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Aprender a leer

2006-2011

Desde 2006 hasta 2011, la escena se repitió una y otra vez. Me quedaba solo en clase durante media hora con un alumno que acababa de llegar de otro país. Ese alguien, antes de su aparición, era una incógnita, el recuadro sin foto en un pliego de fotocopias.

Modo lectura

¿Quién era? ¿De dónde venía? Había decenas de posibilidades que derivaban de combinar sexo, edad y país de origen. Niños y niñas, chicos y chicas, de cinco a dieciséis años, y de Marruecos, Argelia, Gambia, Senegal, cualquiera de las Guineas, Malí, Mauritania, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela, Panamá, Brasil, China, India, Pakistán, Ucrania, Rusia, Polonia o Bulgaria. Son más de los que están.

Los padres me dejaban a sus hijos, nerviosos y asustados. Yo era el encargado de enseñarles a leer y a escribir. En algunos casos el alfabeto era el mismo que el nuestro, en otros partíamos del cirílico. Un poco más lejos estaban el árabe y el chino y, fuera de órbita, algún niño que llegaba sin saber decir una palabra, sin saber leer ni escribir ni tan siquiera su lengua.

Digo fuera de órbita y no sólo no corrijo, sino que me incluyo, puesto que ésa era la sensación que ambos teníamos. Solían ser niños procedentes de Malí, alguno de Gambia o del interior de Senegal, y el lenguaje era la única manera de reducir la distancia que nos separaba. Los tres, el niño, yo y el lenguaje, hacíamos lo que podíamos, a veces era como intentar hablar con alguien desde la base de los Pirineos hasta el interior árido de Malí.

Señalaba objetos y personas. Los nombraba hasta que aprendía algunos. Explicaba acciones. Después señalaba letras, sílabas, palabras y, al fin, frases con sentido para que las repitiese y las usara. El niño y yo, sentados el uno al lado del otro, mirándonos, vocalizando, equivocándonos. A veces creo que no he hecho nada más en toda mi vida. No me pregunten a qué lado.

 

1976-1988

El paisaje que rodea mi infancia es contradictoriamente árido, paradójicamente fértil. Los llanos de arcilla y el pedregal limitan con huertas y campos de regadío lo suficientemente grandes como para que un niño los confunda con praderas y sierras desérticas. De las proximidades de Lleida a Alcarràs y de Saidí a Monegros, el paisaje hablaba a través de películas y libros que antes de cumplir los diez se ven y se leen de aquella manera irrepetible porque todavía todo está en blanco.

Por eso, precisamente por eso, la empatía con el niño que empieza a juntar letras y sílabas era inevitable. Aprendizaje, lectura, relectura e interpretación, no forzosamente en ese orden, han organizado y construido todo lo que ha venido después. No puedo evitar pensar que aquel recién llegado de Malí era sólo mi reflejo.

Fotografía de Francesc Serés

Él conseguía interiorizar el significado de aquellos garabatos que poco a poco se transformaban en letras, oraciones y sentido, del mismo modo que yo aprendía a entender que el mundo era descifrable, que los símbolos que ofrecía el paisaje explotaban en multitud de significados. ¿Podía situar los territorios inmensos que aparecen en The Big Country en alguna parte de la ventana del autobús que me llevaba a Lleida? ¿Me enseñaba a leer Miguel Delibes las penalidades de la vida de las aldeas y de los pueblos de colonización? ¿Me ayudó Jesús Moncada a meterme en la piel de mis vecinos?

Debió de ser en 1985 o 1986 cuando leí Los santos inocentes, todavía tengo el ejemplar y recuerdo que lo leí animado por la película. Pliegues y más pliegues de pantallas, hojas, paisajes y gentes en las que un lenguaje explicaba otro lenguaje. No era fácil transitar de una a otra parte, pero al final, después de leer, de repetir párrafos, de subrayar caminos y laderas, de valorar cómo encajaban las descripciones de la gente en las descripciones de los libros, todo parecía tener una explicación. Puede que no haya sido más que una coartada, pero incluso una coartada es una explicación.

 

1984-1992

Las explicaciones siempre son tan parciales como nosotros. En ocasiones abarcan una parte del espacio que comparten con nuestro tiempo, en otras sólo una pequeña porción. Puedo decir que llegué a entender qué me contaban todos aquellos paisajes y figuras, que encontré cierto sentido al mundo. Hasta que un buen día aquel pequeño mundo cedió a otro mundo, todavía desconocido para mí.

