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Krautrock, música tautológica

Apenas se distinguen sus caras en la oscuridad, sólo siluetas aullando. Destellos de platillos chocan contra la pared, baterías abrasivas y sintetizadores se superponen en una conflagración entre psicodelia y rabia. Es 1968 y las jams en el Zodiak Club de Berlín pueden durar toda la noche. 

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Klaus Schultze, Conny Plank, músicos de free jazz y pioneros del ambient y la electrónica tocan y bailan incansables durante horas. En el sofá, Holger Meins y Karl-Heinz Pawla, futuros miembros del grupo terrorista Rote Armee Fraktion (RAF) discuten y se pasan los pitillos de boca en boca. Mientras Joseph Beuys explicaba cuadros a una liebre muerta, dos de sus antiguos alumnos, los músicos Conrad Schnitzler y Hans-Joachim Roedelius, habían transformado la parte de atrás del teatro-bar Schaubühne en un enorme útero, el Zodiak. Un laboratorio de arte libre con las paredes pintadas de negro que culminaría sus performances con un coche patrulla en llamas y el espacio clausurado por los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Qué extrañeza. 

Allí nacen Tangerine Dream y Cluster, dos emblemáticos grupos de krautrock que sin embargo no son grupos de rock. Ni ellos ni Faust ni NEU! ni Amon Düül ni la mayoría de colectivos que suele englobar este concepto. La etiqueta krautrock aparece en 1968 como una bofetada, al hilo de la composición de Amon Düül Mama düül and her Sauerkraut start up, un término despectivo que serviría a la crítica musical británica en sus labores de disección y anatomía forense pormenorizada. Pero el kraut es música tautológica. Música que prefiere inmolarse antes que sucumbir al archivo de la historia del rock, ya que obviando una formación más o menos estandarizada de bajo, guitarra, batería y voz, que la mayoría de colectivos transgredieron, las aberraciones de este movimiento musical fueron innumerables. 

En el marco conceptual, las ideas de John Cage habían calado en el corazón del Fluxus Festival del 63; La Monte Young, Yoko Ono, Stockhausen distorsionando el “Deutschland Uber alles” hasta decodificarlo y permitir su excreción, y aun con todo, nada de aquello conseguía rozar al populacho alemán. El folklore permanecía lobotomizado. La amnesia colectiva era digerida gracias a la inyección de dólares, coches americanos y un maravilloso lubricante llamado rock and roll. No fue hasta las revueltas del 67-68 que el gotelé de un bendito pacto social saltase por los aires. En la manifestación del 2 de junio de 1967 la muerte del estudiante Benno Ohnesorg se convirtió en el acicate definitivo hacia la politización de toda esta generación. Aquellas ideas vanguardistas del Fluxus Festival, que se hallaban enclaustradas en los límites de una élite cultural muy definida, fueron absorbidas por estas bandas ahora como parte de una lucha popular y anticapitalista. Sí, anticapitalista, palabra esencial para entender el krautrock que aquel famoso documental de la BBC no se dignaría a pronunciar ni una sola vez. 

El documental nos muestra a Renate Knaup, miembro del grupo Amon Düül, explicando cómo al regreso de una gira tuvo que echar de su casa a Andreas Baader, a Ensslin y a Ulrike Meinhof. Pero no indaga en las razones que llevan a los tres terroristas más buscados de Alemania occidental a creer que pueden zafarse de la ley dentro de la comuna Amon Düül. Y es que ambos colectivos compartían los mismos deseos de cambio, pero diferían radicalmente en la forma. La revolución de Amon Düül era vital. No existían distinciones entre fines y medios y es por eso que se proponen la experimentación artística como forma de vida. Esta comuna de Munich de unos doce miembros (con dos niños incluidos), conocidos por su apocalíptico tema Phallus Dei, debutaron en el Essener Sontag Festival de 1968. Un festival de arte, política y pop que los titulares del Deutsche Naional-Zeitung describirían como “Sodoma y Gomorra”. Frank Zappa y su Mothers of Invention fueron los invitados de honor. En ese mismo escenario irrumpen grupos de krautrock como Tangerine Dream, Guru Guru y los excéntricos Floh de Cologne, cuyas letras criticaban duramente el trabajo asalariado y quienes incitaron a los asistentes del evento a okupar y robar comida de los supermercados. Con estas bandas no sólo se extiende la profanación simbólica del nacionalsocialismo en contraportadas y portadas de discos como las de Floh de Cologne, sino que se revisa la forma de producir música como parte de un proceso de emancipación anticapitalista.

Klaus Schulze

Klaus Schulze

Pioneros del do it yourself, las comunas alemanas y la autoproducción se convierten en condición de posibilidad de la Gegenkultur. Los estudios de grabación y las jams interminables se transforman en auténticos microcosmos de autonomía creativa. Como explica Julian Cope en su famoso libro Krautrocksample, los grupos eran todos cooperativas y los managers que no tocasen, sencillamente inconcebibles. No es de extrañar que surgiesen los sellos independientes OHR y Brain Records o que Peter Brötzmann se negase a participar en el festival de jazz de Colonia para crear un anti-festival de jazz libre y autónomo. Si se quería inventar un lenguaje propio, estos chavales no podían vivir a expensas de firmar contratos con la industria musical anglosajona. 

