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Si mi museo ardiera esta noche

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En el siglo XXI, el Terror —del islamismo, del narco, de los iluminados occidentales— ya apenas quema libros. Sigue quemando personas, eso sí, o decapitándolas. Pero su psicosis cultural prefiere enfilarse contra las estatuas, los museos al aire libre que todavía abundan en Oriente, la arquitectura misma. En fin, contra cualquier patrimonio artístico o evento humano que nos recuerde la pertinencia de la civilización.

Modo lectura

Pocas palabras, pero muchas imágenes. Ése parece ser el lema.

Dado que ese horror suele alternar la demolición con la construcción fílmica, el videoterrorismo, las soflamas inverosímiles de otros tiempos han quedado aparcadas o reducidas. Aquellos comunicados ampulosos, los manifiestos mesiánicos a lo Unabomber o a lo Bin Laden, parecen menguar ante el impacto visual que nos ofrece, en directo, la barbarie.

El nuevo imaginario de la violencia parece reafirmar ese criterio mayoritario según el cual, gracias a la expansión de la cultura visual, el arte ha derrotado a una literatura que ha quedado aplastada por el peso de las imágenes. Es posible, sin embargo, ensayar a contrapié de esa extendida superstición. Y, todavía más, asumir que la apoteosis de las imágenes es, al contrario de lo que se llora en todas las esquinas, una prueba irrefutable de la supervivencia de la literatura.

Es cierto que cierran las librerías, pero también es verdad que los libros permanecen. Es innegable que muta el soporte del texto, pero no es posible negar la evidencia de que persiste la lectura.

Eso fue precisamente lo que advirtió Aldous Huxley, hace más de seis décadas, en Si mi biblioteca ardiera esta noche; ensayo breve que aquí se parafrasea y festeja. Allí y entonces, Huxley argumentó que el fuego de una biblioteca podía afectar el coleccionismo y, si se quiere, hasta el fetichismo —arrasaría incunables, primeras ediciones, volúmenes anotados—, pero, en los términos estrictos de defunción literaria, quemar una biblioteca era un acto inútil, dado que los libros podrían volver a leerse e incluso tenerse.

Imaginando otra dimensión, poniéndonos en el caso de que los museos ardieran hoy —y a pesar de tanta tecnología a su disposición para la reproducción de las obras—, debemos admitir que buena parte del arte se evaporaría entre las cenizas del incendio. Vale añadir que también quedaría carbonizado, y sin contemplaciones, uno de los géneros museísticos por excelencia: la exposición. Alguien objetará que siempre uno podrá ver un Van Gogh o un Picasso reproducidos al milímetro desde la pantalla de cualquier ordenador. Pero podemos convenir en que no hay técnica digital, por precisa que sea, que nos permita apreciar el Perro semihundido, tal cual lo pintó Goya, mientras que un ebook sí nos dejaría disfrutar un Hamlet tal cual lo escribió Shakespeare.

Así las cosas, la profusión de imágenes visuales no ha fortalecido el arte sino que lo ha diluido, en algún caso lo ha llevado a arder por combustión espontánea. Lo curioso de todo esto, sin embargo, es que insistimos en no percatarnos de esa discreta victoria de la literatura, como tampoco parecemos darnos cuenta de esta evidente derrota del arte. O tal vez hemos preferido no mirarla de frente.

Fijémonos, si no, en este detalle: cuando el mundo del arte —El Sector— se reúne, lo hace para discutir sobre asuntos sindicales, sobre directores o concursos políticos, pero casi nunca para hablar de arte, de sus propios procedimientos o su lugar en el mundo. Los escritores —quizá acosados por su cacareada hecatombe— sí suelen hablar de literatura. Tan angustiados por el promulgado final de su mundo como los artistas parecen eufóricos con el final del suyo.