Fotografía de Francesc Serés

Sucedió a mediados de los ochenta, la primera gran oleada de inmigrantes fue en 1984. A partir de esa fecha y hasta hoy, cientos, miles, decenas de miles de hombres y mujeres de todas partes han ido llegando a lo que nosotros considerábamos uno de los lugares más remotos y estables del planeta. La lista de países se parece bastante a la anterior, la gente llegaba de África, del Este de Europa, de China, India y también de Sudamérica.

Fue así, de repente, un último verano que nos indicaba que nada volvería a ser lo mismo. El país y el paisaje tenían nuevos habitantes. De un día para otro llegaron hasta mi pueblo más de doscientos marroquíes. Por aquel entonces Saidí contaba con mil quinientos habitantes. Fue el primer alud y, después de ése, otros en crecimiento constante, hasta que entre los años 2004 y 2010 llegó a haber entre cuatrocientos y quinientos búlgaros, amén de centenares de malienses, senegaleses, marroquíes, argelinos y otros resúmenes de la geografía mundial.

Cuando crees que empiezas a saber leer, en cuanto sitúas alguna coordenada, tan pronto como entiendes algo sobre el mundo que te rodea, el mundo cambia hasta hacerse irreconocible y comprendes que el lenguaje no tiene tanto que ver con el mundo sino con sus cambios, que sólo acepta su parte móvil de traducciones y malentendidos. La lengua de Europa es la traducción, reza el ahora ya tópico, pero no es tan sólo una traducción de lenguas, es una traducción de lenguajes que ya no son exclusivamente occidentales.

Sobre todo porque “exclusivamente” y “occidental” han perdido parte de su sentido.

Fotografía de Francesc Serés

Fotografía de Francesc Serés

 

1972-2015

Aprendemos a leer por el principio, de izquierda a derecha y de lo más cercano a lo más lejano. La primera descripción de la zona nos llega de la mano de Ramón J. Sender, con su Réquiem por un campesino español, que sirve de contrapunto a esa novela inmensa que es Incierta gloria, quizás el mejor relato que tenemos de la Guerra Civil en el frente de Aragón. En ella, Joan Sales profundiza como nadie, desde esa otra patria catalana, en el nuevo comienzo de los tiempos contemporáneos. De Lleida a Monegros, de Sender a Sales y de Incierta gloria al Homenaje a Cataluña de George Orwell, el mundo desde Ballobar, desde Barcelona o desde Londres. Sí, lo habitual, pero lo habitual para quienes viven en un desierto, es extraordinario.

Fotografía de Francesc Serés

De hecho, el niño que llegaba de Malí y yo no éramos tan diferentes. Vivíamos en, para y con la sociedad tradicional, reforzada por años de emigración, autarquía y silencio cultural, lingüístico y casi me atrevería a decir que también social, cuando de repente vimos llegar a decenas de senegaleses, argelinos, rumanos, búlgaros, peruanos o chinos. Sin tiempo para asimilar los mitos de Faulkner, tuvimos que comprender los viajes de Naipaul y adquirir la piedad de Coetzee. Aprender a leer es también aprender a saber estar, a saber comportarse, a mantener unas formas que poco o nada tienen que ver con las costumbres.

Las costumbres y su lenguaje se rompen el día que llega un chico más joven que tú a la puerta del almacén, sudado, semidesnudo, con un bidón a cuestas y te pide con gestos que se lo llenes de agua. De Malí, de Guinea-Conakry, de Argelia, por favor. Por favor es una de las primeras palabras que ha aprendido, por favor, agua, comida, casa, trabajo, con entonaciones diferentes, obviando las erres…

Las capas de años, vivencias y lecturas se superponen como las capas de sedimentos de la zona. El relieve tabular del Segrià, del Bajo Cinca y de Monegros se extiende en una sucesión de llanos,
de estratos de arcilla y calcárea. Todo parece estable hasta que una de
las grietas rompe el orden habitual de la tierra, de las cosas y de las costumbres y permite que lleguen hasta tu casa, desde la suya, otras cosas, otras costumbres, otras personas.

He perdido la cuenta de las veces que he aprendido a leer. Desde 1972 hasta 2015, la escena se ha repetido una y otra vez. Me quedaba solo en clase durante media hora con un alumno que acababa de llegar de otro país.

Ese alguien, antes de su aparición, era una incógnita, el recuadro sin foto en un pliego de fotocopias. Y puede que siempre haya sido yo.

Fotografía de Francesc Serés

Fotografía de Francesc Serés

Francesc Serés

Francesc Serés (Saidí, 1972) es escritor. Ha publicado novelas, colecciones de cuentos, teatro, y ha colaborado en diversos medios de comunicación como El País, L’Avenç o Ara. Sus libros se han traducido a diversas lenguas y casi íntegramente al castellano. El último, La pell de la frontera, será publicado por Acantilado el próximo otoño.