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Al otro lado de la alfombra roja

Activistas, cazadores de autógrafos y público contratado en la gran noche del cine español
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–¿Eres un cazador de autógrafos?

–Si –dice Javier–, pero no me gusta hablar de ello.

Lo cual no quiere decir que no esté dispuesto a hablar de ello. Podría pensarse que Javier es el hombre adecuado y que ha llegado en el momento adecuado al lugar adecuado: vestíbulo del hotel Auditorium –carretera de Barcelona, afueras de Madrid–, unos minutos antes de que empiece la gala de los premios Goya. Por supuesto que Javier no ha sido invitado a la gala, pero hay, en este vestíbulo, una zona muerta en la que conviven los invitados con los no-invitados, un pasillo de unos treinta metros que se acaba a las puertas de un cocktail-bar donde hay unos guardias de seguridad que sólo dejan entrar a los que tienen aspecto de poder entrar.

Javier viste zapatos castellanos, pantalones vaqueros pero no de pitillo y una casaca austriaca. Sostiene una carpeta llena de fotografías de famosos. Hace esto –cazar autógrafos– por dinero y no pierde de vista la puerta del cocktail-bar, de la que sale de vez en cuando algún famoso. Habla de su trabajo como cazador de autógrafos de una forma misteriosa. Dice que hay «una persona de fuera de Madrid» que está muy interesada en conseguir fotos dedicadas y a quien no le importa pagar por ello. Pero se tienen que dar varias circunstancias: tiene que estar el famoso y tiene que estar, entre el muestrario de fotos de Javier, la fotografía de ese famoso. A Javier no le interesa un autógrafo si no está estampado encima de una fotografía. Además, el famoso tiene que acceder, cosa que no siempre ocurre. Inma Cuesta y Clara Lago, que sí estaban en la colección de fotos de Javier, han pasado de largo y Javier ha perdido o dejado de ganar veinticinco euros con cada una de ellas. Este cazador de autógrafos no siente mucha simpatía por el cine patrio. La última película española que vio fue Celda 211 (2009). La noche está siendo desastrosa para él. Cero. El año pasado se cobró siete u ocho piezas, y se embolsó cerca de ciento cincuenta euros. Pero el mundo no se acaba en la gala de los Goya. Durante el resto del año, Javier prueba suerte en los estrenos de la Gran Vía. Para estar informado de cuándo y dónde suceden las cosas, Javier está suscrito a unas cuantas agencias de noticias y, por lo visto, cuenta con una garganta profunda en la industria:

–Tengo un contacto en el mundo del cine. 

En condiciones normales, Javier se habría situado en los márgenes de la alfombra roja por la que algunas celebridades acceden a la gala, pero las condiciones normales hace mucho que no existen. De unos años a esta parte, la protesta organizada cristaliza a las puertas de la gala –capitaliza la alfombra roja– así que la organización ha tomado ciertas medidas, que consisten básicamente en alejar a los colectivos que protestan y cercar la alfombra roja, a la que sólo puede acercarse público ficticio, personas a las que se paga por aclamar a las estrellas. Sin embargo, cualquiera puede acceder al vestíbulo del hotel Auditórium, y para ello basta con franquear la entrada principal (la alfombra roja está situada en un acceso lateral), siempre y cuando no se lleve encima una gorra, una camiseta o cualquier otro complemento que lo distinga a uno como integrante de algún colectivo en lucha.

De modo que la alfombra roja es un pequeño laboratorio de la ficción española en el que las cosas no son, y ni siquiera lo parecen. La gente que aclama a las estrellas ha sido contratada por una empresa «captadora de público», es decir, una agencia que se encarga de conseguir público para los programas de televisión. Adrián, por ejemplo, tiene veinte años y se ha hecho engastar un aro en el lóbulo derecho. También tiene una novia llamada Celia, y se besan todo el tiempo y explican que lo hacen para combatir el frío. Son amigos de Ángel, que tiene diecinueve años, vive en Fuenlabrada y busca trabajo y, mientras tanto, hace de público en programas de televisión: Levántate, La voz, Hit. La canción. Les pagan diez euros por estar aquí. Se han calzado unos zapatos de vestir y una corbata. Los han traído en un autobús y los han depositado a un lado de la alfombra roja y les han dicho «aplaudid», y ellos aplauden, «gritad», y ellos gritan.

–¡Guapa!

Las estrellas se bajan de coches rutilantes con los cristales tintados y en seguida son recepcionadas por una pareja de figurines con sombrero de copa, bastón y levita dorada que ofrecen el brazo a las mujeres y señalan el camino a los hombres. Antes de llegar a la puerta giratoria, las estrellas ladean la cabeza, levantan el brazo, fruncen los labios y algunas –Antonio Banderas, José Coronado– estrechan las manos de los fans contratados, o no-fans.

