo de forma de dominación, aunque ésta se cobije bajo la forma de un estar al servicio del pueblo”
El camino se hace huyendo del camino ¿Y si intentáramos organizar nuestra existencia en torno de lo intempestivo, o lo que es lo mismo, y si intentáramos politizarla? Politizar la existencia no significa la afirmación romántica de la subjetividad frente al mundo, tampoco una obsesión enfermiza por la noche y lo oscuro, bien al contrario, es una llamada a hacer política. Eso sí, una política que ha mutado totalmente. Seguramente el mejor modo de introducir este cambio consiste en intentar contestar hoy a la pregunta que Platón planteó en su libro La república: ¿por qué hay que volver al interior de la caverna? El mito es conocido. Los hombres viven encadenados en una morada subterránea viendo pasar ante sus ojos sombras, proyectadas por un fuego, que ellos toman por realidades. Imaginemos, nos dice Platón, que alguien consigue liberarse, salir fuera, y contemplar finalmente la luz del sol. El prisionero liberado tendría primero que acostumbrarse poco a poco al resplandor del sol y, en el caso de retornar a la oscuridad, sería objeto de burla e incluso probablemente asesinado por los mismos compañeros que él quiere salvar. A pesar de ello, el filósofo griego defiende la obligación de regresar a la caverna, aunque comprende muy bien que quienes han gozado de la visión de la idea de Bien, que es causa de todas las cosas rectas y bellas, "no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba"[2]. Sin embargo, estos hombres que han visto lo que los otros desconocen, deben ser forzados a ocuparse de los demás ya que para esta función han sido educados. Platón concluye su explicación asegurando que "estamos ordenando a los justos cosas justas"[3]. La propuesta platónica del filósofo rey, fundamento del modelo de crítica durante años hegemónico, si bien admite lo intempestivo e incluso lo pone en el centro de la acción política aunque sea como un no-lugar, en realidad lo desnaturaliza completamente. Mediante la expulsión de toda sombra de ambivalencia, la idea de Bien es convertida en el ámbito de lo puro e inteligible, y esta "limpieza" es precisamente la que constituye el fondo de cualquier política de Estado. Una política de Estado que, en el caso de Platón, se presenta a sí misma como una tarea esencialmente educadora, entendiendo en todo momento que educar es corregir, más exactamente, curar. Platón emplea incluso el término "curación de su ignorancia" para referirse a los efectos que esta verdad tiene sobre los prisioneros. Lenin, bastantes siglos después y en su libro ¿Qué hacer? donde teoriza la forma partido, sostuvo algo parecido. Los trabajadores por sí solos no pueden acceder a una conciencia política. La tarea de los intelectuales, organizados en el partido dirigente, consiste en aportar "desde fuera" dicha conciencia. No hace falta explicar el desenlace. "¿Los hombres de hoy no son también un fin? ¿No quieren también vivir? Ha llegado la hora de poner término a este experimento", pedía el comandante soviético F. Moronov en una carta desesperada dirigida a Lenin que muestra hasta qué punto la práctica política revolucionaria seguía concebida en el interior de un paradigma médico. El comandante fue, finalmente, asesinado en la cárcel por sus guardianes, y su denuncia como tantas otras, no impidió que la revolución rusa siguiera imperturbable su camino hacia el capitalismo de Estado.
Esta concepción de la crítica, y de la práctica política correspondiente, entró en crisis con la desarticulación del Movimiento Obrero a finales de los sesenta pero, sobre todo, se vino abajo con la aparición en el año 2011 de nuevas formas de politización que ya no arrancaban de la centralidad de la fábrica, sino de un malestar social generalizado. Con las ocupaciones de plazas, en tantas y tantas ciudades, emergió un movimiento conocido bajo el nombre de "Los indignados" –aunque este calificativo siempre será exterior e insuficiente– que, al establecer una nueva relación entre vida y política, problematizaba la idea de representación. No es sorprendente, pues, que las plataformas político-electorales surgidas con la intención de desbloquear el impasse en el que según ellas este movimiento se encontraría, se vean a sí mismas como simples herramientas. En la actualidad, ya nadie se atreve a defender abiertamente una función representativa. Aparentemente, y digo solo aparentemente, la forma partido en un sentido clásico ha pasado a la historia. "Nadie nos representa", "No somos mercancías en manos de políticos y banqueros", "Democracia real ¡Ya!" se gritaba en la calle. Este rechazo imprevisto y radical, radical porque apunta al fundamento mismo de la política, desautorizaba toda idea de dirección política exterior al movimiento. Más allá de los propios límites del movimiento, lo cierto es que desde esta crítica práctica y a partir de las invenciones realizadas, la pregunta platónica queda totalmente invalidada. De pronto todas las respuestas posibles se nos aparecen como excusas ridículas, como subterfugios necesarios para prolongar jerarquías y modos de dominio. ¿Qué ha sucedido? Pues, sencillamente, que con la toma de palabra colectiva se ha pasado de la política a la politización. El verbo politizar construye lo común, y lo hace proscribiendo cualquier atisbo de forma de dominación, aunque ésta se cobije bajo la forma de un "estar al servicio del pueblo".
