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Creí que entraba en una de las viñetas barrocas y a toda página que dibuja Quino. En la otra punta del enorme salón de aparato de la Academia Brasileira de Letras, todo espejos y arañas y pacotilla de escayola dorada, al fondo de un diván de caoba grande como un Rolls, esperaba una viejecita diminuta que casi no tocaba el suelo con los pies. 

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A esa distancia su cara flotaba como una máscara japonesa entre tapices y cortinas: los ojos achinados casi hasta dar la impresión de que dormitaba, y en la boca una media sonrisa plácida e inquietante que no parecía dedicada a mí (ni a nada ni nadie en particular).

Pero Nélida Piñón, escritora célebre y muy ocupada a sus casi ochenta años, estaba bien despierta: al citarme allá, en pleno centro de Río, me había avisado de que disponía exactamente de una hora para atenderme. Como una habitual de la casa, aceptó sin cumplidos el cafezinho que nos ofreció un edecán muy académico y fue al grano. No alzó los párpados ni sonrió más ni menos durante toda la conversación. Yo iba a preguntarle por sus recuerdos de Rosa Chacel, que la nombraba de pasada en sus diarios del exilio en Brasil. Y en realidad habría bastado menos de una hora, porque los recuerdos resultaron ser tan detallados como escasos. En 1966, cuando la conoció, Piñón era una joven escritora moderna y viajada, traducida en Estados Unidos, amiga de todo el mundo, íntima de Clarice Lispector. Chacel tenía casi setenta, una nebulosísima reputación de escritora ardua y sesuda y antediluviana, previa a la Guerra Civil, pocos amigos en Río y ninguno poderoso.

Piñón recordaba haberla conocido en casa de alguien e invitado a cenar al día siguiente en un restaurante de la playa de Leme, La Fiorentina: el punto de encuentro durante más de cincuenta años de la pomada intelectual y artística de Río. Como todos los restaurantes de su género en el mundo, tiene las paredes cubiertas de fotos dedicadas, con las columnas del comedor grafiteadas con firmas de cariocas célebres y glamurosos que basta mencionar por su nombre de pila: Vinicius, Chico, Caetano, Jobim, Clarice, Nélida misma. También están impresas en los manteles de papel.

Recordaba que para agradar a aquella señora mayor y facilitar la conversación pidió una mesa al borde mismo de la playa.

Recordaba que Chacel, sorprendentemente, comió como una lima.

Recordaba que le pareció una mujer discreta, sin aura literaria ni glamurosa, sin un encanto particular: “muito espanhola, muito antiga”.

Y ya: se sorprendió cuando le dije que Chacel no estaba allí de paso, que tuvo su casa en Río durante casi cuarenta años. No había leído sus diarios ni nada suyo en realidad, porque apenas está traducida al portugués.

 

No me sorprendió a mí, en el fondo: aunque Rosa Chacel vivió en Río entre 1940 y mediados de los setenta (salvo estancias en Buenos Aires y Nueva York), apenas se la recuerda ni dejó rastro allí. Y ella misma fue la primera en reconocer su insignificancia. En marzo de 1967 escribe a Ana María Moix, una adolescente barcelonesa que ha descubierto sus novelas de preguerra gracias a su amigo Gimferrer: “Un triángulo de quince centímetros para cualquiera de los dos sexos, y para las damas, además, dos semiesferas de tela coloreada, adheridas por artes mágicas que no es fácil descubrir. Ésta es la indumentaria de Copacabana, mañana, tarde y noche. Luego, para que el comercio no se arruine, se ponen algunos vestidos de minisaya, sumamente económicos, y los chicos camisas de cincuenta colores, acompañadas de melenas y barbas a lo Alberto Durero. Yo paso por entre todo eso como un camarrupa (creo que se llaman así ciertos espíritus intrusos que aparecen de pronto en las sesiones de ocultismo)”.

La invisibilidad era recíproca. Si Río no la veía a ella, ella tampoco conseguía ver Río: “la tristeza y la disconformidad” de su exilio la habían cegado a la belleza de la ciudad. El 20 de abril de 1957, en su piso de Copacabana, anota en su diario: “¿Cómo puedo explicar a nadie que vivo a una cuadra del mar y que no lo veo, que no me baño, que no voy a sentarme a la playa? Y sin embargo, ésa es la verdad”. Y el 19 de julio: “el verano en Río ha sido horroroso (…) agravado por la falta de dinero y la falta de amistades. Días y días sin ver a un ser humano. En otros tiempos y en otras ciudades esto no me parecería grave, pero aquí, en esta indefinible Copacabana… en el duodécimo piso, todo se ve tan bonito desde la terraza… Por la mañana el mar, pero es imposible bajar porque hay que hacer las cosas de la casa, porque no hay traje de baño decente… Por la noche, las luces de la avenida, las luces de la favela en el morro, pero no se puede ir a ningún sitio porque ¿cómo voy a ir sola?”.

