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21 millones de euros o la alteridad

Lotería en La Vaguada
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Cuando juegas al Euromillón y ganas veintiún millones de euros lo natural es que te vuelvas un poco melancólico de repente: de repente tu vida se parte en dos, antes y después del premio, antes y ahora, y aunque se supone que la parte buena y desahogada y hasta excitante –viajar, tomar decisiones, poner nombres a las cosas y a las casas, tener casas– de tu propia novela empieza ahora, no puedes dejar de pensar que la parte interesante (heroica) en realidad ya ha pasado. Ahora mismo hay una persona que pasa por ese trance en los alrededores de La Vaguada (La Vaguada es un centro comercial que bla, bla, bla) y no hay que descartar ninguna posibilidad. Hace una semana, alguien (es decir, uno de nosotros) asomó las narices por la administración de loterías que ocupa el local 133 –planta baja, entre los encajes y bordados de la mercería El Tirón y la lencería explícita de Women'secret– y selló un boleto que luego sería premiado con 21.449.918 euros. Por supuesto, nadie sabe nada o, mejor dicho, nadie admite saber nada.

La empleada Sandra bebe agua mineral al otro lado de la mampara de seguridad y sonríe, se pasa la mano por la nuca y vende participaciones y boletos sin descanso.

–Una múltiple de siete para el sábado.

Algunos clientes  –muchos hombres con chaquetón acolchado– felicitan a Sandra y a su compañera, pero Sandra se quita mérito y dice que no siente nada especial ante la posibilidad de haber atendido a una de las personas más ricas de España. A lo mejor ni siquiera ha sido ella. Dice que no hay manera de saber cuál de las cuatro empleadas que trabajaron el lunes vendió el billete premiado (números 39-25-50-44-18, y estrellas 8-5) y no cuenta con conocer personalmente al ganador (ni ella ni ninguna de sus compañeras, porque los premios de más de 2.500 euros no se cobran en ventanilla).

–Esto es totalmente anónimo.

En la mercería El Tirón tampoco sueltan prenda. Las empleadas comprueban con el puño la resistencia de unas medias de acabado transparente, miden cremalleras, cotejan botones forrados y menean la cabeza. ¿Acaso no les excita la posibilidad de que la misma persona que selló el boleto millonario se pasara luego por su tienda para hacerse con una cuantas bobinas de hilo de nailon?

–Bueno, no sé... puede ser, pero yo diría que no.

Las empleadas (las de la mercería, las de la administración de loterías: todo el mundo) insisten en que sólo hay una cosa segura: a ellas no les ha tocado. Es una afirmación retórica o incluso paradójica. Preguntarle a alguien si ha ganado veintiún millones de euros jugando a la lotería y aguardar una respuesta se parece mucho a uno de esos juegos de lógica (o de lo que sea) en los que alguien te dice cosas como «Todos los cretenses somos unos mentirosos». ¿Entonces? El premiado nunca dirá la verdad, o al menos no te la dirá a ti. Mejor dicho, nadie dirá la verdad sino lo que le convenga en ese momento, que siempre será «a mí no me ha tocado», aunque se dé la circunstancia de que, a veces (o casi siempre: n-1), esa respuesta de conveniencia coincida con la verdad digamos verdadera.

El caso de Mercedes es diferente porque ella tiene coartada. Ella no estaba en La Vaguada el día en que se selló el boleto. Mercedes ronda los cuarenta años y ha conducido desde Guadalajara –donde quiera que esté Guadalajara– para que sus dos hijas (gemelas o mellizas) y otras dos amigas puedan asistir a la firma de discos del ídolo de jovencitas Calum en la planta primera de La Vaguada. Calum tiene catorce años y un tupé de veinticuatro quilates que llega hasta la planta terraza. Se ha hecho famoso en el concurso de televisión La Voz Kids. Se forman dos filas para hacerse fotos con Calum, una chica se desmaya. Todas gritan mucho, se abrazan unas a otras y se entregan a la locura fan –lo divertido es chillar, chillar es un fin en sí mismo– sin pararse a pensar que todo esto ocurre sobre una montaña, más o menos metafórica, de billetes de quinientos euros. También abrazan a Calum y se fotografían con él cuando les llega el turno. Cuando Mercedes oye hablar de los veintiún millones del Euromillón se lleva una mano al pecho y luego se asoma al foso de la primera planta y señala hacia la administración de lotería y dice:

–¿Ahí?

Y después levanta el brazo y apunta hacia Pepe Barroso y dice:

–Mira, ése de ahí es Pepe Barroso. ¿Sabes quién es Pepe Barroso?

