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De herramienta a espejo, los sistemas de mensajería instantánea de nuestros teléfonos están modificando nuestra percepción de nosotros mismos y nuestros círculos sociales.

 

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Llego a la redacción de El Estado Mental y por fin conozco a Bruno Galindo. Aquí estamos, un año después de empezar a intercambiar mails. Un apretón de manos, un abrazo, un paseo por el estudio de radio y directos al despacho. Nada más sentarnos, sorpresa: “¿Tienes alguna idea para escribir aquí?”. Y yo que pensaba que íbamos a tomar un café... 

— Podríamos hablar del uso de Whatsapp, de cómo está cambiando nuestras vidas.

— Explícate. 

— (Glups) Es que Whatsapp ha cambiado nuestras vidas. En un sentido comunicacional pero también a nivel narrativo. Es más, con el double check y los grupos, con los emoticonos y las relaciones con amigos, amores y desamores, somos seres cada vez más instantáneos. Seres que viven con la punta de los dedos.

— ¿Y qué contarías en el reportaje?

Whatsapp se ha convertido en un reflejo de la realidad informativa, de la viñeta y la sátira nacional —es una fábrica de memes— o las relaciones emocionales. Es más, tanto en otras redes sociales como en Whatsapp construimos un yo público cuya expresión condiciona no solo la percepción que tenemos de nosotros mismos sino también, y mucho, la que los otros tienen de nuestra persona. Los mensajes y las gratificaciones instantáneas construyen relatos y realidades que hace una década eran impensables. 

Pero estamos aquí. En una sociedad, la española, donde la penetración de los dispositivos móviles y el uso de redes y sistemas de mensajería instantánea alcanzan récords europeos: cerca de 25 millones de españoles usan Whatsapp, que factura el 6% de su mercado mundial en la patria de la “histeria nacional”, como bromeaba Ortega y Gasset cuando se refería a la “Historia nacional”. En España somos instantáneos. Lo queremos todo y lo queremos ya —como Jim Morrison en Five to one— y esa rapidez empasta a la perfección con la filosofía de estos soportes, que son, además, prueba fehaciente de realidad: son soporte de exclusivas periodísticas como las conversaciones entre Rajoy y Bárcenas y de citas sospechosas como las del Pequeño Nicolás con el secretario de Estado de Comercio Jaime María-Legaz. 

En este punto se abre una bisagra. Una rendija que ejemplifica a la perfección otra de las nociones que se están redefiniendo en estos terrenos de interacción digital: la de privacidad, lo privado. ¿Qué significado adquiere en estos contenedores externos de personalidad? ¿Somos realmente nosotros los que escribimos en Whatsapp o lo hace una proyección de nuestro yo, un personaje que tenemos la oportunidad de crear y manipular durante segundos, minutos o incluso días antes de hacerlo público?

Hace 25 años, Evaristo, líder de la mítica banda de rock radical vasco La Polla Records, intentó resumir el cambio en los medios y los modos de comunicación de masas con un estribillo inolvidable: “Hoy en este mundo tan moderno y tan jodido, los viejos slogans se verán sustituidos. Sexo, droga y rock ‘n’ roll, hoy es imposible, pues para poder follar, un doctor has de llevar”. Superado el paradigma analógico, todo es rápido y eficiente en esta sociedad de profilaxis comunicativa. Todo debe serlo. Según el tecnofundamentalismo y los preceptos de biopolítica hegemónica de gigantes como Google o Facebook, todo ha de ser gestionado al segundo, tanto en terreno material como en el de las emociones y las relaciones personales. El objetivo es ofrecer servicios efectivos para una economía express de los afectos. Convertirse en sistemas operativos de nuestras frenéticas vidas.

 

 

Contenedores de personalidad

Esa profundidad banal de ida y vuelta se extiende por Facebook y Twitter y poco a poco, mientras nadie mira, por Whatsapp. Aunque como decía Josep Pla, “lo más profundo que tiene un hombre es su piel”. Una dermis, en este caso digital, que muda como mudan los slogans y los canales. Los viejos —sentencias cerradas, verdades inquebrantables en prensa de papel, televisión, radio o publicidad…— han dado paso a Internet como medio masivo y a las redes sociales, su máxima expresión, como caballo de Troya de una realidad cada vez más líquida y orgánica. Una especie de fotografía borrosa a base de algoritmos hiperprecisos. ¿En qué lugar queda la noción de autenticidad? Redes sociales como Facebook o Twitter, públicas, y otras como Whatsapp o Line, privadas, se han convertido en una suma infinita de proyecciones y hologramas personales. Es más, en ellas nacemos, crecemos y desaparecemos —algunas incluso nos ofrecen nuestra propia biografía consultable—. En este mundo donde la diferencia establecida por el romanticismo entre yo público y yo privado se diluye en la tensión yo analógico / yo digital, donde la tecnología es constitutiva de lo humano, las redes sociales muestran el relato hegemónico de nuestras vidas. Dicho de otro modo: lo que sale de la punta de nuestros dedos conforma un personaje del que empezamos a no poder escapar. 