Era, claro, un encuentro imposible, como el de líneas paralelas que sólo se cruzan en el infinito. Pongamos por un lado a una sesentona de Valladolid a quien ha ido mal en la vida, que se siente incluso más vieja, enamorada para siempre del paisaje de Castilla, recta y cabal como ese paisaje, de efusiones medidas y valiosas. “Tetuda y ordinaria”, como ella misma se describe, discípula del muy serio Ortega y Gasset en la España de la República. Plantémosla en el fabuloso Brasil de los cuarenta, cincuenta y sesenta: el que va del samba a la bossa nova y el Tropicalismo, el que lee a Clarice Lispector y Drummond de Andrade, el que construye Brasilia y permite a la sofisticada burguesía carioca soñarse por un momento viviendo en un imposible París tropical y playero, luce Copacabana como postal soñada por todo el planeta y excita la imaginación y los deseos del mundo entero con los leaozinhos y las chicas de Ipanema.

De ese desencuentro nace un exilio quizá más doloroso y desconcertante que otros exilios: uno sabe qué sentir cuando lo expulsan del Paraíso. Pero es difícil nombrar la sensación extraña del expatriado en el Paraíso, en un destierro a la vez geográfico y temporal: Chacel está separada de la España que añora, anterior a la guerra, por un océano de agua y por otro más difícil de atravesar, hecho de puro tiempo. El lugar del que se siente desterrada es una patria mental a la que nunca podrá volver. Por mucho que se embarque hacia Europa y deje atrás Río y Brasil, nunca llegará a un país que ya no existe (y no existió nunca del todo): la España joven y llena de promesas de su propia juventud, tal como la imagina, la representa y la añora una mujer que va para anciana. Mediante una paradoja de cuya ironía se dio muy buena cuenta, su exilio brasileño se convirtió en un perfecto ejercicio de nostalgia de lo que nunca pudo ser. Precisamente algo que ya tenía nombre en portugués: saudade.

La crónica de esa invisibilidad recíproca está en las dos primeras entregas de su diario: Alcancía. Ida y Alcancía. Vuelta. Es una lástima que no sean más conocidos. Pero después de tener casa en el Purgatorio de Río, la camarrupa habita ahora mismo otro Purgatorio literario, tan frecuente en España. Ha caído en el hueco —siempre pequeño, y cada vez más tal como van las cosas— que le reservan los manuales de literatura del bachillerato: se la respeta vagamente y apenas se la lee por gusto. Y sin embargo no hace falta estar doctorándose en filología hispánica para leer sin respirar, como la novela más intrigante, las más de mil páginas de sus diarios de exilio y regreso.

Lo que los vuelve especialmente interesantes para nosotros, además, es que Chacel los escribe sin saber si llegarán a publicarse. Por lo menos hasta los años ochenta, cuando aquí se recupera su obra y le llegan algunos honores tardíos y parcos (ni Academia, ni Cervantes; de lo que se queja mucho, por cierto). Hay diarios llevados con un ojo puesto en la posteridad, por escritores que saben que habrá lectores futuros, albaceas que los editarán, editores que pujarán por ellos. Algunos de ese género son excelentes, pero los dos primeros tomos del diario de Chacel son otra cosa. Olvidada por la España de Franco, indiferente para los intelectuales de un Brasil que apenas la tolera, Alcancía es pura escritura en soledad: el latido soterrado de alguien que sabe que quizá no salga ya a flote, que es fantasma en una y otra tierra, y que sin embargo escribe, escribe y escribe.

“Viendo que este cuaderno está para terminar, pedí que me regalasen uno, para continuar la serie… Pero, dios mío, ¿por qué lo dije? ¿Con qué objeto? ¿Es que nunca sé lo que digo ni lo que hago? ¿Es que no lo he sabido nunca? Me siento en ese estado en que parece que no se puede descender mucho más, pero sin tener la seguridad de que no se pueda, ¡quién sabe, a lo mejor falta mucho para el último fondo!”

¿Sí, por qué escribe Chacel? ¿Por qué se empeña en levantar acta de “este fracaso sin estrépito, este resbalar en la rampa silenciosa (hoy me dijo el cobrador del ómnibus: O dineirinho, abuela…)”? Lo hace para consignar ante sí misma, con un humor macabro y una presencia de ánimo admirables, “lo tragicómico que me caracteriza: tal vez no haya vida más rara que la mía, envuelta en un acolchado de mediocridad (…) Esta tomadura de pelo de la Divina Providencia es un género de suplicio que no figura ni entre los mitos antiguos, ni en el inventario dantesco. Reconozco que es original, pero no me gusta”.