–Tenéis las manos muy frías– dice Antonio Banderas.

Hay una reportera y un cámara del programa deportivo Punto pelota que están ahí para arrancar a los famosos un saludo personalizado.

–¿Un saludo para Punto pelota?

–Un saludito. ¡Muá!– dice Massiel.

No sirve. Massiel, y algunos otros famosos que intentan ser amables, no comprenden que se trata de que digan las palabras punto y pelota, es decir el nombre del programa con todas sus letras.

Hay más televisión alrededor de la alfombra roja. Un equipo del programa El hormiguero ha posado su mirada inmisericorde sobre uno de estos fans de agencia, que bordea la mediana edad, y viste pantalones de cuadros, anorak acolchado y unos extraños zapatos con hebilla. El redactor de El hormiguero ha entrado directamente en materia, le ha preguntado si también lleva esos zapatos cuando está en casa, y al final ha encontrado divertido preguntarle si era virgen. 

Todo sigue. Juan Diego se desliza por la alfombra roja, se desentumece los brazos y cuando le preguntan por el derby que se ha jugado unas horas antes (Atlético de Madrid 4-Real Madrid 0) dice: «Hace muchísimo frío», y a la reportera se le iluminan los ojos. Parece ser que el mismísimo Florentino Pérez ha dicho, no hace mucho tiempo, algo parecido después de otra derrota ominosa. La reportera se vuelve hacia el cámara:

–Voy a montar las dos piezas, una detrás de otra, y va a quedar muy bien– dice, y será lo último que diga a este lado de la alfombra roja, porque muy pronto alguien de la organización la invitará a desalojar la zona y, en adelante, la pareja Punto pelota merodeará por el área de la protesta organizada, una zona oscura en la que nunca pasa nada.

En realidad, en la zona de protesta sí que pasan cosas –en todas partes pasa algo–, pero es como si no ocurrieran porque nunca nadie se va a enterar.

–¡Estamos pasando frío para nada! –se lamenta Juan Javier, que ha venido con unos cuantos compañeros para quejarse de las condiciones de trabajo de los figurantes en la ficción española (cine y, sobre todo, series de televisión).

La protesta se amontona en las afueras de la gran noche del cine español. «Para todos, tratamiento: los intereses de los espectadores no pueden ser más importante que la vida de las personas», es decir, colectivo de afectados por la hepatitis C. «La figuración es parte del equipo/Somos profesionales, somos figuración: queremos un convenio, una regulación». Y, también, la casi aliteración de «No al ERE de Madrid Río». Pero en esta zona de protesta también hay gente que no protesta. Hay un hombre entrado en carnes y, a su vez, metido dentro de un traje ajado, que gasta corbata roja y se pasea por los bordes de la protesta y grita «¡Viva la gente del cine!», «¡Viva el sol de España!». Su grito es inconstante y no trasciende la barrera del sonido. «Coca Cola: boicot, boicot, boicot». «RTVE: Televisión sin manipulación». Israel, que trabaja en el laboratorio de control de calidad de la fábrica de Coca Cola en Fuenlabrada, se lamenta de lo bien que se ha organizado todo este año:

–El año pasado estuvimos en la alfombra roja y tuvo más repercusión, pero este año no se va a enterar nadie.

Lo cual es más o menos cierto.

Pero volvamos al vestíbulo del hotel Auditórium y a ese pasillo o zona mixta en que los sueños de los verdaderos y sinceros fans –besar a un famoso, fotografiarlo, arrancarle un autógrafo o una sonrisa– son aún posibles. Hay también un problema de proporciones. El número de estos fans no contratados, o al menos no apalabrados, ronda la veintena. En los momentos álgidos, y si contamos a los huéspedes del hotel que pululan por el vestíbulo –picos de audiencia–, se alcanza la treintena. No es sólo que haya menos fans que estrellas sino que hay menos fans –verdaderos fans– que artistas nominados: hay incluso menos fans que artistas nominados a según qué categorías, sobre todo si tenemos en cuenta que en según qué categorías suben hasta seis personas a recoger un galardón.

Pero hay fans: Begoña y Harri son de Barcelona y de Bilbao, respectivamente, y viven en Madrid. Harri quería sorprender a Begoña y se le ha ocurrido reservar una habitación en este hotel Auditórium y ahora culebrean entre los famosos y mirones. Así que han venido sólo para ver esto o, mejor dicho, para vivir esto. Cuando llegue la hora de la gala, se subirán a su habitación y seguirán los chistes de Dani Rovira y las dedicatorias y reivindicaciones de los premiados a través de la televisión.