“La verdad no tiene que ir a buscarse fuera, porque la verdad reside en el cuerpo herido del que se resiste a las cadenas que lo sujetan. Por esa razón, la verdad no pertenece ni a dirigentes ni a expertos”
Esta desconstrucción del discurso político supone un paso de importancia fundamental que debe ser profundizado. Lo intempestivo se ha abierto de nuevo un lugar, ha dejado de constituir un obstáculo a rechazar (o a desnaturalizar) para ser la condición misma de la política, o mejor, de la crítica de la política. La verdad no tiene que ir a buscarse fuera, porque la verdad reside en el cuerpo herido del que se resiste a las cadenas que lo sujetan. Por esa razón, la verdad no pertenece ni a dirigentes ni a expertos. Habita el cuerpo de la anomalía que persiste. El paradigma médico, que era tan útil para construir un régimen de autoridad, es directamente subvertido al pasar de la visión al cuerpo. La verdad habita en el cuerpo de todo aquel que se alza, de todo aquel que se asume como anomalía. Por esa razón, la verdad no se comunica. Se contagia. Con la irrupción de lo intempestivo, la vida vuelve a ser peligrosa. Artaud afirmaba que "curar una enfermedad es un crimen"[4] a pesar de que todos, también él por supuesto, deseamos fervientemente ser curados. No, no hay que caer en esta tentación, y tenemos que abrazarnos a lo intempestivo para mantenernos en pie. Este es nuestro modo de hacer política, de construir una posición política. Los enfermos de normalidad hemos descubierto, hace ya mucho tiempo, que la ambivalencia anida en el querer vivir: el querer vivir es nuestra enfermedad y, a la vez, nuestro desafío.
"Mi madre, que tiene 50 años, trabaja desde hace años en unos grandes almacenes. Cada vez se encuentra peor. Se pierde en los pasillos interminables formados por la estanterías, no tiene fuerza para sujetar los objetos y, a menudo, se le caen al suelo. El sindicato de la empresa está haciendo todo lo posible para que sea despedida. El médico afirma que mi madre tiene fatiga crónica y fibromialgia" me dice el empleado de una oficina de correos. Tu madre no está enferma. Su cuerpo está harto de tener que soportar esta normalidad miserable y triste. Su cuerpo dice basta. Se rebela. Hace de su enfermedad un arma.
Cuando publiqué mi libro El infinito y la nada, en la página inicial escribí esta frase "No dejemos nada atrás, sólo esta vida nuestra incapaz de seguirnos". Tengo que reconocer que, si bien me parecía resumir el texto, también percibía que su significado más profundo se me escapaba. Ahora, después de diez años y, habiendo terminado mi último libro Hijos de la noche. La enfermedad del querer vivir que es un cruce entre biografía y filosofía, una reflexión sobre la noche y cómo atravesarla, parece por fin rasgarse el velo de esta extraña frase. Evidentemente se trata de una llamada a seguir adelante, a quemar incluso el futuro, pero no se dice claramente qué existe más allá de esa vida cansada incapaz de seguirnos. “Ser una anomalía, o lo que es igual, asumirse como anomalía es vivir otra vida, una vida que posee otra velocidad y, que en su pura simplicidad constituye un auténtico desafío al poder” Después de lo dicho y de tantos años enfermo, creo que la respuesta es simple: la anomalía. La anomalía ciertamente es lo que huye, pero mientras huye agarra un arma. Ser una anomalía, o lo que es igual, asumirse como anomalía es vivir otra vida, una vida que posee otra velocidad y, que en su pura simplicidad constituye un auténtico desafío al poder. La anomalía interrumpe la movilización global en la que estamos metidos, bloquea la máquina que nos sujeta. Entonces se hunden los horizontes que paralizan, desaparecen las seguridades que tranquilizan. Arde el miedo y se consuma. La anomalía es lo intempestivo en su irreductibilidad, y la fuerza de dolor que surge de esta imposibilidad de vivir, imprime necesidad y excepcionalidad a cada vida. Pero no hay que confundirse. Si asumirse como anomalía es no encajar en esta sociedad, más exactamente, es no-querer-encajar en el juego programado de la vida, entonces la posición política que esta interrupción levanta se abre a todos. La politización de la existencia no pertenece a los marginados por más que el poder quiera marginarnos. Durante la transición postfranquista, una revista de la autonomía obrera publicó un número con un título inesperado: "Todos somos marginados". Esta consigna resultaba un poco extraña en aquellos momentos de intensas luchas obreras, aunque con ella se reconocía la importancia de las reivindicaciones de los homosexuales, de los presos sociales, etc. Hoy, en cambio, esta consigna tiene que ser reformulada porque la operación política que buscaba dar una centralidad política al margen no es necesaria. El margen está ya plenamente en el centro. La frase "Todos somos enfermos de normalidad", al poner la anomalía en el corazón de un malestar social que es colectivo, efectúa este cambio de dirección. Con esta inversión, la politización asociada a este decir "Basta ya" estalla en una multiplicidad que se recoge en una sola afirmación de dignidad. Lo intempestivo es radicalmente político.
Imágenes de Shibboleth, la intervención de Doris Salcedo en la Sala de Turbinas de la Tate Modern (2007)