Decía Michel Foucault en su seminario Las tecnologías del yo —en el que engancha su reconfiguración de las relaciones entre la sexualidad, el cuerpo y el poder a través de la idea del “cuidado de sí”, contrapuesta al délfico “conócete a ti mismo”— que “existen cuatro tipos principales de estas tecnologías” y que cada una “representa una matriz de la razón práctica”. Son, por así decirlo, cuatro caminos para el cuidado y el conocimiento de uno mismo. A saber: 1) Las tecnologías de producción, “que nos permiten producir, transformar o manipular cosas” y que me atrevo a comparar con las redes sociales y las biografías públicas del yo; 2) las tecnologías de sistemas de signos, “que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos o significaciones” que podrían asemejarse, en mi opinión, a los emoticonos. 3) Las tecnologías de poder, que según Foucault “determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o de dominación y consisten en una objetivación del sujeto”, que podrían dar forma a los grupos de contactos, amigos y seguidores en redes sociales y Whatsapp. Y 4) Las tecnologías del yo, “que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad”. Esto último podría compararse con el nivel especular de las redes y los sistemas de almacenamiento online de los mensajes y conversaciones que hemos efectuado en el pasado y que podemos consultar en cualquier momento, una especie de memoria personal en la red, una suerte de “recuerdos-nube” como los gestionados por los personajes de la serie Black Mirror.

En su artículo Ensayo sobre prácticas, instituciones y socialización, David Álvarez no ve estos ejercicios foucaultianos “muy alejados de prácticas comunes hoy en día en los Sistemas de Redes Sociales, en donde verbalizamos nuestra cotidianeidad y la ponemos en común con nuestra red social”. Según matiza, “llama la atención que Foucault habla incluso de prestar atención al ‘estado de ánimo’, una herramienta que algunas redes incluyen por defecto”. Una de ellas es Whatsapp.

Centrémonos ahora en el número 2), las tecnologías de sistemas de signos, que dentro del universo Whatsapp podrían adoptar la forma de los emoticonos. Codificaciones y simbologías que apañan buena parte de nuestras vidas —incluso sirven para contar la actualidad, como en una de las secciones del late night de Andreu Buenafuente— y limitan nuestras emociones y su comunicación a una esfera cada vez más reducida y urgente. Un emoticono sustituye a una emoción, pero no solo a una cara o a un gesto o a un símbolo de comunicación no verbal; también, y sobre todo, a la palabra. Owen Churches, investigador y catedrático de psicología de la Flinders University de Australia, ha dedicado los últimos años de su carrera a investigar las  caras y símbolos tipo-faciales que resumen estados de ánimo y sintagmas emocionales. ¿Son los emoticonos un catálogo cerrado de emociones que limitan nuestra libertad de expresión y comunicación? Según Churches, “todos los lenguajes son un sistema cerrado y los emoticonos son simplemente una subsección de este sistema perteneciente al lenguaje escrito que los humanos llevamos utilizando unos 5.000 años, pero [para saber más] necesitaría hacer un experimento comparando no solo :-) o :( con caras sonrientes o tristes sino también con palabras. De todas formas, como en todo lenguaje, es importante resaltar que siempre existe la posibilidad de lo poético: pequeños cambios que producen nuevos significados”. 

El altar pixelado

Pequeños cambios que se aceleran: “Yo, por ejemplo, no puedo estar al día para registrar la enorme cantidad de emoticonos que se crean cada día. De todas formas, mi conclusión sería que, si el asunto nos preocupa, la solución es usar los emoticonos con creatividad”. Para Churches resulta hasta cierto punto natural que nos apoyemos en las caras amarillas con bocas dibujadas para resumir nuestras intenciones. De algún modo, según este psicólogo australiano, estaba escrito: “Creo que existen bastantes elementos para formular la hipótesis de que el lenguaje escrito ha cambiado nuestro cerebro a lo largo de los últimos cinco milenios y que, en parte, es responsable de la hegemonía del hemisferio izquierdo, que es bueno procesando lenguajes y otros sistemas cerrados, sobre el  derecho, cuya habilidad reside en contemplar el mundo en su unicidad y su complejidad”.