 

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Quizá todo se deba a una distinción que, a la luz de esta época, no resulta menor: mientras la literatura contemporánea está instalada desde hace mucho tiempo en la resistencia, el arte contemporáneo sigue teniendo como norte a la revolución. Uno resiste para sí mismo, pero suele hacer la revolución para los demás. En esa cuerda, el arte contemporáneo necesita mantener su retórica vanguardista y —a la manera de Peter Bürger— buscar a toda costa conectarse con la vida. La literatura, mientras tanto, ha aprendido a aferrarse a la supervivencia. Esa misma a la que, con Clausewitz, podríamos certificar como la continuación de la vida por otros medios (medios más precarios, todo sea dicho).

Ésa, y no otra, es la porfía de la llamada literatura expandida, que no surge como resultado de una colonización pletórica de otros campos, sino como un intento de sobrevivir después de la implosión del suyo: de las imágenes, de las nuevas tecnologías, de la transformación de la lectura y del libro mismo como soporte ideal durante siglos. Esa expansión, más que a una relajada elección, ha respondido a una agónica necesidad. Y más que un alegre travestismo, lo que denota es una angustiosa adaptación, muchas veces forzada, ante su llegada al precipicio.

Por lo que respecta a los artistas, su obsesión por la ideología, la documentación, el activismo social, la moda, la publicidad o las reivindicaciones políticas, es probable que le hayan llevado a descuidar la tarea más importante que les deparaba esta era de la imagen. Que, ante el triunfo definitivo de sus medios —la fotografía, el vídeo, las innumerables posibilidades visuales de la red—, no hayan sido capaces de convertirse en los intelectuales de una época en la que el conocimiento se distribuye, cada vez más, en la sociedad a través de soportes visuales.

Si, como intuía Henri Michaux, el artista podía definirse como alguien que se resiste de manera absoluta al impulso de no dejar huellas, debe ser una ironía, si no una tragedia, que los artistas contemplen cómo esa pulsión por dejar rastro haya sido llevada a su máxima expresión… ¡aunque no necesariamente por ellos! La fiebre incontenible por marcar esa estela se ha convertido, de hecho, en una conducta cultural de este tiempo en el que la muchedumbre actúa como si fuera un fotógrafo o un videoartista. Como si coronara lo que, según Marx, sería la realización de la utopía: con la gente cazando y pescando, escribiendo o haciendo música sin necesidad de ser “cazador, pastor o músico”. O como si certificara esa idea de Beuys desde la que nos avanzaba que, precisamente por hacer todas esas tareas, cualquiera podía considerarse un artista.

El malestar del arte no emerge, entonces, de su dificultad, sino de su factibilidad. Y de la presencia abrumadora de unos medios que antes eran sólo suyos y hoy registran, segundo a segundo, los infinitos rastros que testimonian el inmenso horror al vacío que gobierna la cultura contemporánea. El problema es que, una vez cumplido el sueño de Beuys, lo que se proponía como terapia empieza a manifestarse como un virus; más que la curación, lo que se explaya es la enfermedad. Un estilo de vida artística sin arte, una estética sin poética, la irrefrenable exposición sin necesidad de museo.

Tanto han apostado los creadores contemporáneos por la expansión del arte que, al final, no han podido controlar los pedazos que han quedado gravitando en una galaxia desde la que apenas funciona como un abastecedor de imágenes donde estaba llamado a operar como un generador de imaginarios. Esa propagación, en parte, ha despoblado al museo, pero no lo ha incendiado. Antes bien, lo ha congelado, manteniéndolo como ese ámbito neutro que se sigue llamando White Cube. En este punto, al artista podría trasladársele la misma pregunta que Klossowski, a propósito de
Nietzsche, le remitió al filósofo: “¿Es posible hoy esta figura? ¿Es necesaria?”.