Ha pasado uno de los actores de la teleserie El barco, Begoña ha alargado el brazo y le ha dicho: «¿Te importa?», y luego Harri ha hecho la foto. Begoña no acierta a decir el nombre del actor:

–Tengo ya muchas fotos con él pero me da igual. Cuando me gusta alguien, repito.

Así que Begoña es una fan en estado puro a la que no le importa mucho quién sea el famoso. Lo que le importa es la fama.

Los fans suelen operar en pareja, aunque no siempre sean novios. Por ejemplo, Luis y Yoly, que rondan los treinta años y visten de un modo discreto (jerséis de cuello redondo, chaquetón de invierno). Luis y Yoly se han hecho fuertes entre la entrada del cocktail-bar y la puerta de los cuartos de baño. No hay cuarto de baño dentro del cocktail-bar y las estrellas tienen que usar el baño del vestíbulo. Luis dice que allí dentro se ven muchas cosas, o se huelen. Está en condiciones de asegurar que el actor Raúl Arévalo se encierra cada cierto tiempo en un excusado para fumar un cigarro. Su compañera –compañera de andanzas en el fenómeno fan– Yoly le tira de la sisa y le dice que no debería ir por ahí lanzando rumores.

–No son rumores.

–Da igual: no saldrá de aquí.

Pasa Blanca Romero.

–¡Blanca! ¡Blanca!

Pasa Elena Anaya.

–¡Elena!, ¡Elena!

India Martínez, que luego recogerá el premio a la mejor canción original, arrastra un vestido azul de lentejuelas y camina apoyada en un joven de melena volcánica.

–India es muy maja, tengo varias fotos con ella –dice Yoly.

Se acerca la hora de empezar y la gente de la organización comienza a pastorear a los invitados hacia el auditorio.

Lorena y Susana tienen dieciocho años y estudian segundo de bachillerato. Han venido desde Orcasitas para vivir la gala desde las afueras. Se han vestido para la ocasión, con trajes oscuros y un chal, y se turnan para cargar con un bolsón de tela donde llevan los zapatos de tacón. Se han perfilado las cejas, se han hecho algo en el pelo y también se han hecho fotos con muchos famosos, por ejemplo con Paco León. Ya se han cansado de los tacones y se han vuelto a calzar unas manoletinas como las que se reparten al final de algunas bodas.

–¿Qué sentís cuando os hacéis una foto con un famoso?

–Es un momento muy único.

Pero ese momento único ya se ha acabado y ahora las estrellas, y los invitados en general, empiezan a perderse por los pasillos que conducen a la gala y en los ojos de Lorena y Susana se nota un cierto cansancio. Miran con melancolía hacia el control de acceso al auditorio y no saben muy bien qué hacer. Muy pronto dejarán de circular autobuses diurnos por la carretera de Barcelona y tendrán que ponerse en manos de los búhos –autobuses nocturnos, peligro de congelación en la parada– o pagar un taxi: han apartado el dinero por si hace falta. Los organizadores desvían el flujo como guardias de tráfico y entonces Lorena y Susana se dan cuenta de que hay personas que no enseñan ninguna invitación y que sin embargo siguen su camino sin que nadie las moleste. Lo que Lorena y Susana no saben es que ese camino no conduce a ningún sitio o, mejor dicho, conduce a cualquier parte menos al auditorio de la gala de los Goya, y por eso dejan pasar a turistas asiáticos que avanzan hacia sus habitaciones. Pero hay algo más, siempre hay una posibilidad por pequeña que sea. Hay un bar de acceso libre, con mesas y butacas bajas desde las que unas cuantas personas siguen la gala –la gala ha comenzado– por televisión. Hay trajes de fiesta, algún smoking y zapatos de charol. Son personas que no tienen asiento asignado pero que cuentan con entrar a la fiesta que se dará después de la ceremonia (tienen amigos dentro que les han asegurado que podrán franquearles la entrada). Así que no son fans. El grueso de los fans se ha marchado, también se ha ido el público contratado, y los cazadores de autógrafos y los que protestaban desde el lado oscuro. Sólo quedan Lorena y Susana, que no saben si volverse a casa en autobús y ahorrarse el dinero del taxi o sentarse en una de esas butacas del bar de acceso libre y soñar con que tal vez, a lo mejor, después de la gala, los hados les sean propicios y entonces, tal vez y a lo mejor, etcétera.