Hipótesis y retos pendientes aparte, lo que sí ha hecho Churches es mapear y analizar las reacciones y los estímulos  de determinadas zonas cerebrales ante distintos emoticonos y rostros reales. Y con sorpresa: “Los emoticonos y las caras son por supuesto cosas diferentes, así que en algunas dimensiones reaccionamos de manera diferente ante ellas, pero hay una parte específica del cerebro, el lóbulo temporal superior, que reacciona del mismo modo. El área que se activa en este caso es la que el cerebro usa para la percepción facial, así que esta equivalencia es importante”.

Mayor velocidad, mayor necesidad de conceptualización y de simbolización. Con las puntas de los dedos como representación simbólica del contacto y la instantaneidad como elemento transversal, hay todo un océano de elementos que emergen a tiempo real cuando nos comunicamos digitalmente. El mundo se globaliza y lo local es global y al mismo tiempo local. Como consecuencia, las distancias son cada vez más relativas con respecto al traslado de información, la gestación de conocimiento y el arbitrio de los sentimientos. Elementos como la sustitución de la llamada perdida, las ansiedades derivadas o los emoticonos como placebos de la capa emocional marcan el paso de muchas de nuestras relaciones. Una especie de economía del fast-mood (“humor rápido”) que crece suave y lentamente en paralelo a la crisis. 

Otra cosa son los grupos de Whatsapp como patología de la relación de comunidad: el control colectivo y traslación del yo al dominio público y su desarrollo en esa esfera pública, condicionado “por la askesis, es decir, la percepción del yo en progresión” —de nuevo Foucault—. Un yo en progresión que hoy se puede consultar en la nube. Un yo “amigo”, un yo “compañero de trabajo”, un “yo” novio, un yo “ex novio”, un “yo viejo conocido”, un yo “padre”, un yo “hijo”... Si hablamos de identidades mutantes y tipologías de grupos de whatsapp, hay ejemplos para aburrir: actuaciones policiales en las que investigadores y detectives trabajan con grupos de Whatsapp para intercambiar información y acechar a delincuentes, compartir informes o lanzarse soplos de última hora; ataques y robos de criminales que se organizan a través de estos grupos con códigos propios para evitar la detección; participación ciudadana y coordinación de lucha social en chats colectivos para frenar desahucios, herederos de los flashmobs y otras iniciativas anteriores a los smartphones, o quedadas para manifestaciones más o menos ilegales; amigos y familiares y compañeros de trabajo y de gimnasio y del colegio y de la universidad; consumidores de droga y camellos; iniciativas rocambolescas, paradójicas y ambivalentes como grupos de conductores que buscan evitar los radares de la Guardia Civil y que, a su vez, según varias denuncias presentadas en juzgados de Tenerife, algunos ladrones habrían parasitado para obtener información sobre la posición de esos agentes y efectuar sus robos al otro lado de la ciudad; pymes y startups y freelances que trabajan con el teléfono e intercambian sus documentos de trabajo.

En los grupos de Whatsapp podría esconderse el mecanismo de un panóptico pixelado: un lugar donde no hay carcelero porque la suma de miradas privadas construye una colectividad vigilante y normalizadora con mecanismos que penetran a nivel capilar. Un reflejo es la generación de símbolos que establecen la base primigenia del control, como en los dos tipos de altares que existen en la casas de las sociedades indochinas del sudeste asiático: el altar budista y el altar a los espíritus. Si eres exitoso, ambos deben crecer en ofrendas y si no el pueblo se muestra receloso por tu desconsideración hacia el rector espiritual. Sin embargo, si la vida te va mal, tienes derecho a dejarlos austera y recatadamente vacíos. Sin flores ni inciensos ni aguas perfumadas. Como un Whatsapp sin amigos ni mensajes pendientes; sin monos que se tapan las orejas ni cohetes que despegan entre explosiones de confeti.

Pedro García Campos

Pedro García Campos es periodista y productor web. Máster de El País y licenciado en Humanidades, ha fundado y dirige la plataforma digital Acuerdo.us, colabora con medios como Vice o Tiempo y coordina talleres sobre narrativas transmedia aplicadas al periodismo de investigación. Tiene 34 años y nació y vive en Madrid.