Pepe Barroso –Don Algodón, calle Claudio Coello, años ochentaes el dueño de la productora Pep's, en la que Calum ha grabado su primer álbum, Hey, babe!, y ha venido a La Vaguada para poner orden en la firma de discos. También ha organizado el Gemeliers Weekend, un fin de semana temático en Los Ángeles de San Rafael (Segovia, al otro lado del túnel de Guadarrama) donde las chicas tendrán la oportunidad de acercarse al dúo Gemeliers –otros concursantes de La Voz Kids– gracias a un apretado programa de actividades que incluye alojamiento, actuaciones, cena de gala y una gymkana. Las chicas quieren saber cómo tienen que ir vestidas a esa cena de gala y se lo preguntan a Pepe. Hay que ir arreglada, va a ser una noche muy especial. Todo el fin de semana (275 euros sin transporte) va a ser muy especial.

–Yo espero –dice Pepe Barroso– que la gente se lo pase que te mueres.

Cuando Pepe Barroso se ha enterado de que ahí abajo se ha sellado un boleto por valor de veintiún millones de euros ha levantado una ceja y una sonrisa se ha paseado por sus labios y el caballo bordado en la pechera de su polo Ralph Lauren ha piafado y le han temblado las quijadas, y eso ha sido todo.

En La Vaguada hay o suele haber, con la salvedad de las fans y los empresarios de éxito, tres tipos de personas: los empleados, los clientes y los merodeadores. Los merodeadores no hacen gasto y su ocupación principal es la de contemplar el infinito desde alguno de los pocos bancos –unos bancos difíciles que adquieren formas cada vez más retorcidas y disuasorias– que quedan por aquí abajo. Los clientes hacen gasto porque son clientes, o al revés, y a veces les parece buena idea jugar a la lotería y sondear así las posibilidades de empezar una vida nueva: ¿quién sabe? Y los empleados. Los empleados de las muchísimas tiendas de La Vaguada tienen siempre algo de dinero en el bolsillo y la idea de hacerse multimillonarios con una apuesta de seis euros no parece del todo descabellada. De hecho, a alguien le ha ocurrido.

–Me mareo sólo de pensarlo.

Cristina ronda los treinta, usa gafas de muchísima graduación, trabaja en una tienda de la planta primera –no quiere decir en cuál– y no ha entendido la pregunta. La cuestión no es qué haría ella con todo ese dinero (a quién le prestaría un millón o qué nombre le pondría a su pequeña y encantadora sociedad instrumental) sino qué haría ella consigo misma. ¿Volvería a posar su mirada de aumento sobre los contornos de La Vaguada?, ¿volvería a su puesto de trabajo? Los psicólogos dicen (los psicólogos dicen muchas cosas) que no hay que dar volantazos después de estos golpes de suerte. No hay que dejar el trabajo ni convertirse en un rentista ocioso y lleno de dilemas existenciales, y tampoco hay que mudarse de barrio ni olvidarse de los amigos. Así que no hay que volverse loco (dicen los psicólogos) pero eso es lo que suele hacer la gente, y lo primero que hacen es dejar el trabajo.

–Pues no lo sé –dice Cristina.

Es verdad que se marea sólo de pensarlo. Imaginar que ha sido ella la que ha ganado los veintiún millones es un ejercicio de alteridad demasiado exigente: da la impresión de que le va a estallar la cabeza de un momento a otro.

–¿Y unas vacaciones?

Pero irse de vacaciones no resolvería el problema, solamente lo aplazaría durante unos cuantos días. Cristina procastrinaría en lugar de tomar una decisión. Hay dos maneras de dejar un trabajo: dando una explicación o no dando ninguna. Si alguien se ha despedido en la última semana de alguna tienda de La Vaguada y no ha dado ninguna explicación, es posible que su jefe haya movido la nariz y se haya rascado la cabeza antes de murmurar: «Tal vez sea él/ella», y antes o después ese jefe sentirá la necesidad de comentar el asunto con algún otro empleado y entonces habrá nacido un rumor y muy pronto el rumor se expandirá por el éter de La Vaguada hasta convertirse en una verdad a todos los efectos. En el caso insólito de que ese empleado se haya sincerado con su jefe –«ha ocurrido esto»–, la cosa será mucho más fácil y, sobre todo, mucho más rápida. El rumor se hará carne enseguida y el antiguo empleado –todos somos ese empleado o, lo que es casi lo mismo, podríamos serlo: ¿quién dice que no lo seamos realmente?, ¿y si todo fuera una maniobra de distracción?: no hay que descartar ninguna posibilidad– comprenderá que ya no puede confiar en nadie y experimentará de pronto los sinsabores de ser una de las personas más ricas de Europa y de España –desde luego, la más rica de La Vaguada– y entonces, mecido por una gran ola de melancolía, recordará los días en que no era un millonario acuciado por la necesidad de tomar una decisión sino un modesto héroe –gente corriente– que no salía de casa sin su abono de transportes y pensará –«Poor is cool»– que, después de todo, aquella era una buena época: «Éramos pobres y felices».