Escribe y escribe porque, como escritora de raza, se da cuenta del interés literario de su caso, sin el paliativo de honores y prebendas que sí recibieron otros exiliados ilustres en México o Estados Unidos. Sabe que su fracaso silencioso, su resbalón lento hacia el olvido, es el emblema del de toda una generación y unas ideas que murieron casi nonatas. Hay un desolador tufillo a verdad profunda en su decisión de levantar acta y apurar hasta las heces la “catástrofe a cámara lenta” que es su vida solitaria en Brasil, sin dinero, sin verdaderos amigos, “haciendo la vida de un fakir, lo que es igual a no haber estado, porque ser fakir consiste en no estar”. Y lo más interesante es que se niega a endulzarla con épicas improvisadas o a aliñarla con una narrativa que la haga soportable siquiera ante sus propios ojos: “Este horrible sentimiento de irrealidad, de insensibilidad… es bastante parecido a la anestesia local: nada de dolor, con la conciencia clara de que se está padeciendo algo horroroso”.

“Se pierden las cosas, las cartas o no llegan o no contestan a lo que uno pregunta. Todo es como una cacerola agujereada; se va el agua, no conserva el contenido, todo se queda en nada.” Nosotros hemos perdido ya ese temple para soportar el fracaso con entereza: constantemente armamos historias de redención y superación y triunfo; nos obligamos a creer en el final feliz, en que se hará justicia, ganaremos los buenos; nos fabricamos públicos imaginarios y amigos invisibles para resistir y arrullar nuestra soledad. Antes nos conformábamos con el consuelo de los famosos quince minutos de fama por cabeza: ahora directamente nos comportamos como si todos fuéramos famosos todo el tiempo, pero sólo en nuestra imaginación.

Chacel habla de sí misma sin ceder a ese narcisismo. Su mirada descarnada sobre sí y lo que la rodea tiene la autoridad de la voz que se niega a la autoindulgencia. No maquilla su desánimo ante su nulo don de gentes, la incongruencia de su aspecto español y antiguo en la ciudad playera. Y sabe muy bien que un poco más de dinero y una pinta más atractiva le permitirían ser algo más que una espectadora fantasmal del espectáculo de una ciudad que desborda juventud y energía. Al hablar de una escritora famosa “y muy vistosa: tipo impecable, cara extraordinaria, desparpajo, mundanidad: todo lo que me gusta…” reconoce en ella una especie de alter-ego inalcanzable sin caer en la tentación (tan perdonable y casi imprescindible en su caso) de fingir desprecio, obligándose a mirar a la cara su propia inadecuación y su derrota.

Y es muy revelador que todavía en 1984, con más de ochenta años y ya de vuelta en Madrid, recuerde con todo detalle un episodio que parece insignificante de su vida en Río en 1950: mientras espera su turno en la quesería del barrio, ve entrar a una señorita bien vestida que decide con mucho cuidado lo que va a comprar. Elige un queso de Minas, alecciona al quesero sobre cómo cortarlo en finas lascas, lo prueba con mimo y delectación. “En ese momento vi que la poca ropa que llevaba era elegantísima, sus modales, sus manos (de piel bronceada pero perfectamente blancas), en todo tenía un aire de verdadera distinción. Estaba allí por capricho y me hizo recordar —de un modo frío y racional y revelador— los tiempos en que íbamos por los campos de Castilla como señoritos que buscaban las cosas puras, comprábamos en cualquier villorrio el pan y el queso y lo comíamos con emoción estética, telúrica y toda la pesca socio-literaria…” Chacel critica los modos y las mañas y los privilegios de raza y de clase de la burguesía carioca, su gusto postizo por lo auténtico y lo popular. Pero, y esto es fundamental, no renuncia a recordarse a sí misma (y a nosotros) que en una vida pasada, en la España que se modernizaba sin ver la que se venía encima, ella y su generación también jugaron a veces a lo mismo. La derrota y el exilio no la ciegan; al contrario, gracias a ellos ha aprendido una verdad dolorosa: que ella misma, si la suerte hubiera soplado de otro lado, habría podido ser (habría querido ser) la elegante señorita carioca que se aventura en la quesería de barrio en busca de sabores fuertes antes de volver a las esferas doradas de su ático en Ipanema o Leblón.