Hoy en día aspirar a firmar un contrato discográfico con Warner nos resulta a muchos prácticamente alienígena, y ya no por principios, sino porque con un ordenador y un micrófono, cualquiera puede lanzar un sello discográfico desde su casa y producir a bajo presupuesto su música y la de sus amigos. Las bandas con contenido político se autoproducen. Pero también muchos grupos de contenido político inexistente; de hecho, la mayoría. Estamos muy lejos de la vieja leyenda del rock and roll. En nuestro mundo digital la autoproducción es condición necesaria pero no suficiente para la guerrilla cultural. Pero el krautrock, eso que ellos llamaban kosmische musik, no se trataba sólo del contenido, ni de los medios de producción, ni de un contexto concreto. El krautrock supone, sobre todo, una revolución del lenguaje sonoro que aún hoy nos resulta descaradamente contemporánea. Bidones como timbales, taladros que perforan las canciones de los Beatles, hormigoneras transformadas en cajas de ritmos, ¿quién no escucha The Faust Tapes sin sorprenderse? Combinaciones que te acercan al hip hop a través de la chatarra. Su productor no fue otro que Utte Nettlebeck, el editor de la revista de arte y política Konkret, donde Ulrike Meinhof había sido jefe editorial en 1962 y asidua colaboradora desde entonces. De la combinación de estas mentes nacerían The Faust Tapes y el estrambótico Faust Manifesto, las apologías más descarnadas del absurdo. El eclecticismo sin respeto ni límites. Con los Beatles convertidos en monos de feria al borde del fraticidio, el rock and roll radiofónico y el schlaguer copando el espacio televisivo, la canción no era una opción para estas bandas. Las melodías del schlager habían sido utilizadas por Goebbles como parte de su propaganda nazi y por ello había que matarlas. Había que asesinar la canción en todos sus formatos para encontrar un lenguaje nuevo. 

Faust investigaron con las fronteras materiales del sonido mientras la comuna Ash Ra Tempel lo hacían con el imaginario étnico y las escalas orientales. Popol Vuh y Amon Düül con la historia, el cine de Herzog, la coralidad y la orquestación, y Kraftwerk o Cluster con los sintetizadores. Cualquier camino era válido en búsqueda de un nuevo lenguaje al que drogas, psicodelia y electrónica ayudaron con especial vehemencia. NEU! y Can optaron, de forma muy distinta, por la progresión y la experimentación rítmica. Los primeros nacieron de una escisión dentro de Kraftwerk para dilapidar la estructura canción, la temporalidad. Incondicionalmente repetitivos, vivían la música como pintura y deconstruyeron el rock desnudándolo de todo ornamento hasta la hipnosis rítmica. Con ellos y sobre todo con Can nace el motorik beat, el latido rítmico motorizado. Sólo que si en NEU! los finales no existen, Can se regocija en la catarsis final mediante círculos progresivos de improvisación cruda como muestran las 14 horas de grabación en directo del temazo You doo right. Entre gritos chamánicos y una experimentación rítmica feroz, Can se convirtieron en la banda de kraut más visionaria del movimiento. La única banda capaz de asimilar dentro de su espectro casi todos los patrones rítmicos de la música electrónica actual. Nadie llegaría más lejos. Ni siquiera Kraftwerk, ni Cluster. Su música era una música huérfana, como mucho cósmica. Y ante la imposibilidad de escoger, y la posibilidad conscientemente rechazada que ofrecía el rock and roll, nació la mutación genética que supondría el krautrock. El movimiento musical y político de la no-canción. Quizá no sea muy descabellado comparar la stadtguerrilla y el asesinato del antiguo oficial de las SS Hanns-Martin Schleyer a manos de la RAF con la lucha cultural y el asesinato del schlager que estaba perpetrando la kosmische music. Esta gente entendía la expresión sonora como lenguaje revolucionario hasta un punto que aún nos sigue resultando vanguardista.

Porque hoy es raro encontrarte en una okupa algo que no sea rap, punk o hardcore, cuando no pachanga. El lenguaje sonoro relegado a edulcorante, compañero de consignas o agitador de una especie de rabia ociosa. Los grilletes de la canción protesta condenan el sonido a mero mecanismo de propagación del mensaje, la palabra como vehículo del santo predicador. El lugar del concierto, los vídeos, las imágenes e incluso lo que se dice entre canción y canción puede ser peligroso, pero siempre dentro de los límites del trágico clasicismo popero. Fórmulas repetidas, estrofas y estribillos que el público debe reconocer para amenizar la lectura de los salmos. Me gustaría pensar que aún se puede bailar fuera del tiesto sin tener que pagar por ello y me consta que existen excepciones. Quizás lo más interesante sea desprenderse de una vez por todas de la figura del músico. Empezar a considerar al amateur como decía Barthes, al error, como la única carne viva en un momento revulsivo. Todo lo que aparentemente suena mal, esos glitchs eléctricos, esos clapeos, esos tics, son precisamente la huella viva del proceso creativo actual, nuestro lenguaje. En palabras de Brian Eno, su firma sónica. Es verdad que nuestra música tiene múltiples madres y demasiados padres, demasiada memoria, pero pronto podrá ser fruto del poliamor. O no. 

Paula G. de Caso

Paula G. de Caso (Alcalá de Henares, 1988) escribe y compone. Estudió Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y Relaciones Internacionales en la Universidad de Sussex.