 

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En 1979, Rosalind Krauss publicó La escultura en el campo expandido, un ensayo que describía el salto del arte minimalista más allá de sus propios confines. Ante un malestar que ya no podía resolver en sus predios, no es que el arte se refugiara de la tecnología. Es que, ante la avalancha de los nuevos medios (a veces olvidamos que otras épocas también han sido “tecnológicas”), buscó una dimensión antropológica que le permitiera salvaguardar la escala humana.

Ya el hombre había pisado la Luna y Kubrick había estrenado 2001: Odisea del espacio. Ya Paul Virilio había hablado de la estética de la desaparición y Nam June Paik había desplegado el videoarte. Ese mismo año, 1979, Lyotard publicaba La condición postmoderna. Pero Ana Mendieta o Robert Smithson optaron por remontarse en el tiempo para descolocar las jerarquías del mundo occidental, indagar en la perseverancia del humanismo previo a la vida moderna o investigar ese momento en el que aún la cultura no circulaba como mercancía. Es obvio que estos artistas se valían de la tecnología del momento, pero su inquietud no estaba determinada por ésta. No era la revolución tecnología, ni siquiera la política, lo que les alentaba —aunque no fueran ajenos a una y otra—, sino una resistencia humana, acaso demasiado humana, para que podamos entenderla del todo en los días que corren.

El arte vivía una incomodidad que ya no podía resolver dentro de sus límites y, entonces, como apuntara Engels sobre el capital, no tenía otro remedio que expandirse o morir. Hoy su dilema se presenta, prácticamente, al revés: o se contrae o desaparece. De ese encogimiento dio cuenta Huxley, para quien no había otra salida que aligerar la abundancia que abocaba al arte de su tiempo a la mediocridad de la misma manera que la mediocridad abocaba a la literatura, digámoslo así, a la abundancia. Por eso el incendio no sólo le parecía un mal menor. También lo entendía, secretamente, como un mal necesario. Y no tanto porque arrasara con la biblioteca o el museo, sino porque gracias a ese fuego nos obligaríamos a reconstruir su orden y la escala de sus valores.

Por eso, hablar hoy de arte contemporáneo apenas tiene algo que aportar desde el punto de vista intelectual. Llamarse “contemporáneo” ha acabado por remitirnos a no decir nada. Sobre todo porque esa contemporaneidad no nos habla de una magnitud temporal y tangible sino “profesional” e inasible. Un pertrecho para nuestras ínfulas de eternidad en el que se cruzan Lenin, Fukuyama o Danto y desde el cual la muerte del arte aparece como uno de los más rentables géneros estéticos: ése que supone el fin del arte como una de las bellas artes.

Tal vez lo que necesitamos, con urgencia, no es un arte de vanguardia sino de retaguardia. Un arte que, ante la imposibilidad de amalgamarse con la vida, consiga al menos una fusión fructífera con la supervivencia. Un arte conectado clandestinamente con el Duchamp que se calificaba a sí mismo como un respirador.

Desde ese horizonte, es posible soñar con obras agazapadas que consigan validar esa frase lanzada por Huxley para ahora mismo: “Si tuviéramos tiempo de pensar en otra cosa que no sea la crisis económica, nos daríamos cuenta de que también estamos en las garras de una crisis estética e intelectual”.

De eso tratarían las obras de supervivencia, piezas de resistencia que funcionarían como protectores contra la facilidad ígnea de una época que arde por multiplicación, por abundancia, por sobreexposición, por cantidad, por las cifras incontables, y por el triunfo definitivo de lo posible sobre lo necesario.

Iván de la Nuez

Iván de la Nuez es ensayista y comisario. Entre sus libros destacan La balsa perpetua, El mapa de sal, Fantasía roja o El comunista manifiesto. Y entre sus exposiciones, Parque humano, Postcapital, Atopía, Iconocracia. Fotografía cubana contemporánea, y las retrospectivas de Joan Fontcuberta y Javier Codesal.

Imagen principal: Instalación de Carlos Garaicoa: Ahora juguemos a desaparecer.