En nuestra época hipercomunicada de perpetuos selfies favorecedores, todo esto resulta muy interesante. El diario y el exilio de Chacel son muy higiénicos: nos muestran a una escritora que ha tocado el grado cero de la soledad y del fracaso y que comprende que su trabajo consistirá en consignarlos de forma implacable. Para entendernos, y dicho en idioma de ahora: no sólo es una novelista que no consigue editor para sus libros: es alguien que lleva un blog sin lectores, tuitea sin followers, postea sin amigos. “¡Todo esto es tan raro! ¡Mi vida es tan rara! Tal vez no haya una vida más rara que la mía (…) todo su sinsentido repta grotescamente bajo mi pasión de racionalidad.”

He dicho antes que su diario se lee como una novela, y la verdad es que esto es cierto y no lo es, al mismo tiempo: no hay en ellos progresión narrativa, ni intención didáctica, ni moral instructiva. Sus diarios no son una novela, ni son autoficción, ni “literaturas del yo”, ni nada asimilable a la moda del momento. Tampoco son una simple letanía de quejas, y ella misma se sorprende, años después y ya de vuelta en España, cuando gracias a los oficios de Gimferrer acaban publicándose y un jovencísimo Javier Marías le escribe diciéndole que no le ha gustado su tono quejumbroso.

Porque yo creo que las citas anteriores dejan claro que Chacel tiene también las agallas y el pulso para hacer de su exilio invisible en la ciudad maravillosa una filigrana de humor negro y prosa excelente, de la mejor en castellano. Se lamenta por el destino que la mantiene alejada de la atmósfera intelectual y política de su juventud (“¿Qué hago yo aquí, separada de mis semejantes?”), pero eso no le impide dibujar una galería de episodios y retratos fascinantes en su medianía sin remedio: los recados y los regateos, los diplomáticos de segunda, poetas de cuarta y mecenas de medio pelo desfilan por las páginas de un diario que ha entendido que lo cutre, lo malogrado y lo mediocre son un emblema de un fracaso y una debacle históricos que superan lo puramente personal y que es obligatorio mirar a la cara, sin adornos.

Chacel sabe que el interés de su caso llegará al lector (al lector abstracto e improbabilísimo de los años en que lo escribe) sólo si aplica a la mediocridad que la ahoga todo su talento. Su única moraleja es el coraje sordo que desprende casi a su pesar mientras mira fijamente, cara a cara, el fracaso y el sinsentido de una vida (que puede ser, en cualquier momento, la de cualquiera). Desde el fondo de su cacerola agujereada tiene la sangre fría de saber esperar, como dice en una de sus entradas, “a que un tema esté lo bastante frío como para hacer literatura”. Cociéndose al fuego lento de su ropa castellana en el calor del Trópico, rodeada de bikinis, Chacel recuerda algo fundamental que corre peligro de olvidarse ahora que todo se sirve en caliente: “Buena literatura sólo se puede hacer bajo cero”.

 

Al despedirme de Nélida Piñón me acerco a La Fiorentina, que sigue ahí al borde de la playa de Leme desde 1957, y busco sin grandes esperanzas la foto de Chacel entre los rostros enmarcados: ahí están, claro, Clarice con su bellísimo rostro de esfinge, y Caetano y Carmen Miranda y Niemeyer y el panteón completo de la bohemia dorada carioca. Ahí están también otros escritores extranjeros que hicieron de Río una casa precaria con más suerte: Manuel Puig, ya archifamoso, pasando los diez años más felices de su vida en su casa sombreada del Alto Leblón; Elizabeth Bishop, que se codeó con lo mejorcito de Río y tenía su ático con vistas al mar casi encima del restaurante.

Pero no hay ni rastro de Chacel, la camarrupa, ni siquiera como fantasma intruso entrevisto al fondo de alguna foto de grupo de deidades menores de ese Olimpo. Tampoco descifro su firma entre los garabatos de paredes y manteles. Y aunque alguno de los camareros de chaquetilla almidonada tiene pinta de llevar ahí plantado desde la inauguración del restaurante (y desde la fundación de Río de Janeiro), renuncio a preguntar por la escritora antigua y española que por lo menos una noche fue invitada a cenar allí y comió como una lima antes de volverse sola bordeando la playa hasta su piso de la indefinible Copacabana: sé de antemano cuál va a ser la respuesta.

Javier Montes

Javier Montes (Madrid, 1976) es escritor, traductor y crítico de arte. Con su primera novela, Los penúltimos, ganó el premio José María Pereda y, junto a Andrés Barba, el Anagrama de Ensayo por La ceremonia del porno. También es autor de Segunda parte y La vida de hotel, y de After Henry James, otro libro firmado al alimón con Barba.